viernes, 30 de junio de 2017

Mozalbetería

El Sol (Madrid), 20 de marzo de 1932

Cuando se escudriña en esos desórdenes callejeros a que dan tono y aire los llamados mozalbetes, se percata uno que esa que podríamos llamar diátesis catastrófica —o en latino: disposición revolucionaria— no mana de fuente ideal, ni económica, ni lógica, ni política, ni ética, ni religiosa, sino de turbia fuente sentimental —acaso resentimental— propiamente artística o estética. Los llamados mozalbetes se divierten, huelgan, jugando a la revolución, van de holgorio y regodeo revolucionarios. Aquellos incendios de conventos fueron algo artístico, neroniano. ¿Finalidad social? La cosa era matar el aburrimiento; no más que una especie de onanismo colectivo.

¡Aburrimiento! ¿Conoce el lector nada más trágico que aquél niño de seis años que lloraba a lágrima muerta porque decía aburrirse? “¡Aburrido!” era el insulto mayor que en un tiempo podía en mi Bilbao lanzar un chico a otro. En la época de la guerra civil de los mayores, los menores jugábamos a pedreas. Otras veces juegan a ladrones y guardiaciviles. Y lo de aquel muchacho que se retiraba de la partida refunfuñando y a quien le oí: “¡Si no me dejáis ser ladrón, no juego!” Y aquello otro de imponerse a los mayores, canturreando: “A tapar la calle / que no pase nadie..., etc.” ¡A tapar la calle! La calle ha de ser de los mozalbetes, no de los hombres; ha de ser de los chicos de la calle. Dice la copla: “En mi casa mando yo / y en el Concejo el alcalde, / en la iglesia manda el cura / y el que más puede en la calle.” Pero el que más puede —pasajeramente, ¡claro!— no es ni el que más sabe ni el que más quiere. Logra poder el necio abúlico, pero voluntarioso.

Y, sin embargo, el holgorio, la diversión, el esparcimiento, es tan de primera necesidad como el pan, el agua, la sal y el abrigo. Pan y toros. Y capeas en los lugares. Un lugar, una aldea, se rebela y revuelve cuando no le dejan divertirse a su manera. Por eso, por estética popular, neroniana, hay que echar carne a las fieras humanas. Unas veces pedían: “¡caballos!, ¡caballos!”, y otras veces pedían herejes o brujas. Tal vez pedían judíos. Luego pedían frailes. Es un instinto dramático, a que da fomento la Prensa gráfica. ¡Eso de salir en estampa! Y todo ello no es cosa de sociología, sino de psicología colectiva, ni sirve para explicarlo la llamada concepción materialista de la Historia. Hay que acudir a la intuición dramática de la Historia.

¿Es que no hay en los llamados mozalbetes más que ese ímpetu dramático, ese anhelo de tapar el aburrimiento, como la calle, con días macizos de emociones teatrales? Sí, hay algo más: hay lo de colocarse. Colocarse en un destino no sólo económico, sino histórico. Hacer papel. O lo que se dice afán de notoriedad. ¡Tan natural! Y, después de todo, las más de las llamadas revoluciones no suelen ser sustitución de principios, sino de personas. “¡Giovinezza!, ¡giovinezza!”, que en tono de opereta entonan, esgrimiendo sus puñales, los fajistas de la Italia de Mussolini y comparsa.

Mas aquí, en esta España en que tantos deportistas se preguntan, desencantados, si esto es una revolución de verdad, ¿qué mozo de menos de treinta años se ha destacado de veras? Los novillos que vemos en el coso rodean a los cabestros que lo llenan con el son de sus cencerros. Y quedan fuera los solitarios, los desesperados, de que ya os dije, lectores. Los mejores de los otros buscan enchufe, no en el grosero y bajo sentido que le da la vulgaridad espiritual, sino que buscan enchufarse en la Historia, darse a conocer. Y luego esa barbarie, la más cavernaria de todas, de querer tapar, no la calle, sino la boca, de los de enfrente, ese procedimiento de interrumpir las reuniones de los adversarios. Mas de esto, que nos haría caer la cara de vergüenza de tener que ser lo que llaman, sin serlo, republicanos, hablaremos otra vez. De ese tender a un monopolio de la opinión pública. Y con ello, además, a una Prensa oficiosa, de fajo (“fascio”), o mejor, de cotarro, de peña.

Ahora, lo fatídico sería que esa disposición revolucionaria —diátesis catastrófica— de origen dramático, o mejor, dramatúrgico, ganara a los que han de dirigir al pueblo, a los que han de gobernar; lo fatídico sería que los que han de disponer del Poder se figuraran que su misión fuese hacer lo que se llama la revolución desde arriba. ¿Qué revolución? Eso no importa; el contenido es lo de menos; la cuestión es revolver. Que se vea de lo que somos capaces los españoles. Que no se diga que nos echamos atrás. O que nos ladeamos a la derecha.

Eso de delante y detrás, derecha e izquierda, involución y reacción, suele carecer de claro sentido ideal, ni económico, ni lógico, ni político, ni ético, ni religioso, sin que tenga más que uno, muy oscuro, sentimental —acaso resentimental—, artístico o estético. O precisamente dramatúrgico. De una dramaturgia sensual, no ideal. Un sentido más bien que estético anestésico. (Debería decirse, digámoslo parentéticamente, “anestético”.) Y el revolucionarismo ese que ha llegado a proclamar que la religión es opio para el pueblo no hace más que confeccionar otro opio, el opio revolucionario. Que opio, y nada más que opio, es la finalidad con que se quiere suplantar a la religiosa. Y en tanto los mozalbetes...

En tanto los mozalbetes deberían aprender que la Historia hay que vivirla hacia dentro y no tapando la calle ni las bocas, ni pidiendo caballos, herejes, brujos, frailes o judíos. Y eso que todavía no nos ha llegado la tontería de la “svástica” y del racismo. Que de todas las mozalbeterías es la más grotesca. O sea “grutesca”, de gruta o caverna; de caverna de fajo.

jueves, 29 de junio de 2017

Pesimismo patriótico

El Norte de Castilla (Valladolid), 19 de marzo de 1932

¿Pesimista? ¿Derrotista? Sí, esto es como cuando se habla de Jeremías, el encendido profeta de Israel que le enseñaba a su pueblo cuanto merecía sus aflicciones sin que por eso se diera a llorar. El sentido que alcanza corrientemente el término “jeremiada” es un sentido anti-histórico. Y vengamos a casos.

He leído que Benavente ha dicho: “quién pudiera emigrar...” Pero eso es un modo de decir y quien lo dice, malditas las ganas que de emigrar tiene y precisamente para poder decirlo. Es como aquello otro que se atribuye a don Antonio Cánovas del Castillo, aquello de que “no es español sino el que no puede ser otra cosa”, modo de decir que en boca del restaurador de la dinastía borbónica significaba que él, Cánovas, no quería ser otra cosa que español. Esas duras expresiones brotan de los pechos más patrióticos.

¡Emigrar…! ¿Y para qué? Para sentir saudade —soledad—, morriña de la patria que se dejó. Es mejor sentirla de la patria en que uno se queda y arraiga. Porque hay soledad, hay saudades, de lo que se tiene en torno —o mejor dentro—, se tiene morriña de lo que se posee y toque, se echa de menos lo que se tiene.

Y esto de la saudade —término, como sabéis, portugués para la nostalgia—, me recuerda aquel melancólico soneto que hace más de cuarenta años escribía aquel trágico poeta lusitano que fue Antonio Nobre, aquel soneto que empezaba: “En certo reino, a esquina de Planeta...”, y acababa: “Nada me importas, Paiz, seja meu Amo / o Carlos ou o zé da Th'reza… / Amigos, que desgraça nacer en Portugal!” ¡Qué desgracia nacer en Portugal! Y cómo se regodeaba Nobre en esa desgracia. Como Leopardi, el más hondo y entrañable de todos los poetas pesimistas, el dechado de pesimismo poético —o sea creativo—, se gozaba de que su desesperación —su tedio más bien— fuese italiano. El que nos dejó dicho, y para siempre, en italiano lo de: “Desprecia al poder escondido que para común daño impera, y la infinita vanidad del todo”, se sentía catoniano, lucreciano, romano, y cantaba a Bruto. Era un gran patriota.

No hace mucho que en una revista argentina, Sur, leí en un artículo denso de Jorge Luis Borges que se titulaba “Nuestras imposibilidades” y que era un amargo examen de las fallas del espíritu público de su tierra, esta conclusión: “Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas”. ¿Sin alegría? Sin duda, pero no sin cierta satisfacción. Con la satisfacción de haber cumplido un deber de patria.

Y no creo que haga falta recordar al lector medianamente culto siquiera lo que el Dante, el ardoroso gibelino, le decía a Italia, llamándola burdel (bordello), y el Dante sí que era italiano hacía muchas generaciones. Porque eso de llamarse uno argentino —o español, o italiano, o lo que sea— de “hace muchas generaciones”, es un gran hallazgo de expresión, que supone sentirse en la historia.

Yo he dicho por mi parte alguna vez, y la expresión ha logrado cierta boga, que me duele España. Y cuando a uno le duele su tierra, su patria, le lleva a eso que los ligeros de cascos llaman pesimismo o derrotismo.

No, el pesimismo no es lo peor, ni siquiera lo malo, aunque en otro respecto aparezca pésimo; lo peor es la insensibilidad. Aquel Díaz Quintero que en Cuba, antes de la revolución septembrina, mereció que los españoles incondicionales le llamaran “pillo, traidor laborante, cobarde, insurrecto, canalla, mambí” y que aquí, en la Península, fue la bestia negra, el coco de los católicos, dijo al discutirse en las Constituyentes de 1869 la libertad de cultos, que él no era ni católico, ni protestante, ni budista, ni judío, agregando: “No soy ni siquiera ateo, porque no quiero tener con las religiones positivas ni el contacto de la negación”. A lo cual se le llamaría hoy agnosticismo, si el modo de expresarlo Díaz Quintero no hubiese sido de una abrumadora y tosca vaciedad. Pero así como hay esa posición respecto a la religión, la hay respecto a la patria. Y consiste en desinteresarse de ella.

Porque no, lo grave para el porvenir del alma de la patria no es lo que de ella digan los que se dice que suelen de ella decir mal, lo grave es los que de la patria se desinteresa, los que no la echan de menos, los que no se dan cuenta de que en ella viven. Y por lo demás, debemos regocijarnos de que no se le haya ocurrido a la Cámara —parlamentaria ¡claro!— votar una ley de Defensa de la patria, o de España, porque entonces habría que haber visto a qué se llamaría ofender a la patria. Que es peligroso tener que habérselas con un grupo —partido o lo que sea—, atacado de manía persecutoria. Enfermedad mental y sentimental —o mejor: resentimental—, que suele atacar lo mismo que a los individuos a las colectividades o comunidades. De lo que da clara muestra la frecuencia con que eso que se llama opinión pública —que no suele ser ni pública ni opinión—, da en decir que un sujeto, más o menos público, está haciendo una campaña derrotista o emponzoñando al pueblo con pesimismos.

El español que se ocupa en España, que habla de ella, sea como fuere, le hace un gran servicio. Lo grave es el que no quiere tener con ella, con su patria, ni el contacto de la negación. Y cuando oigáis a un español, y más si es de primera, decir: “¡Quién pudiera emigrar!...”, pensad que nunca he expresado más hondamente su ansia de la España que echa de menos.

miércoles, 28 de junio de 2017

Callejeo por la del Sacramento

El Sol (Madrid), 15 de marzo de 1932

¿No te ha acontecido, lector amigo, sentir ansión de huir de la actualidad embargante para buscar la potencialidad del recuerdo liberante? ¿No te has sentido aislado en medio de la “enloquecedora muchedurabre” (madding-crowd, que dijo Gray, poeta) de una gran urbe que vive al día, cinematográfica, telefónica y radiográficamente? Pues este comentador sí. Y estando desterrado en París solía escaparse de las avenidas y los bulevares muchedumbrosos para recogerse en la sosegada isla de San Luis, o en el Palais Royal, henchido de recuerdos de la Gran Revolución, o en la Plaza de los Vosgos, plaza para abuelos y nietos, donde vivió y murió el gran abuelo —poeta también— Víctor Hugo, y lugares los tres muy lugares. Y aquí mismo en Madrid...

Mi gran amigo Guerra Junqueiro, el gran poeta portugués, soportaba mal, no sé bien porqué, a Madrid. “En todas las grandes plazas —me solía decir en la de Salamanca— las muchedumbres tienen movimientos rítmicos, menos en la Puerta del Sol de Madrid.” Otra vez: “Por estas calles se puede ir soñando sin temor a que le rompan a uno el sueño.” Otra: “En este cielo —el de Salamanca, ¡claro!— puede haber Dios: ¡en el de Madrid, polvo!” Lo que no es justo. Porque también aquí... Federico Nietzsche —otro poeta, y van cuatro— decía: “Sabemos que la ruina de una ilusión no da verdad alguna, sino sólo algo más de ignorancia, un ensanchamiento de nuestro espacio vacío (leeren Raumes), un acrecentamiento de nuestro yermo (Oede). ¡Espacio vacío! ¡Yermo! ¡Donde poder soñar! Pero también aquí, en las calles de Madrid, cabe soñar, sin temor de que le rompan a uno el sueño. Según la calle. También aquí se puede hallar campo urbano —¡campo!—, relicario de recuerdos de leyenda; también Madrid es lugar —¡lugar!— con viviendas —no sólo posadas— de vecindario parroquial. Sí, la leyenda pliega sus alas y se posa, como sobre su nido, a dormir soñando siglos divinos en el desnudo y ceñudo páramo castellano; pero también aquí. Los tranvías y los autos atiborran de circulación urbana a la calle Mayor, a la calle Ancha, a la Gran Vía, y en esa mayoría, en esa anchura y en ese grandor —que no grandeza— se hunde la leyenda secular, aunque surta la gacetilla cotidiana. Pero...

Hace ya cuarenta años que fui a visitar a otro poeta, a Núñez de Arce, en su vivienda de la calle del Sacramento donde acaso escribió su Miserere, pues desde allí cabía recibir, a través de las encinas velazqueñas del Pardo, y como por espiritual telefonía poética, los ecos del Panteón del Escorial, que ya otro poeta. Quintana, hubo cantado. No había yo vuelto por esa calle desde entonces, y aun antes apenas sí la conocía. No está en el Madrid de mis correrías de estudiante morriñoso. Y he vuelto a esa calle llamado por otra morriña. He vuelto en romería.

La Plaza Mayor, archivo de majeza, que me trae recuerdos de su hermana mayor, la de Salamanca, y allí el pedestal de aquella hermosa estatua ecuestre de Felipe III, a que derribó perturbada turba perturbadora, hecha de brutos iconoclastas, seminario de petroleros —semillero de incendarios—. En recuerdo le llena a la plaza la ausencia de la estatua abolida. Luego, la Torre de los Lujanes, prisión que fue de Francisco I de Francia; después, la recatada señorial Plaza del Cordón, y por ella, a la calle del Sacramento, cruzada por la del Rollo —rollo: picota; ¡qué nombres sacramentados!—, y allí, en fila grave, moradas vivideras señoriales, hidalguescas, provincianas de Corte y Villa, con aire de gentileza de “Castiella la gentil” del viejo Cantar. Puertas de portaladas con dinteles, de roca castellana, adovelados, Y allí se respira sosiego y se reposa el cielo luminoso de Madrid, con Dios y sin polvo. ¿Polvo? Sí; se posa polvo de luz celeste y se debe de oír mejor, sin estrépito de bocinas, la voz de la campana parroquial que toque a ánimas y a oración. Y si ya no es así, al menos, “soñemos, alma, soñemos...” Allí ha respirado más a sus anchas mi ánimo, y he sentido mayoría, anchura y grandeza ciudadanas soñando el pasado que es y no el que sólo fue. Y en la desembocadura de la del Sacramento, el monumento a las dos docenas de víctimas que sucumbieron en el atentado de regicidio del 31 de mayo de 1906, día de la boda agorera de la última pareja regia de España. Y luego, por el Pretil de los Consejos —¡qué otro nombre!—, a la calle de Segovia, una encañada urbana, y sobre ella el viaducto, antaño suicidadero popular, que conduce a su aledaño, el Palacio de Oriente, también en cierto sentido, no literal, sino espiritual, suicidadero... dinástico. Lo que habrá escuchado en atento silencio esa calle del Sacramento, sin tranvías y casi sin autos, esa fila de viviendas ciudadanas, recogido remanso de historia. ¿Del viejo Madrid? No. sino del Madrid intemporal, del Madrid —oso y madroño— que soñaba, vivía y revivía Don Benito, su evangelista. Por esa calle del Sacramento solía callejear Bringas, el del Palacio Real.

Sí, sí, cabe callejear, discurrir por Madrid soñando a España; cabe ir soñando por calles encachadas de este Madrid senaras de España sin temor a que le rompan a uno el sueño, que nos le escuda y ampara este cielo que laña la cuenta del Duero con la del Tajo, Castilla la Vieja y la Nueva. Respira la calle del Sacramento aire del Guadarrama. Pero..., ¡ojo!, porque hay que vivir despierto. Por si acaso... A Dios rogando y con el mazo dando, no sea que se nos rompa la vela. Ese monumento de la desembocadura de la calle del Sacramento y aquel pedestal vacío de la Plaza Mayor nos amonestan a vivir despiertos. Que la barbarie que hoy se revuelve contra un símbolo, sea de carne o de bronce, mañana se revolverá contra el que le ha suplantado, y destruirá el símbolo, pero no lo simbolizado. A soñar, pues, lo que se queda; pero despiertos a lo que se pasa. Y a Dios rogando y con el mazo dando.

Por lo cual roguemos, de mazo levantado, a nuestro Dios histórico y religioso, no al metafísico y teológico, que los recuerdos de gloriosas esperanzas de nuestros antepasados, nos críen esperanzas de gloriosos recuerdos que entregar a nuestros trasvenideros.

martes, 27 de junio de 2017

La enormidad de España

El Sol (Madrid), 10 de marzo de 1932

Téngome aquí con la confesión íntima, entrañable, de un castizo —“ligrimo” (legítimo) se diría en habla charruna— jabato español de hoy en día, de un chico de España, donde se acabaron ya los grandes de ella. ¡Y lo que me ha sacudido! Pues ¿hay acaso algo más malencónico que ver caer las hojas, amarillentas y ahornagadas, de la enredadera que se enreda a las ruinas y las enreda? ¿Y si esa enredadera fuese, no estéril yedra, sino fructuosa vid cuyos sarmientos lañaran en verde los ruinosos sillares desmoronados? Malencónico, digo, pues que de romanceada —también charruna— malenconía, que no de culta melancolía se trata; de una malenconía que remata en mal encono, en nuestro típico resentimiento celtibérico. Y es que resiento por los mal-enconos de este jabato ligrimo que se me confiesa no ya com-pasión sino con-miseración; es que me resiento no tan sólo padeciente, sino miserable con él y como él.

Vamos, chico..., tienes mucha razón, España no es alegre ni tiene porque alegrarse. Ni porque holgarse, que ni puede pararse a tomar huelgo, que el tiempo aprieta. Y la huelga suele dar en juerga, y los duelos con pan son menos. Lo que tiene España es que tomar contento —y contenido— que contentarse; mejor, tiene que conformarse con su destino, con su misión eterna y no sólo temporal. Conformidad. Pero ¿con qué forma? ¿Qué forma le daréis a España los que habéis nacido a la vida nacional y popular —civil y laica— bajo el sino de la República? Laica es religiosa. ¿Qué forma y qué norma?

Norma, sí, pues a muchos de vosotros —“¡estos chicos..., estos chicos...!”—, acaso a los mejores, se os reputa anormales. Y dejadme que en esto de la anormalidad me pare un poco.

Anormal, ya lo sabéis, es un vocablo híbrido —mestizo— de prefijo griego y tema latino. Lo propio latino, que se hizo castellano, es: enorme. Enorme es lo que se sale de norma, lo anormal. Y norma era una escuadra de que se valían los agrimensores romanos, una regla, por donde lo enorme es lo irregular, lo inescuadrado o acaso desescuadrado. ¿Y cuál la norma española? ¿Cuál la norma de cuando España, la eterna, talló aquende y allende la mar dos mundos? ¿Cuál la norma, la escuadra, del universal imperio español, carolino y filipino, calderoniano y cervantino —mejor: segismundiano y quijotesco—, iñiguiano y teresiano? ¿Cuál esa norma? Esa norma fue y es —y ésta sí que paradoja, y trágica— la enormidad. La norma castizamente española es la enormidad, es una escuadra para encuadrar el cielo y tallarlo a nuestra medida. Lo anormal, nuestra normalidad.

Ya Nietzsche dejó dicho que España osó, se atrevió —esto es: se atribuyó— demasiado, y Carducci habló de “la afanosa grandiosidad española”. Y, antes que ellos, Edgar Quinet —aquel apocalíptico profeta galo-romántico—, ya en 1844 (Mes vacances en Espagne, publicado en 1857), cuando decía a nuestros abuelos que no vale una gota de sangre “enmascarar, desfigurar a Felipe II bajo una Constitución de papel” —¡así!—, les decía que tomaran la vía de la revolución propia que pide un alma regia, para lo que basta ser sencillamente español. Y les hablaba de la vasta herencia de democracia que la vieja Monarquía española había preparado, les hablaba de continuar una nación de hidalgos —“gentilshommes”— proletarios sin rebajarla a burguesía; de asombrar —“étonner”— a Europa en vez de imitarla. “No haréis nada de vuestro pueblo —les decía— si no le ponéis ante los ojos alguna alta misión a que Dios os convida... Encontraréis la América con doscientos hombres, las Indias con ciento cincuenta. No poseeréis ya ni una ni otra de las Indias, pero si el empuje interior de vuestro espíritu nacional vive todavía descubriréis otros mundos sin salir de vuestra casa.” Y acababa: “¿Porqué no habréis de combatir en vuestra fila de batalla el antiguo combate por la antigua Iglesia verdaderamente universal, no de Roma, sino del mundo; no del Papa, sino del Cristo?” La iglesia cristiana nacional, civil y laica.

Y tres siglos antes que Quinet, en 1541, Miguel Servet, el bravío aragonés a quien hizo quemar, en nombre del Cristo, Juan Calvino en Ginebra —si no, le habría hecho quemar en Viena de Francia, y a nombre también del Cristo, el cardenal de Tournon, a él, y no a su efigie, que quemaron—, dejó dicho que el ánimo de los españoles es inquieto y revolvedor de cosas grandes: “inquietus est et magna moliens hispanorum animus”. ¡Revolvedor —y rumiador— de grandezas! Lo de Quinet, lo de Nietzsche, lo de Carducci, lo nuestro. Y este revolver grandezas es nuestra verdadera revolución. Revolución y revuelta, vuelta atrás. Pero no en el tiempo. Nuestra escuadra lo es de eternidad.

¿Devolverá, revolviéndose, el inquieto mocerío español de hoy y de mañana, su mocedad a la España de siempre? Aquella su enormidad es la gloria eterna de España. ¿La que pasó? La gloria no pasa, sino que se queda. O mejor, la eternidad que por el tiempo pasa se queda por encima y por debajo del tiempo. “Cualquier tiempo pasado fue mejor...” ¡No, no y no! Pero cualquier eternidad pasada es— no fue— mejor. Como tiempo no, aquel tiempo pasado del siglo XVI, su cuerpo temporal, no fue mejor, pero como eternidad, como alma intemporal, aquélla es mejor. Y “a reinar, fortuna, vamos, no me despiertes si sueño...” Tenéis que revolvernos al reinado de España, de su S. M. Imperial España.

¿”Simulación, verbosidad y sofística”, que decía Servet? Ah, de esto ya hablaremos. ¿Verbosidad? Con el verbo hicieron nuestros antepasados lo mejor, lo más eterno que hicieron; con la palabra, y no con la espada. Norma, la palabra.

Y ahora ¡qué congoja me entra al ver caer de la verde enredadera hojas amarillentas y ahornagadas sobre los ruinosos sillares de la patria!

lunes, 26 de junio de 2017

Definición del jabalí

El Sol (Madrid), 6 de marzo de 1932

Voy, en efecto, a definir al jabalí, que es el modo de defenderlo. Pues merced a una frase de José Ortega y Gasset tomó cuerpo en nuestras Constituyentes, y después, en la opinión pública del país, un calificativo psicológico, y es el de jabalí junto a los de tenor y payaso. Y como .suele suceder en tales casos, algunos de los que se creen aludidos han tomado el remoquete a honra, y lo han adoptado. Y vamos al jabalí.

La palabra “jabalí” es adjetivo arábigo que vale como salvaje, bravío o montaraz, aplicado al puerco. Le distingue del doméstico o casero, que se hace en cierta manera urbano y hasta civil, dando en pocilga. A pesar de lo cual, suele comerse crudos a los niños tiernecitos, como los descuiden sus padres, y lo hace acaso en pre-represalia de que esos padres se lo coman a él.

La braveza y aun bravura del jabalí es proverbial y épica, pues que Homero nos le describe destrozando los sembrados, asolándolos, cuando irrumpe en ellos desde las brañas y los matorrales de su guarida montesa. Y es también proverbial y también épica su singularidad, el hecho de que obre solo y solitario, señero. Pues el puerco jabali o bravío no se da como el doméstico en piaras. Su distintivo es la singularidad, la individualidad. Como que es por esto por lo que en francés se le llama “sanglier”, del latín “singularius”, o sea, en nuestro romance castellano, “señero”. La característica, por lo tanto, del homérico jabalí es la singularidad. Y es curioso que esta voz: singularidad —“singularitatem”— haya dado en bable la voz “señardá” —que en castellano habría sido, de haberse desarrollado, “severidad”, o mejor “señerdad”—, que equivale en sentido a la “morriña” gallega, a la “saudade” portuguesa, a la “soledad” andaluza, a la “enyorança” catalana —de que hicimos “añoranza”—, al “iñor” valenciano y a la voz bachilleresca nostalgia. El jabalí, el puerco montaraz y señero, siente soledades, morriña o añoranza del monte, de la braña, del breñal donde crió su singularidad bravía. Es un bravo individualista que defiente a colmilladas su singularidad, y no se pliega a dejarse domesticar, a dejarse civilizar.

¿Que no se concibe una piara de jabalíes, una manada de solitarios? Así lo hemos dicho; pero… Ahí están las Cartujas. Y, en rigor, monasterio no quiere decir otra cosa que un convento —una convención— de “monachos”, de monjes, de solitarios, de jabalíes religiosos hozando en las sementeras de la creencia. Por lo demás, lo malo es hacer el jabalí sin serlo, lo que sucede a menudo tanto en los conventos como en las sectas y los partidos. El verdadero jabalí espiritual es el acabado hereje, de la ortodoxia y de la heterodoxia, como aquel aragonés Miguel Servet, que decía que el ánimo de los españoles es “inquietus et magna moliens”, inquieto y que resuelve grandes cosas, soñando grandezas.

Y se pregunta si es el español individualista o socialista se hace una pregunta tan vacía como la de preguntar si otro es egoísta o altruista, pues que el individuo que mejor afirma su yo, su “ego”, es el que mejor afirma la sociedad de que participa, ni hay nada más universal que lo individual. Y así, al dirigirnos al supremo Yo, al infinito y eterno, a Dios, en la oración dominical, no le tratamos de Vos, en plural, como a las potestades terrenales, sino de Tú singular y señero.

El español de tipo medio, castizo, es, gracias a Ti, Dios nuestro, bastante y acaso harto jabalinesco. Hasta al someterse lo hace anárquicamente. Y tiene del jabalí una cualidad —¿y calidad?— que señala muy bien el Baedéker de España al decir que el español suele ser “pointilleux et ombrageux”, quisquilloso —o puntilloso— y receloso. La puntillosidad, tan bien retratada en el pundonor de los celosos maridos calderonianos, cuyos celos no son más que envidia —¡aquí de Quevedo!—, y la recelosidad son hijas de nuestra singularidad, de nuestra señeridad jabalinesca y montaraz, pre-civil. ¿Incivil?

La civilización y la civilidad exigen piaras, manadas. Algo más que monasterios. Pero... Si la manada, si la piara ha de propagarse sin dejar de serlo, los jabalíes tienen que dejar de ser jabalíes. (Véase mi libro sobre La agonía del cristianismo.) Se les han de caer los colmillos. Que el verraco no es propiamente jabalí, sino muy otro. Don Juan no es la carne de Don Quijote. Pero ambos señeros.

El jabalí no se rinde a disciplina; no es discípulo más que del monte, y su escuela es el breñal. El jabalí ha de ser un dechado legendario para consolar de su domesticidad, de su civilidad, al puerco casero, productor de lomo, jamón, chorizo y morcilla. ¿Qué sería de la piara si alguna vez no oyese el gruñido del jabalí señero? ¿Qué sería de ortodoxos y heterodoxos sin herejes? Si todos los animales fueran domésticos y no hubiera tampoco hombres salvajes, es de temer que la civilización humana —conventual y convencional— se ahogase en podre. Sin jabalíes acabaríamos todos en payasos y tenores. Y el jabalí, si no lleva compañía, suele llevarse acompañamiento. ¡Y para soledad la de un acompañamiento que no hace compañía! ¡Señero y solo entre acompañantes, sin un solo compañero!

Y ahora tengo que declarar que no se me oculta —¡qué va!...— que cuando mi buen amigo, compañero y colega José Ortega y Gasset forjó el afortunado calificativo y clasificativo psicológico de jabalí no lo apuntó, ni mucho menos, en el sentido que yo aquí. Referíase a otra calidad y a otra clase. Y, por otra parte, que hacer el jabalí, lo repito, no es serio, sino una forma de payasada y su gruñido modo de gorgorito de tenor. Y que es fácil distinguir al jabalí genuino, espontáneo y natural del contrahecho, forzado y artificial.

En resolución, ¡suerte fatal la de tener que civilizarse!

domingo, 25 de junio de 2017

Solitario y desesperado

El Sol (Madrid), 3 de marzo de 1932

No es para bien expresada, lector amigo, la emoción que me embargó al leer en la mañana del pasado sábado, y en estas mismas columnas, el relato del incidente de la interrupción pedernosa que desde la tribuna pública, popular, lanzó a la Cámara un pobre mozo “desdichado” ―así se le llamaba aquí―. Es seguro que de haber sido testigo de ella no me habría producido apenas impresión, pues el suceso careció de importancia exterior. Y no fui testigo porque yo había abandonado el escenario poco antes de la escena para ir a sermonear a otros mozos ―estos estudiantes de Medicina― en el anfiteatro de San Carlos.

La ruidosa interrupción de piedra ―ruido de cidriera rota― en nada alteró la marcha de los debates. Y el hecho, que ni a desacato llega ―por la parte alícuota que me toque no me siento desacatado―, no temo que vaya a caer en la jurisdicción de la ley de Defensa de la República, que es otra ley de Jurisdicciones, como la de antaño. Todo se reducirá, espero, a que se le ponga en cura al desdichado mozo. Desdichado, sin dicha, pues que sin esperanza; desesperado, que él se dijo.

El incidente no fue más que una insignificante, pero significativa, nota marginal, una acotación parentética, como (aplausos), (sensación), (expectación), etc. etc. Todo en la representación parlamentaria y dentro de su propia escenografía.

Pero ¿por qué me emocionó tanto el relato? Como os dije, lectores amigos, en mi último comentario, el de los delfines, en estos días me están subiendo a flor de conciencia recuerdos de mi mocedad de Madrid, de cuando yo tenía la edad que hoy tiene el interruptor de la piedra. Y lo que llegó hasta conmoverme fue esto que leí aquí:

“Parece que interrogado sobre su filiación, declaró que era un desesperado, un solitario, sin familia. “No tengo ―parece que dijo― ni padre, ni nadie, ni nación, ni patria; no tengo más que diez y nueve años.”

¡Un desesperado! ¡Qué voz tan íntima, tan entrañadamente española! Tanto, que en la forma desperado pasó, como siesta, pronunciamiento, junta, torero y otras, a otros idiomas europeos cultos. Y hay en francés un hermosísimo soneto de Gerardo de Nerval con esa voz española por título.

Un desesperado y un solitario. ¿No son acaso una y la misma cosa? Un desesperado es un desesperanzado, uno que ha perdido durante la espera la esperanza. “El que espera desespera”, dice nuestro hondo dicho decidero. ¿Sabe esperar la actual mocedad española? “No tengo patria; no tengo más que diez y nueve años.” ¡Más que…!

“No tengo más que diez y nueve años…! También yo, lector, los tuve y los sigo teniendo. Y me vuelven aquellos, cuando no tenía más. Aunque sí, sí, pues a mis diez y nueve años había cobrado ya siglos de tradición española. Siglos que me consolaba de la soledad aneja a esa edad agorera. Porque la mocedad de diez y nueve años suele ser una soledad. La soledad suele ser la patria de un mozo de diez y nueve años en el ámbito del interruptor con pedrada. “¡Juventud, primavera de la vida!” Pero, ¡ay primaveras españolas con semanas de pasión! El dulzor de España es el otoño, cuando los álamos, los chopos, los negrillos y los frutales se revisten de oro y de llama, los colores de su enseña. Los frutos de primavera suelen ser agrios. Frutos de destiempo y desazón.

Me puse a imaginarme el hondo estado de ánimo de ese pobre mozo, solitario y desesperado, que quería asomarse a la historia nacional y patria, él, sin nación, ni patria y con sólo sus diez y nueve años de soledad. ¿Comunista? Un solitario desesperado no puede ser comunista, porque la comunidad excluye la solitariedad, y el comunismo es esperanza. No, la enfermedad ―enfermo es lo mismo que civilizado― de ese mozo es otra. Es una enfermedad típicamente española. Y él, el enfermo, uno de tantos. ¡Y tantos!

El mozo solitario y desesperanzado lanzó un canto rodado a destiempo, y no más que para provocar una desazón. (Des-esperado…, des-tiempo…, des-sazón…, ¡qué intraductibles estas voces tan nuestras!) Quiso irrumpir en la pequeña historia cotidiana, gacetillesca, interrumpiéndola con pedrada. Que es un modo de continuar la historia. Que si hay, según dice la Gramática oficiosa, conjunciones disyuntivas, hay interrupciones continuativas. Los que ahogan la historia no son los interuptores ni los rebeldes, sino que son los neutros, los apolíticos, los de “¡no me hable usted de la guerra!”, o “¡no me hable usted del Estatuto!”, o “¡no me hable usted de la cuestión religiosa!”, aquellos sobre que cayó el terrible anatema del Dante, el gran desdeñoso, el de: “no hablemos de ellos, sino mira y pasa”. Esos, los retraídos, los huidos, los emigrados, los callados. Su retraimiento, su huida, su retiro, su abstención, su silencio son peores que la peor pedrea.

¿Llegaremos a comprender el íntimo estado de ánimo ―de ánimo o de desánimo― de esta mocedad de diecinueve, que tiene por patria la soledad? Y ese desánimo de la desesperación ¿no llegará a hacer desalmados? Es trágico ese momento de la vida, y más en esta nuestra tierra y en este nuestro tiempo. La juventud se nos rebela. ¿Que no sabe lo que quiere? ¿Y nosotros, sus padres, queremos lo que sabemos? ¿Y sabremos asomarnos al brocal de esas almas doloridas? ¡Ay nuestra pasada mocedad española, compañeros del 98! Y ¡ay la España de la mocedad del 1931, la que ya desespera de la República!

Este mozo huraño y melancólico ―un ejemplar― sí que es un jabato de ley. Un ejemplar, digo. ¿Anormal? ¿Y cuál la norma? ¿Cuál la norma de esta juventud que nos empuja a la jubilación, sin júbilo, que se nos viene encima? ¿Cuál la norma? Y jabato… Pero dejemos para otro día la definición del jabalí.

sábado, 24 de junio de 2017

Los delfines de Santa Brígida

El Sol (Madrid), 28 de febrero de 1932

Llegó por primera vez el comentador a Madrid —un mozo morriñoso—, en 1880, al abrirse el próximo curso académico hará cincuenta y dos años; al Madrid de la España —tan madrileña entonces— de Alfonso XII y el duque de Sexto, de Cánovas y Sagasta, de Lagartijo y Frascuelo, de Calvo y Vico, de Pereda y Pérez Galdós. Fue a dar en una bohardilla de la casa de Astrarena, toda fachada se decía, en la red de San Luis, entre las entradas de las calles de Fuencarral y Hortaleza, casi donde hoy se alza el babélico edificio de la Telefónica, ese rascacielos contra el cielo que menos rasquera tiene, que es el de Madrid. Delante de la casa de la calle de la Montera, llevando a la ya legendaria Puerta del Sol, la de la bola simbólica de Gobernación. En esa calle, la iglesia, de estilo jesuítico, de San Luis, donde quebró la seguida de sus misas regulares, y enfrente de la iglesia, el que su profesor —que no maestro— de Metafísica, Ortí y Lara, llamó el blasfemadero de la calle de la Montera, el antiguo Ateneo, el de Moreno Nieto, del que hizo Cánovas del Castillo un asilo para todas las rebeldías verbales. Y vivió aquel Madrid lugareño, manchego, a las veces quijotesco —“en un lugar de la Mancha...”— de las sórdidas calles de Jacometrezo, Tudescos, Abada, y lo vivió enfrascándose en libros de caballerías filosóficas, de los caballeros andantes del krausismo y de sus escuderos. Se puso a aprender alemán, traduciendo, entre otras cosas, la Lógica de Hegel. ¡Qué años aquéllos! ¿Pasaron por él? No, no pasan los años por uno, sino es que es uno quien pasa por los años. Los años le quedan.

Hoy el comentador, rico de años —y aun, por herencia, de siglos— y rico de recuerdos, y por herencia, de esperanzas, recorre, señero, lo que de su Madrid de la mocedad aún vive para remontarse el corazón. Busca frescuras, ya de fuentes, ya de verdor de vida. Y a lo mejor topan sus ojos, allí, en la calle de Leganitos, con una higuera presa entre casas ya no lugareñas. Y busca rinconadas, encrucijadas, plazuelas, donde se haya remansado la leyenda cotidiana. Y en esos remansos va a bañarse en agua espiritual eterna. Que si Heráclito dijo: “no bañas tu pie dos veces en la misma agua”, esto no reza cuando uno se chapuza en remanso, en pozo o en pantano.

Y, recorriendo este Madrid, he aquí que al rozar en ciertos rincones con sombras de sueños de antaño empiezan éstos a pizcarle el corazón arrancándole pizcas de recuerdos de mocedad estudiantesca y haciéndole columbrar en lo que pasa lo pasado, en lo corriente lo ya corrido. Y así, hace pocos días, le detuvieron la mirada y el pecho esos dos delfines, colas de arpón en alto, que a la entrada —o salida— de la calle de Santa Brígida, esquina a Hortaleza, siguen vomitando sus chorros de agua fresca de la llamada Fuente de los Galápagos. ¿Dónde está el galápago?, se preguntó. Acaso sea su caparazón aquella concha en que yacen, colgados, los delfines. Y sobre éstos la inscripción: “ANNO DNI, MDCCLXXII". En el año del Señor 1772.

Fuente urbana esa del chaflán de San Antón. En torno a fuentes públicas se reúnen en los lugarejos, y aun en los lugarones, las mozas de la vecindad; la fuente es fuente de las murmuraciones y comadrerías lugareñas. Al susurro brizador de la fuente, de su surtidor, surten leyendas que son pasatiempo.

1772... Carlos IV, María Luisa, Godoy, Goya... Víspera de la Revolución, la francesa, cuyas salpicaduras, escurriduras y rebotes sintieron luego, sin dejar de dar su frescor de agua pura corriente, esos delfines simbólicos. Y luego Napoleón el Único y el dos de mayo madrileño —¡parque de Monteleón!—, en que alguno de aquellos majos iría a refrescar la sed de su encono en los chorros de Santa Brígida. Y luego Fernando VII, el Deseado por los aguadores que berreaban “¡vivan las caenas!” Y los delfines oyeron el himno de Riego, el llevado en un serón a muerte. Y oyeron rumores de la primera carlistada, cuando Gómez se llegó a las puertas de los arrabales de Madrid. Y luego... Luego oyeron las pisadas de la otra revolución, de la chica —¡le llamaron Gorda!—, de la nuestra, de la setembrina, de la que trajo Doña Isabel, de la de Prim; el que no estuvo en Alcolea, y a lo lejos, después, los trabucazos que acabaron con el caudillo. Y seguían los chorros surtiendo agua y leyenda frescas. Y vino la segunda carlistada, aquella de que este comentador, niño que se abría a la historia, fue testigo conmovido.

Y los delfines de Santa Brígida de los Galápagos sintieron el respiro ansioso, a las veces acezo, de la primera República española, la del 73, que antes de llegar a añoja se ahogó en aguas de Cartagena, a la vista de los delfines del mar mediterráneo. De aquella República espejo. Y luego sintieron el choque de los cascos del caballo del llamado Restaurador, que entraba en su villa y corte natal. Y después el rumoreo callejero, alegre y confiado, de aquel Madrid madrileño en que se vio envuelto el comentador cuando vino a soñar vida civil y nacional entre la iglesia de San Luis, el recadero, y el antiguo Ateneo, el blasfemadero de la calle de la Montera. ¡Inocentes rezos e inocentes blasfemias!

Y en tanto cada año —van ya ciento sesenta— los delfines engalapagados oían en el día de San Antón, abad, el del cerdo y las tentaciones, rumor de pezuñas, relinchos, rebuznos, gruñidos de cochinos y vocerío de jinetes y de romeros. Era que pasaban caballos, mulos —algunos majamente enjaezados—, borricos, jumentos, acémilas, puercos… Era la bendición de la cebada. Y hay también la bendición de los campos para que sobre ellos recaiga, de los delfines celestiales, la lluvia que cría cebada y uva y aceituna y el trigo que nos da el pan nuestro de cada día mientras nos aprieta el cincho del hado histórico.

Y entre tantos monumentos nuevos y modernos, que llegarán acaso a hacerse viejos, pero no antiguos, y mientras se encapucha supersticiosamente a las regias coronas de los escudos ministeriales, ahí están esos delfines centenarios. Por los chorros de sus bocas corre sin cesar el agua endechando en eterna frescura su susurro, pulsando en el teclado de los días pasajeros la misma nota siempre..., siempre… Que al decir: “¡así va todo!”, dice: “¡así viene todo!” Susurra la permanente transitoriedad de la cosa y la vida públicas, la queda de lo que se pasa y el paso de lo que se queda, la estadía de la corriente y el curso de lo que se está. Y en armónica con el “¡así va todo! / ¡así viene todo!”, susurra: “¡así se queda todo!” Todo, todo: revolución y reacción, progreso y tradición, rebeldía y cumplimiento, fe y razón, dogma y crítica, sueño y vela —yedras entre escombros de ruinas—, nacimiento y muerte —dos tránsitos—, todo y nada...

Tal vez el rezo que desparraman por la rinconada de San Antón, badajos de la infinita campana de la pasajera eternidad humana, esos Delfines de Santa Brígida de los Galápagos de este Madrid de la España eterna.

viernes, 23 de junio de 2017

Sobre la religiosidad del trabajo

La Voz de Valencia, 25 de febrero de 1932

Cuando a base de la llamada concepción materialista de la historia ―la de Carlos Marx― se discute de interés privado, del deseo de enriquecerse, que mueve al individuo a producir para la sociedad y a servir y enriquecer a ésta, suele aducirse que desaparecido este sentimiento no es fácil que le sustituya otro motivo de trabajo en una sociedad colectivista o comunista. Y a lo que los comunistas replican aduciendo el sentimiento de solidaridad, el de trabajar por el bien común, que es al cabo, por el bien de todos y de cada uno. Lo que no convence mucho a ciertos psicólogos, aunque pueda convencer a los sociólogos. Pero en esta disquisición sobre el trabajo suele dejarse de lado la consideración de la obra por la obra misma.

Primero, que trabajar no es, de por sí, producir u obrar. Hay quien trabaja y nada produce, o produce cosa inútil o perniciosa. En los penales ingleses solía someterse antaño a los penados a un suplicio terrible y era el de hacerles dar vueltas a una rueda que no iba unida a mecanismo alguno. Es como hacerle a uno sacar agua con un cedazo; es el suplicio de las Danaides. Y había penado que se volvía loco. Pues bien, pagarle a uno por un trabajo así, improductivo ―alguna vez destructivo―, es una pena, es un suplicio. Y es que trabajador no es, de por sí, lo repetimos, productor. El tener que trabajar sin mira al valor de la obra es lo que caracteriza la esclavitud. Porque esclavo que cumple obra valiosa, no es ya esclavo. Se liberta en la obra misma.

Es el gravísimo problema de la vocación. La vocación del trabajador, el amor a su obra, es la clave íntima de toda la cuestión llamada social. Es lo que debería distinguir las artes verdaderamente liberales, las que liberan el espíritu, de las artes serviles. Es lo que distingue al artista, en que entra, ¡claro está!, el artesano, del simple y huero menestral, del que rinde un menester servil por muy bien pagado que lo esté. El amor del obrero a su obra es lo que le hace libre. Al obrero que produce obra prima, que aspira a ser obra maestra, al obrero que se siente maestro de obras.

Y en ello entra la calidad, que no cabe reducir a medida cuantitativa. ¿Qué eso de medir el valor de la obra por horas de trabajo? Las horas de trabajo, ni aun tratándose de trabajo de un obrero adscrito a una máquina ―como el siervo estaba adscrito a la gleba― no valen todas lo mismo, aunque cuesten lo mismo. Y hay monopolios naturales. El obrero libre, el artesano el verdadero artesano que trabaja por su cuenta, vendía su obra y no su trabajo. Su recompensa no era jornal ni salario.

Se dice que la fatalidad que pesa sobre esta civilización mecánica es que la maquinaria capitalista no produce para acomodarse al consumo, no endereza la oferta a la demanda, sino que trata de provocar consumo para una producción forzada, fatalista, que trata de provocar demanda. Y así se habla de la crisis de la sobreproducción. Y de la otra crisis, la de distribución, que hace que padezcan muchos de hambre en una parte del mundo, mientras en otro hay que malgastar o destruir víveres.

Mas en todas éstas, en el fondo trágicas disquisiciones, suele dejarse de lado la consideración del obrero verdaderamente libre, hondamente humano, divinamente humano, de artista o ertesano liberal, sea cualquiera su arte, pintar, cantar, esculpir, escribir, sembrar trigo, hacer casas, hacer aceite o vino o zapatos o telas para vestirse o trajes o lo que sea. Y lo que a ese obrero, artesano o artista ―no meramente trabajador― le hace libre, le emancipa y le redime, no es ni el sentimiento materialista de proveer a su propio bienestar y el de los suyos, ni al bienestar común de la sociedad de que forma parte. Si ha de hacerse libre, emancipado y redimido, ha de ser mirando a la obra por la obra misma. Es lo que distingue a los ingenios creadores. En lo más sublime de su sentido crea su obra no ya aunque se muera de hambre ―y con él los de casa― creándola, sino aunque luego no haya quien la aproveche. El cantor verdaderamente libre se muere de hambre cantando en el desierto, donde nadie, ni las piedras, le oyen. No le preocupa la felicidad sino la perfección.

Ya sé que todo esto les parecerá a los materialistas de la historia, a los marxistas ortodoxos ―pues hay ortodoxia en el marxismo como en toda teología y en toda biología la hay― les parecerá misticismo y más si añado que el obrero libre, emancipado, redimido, hace su obra… no hay que escandalizarse, A. M. D. G., a la mayor gloria de Dios. O como decía Renán, que cada uno ha de representar lo mejor que pueda el papel que le ha correspondido en esta tragicomedia que dirige el gran empresario del teatro del Universo. O como decía Schiller ―otro soñador― que el arte es juego. Juego en el más hondo y alto sentido, no como diversión, sino como reversión a la fuente de la vida eterna.

Un obrero se emancipa cuando ve en su obra, de la que se enamora, no un medio para ganarse la vida ―lo que se llama ganarse la vida― ni tampoco un medio para entretener la vida de los demás, sino que ve el valor eterno de esa su obra, la perfección de ésta, y aunque nadie goce de ella. Dejar una obra maestra, aunque sea enterrada bajo tierra por los siglos de los siglos.

Acaso así pintó aquel altísimo ingenio ibérico cavernícola, el bisonte en la cueva de Altamira. ¿Qué le guió? Un sentimiento mágico, religioso. Y así, aquel hombre de la caverna, troglodítico, se liberó, se emancipó y entró en la historia, que es el espíritu.

¿Concepción materialista de la historia? No, sino concepción histórica de la materia. O sea, de la obra.

Y sin remontarnos a excelsitudes de la religiosidad el trabajo, ¿no creeréis que lo único que puede emanciparle a un asalariado de la maldición del trabajo servil es el amor a la obra por la obra misma, por la perfección de la obra? ¿No creéis que hay quien goza en dejar bien concluida su obra? Si así no fuese, sentiríanse los obreros adscritos a la máquina o a la gleba en la misma terrible esclavitud de aquellos penados ingleses de que os decía.

Cuando se hable de la condición del trabajo no se olvide que el trabajador no sólo se siente ligado a sí mismo, a los suyos y a la sociedad, sino al Universo eterno.

jueves, 22 de junio de 2017

El escaramujo, rey

El Sol (Madrid), 25 de febrero de 1932

Voy a ver, señor mío, si logro responderle parabólicamente ―la parábola, ya lo sabrá, es la curva de los tiros por elevación― a su pregunta de curiosidad indiscreta.

¿Ha leído usted alguna vez el bíblico Libro de los Jueces? Pues en su capítulo IX se nos cuenta el apólogo que clamó Joatam, el hijo menor de Jerobaal, cuando reunidos los israelitas en Siquem proclamaron rey ―mejor sería decir juez o caudillo― a Abimelec, hermano de aquel, y que había matado a todos los otros sus hermanos. Y dice el texto bíblico desde el versillo 7 al 15 de ese capítulo:

“Oídme, varones de Siquem, que Dios os oiga. Fueron los árboles a elegir rey sobre sí y dijeron al olivo: Reina sobre nosotros. Mas el olivo respondió: ¿Voy a dejar mi pingüe jugo, con el que por mí Dios y los hombres se honran, por ir a ser grande sobre los árboles? Y dijeron los árboles a la higuera: Anda tú y reina sobre nosotros. Y respondió la higuera: ¿Voy a dejar mi dulzura  y mi buen fruto por ir a ser grande sobre los árboles? Y dijeron los árboles a la vid: Pues ven tú y reina sobre nosotros. Y la vid les respondió: ¿Voy a dejar mi mosto, que alegra a Dios y a los hombres, por ser grande sobre los árboles? Dijeron entonces todos los árboles al escaramujo: Anda tú y reina sobre nosotros. Y el escaramujo respondió: Si en verdad me elegís por rey sobre vosotros, venid y aseguraos debajo de mi sombra, y si no, fuego salga del escaramujo que devore los cedros del Líbano.”

Tal es el apólogo bíblico de Joatam, hijo de Jerobaal, y único que escapó de los fraticidios de su hermano Abimelec, proclamado rey. Y si le tienta la curiosidad de saber como acabó éste, el escaramaujo rey, lea todo el resto del capítulo IX.

Y a otra cosa. ¿Cree usted que al olivo, a la higuera y a la vid del apólogo bíblico les faltaba la ambición ―muy noble― del escaramujo? ¿Cree usted que temían contraer responsabilidad sobre sus fuerzas asegurando a los demás árboles bajo su sombra? Pues no, no es así. Es que el olivo, la higuera y la vid sabían que servían mejor a Dios, al Dios del pueblo de los árboles, de la selva sagrada, y a la selva misma, dando aceitunas, higos y racimos de uvas, y con ellos aceite, azúcar y mosto, que no prestando su sombra a sus hermanos arbóreos y selváticos. Para la vida y el medro de la selva y su servicio a Dios, para el cultivo ―esto es: la cultura― de la selva, el aceite, el azúcar y el mosto son tan necesarios, acaso más, que la sombra del escaramujo. Y ¡ay de aquel que por querer reinar sobre los demás, por acceder a su pedido de que los acoja bajo su sombra, deja de dar su propio fruto! Que unos árboles dan fruto, y otros sombra, y otros leña. Y cada uno cumple su misión. Y el peregrino se regala con aceitunas, higos y uvas a la sombra de un árbol copudo, y si hiela se calienta con la leña de un árbol caído, que le conforta. ¿Me entiende usted?

No, no le pida usted su sombra al olivo, a la higuera o a la vid. Ni quiera usted hacerles caciques. Con sus frutos propios sirven a la comunidad de la selva.

Pero le decía que Abimelec, el escaramujo, no fue propiamente rey. Los israelitas no tuvieron propiamente rey hasta que se lo pidieron a Samuel, según se cuenta en el Libro primero de Samuel, capítulo X, vers. 19, Se lo pidieron diciéndole: “Pon rey sobre nosotros.” Y esto después de haber abandonado la realeza de Jehová. Y después que Samuel les hizo ver toda la servidumbre que habían de tener que sufrir bajo un rey. En los versillos del 11 al 19 del capítulo VIII de este libro podrá usted leer todo lo que Samuel profetizó a su pueblo que padecería bajo un rey. “Empero el pueblo ―dice el texto bíblico― no quiso oír la voz de Samuel, sino que dijo: No, sino que haya rey sobre nosotros, Y luego clamó el pueblo con alegría: ¡viva el rey!” (X, 24). No “¡viva Jehová, rey!”, sino “¡viva el rey!”, refiriéndose a Saúl. A Saúl, que luego enloqueció.

Mas dejando para otra coyuntura comentar la bíblica leyenda de Saúl, quien pidieron por rey a Samuel los israelitas, me cumple decirle que Abimelec, el rey escaramujo, no era propiamente un rey, sino un juez, pues en aquellos días, según dice el texto bíblico (Jueces, XXI, 25), “no había rey en Israel, sino que cada uno hacía lo que le parecía recto delante de sus ojos”. Es decir, que el régimen era lo más republicano que cabe, y aun cabría decir que anarquista.

Y a propósito: ¿no sería por espíritu anarquista ―o mejor, anárquico― por lo que el olivo, la higuera y la vid se negaron a hacer de reyes? Y es de creer, por otra parte, que tampoco aceptasen la realeza del escaramujo, ni se acogieran a su sombra, aun a riesgo de ser, como los cedros del Líbano, devorados por el fuego de éste. Es espíritu anarquista es, sin duda, un espíritu indisciplinado, de absoluto individualismo, de señeridad completa, un espíritu jabalinesco, de solitario ―aunque sea en sociedad―, de señero; pero ¿no se le puede y se le debe perdonar al que da aceite, azúcar o mosto? Y en cuanto al jabalí, al verdadero jabalí, al que anda solo ―los jabalíes no van en manada o rebaño―, si Sansón encontró un panal de miel, con su enjambre de oficiosas abejas, en el cuerpo muerto del león que mató (Jueces, XIV, 8), y se dijo que nada hay más fuerte que el león ni más dulce que la miel (v. 18), ¿qué si en el jabalí cazado, y rendido, y muerto, encontráramos miel, o aceite, o azúcar de higos, o mosto? Pero otro día, pronto, le enviaré por este mismo medio una defensa del verdadero jabalí, del solitario, del que no se acuesta a dormir al pie del escaramujo.

¿Está claro? Para usted sé que sí; pero me temo que a otros les parezcan estas parábolas acertijos, y a los mentecatos…, paradojas.

miércoles, 21 de junio de 2017

¡A defenderse!

El Sol (Madrid), 18 de febrero de 1932

Sí, tiene usted razón; hay quien se pregunta si se persigue a los anarquistas para justificar o contrapesar la persecución a los jesuitas, o a éstos para justificar la persecución de aquellos. Pero vaya a hacer caso de críticas así, tendenciosas… Aquí dicen: “a los unos o a los otros”; allí: “a los unos y a los otros”, y más allá: “ni a los unos ni a los otros”. ¿Y se va a hacer caso a todos? Es quien tenga la responsabilidad del Gobierno de la República quien debe conocer la tramoya de detrás de los bastidores. Si es que la hay…

¡Los dos extremismos! Frase de cajón. Y en cuanto a eso de que estén de acuerdo entre sí y se apoyen mutuamente, verá usted, nadie lo cree en serio. Es creencia en chancitas, propia de juego. Un tópico camelístico para salir del mal paso.

Como lo del oro moscovita, que ahora se lleva tanto. No el oro, ¡claro!, sino el camelo. ¿No ha leído usted la pastoral ―mejor pontifical― de la Oficina Internacional Comunista a los supuestos comunistas españoles? ¿No ha leído lo del feudalismo, y lo de que la República fue proclamada por las grandes masas proletarias que se echaron a la calle? Por ahí no hay peligro alguno. Lo que no empece que haya ya quien pida que se disuelvan todas las organizaciones confesadamente bolcheviques por lo del cuarto voto, el de obediencia al Pontificado de Moscú. Que nos habla de las “nacionalidades oprimidas” en España.

Hay que defenderse, sí, y de todos los enemigos, de los solapados y de los desembozados. Nuestra tiernecita República tiene que defenderse también de su propio miedo y manía persecutoria que le ha llevado a forjar esa supersticiosa ley de defensa propia. ¿Le parece a usted, por ejemplo, que se puede consentir el que unos maristas proyecten en cine un retrato de D. Alfonso, a quien se declaró solemnemente fuera de la ley? ¿No comprende que es cosa evidente que un retrato así expuesto ante un público infantil puede aojar o hechizar a nuestro infantil régimen republicano? No ha estado, por lo tanto, mal que se les haya multado con 500 pesetas a esos infantiles maristas malaconsejados. ¿Adónde iríamos a parar si no se pusiera coto a esas tendenciosas y sospechosas propagandas cinemáticas? ¡Pues no faltaba más...! Vale más prevenir que curar. El miedo, claro, es del aojamiento.

Otra cosa así tiene usted con las demasías de la Prensa de oposición. Y no es lo peor lo que se dice, sino el retintín con que lo da a entender. Crítica, sí, desde luego, que la crítica, como acicate, es una ayuda. Pero crítica constructiva, ¿eh?, y sin asomo de maniobra. Crítica constructiva, como decía aquel inefable Primo de Rivera, Miguelito, que en leyes de defensa de régimen era diestro. Y sobre todo deshacer las maniobras. ¿Que qué es esto de las maniobras? ¿No lo sabe usted? Pues pregúnteselo a los que las descubren y venga a explicármelas. Porque me siento como loco…

Sí, como loco. Pues de no creer que la mayoría de los demás ―sobre todo de aquellos con quienes más tengo que compartir responsabilidades― se han vuelto locos ―y esto sería grandísima locura de mi parte― he de creer que me vuelto loco yo. Total: ¡empate! Y estoy pensando en irme al campo abierto, al aire y al sol libres, bajo el cielo azul y sobre la tierra verde ―o parda de páramo―, a la soledad de tierra o entre encinas robustas y sosegadas ―no las conmueve el viento―, que es la mejor casa de salud mental. Irme allí y que fichen antropométricamente a unos y otros cavernícolas, a los idólatras y a los iconoclastas. El campo abierto no es caverna. A airearme y solearme en él. Huir al campo, huir. Y dedicarme allí ―¡santo monólogo!― a predicar en desierto, que no es sermón perdido. Recuerde a Orfeo.

Me decía un eminente alienista paisano mío ―fue mi discípulo de latín hace más de cuarenta y un años―, Nicolás Achúcarro, que España es uno de los países en que hay más pacientes de locura persecutoria. Lo que atribuiría cualquier sociólogo ―esto es: camelista― a la herencia inquisitorial, pues la manía persecutoria va de par, dicen, con la perseguidora. Como donde medra la envidia medra la triste pasión ―¡tan española!― de creerse envidiado. Y si la manía persecutoria individual es peligrosa, ¡ávate la colectiva! Y la fobia de las maniobras.

Ahora querría decirle algo de cuando al principio de esta legislatura constituyente hablaban algunos de hacer de las Cortes una Convención. Convención convencional por de contado. Mas no ha sido menester, ya que las Cortes han delegado en el Gobierno su convencionalidad y su convencionalismo. En resolución, señor mío, que hay que defenderse de toda maniobra reconstituyente.

martes, 20 de junio de 2017

Coloñismo

El Sol (Madrid), 14 de febrero de 1932

“Qué es esto, ¿nueva palabrita tenemos?” ―se dirá el lector. Pues esto es:

En Burgos se llama coloño a un cesto de pértida o cuévano pequeño, que sirve para transortar entre otras cosas tierra o grava del río, y de que se servían, en la época de desocupación, los braceros parados a los que el Ayuntamiento daba, con ese pretexto de trabajo, un jornal de limosna que no solía pasar de una peseta. Y a ese servicio, a esa limosna disfrazada, se le llamaba coloño. En Alba de Tormes se le llamaba panterre ―trasformación popular de parterre― desde que en un duro invierno se acordó hacer un parterre, más que por su utilidad, para dar quehacer en obra que más que material exigía manos. Y el coloño o panterre, si es trabajo en el sentido material o mecánico y lo es en el de la condenación bíblica, no lo es en el sentido económico de producción, y menos en el más alto sentido moral de educación del espíritu. Los que dicen: “no pedimos limosna, sino trabajo”, y aceptan luego un coloño, proponiéndose, ¡claro está!, hacer que trabajan sin trabajar, se rebajan más que los que aceptan, sin disfraz, la limosna.

Fue el comentador al Diccionario manual e ilustrado de la lengua española que publicó en 1927 la Real Academia, y se encontró en coloño con esto: “Sant. Haz de leña, de tallos secos o puntas de maíz, de varas, etc., que puede ser llevado por una persona en la cabeza o a las espaldas.” Y al leer esta definición del santanderino coloño le hirió al comentador, que saca los conceptos y sus asociaciones de las palabras, lo de haz, y al punto le vino a las mientes la voz italiana correspondiente al fascis latino, nuestro “haz”, que es fascio, de que hicimos en castellano fajo. Y en seguida se le ocurrió el fascismo, o mejor fajismo.

Claro está que el fascio, fajo o haz actual italiano no es de leña, ni de tallos secos o puntas de maíz, ni de varas, ni es el montón de tierra o grava que se puede trasportar en un coloño para pretextar un trabajo, sino que es un fajo de personas, un Sindicato, que se une para imponer a la clase acaudalada no precisamente que les den trabajo productivo ―que las más de las veces no le hay―, sino que les mantengan por el panterre o coloño de proclamar el primado de Italia, la imperialidad del Estado y la napoleonidad del Duce, Y cantar a la juventud, a la giovinezza. ¿Y no empieza a formarse aquí, en España, un sindicalismo de coloño, un coloñismo, que se parece mucho más que al bolchevismo ruso al fajismo italiano? Lo que el ministro de Obras públicas ha denunciado que pasa en Sevilla, donde para los obreros parados el trabajo es lo de menos, no es sino coloñismo o fajismo.

Cuando se dice que era preferible darles un subsidio y que no hicieran nada ―como se hizo en Inglaterra― se contesta que eso es inmoral y corruptor de las buenas costumbres; ¿pero no es más inmoral y corruptor todavía inventar obras ficticias o inútiles, coloños o panterres, y que vayan unos desencachando las calles para que otros las vuelvan a encachar y queden peor que estaban antes? ¿Y con qué amor a la obrase quiere que emprendan ésta los que saben que no es sino un pretexto para pagarles un jornal? Y el amor a la obra, por el fin social de la obra misma, es la esencia moral de la laboriosidad. Trabajador no puede querer decir moralmente, socialmente, otra cosa que productor, y de productos o de servicios útiles a la sociedad.

De lo que el coloñismo trata no es del reparto del trabajo, sino del reparto del salario del trabajo, y si el trabajo no es productivo, si la obra por la carestía de la mano de ella no ha de rendir su interés al empresario, sino que le arruina, ¿cómo se quiere que la emprenda no más que para agotar su caudal en salarios y quedarse sin él? De aquí que se encuentre ya quien se decide a ceder su tierra a los labriegos coloñistas, y que éstos la cultiven por su cuenta a ver si sacan el jornal que piden por el coloño.

Ahora sólo faltaba que nuestros fajistas ―los del coloño o panterre― dieran, como los italianos, en predicar la necesidad patriótica de producir o procrear muchos hijos, para que no cabiendo los españoles en España, nos diéramos a conquistar otro nuevo mundo, a buscar nuevas colonias, a inventar tierras españolas irredentas. Para no percatarse así de la dura realidad que es la de España apenas si puede mantener a tenor civilizado la población que hoy tiene, y que hay que atemperarse a la pobreza de su suelo. Y que se le llame al comentador pesimista o derrotista.

Ya se ha dicho, y José Ortega y Gasset lo expresó muy bien en las Cortes, que es locura querer mejorar la situación económica de los asalariados empobreciendo a la nación, y a ello equivale querer hacer de España no una República de trabajadores de toda clase, como dice puerilmente la Constitución, sino una República de coloñistas, o sea de funcionarios de toda clase. Que un mero funcionario es el que ejerce una función no atento al fin social, al producto material o espiritual de ella, sino al sueldo o salario que por ella se le dé.

Pero hay más aún, y es los que predican la destrucción del producto para que se agrave la crisis y venga de ésta un catastrófico desenlace. Pero esto nos llevaría a hablar de otra enfermedad mental española, análoga al antiguo nihilismo ruso, y es un específico anarquismo ibérico, hijo de una terrible mentalidad cuyas raíces son prehistóricas.

lunes, 19 de junio de 2017

El solitario de Graus, como hombre de ensueños españoles y de fecundas contradicciones íntimas

El Sol (Madrid), 9 de febrero de 1932

TEXTO TAQUIGRÁFICO DEL DISCURSO QUE AYER PRONUNCIÓ EN EL ATENEO D. MIGUEL DE UNAMUNO.

En el salón de actos del Ateneo de Madrid se celebró ayer una sesión homenaje a la memoria del gran español D. Joaquín Costa. El público, entre el que figuraban no pocas damas y señoritas, llenó por completo la amplia sala desde mucho antes de la hora señalada para el comienzo del acto. Pronunció un bello discurso D. Miguel de Unamuno, el cual fue recibido con una atronadora salva de aplausos. El ilustre rector de la Universidad de Salamanca dijo lo siguiente:

Señoras y señores, o, mejor, amigas y amigos. No sé cómo me van a salir estas deshilvanadas divagaciones respecto de aquel hombre a quien conocí y traté. Me va a ser muy difícil ―creo que es casi imposible― separar la obra del hombre, porque un hombre, después de todo, en la Historia y para la Historia, no es más que su obra. Se puede decir que nacemos sin alma. Algunos mueren con ella: los que han dejado una obra; los demás, mueren sin haber cobrado un alma. Conocí, como digo, a Costa, y veo que ahora, como es inevitable en hombres como él, se va convirtiendo en un símbolo, casi en un mito, y va borrándose su propia personalidad. Debió de ser sin duda una ―me figuro yo― de sus preocupaciones ver como ya en vida le iba envolviendo la leyenda, le iba envolviendo el símbolo que de él hacían y en el cual había de ser enterrado. Que es una de las tragedias, en parte dolorosas y en parte consolatorias, la de la vida de un hombre que ve cómo el que es se va sintiendo borrado por el que de él hacen todos los demás. Y es que ya no es suyo; es de todos los otros, que han hecho de él otro hombre en el cual queda enterrado, pero que es el que vive y en el que ha de vivir siempre. (Muy bien. Aplausos.)

Conocí a Costa, y como es natural, yo no puedo traer aquí al Costa que fue, sino a “mi Costa”, al mío. Y acaso en él, sin duda, me he de meter yo mismo: es inevitable. Aquí le veriáis los que tenéis ya cierta edad, cuando iba arriba a trabajar solitariamente. ¡Y hay que ver lo que es, y más en España, uno de estos trabajos solitarios, un trabajo de investigación y rebusca, donde no hay un ambiente de rebuscadores ni de investigadores, donde tiene uno que hacérselo todo! Cualquier español que haya hecho en artes, en ciencias, en letras, un descubrimiento, significa mucho más que los que hayan hecho eso mismo en otros países; porque allí no lo hace él solo, sino que lo hacen una porción de compañeros de trabajo.

Y venía a trabajar indudablemente en trabajos que ya estaban hechos muchas veces. Alguna vez se lo dije yo: “Pero, D. Joaquín, ¡si eso está ya averiguado!” Pero él quería ir a las fuentes mismas. Esto tiene ―dicen― un inconveniente. Cuando estaba estudiando la decadencia romana en los escritores romanos, haciendo caso omiso de todo lo que se había hecho en torno de aquello, yo me acordaba de los que dicen: “Sí, así sucede con estos españoles, que descubren el Mediterráneo.” Pero yo digo: ¡Ah! ¡No es cualquier cosa descubrir el Mediterráneo!...Sobre todo para los que viven en él, que son los que no lo conocen. (Risas.)

Indudablemente, si un hombre genial se encierra en un viejo caserón de un antepasado suyo que fue alquimista, con retortas y matraces del siglo XVI o XVII, y empieza a investigar, y, al cabo, descubre el oxígeno, se dirá que ya estaba descubierto; pero ya se verá si hay algo nuevo cuando haya encontrado el oxígeno. Ahí está toda la grandeza de los niños, que están descubriendo todos los días lo que los demás saben. ¡Y hay que ver cuando un niño descubre algo que los demás hemos encontrado ya!… Esto era Costa: un niño que se encerraba aquí a rehacer individualmente una cultura técnica que en España no existía en su tiempo. Aquí he visto trabajar a aquel hombre solitario; y cuando yo le veía sumido en el trabajo, pensativo, en aquel su amor loco, en aquel amor patético que tenía a España y a a la cultura española, pensaba que en aquel encarnizamiento pasional sobre el trabajo, había algo más: trataba de ahogar cierta desazón íntima, lo que dijo una vez Carducci: “Mejor, trabajando, olvidar; sin importarle este eterno misterio del Universo”. Que los más grandes investigadores lo han sido por una íntima desesperación. Aquel hombre tenía un carácter del que habréis oído hablar muchas veces. Dicen los que le trataron frecuentemente que era insoportable. Yo le traté poco. Conmigo fue amabilísimo, atento. Es más: muchas veces le contradecía, y no le vi irritarse nunca. Por lo cual sospecho que cuando se irritaba con ciertos contradictores, no sería por la contradicción precisamente. (Risas.)

COSTA VIVIÓ SIEMPRE EN, DENTRO Y PARA LA HISTORIA.

Aquel hombre vivió siempre en la Historia, dentro de la Historia y para la Historia. Toda su concepción era una concepción historicista. No había en él nada de lo que podríamos llamar metafísica. Yo podría decir que era, más que un espíritu platónico, un espíritu tucididéstico; porque… está bien Platón, pero está mejor Tucídides. Aquel hombre tenía la preocupación de la Historia, y como era un historicista, era también un tradicionalista: un hombre que vivía por y para la tradición, comprendiendo, como es natural, que la tradición es una misma cosa que el progreso: es la tradición del progreso, como el progreso es el progreso de una tradición. Para que marche un carro es menester que haya un carro. (Aplausos.)

Este hombre era un tradicionalista, hasta en el sentido específico que en España se da al tradicionalismo. ¡Cuántos puntos de contacto tenía con nuestros sinceros, ingenuos y castizos tradicionalistas españoles!...Y era también, en este sentido, un conservador. No hay que asustarse de la palabra. Era, naturalmente y sobre todo, un español. ¡A él sí que le dolía España! Era un español. Fomentó aquello de la europeización, inventó lo de la europeización en puro españolismo, porque era, como Job, un hombre de contradicciones interiores. Era un hombre que vivía de luchar dentro de sí mismo, y cuando decía europeización ―como cuando lo decían otros―, acaso, en cierto modo, quería decir españolización de Europa. Un español no quiere europeizar España, si no es intentando, en cierta medida, españolizar a Europa; es decir, llevar lo nuestro a ellos, en cambio mutuo.

Recuerdo cuando me puse yo en relaciones con él. Fue cuando hizo sus trabajos sobre el Derecho consuetudinario, al que yo aporté un modesto tributo sobre la organización de las Cofradías de pesca en la costa vasca. Y todo aquel trabajo no fue sólo suyo, sino de los demás; porque este hombre solitario tuvo la honda virtud de hacer trabajar a los demás, de poner en movimiento a todos, de ser un centro de reunión, un foco para una porción de espíritus. Luego hizo aquel trabajo del colectivismo agrario… (Es curioso que aparezca aquí la palabra agrario; él lo fue de verdad). Hizo un estudio del colectivismo agrario buscando nuestras tradiciones españolas, una organización democrática, honda, de los pueblos; una organización que se ha ido borrando. Yo he conocido restos de algo que va desapareciendo. Y aquí sí que se encontraba con ciertos elementos tradicionalistas. Hasta tal punto le llamaban la atención, que en un libro poco conocido, que se llama Detrás de las trincheras, escrito por D. Julio Nombela, que había sido secretario de Cabrera, se habla de un plan económico y de gobierno que a D. Carlos de Borbón, conocido por Carlos VII, o Carlos Chapa el Pretendiente, le presentaron el canónigo Manterola, D. José Mendiluce Caso y… no me acuerdo de algún otro; eran exactamente, en el fondo, casi las cosas de Costa; por lo cual yo he solido decir a los que tienen una idea fantástica del carlismo: “Lo hondo y popular del carlismo, quien lo formuló fue Costa”. También se cuenta que cuando se lo presentaron a D. Carlos el Pretendiente, dijo: “Sí; me parece más espartano que ateniense.”

Es algo extraordinariamente curioso. ¡Qué raíces tiene este hombre con todo el viejo tradicionalismo español! Recordemos aquella misma frase suya de “política de alpargata y de calzón corto”, de la cual yo no participo; ruralización, no; es lo contrario de civilización. Él tenía una honda fe en los labriegos. No sé si cuando murió tendría tanta fe en los labriegos como cuando empezó con aquellos de la Cámara Agrícola del Alto Aragón…

Pues, como os iba diciendo, esto era una cosa honda de la vida rural, de colectivismo agrario y de federalismo; porque, realmente, la mayor parte del viejo tradicionalismo español ha sido siempre profundamente federal. Y aquí hay que acabar con una leyenda: y es la de la centralización de la Monarquía española.

LA LEYENDA DE LA CENTRALIZACIÓN

La Monarquía española ha sido una de las menos centralizadoras. ¡La francesa sí que fue centralizadora! ¡La francesa, y… lo que sucedió a la Monarquía francesa, que es, bajo otra forma, también Monarquía! ¡Aquello sí que era centralizador!

Este hombre hizo luego, aquí, en el Ateneo, aquella información sobre Oligarquía y caciquismo, a la cual concurrimos cerca de una cuarentena de personas conocidas en España. Y recuerdo también, y puede verlo cualquiera, que de toda aquella cuarentena no hubo más que dos que discreparan un poco y se atreviesen, es decir, nos atreviésemos, a tratar de justificar o explicar en cierto modo el caciquismo. Fuimos mi buena amiga doña Emilia Pardo Bazán y yo.

EL CACIQUISMO SE MODIFICARÁ, PERO NO DESAPARECERÁ

Me acuerdo mucho cuando yo defendía aquello del caciquismo como la forma natural de organización, diciendo: “En el pueblo en que no hay cacique se fomenta el caciquismo y se obliga a ser cacique a cualquiera. Y algunas veces ocurre que obligan al que menos condiciones tiene para ello. ¡Y figuraos un pueblo en el que se quiere que sea su león un ciervo!… ¡Es una cosa terrible!… (Risas.)

Es tan hondo esto como el estado de guerra civil, que viene ya desde la época de los romanos, y de aquellas costumbres de agermanamiento. Una vez me preguntaba un inglés:

―Dígame usted: de hecho aquí, en los pueblos, ¿cómo están divididos políticamente?

―Pues…, verá usted ―le dije―: en dos partidos: los antiequisistas, que siguen a Zeda, y los antizedistas, que siguen a Equis. (Risas.)

Y es tan honda esta organización del caciquismo, que dudo que desaparezca. Se modificará, cambiará, se dignificará, se civilizará; pero… ¿desaparecer? Cuántas veces en estos días, no tan turbios, de pasión ―y eso es bueno―, cada vez que oigo que alguien se levanta y empieza a trinar contra un cacique, digo: “¡Bueno: éste, o aspira a cacique o está defendiendo a otro cacique!” (Risas y grandes aplausos.)

EL CIRUJANO DE HIERRO

Aquí se ha dicho lo del “cirujano de hierro”. Realmente, ésta fue una de tantas cosas de aquella fantasía, de aquella encendida retórica (le doy un alto sentido a lo de retórica; ¡cuidado con eso!; ¡la retórica salva a muchos pueblos!) que daba un alto sentido a lo del cirujano de hierro, detrás de lo cual se veía el caudillaje. Y no me extraña que en la época de aquella lamentable dictadura surgiera aquel que no era un cirujano, ni de hierro siquiera; a lo sumo, una especie de sacamuelas. Hubo entonces quien exhumó textos de Costa para justificar la dictadura. Yo creo que de Costa, como de una porción de gentes que tienen una personalidad, se pueden exhumar textos para defenderlo todo, lo uno, lo otro, y lo de más allá; porque no son gentes de línea recta, sino que viven de un conjunto de contradicciones íntimas, que es lo que la vida le da a uno.

Él tenía el sentido íntimo de la tradición, y se iba a buscarla en lo más remoto: en la civilización ibérica y celtibérica. Hay obras de las cuales no queda una sola afirmación en pie, y, sin embargo, han sido las que han provocado la mayor parte de una porción de descubrimientos. Todo depende de eso, de lo que hacen despertar en otros, aunque sea por contradicción. Y aquel era un hombre de pasión y de corazón.

Pues en esto del tradicionalismo era tal y tenía tal amor, que cuando yo, en mi pueblo natal, con escándalo de mis paisanos (después comprendieron el interés que me guiaba), hablé de la agonía de nuestra milenaria lengua vasca, él me escribió una carta lamentándose y diciendo que sentía mucho aquello, que era una pena que esa lengua muriese. Yo le contesté: “Mire usted, don Joaquín: como no puede ser lo que fue, ya le puede servir a usted muy poco para la investigación de las antigüedades ibéricas. Además, comprenda usted, nosotros no nos vamos a sacrificar en conservar una lengua así para que ustedes, los investigadores, puedan investigar. No; nosotros no somos conejillos de Indias.” ¡Cómo se veía allí todo el amor que él tenía a estas cosas que son la raíz de la tradición patria! ¡Cuántas y cuántas contradicciones vivas, llenas de pasión, llenas de amor, había en él!

Todos recordaréis aquella otra frase (desgraciadamente, de él apenas se recuerdan más que frases, y como lo que envolvía esas frases, que era un deseo de vida, de alma, ha desaparecido, hoy os es muy difícil a los que no lo conocisteis, sobre todo a los que no conocisteis la España de entonces, daros cuenta de cómo vibraban las gentes de entonces ante la voz de aquel hombre, que hasta en la voz parecía un profeta del Viejo Testamento): “Doble llave al sepulcro del Cid”, en la misma época en que yo decía aquello de “¡Muera Don Quijote!” (Bien me pesó luego.) ¡Doble llave! Y, sin embargo, aquel hombre estaba pensando siempre en la conservación para España del norte de África, y no sé si en algo más, si en la total conquista de ella. ¡Hay que ver en qué mar de contradicciones, en que mar de perplejidades nos sumió el golpe de 1898! Sobre todo a los que entonces empezábamos a despertar a la más honda vida civil de la Historia.

¡LE DOLÍA ESPAÑA!

Le dolía profundamente España, y rompía en aquellas imprecaciones contra un pueblo al que él creía sumido en una especie de apatía y de marasmo. ¡Cuántas veces nos dijo a todos los españoles, nos echó a la cara, aquello de “¡eunucos!” ¡Se hartó de llamarnos eunucos! ¡Y había que verlo llorar, sobre todo en sus últimos tiempos! Recuerdo que cuando fue a Salamanca, para asistir a una fiesta, dijo: “¡Acaso este año que viene ya no podremos celebrar esto! ¡Seremos súbditos de los Estados Unidos!...”

¡Y cómo se le quebraba la voz, y le rompía lo que iba diciendo un sollozo! Eran cosas de enfermedad, indudablemente. Aquí se ha dicho que estuvo muriendo mucho antes de morir. En un alto y noble sentido, acaso se puede decir que nació muerto. Muerto para cierta vida miserable, y por eso eran aquellos sollozos. ¿Que era un enfermo? Puede ser. Y acaso esa enfermedad es la que dio vida y pasión a todas sus obras. ¿Enfermo? Lo mismo dicen de Santa Teresa, que si era una histérica, una enferma… La enfermedad acaso le dio la genialidad. Hay quien no es enfermo; pero, en fin, así como el agua químicamente pura es impotable, el hombre que tiene una sangre fisiológicamente pura casi siempre es un imbécil. (Risas y aplausos.) El que no tiene una dolencia cualquiera, una cierta toxicidad en la sangre que le arañe el cerebro, no discurre nada. Tiene una salud como la de una vaca.

ERA UN HOMBRE ENFERMO

Sí; era un hombre enfermo. Había que ver a aquel hombre enfermo cuando, con motivo de la ley del terrorismo ―que era una cosa así como la actual ley de Defensa de la República (Risas.)― le hicieron venir a informar en el Parlamento (porque antes de votarse aquello se permitió una información pública). A mí, también. No me invitaron, casi me conminaron a que viniera, pero no vine. Y he oído decir que era una pena ver a aquel hombre, al cual tenían que llevar casi en brazos, que estaba derrumbándose físicamente, que estaba acabándose… Pues la ley de terrorismo quedó fuera y no se publicó.

Luego recordaréis cuando fue elegido diputado para las Cortes como republicano, y no fue a las Cortes. Alguien ha dicho: soberbia. No; sin duda fue por defenderse de sí mismo; no habría hecho nada allí, sino precipitar probablemente su fin. Creo que hoy tampoco iría a nuestro Parlamento.

Aquel hombre, como os digo, era un hombre que vivía de pasiones, de contradicciones íntimas, de un dolor, de ver que se moría sin que se realizara el sueño de su vida: la España que él había soñado, la España de una tradición milenaria, dentro de la cual había todas las posibilidades de un porvenir milenario también dentro de la cultura humana; aquella España en que lo general, lo universal, fuera lo particular. Porque no hay nadie que sepa más de todos los tiempos y de todos los países que aquel que es más de su tiempo y de su país. El Dante, por haber sido el más florentino de los florentinos del siglo XIII y el hombre más hombre del siglo XIII, ha sido un hombre de todos los países y de todas las edades. No se llega nunca a una universalidad por diferenciación, sino al contrario; ni se puede nunca pasar de la propia patria al Extranjero sino cuando se ha rebasado de ella. Cosas malas esos productos de exportación cuando todavía aquí no han sido de ningún modo consagradas.

CONTRADICCIÓN Y SOLEDAD

Este hombre fue un hombre de contradicciones y un hombre de soledad. ¡Ah! ¡Hay que saber lo que es un hombre de soledad! No sólo metido en Graus. A lo mejor, metido en una ciudad grande y viviendo entre los demás, y pareciendo un hombre social, y sintiéndose, sin embargo, en una soledad terrible siempre, en una soledad como aquella de Moisés de que hablaba el gran poeta Vigny. Aquel hombre se sentía solo. Al silencio de su soledad respondía el silencio de la soledad de lo alto.

Aquel hombre fue un solitario, un hombre de contradicciones, y un hombre de anhelos.

UN RECUERDO A MIGUEL SERVET

En estos días estaba yo leyendo en una obra de un ardoroso calvinista, una obra dedicada a Calvino: sus cosas y su tiempo, la vida y sobre todo el final, el proceso de otro gran aragonés, de Miguel Servet, y de otro Miguel, Miguel de Molinos; estaba leyendo toda aquella vida tormentosa de aquel Servet, “el español”, como le llamaban, de aquel hombre que pudo escapar de Francia y del cardenal Tournon cuando lo iban a quemar vivo, y que como escapó se le quemó en efigie, para ir luego a Ginebra, donde Calvino lo quemó vivo… ¡Si no lo hubieran quemado unos, le habrían quemado los otros; que un hombre así, un hombre como Servet ―hereje en el más íntimo sentido de la palabra, de todas las herejías, un hombre siempre señero y aislado― perece siempre a fuego lento de los unos o de los otros, y a veces del propio fuego interior que le consume. (Muy bien. Grandes aplausos.)

Unas palabras de Miguel Servet, pintando la vida española que le encajan a Costa. Servet, investigador profundo y solitario, decía: “El espíritu de los españoles es inquieto y revolvedor de grandes cofres. Ostenta por simulación, quiero decir por habilidad, una cierta vistosidad, una ciencia mayor de la que tiene.”

“Los españoles pasan, en cuanto a los ritos religiosos, por los más supersticiosos de los mortales”, decía Servet. Pues, como Servet, somos muchos los españoles que también somos de esta manera: inquietos y revolvedores de cofres grandes. Acaso con una cierta vistosidad, puede ser que dando a entender una ciencia mayor que la que tenemos, ya que también nos gusta la sofística. Respecto a que los españoles pasamos por los más supersticiosos, no quiero entrar en esto. No sé, a este respecto, como sentía el gran Costa. Nunca habló de esto. Pasaba por encima de ese asunto, que soslayó siempre. Ahora, yo tengo una cierta sospecha de que acaso no estaría convencido del todo de ese Dios, primer motor inmóvil de Aristóteles; pero sospecho también que creía en la Virgen del Pilar.

ÍNTIMO SENTIDO DE LABORIOSIDAD

Este hombre, después de una agonía lenta, luchando con su impaciencia por ver una España nueva, por ver que las gentes se encendieran, se apagó tristemente en la villa de Graus. No olvidaré nunca el día en que, pasando por Graus, me enseñaron la casa en que él había muerto. Nos dejó un gran ejemplo; primero, de laboriosidad, pero de laboriosidad en el íntimo y profundo sentido de la laboriosidad, la que procede del amor a la obra, no del amor al salario. No; no es la laboriosidad que pide trabajo porque dice que no quiere limosna; porque resulta que el trabajo es un pretexto para la limosna. No; era la laboriosidad del amor a la obra, del amor al trabajo. Nos enseñó a hundirnos en el trabajo, para encender en él nuestros amores, la vida misma, y acaso para olvidar otras preocupaciones más altas, inflamando al mismo tiempo a toda aquella generación en un ímpetu de pasión, un ímpetu de arrojo, algo que faltaba.

La gente parecía muerta. No lo estaba. Debajo de todo aquello había la brasa, había el rescoldo. La prueba está en lo que ha venido después. Cuando se habla de los que fuimos algo más jóvenes en aquella generación del 98 y se nos pregunta qué es lo que hicimos, yo contesto: “Nosotros hicimos a los que han hecho esto. Yo sé que vendrán nuestros nietos y nos bendecirán, lo aque acaso no hagan nuestros hijos.”

Yo sé que en este tránsito, aquellos que parecíamos desordenados, cada uno por su lado, estábamos día a día creando una conciencia en España. Somos de los que hemos contribuido más; no como una porción de gentes que, cuando ya estaba hecha una conciencia nacional, han venido creyendo que se hace algo cuando se le quita la piel a la serpiente, que ya tenía otra nueva debajo. (Muy bien. Grandes aplausos.)

PALABRAS FINALES

No quiero continuar hablando de un tiempo que ya va haciéndose histórico, en el peor sentido algunasa veces; que se va haciendo legendario; no quiero seguir hablando de un hombre a quien perdió la leyenda, ni hablar bajo la preocupación de que a otros también nos envuelve la leyenda. Ved cómo murió “el solitario”, cómo murió consumido por ese fuego vivo… Que si a Servet le quemaron los calvinistas, a él le quemó el amor de su España, la visión de lo que estaba pasando en esta pobre tierra, que entonces agonizaba en manos de una dinastía agonizante también.

No tengo más que decir.

Una ovación clamorosa acogió las últimas palabras, llenas de cálida emoción, como todo su discurso, del ilustre D. Miguel de Unamuno.

domingo, 18 de junio de 2017

La bandera roja y gualda

El Sol (Madrid), 6 de febrero de 1932

Gracias, señora mía, y no tanto por las piadosas reconvenciones que me dirige cuanto porque demuestra conocerme mejor que otras que de ligero me juzgan y porque demuestra conocer el cristianismo, cosa que no es corriente entre sus compañeras de cofradía. Por lo demás yo, señora, no necesito decidirme, pues estoy bien decidido. Ni tengo que tirar a la derecha ni a la izquierda ―ya tirarán otros―, sino marchar de frente y cara al sol. No soy diestro ni zurdo, sino maniego.

Ahora nada le voy a decir de los jesuitas, contra los que creo que se ha cometido una injusticia. Mi opinión sobre la Compañía actual usted la conoce, pues que me recuerda lo que dije en un libro que apareció primero en francés, luego en alemán e inglés y por último en español ―en el texto original― y en que escribí que nada hay más tonto que un jesuita español ―de hoy se entiende―. Y me recuerda también lo de Jesús en el sermón de la montaña de que quien llamase a su hermano tonto será reo de la gehena del fuego, es decir, del infierno. Tonto, y no malo. Pero, dejando para otra vez el comentar esto, he de decirle que he encontrado algo más tonto que un jesuita español, y es un contrajesuita, un albañil de derribo español. Y así, entre bobos de caverna anda el juego.

Mas vengamos a lo de la bandera. Se me queja usted, señora, de que se les prohíba ostentar la bandera monárquica, llamándole usted así a la roja y gualda. Pero ésta no es ni ha sido bandera monárquica. La bandera roja y gualda era la bandera española en tiempos de la bien fenecida Monarquía. Y ni era siquiera la de la casa de Borbón, pues ésta, biceleste y blanca, es la que pasó a ser la de la República Argentina. La roja y gualda era la bandera española en los últimos tiempos de la dinastía borbónica, y lo era para todos los españoles, monárquicos y republicanos, que todos ellos la acataban y veneraban civilmente. Son ustedes las que, mal aconsejadas, se empeñan en convertirla en emblema monárquico. Así como la actual bandera tricolor, roja, gualda y morada, no es bandera republicana, sino que es la bandera española de esta República de voluntad y soberanía populares, y a la que todos los españoles, incluso, ¡claro está!, los monárquicos, deben acatamiento. Pues esto no implica republicanismo doctrinal, sino acendrado españolismo. Y enarbolar la antigua y venerable enseña roja y gualda con intención combativa monárquica, o mejor anti-republicana, es tan vituperable como gritar ¡viva Cristo Rey!, acentuando lo de rey en sentido político del reino de este mundo. Lo uno es anti-patriótico y lo otro es anti-cristiano.

¿Que no le gusta a usted la nueva enseña? En cuestión de gustos… Y usted, que parece conocerme, me recuerda, en son de reproche, lo que dije en una poesía que figura en mi Romancero del Destierro, y es aquello de “Envolvedme en un lienzo de blancura / hecho de lino del que riega el Duero / y al sol de Gredos luego se depura / (soy villano de a pie, no caballero), / no en ese roto harapo gualda y rojo / (bilis y sangre) que enjuga la espada; / honra y no honor, estoy libre de antojo; / embozo de verdugo no es mi almohada”… Esto, señora, fue una expansión anti-belicista, y más propiamente anti-militarista. Pero ahora que España, republicana ya, ha renunciado a la guerra… Y, por otra parte, si el rojo y el gualda pueden simbolizar sangre y bilis, ¿no puede el morado simbolizar los cardenales que produce un golpe contundente? Dejémonos, pues, de simbolismos ya.

Yo también me he criado y educado bajo la bandera no más que roja y gualda, sin morado alguno, sin ese morado discutiblemente castellano, bajo la bandera de la casa de Aragón y Cataluña que se hizo española, española de todos los españoles, y sé que a nuestra edad, señora, no se cambia ni de aguas ni de colores. Pero por nada del mundo enarbolaría un color para dividir a los que están unidos. Si por mí fuera, adoptaría como enseña todo el arco iris, o mejor, componiendo sus colores todos, sin descomponerlos por medio de un prisma de partido, una bandera blanca. Blanca como el lienzo del lino que riega el Duero y se depura al sol de Gredos. Blanca y no negra ni roja. Mas ya que ello no sea, quedémonos con los colores de la casa de Aragón y la de Castilla, de la bandera española de hoy, y respetémosla como respetábamos la de ayer, que ni ésta es divisionaria o específicamente republicana, ni aquella era divisionaria o específicamente monárquica. Y si ustedes la enarbolan con intención belicosa y protestante, de guerra incivil monárquica, no estará mal que se la prohíban. Ahora, en su casa de usted… Conozco más de un español republicano, honrada y racionalmente republicano, que dentro de su casa sigue guardando la vieja bandera roja y gualda, sin morado, bajo la cual luchó por la República.

Y es que se puede ―y se debe― ser republicano guardando el sentido civil y patriótico de la continuidad histórica. Y guardar, con veneración, aquella enseña junto a una cruz.

sábado, 17 de junio de 2017

Guerra incivil cavernícola

El Sol (Madrid), 29 de enero de 1932

Como este comentador fue quien lanzó a la circulación hace ya más de una quincena de años el mote de trogloditas, de que luego ha salido el de cavernícolas, y quien, por otra parte, ha comentado más el endémico estado de guerra civil de España, se cree en el deber de comentar la guerra, no ya civil ―que ésta es señal de civilización en marcha―, sino incivil y troglodítica, o cavernicolística, que nos está devorando la serenidad del buen juicio, Pues diríase que todos, los unos y los otros contendientes, se pelean en una caverna ―como la de Altamira―, a oscuras, fuera de la luz natural, y bajo el sino del bisonte altamirano, y no a cielo abierto, a la luz del Sol, bajo el sino del león castellano de España.

¿Y las armas? Las armas de casi todos ellos, armas troglodíticas, cavernícolas, paleolíticas, como las hachas de piedra ―piedras de rayo les llaman los campesinos―, que esgrimían en sus luchas con las fieras selváticas, y entre ellos mismos aquellos hombres de las cavernas, anteriores a la Historia propiamente tal. Armas troglodíticas, paleolíticas, prehistóricas o ante-históricas. Que tan troglodíticas las hacen, por el modo de manejarlas, los unos a los báculos, cirios, hisopos y crucifijos que esgrimen a modo de rompecabezas de cruzados, como los otros a sus hoces y martillos, y también prehistóricos y paleolíticos, y los de más acá los compases y escuadras, cavernicolísticos también, de chapuceros albañiles de derribo. Todo incivil, todo ahistórico y anti-histórico. Todo movido por pasiones cavernarias de antes de haberse cuajado la tradición, la tradición civil que hace el alma de la patria, que hace la Historia y sus consagradas imágenes.

Sí; ya se consabe que hemos promulgado que no hay religión del Estado; ¿pero quiere esto decir que la nación no tiene un alma tradicional y popular, o sea laica; que no tiene una religión laica, popular, nacional y tradicional? ¿Quiere ello decir que va a quedarse la patria desalmada? No, no puede querer decir eso, y nada sería más cavernario, más troglodítico que la imposición de un agnosticismo oficial pedagógico. Aun prescindiendo de confesiones dogmáticas, creer que los maestros ―nacionales, ¿eh?, y no estatales― puedan educar a los niños españoles escamoteando toda noción religiosa es sencillamente no darse cuenta de lo que tiene que ser la educación pública, patriótica.

En estos días, las mujeres, las madres, de una famosa villa de esta provincia de Salamanca se amotinaron al saber que se iba a quitar el crucifijo de las escuelas, y ha habido que dar satisfacción al sentimiento de ese motín popular, hondamente popular, contra una orden disparatada. Disparatada, y perdónenos el que la haya dado, de inspiración no sólo anti-nacional, anti-popular y anti-histórica, sino también anti-pedagógica. La presencia del crucifijo en las escuelas no ofende a ningún sentimiento, ni aun al de los racionalistas y ateos, y el quitarlo ofende al sentimiento popular hasta de los que carecen de creencias confesionales.

Sí, ya lo sabemos, se ha esgrimido y se esgrime el crucifijo como arma paleolítica; se pretende no convertir sino machacar infieles a cristazo limpio, como se esgrime a modo de arma contundente el grito de ¡viva Cristo Rey!, poniendo impíamente todo el acento en lo de rey y dejando al Cristo de galeoto; ¿pero autoriza ello a que se le retire de las escuelas, donde no es arma sino símbolo de la tradición ha hecho? ¿Qué se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante? ¿Una hoz y un martillo? ¿Un compás y una escuadra? ¿O qué otro emblema confesional?

Porque hay que decirlo claro, y en ello tendremos que ocuparnos: la campaña contra el crucifijo en las escuelas nacionales es una campaña de origen confesional. Claro que de confesión anti-católica y anti-cristiana. Porque lo de la neutralidad es una engañifa. Que no es hacedero, no, no lo es, en buena pedagogía, que los maestros nacionales populares, laicos de veras y no de engaño, de España, eduquen a la española a los hijos de ella, prescindiendo de la tradición nacional, popular y laica que se simboliza y emblematiza en el Santo Cristo crucificado ―le hay en cada lugar― y dejando al clero de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana el cuidado de instruir a los hijos de sus fieles feligreses en el catecismo de su doctrina confesional, según el P. Astete o según el P. Ripalda, corregidos o no. Y esto lo comprenden y consienten cuantos han salido de la caverna prehistórica, sean cuales fueren sus creencias o descreencias. Depende sencillamente de sentido de civilización, de que suelen andar tan escasos como los idólatras troglodíticos, los troglodíticos iconoclastas.

Se acabó el bisonte prehistórico; nos queda el león al pie de un castillo sobre el que se alza una cruz nacional, popular, laica.

viernes, 16 de junio de 2017

Gitanadas y judiadas

El Sol (Madrid), 27 de enero de 1932

Sin haber entrado España de manera directa y material en la Gran Guerra de 1914, los efectos, tanto materiales como espirituales de ésta se han hecho sentir tanto aquí como en algunos beligerantes. Hemos presenciado fracasadas intentonas de traducir el fajismo italiano ―que se ha quedado en literatura huera―, y ha prendido, también literariamente, un endeble gajo de bolchevismo a la rusa, que, por ridícula gala, se ha desgajado, se dice, en trotzkismo y stalinismo. Y aun hay quien habla de oro de Moscú, lo que nos recuerda aquella copla de antaño: “Dicen que vienen los rusos / por las ventas de Alcorcón, / y los rusos que venían / eran seras de carbón.” Y hay, por otra parte, partido político parlamentario que no es sino remedo de otro francés.

Y ahora empieza a refrescarse una triste manía centro-europea, en la que ya hace años dieron nuestros fantasmagoreadores de extrema derecha. Nos referimos al anti-semitismo. Hace ya cuarenta años que en Salamanca, por lo menos, un grupo de tradicionalistas e integristas enhechizados por las fantasías de Eduardo Drumont y de Leo Taxil, dieron en denunciar el peligro judaico en España, sin que podamos olvidar la broma que a tal caso les gastó este mismo comentador que os habla. Pues aquellos hombres crédulos e ingenuos que vivían casi retirados del mundo ―ni a casinos ni a cafés― comunicándose casi a diario con los jesuitas de la Clerecía, tenían como éstos, también ingenuos, reverendos padres S. J., una concepción fantasmagórica y pueril de la historia, y eso que entre aquellos había un catedrático de Historia Universal. La cual les era como una función de magia ―algo así como “La pata de cabra”― llena de tenebrosas conjuraciones luzbelianas, de poderes ocultos, de maquinaciones soterrañas y demoníacas, de misteriosidad y hasta de milagrosidad. La judería y la masonería, mellizas, eran las dos infernales potencias de que se servía Luzbel ―o Belial― en su lucha contra los que siguen la bandera de Cristo Rey. Era el modo como los jesuitas respondían a la leyenda que de ellos ―¡cuitados!― iban haciendo los de la tramoya contraria. Ni unos ni otros querían reconocer lo de que no hay más cera que la que se ve arder y ni hay secretos tenebrosos.

Hace unos días un diputado de extrema derecha, hijo de uno de aquellos integristas salmantinos del grupo, invocaba el testimonio de una cierta “Revista internacional de sociedades secretas” para contarnos cómo se había inaugurado aquí, en Madrid, una sinagoga con asistencia del alcalde, lo que éste, el Sr. Rico, negó. Y no sabemos qué proyecto de cementerio judío. Y se lleva ahora una campaña contra cierto diputado, llegando a pedir su expulsión, no ya del Parlamento, sino de España, por suponérsele, acaso con razón ―¿y qué?―, de raza judaica. ¡Sólo nos faltaba esta mala versión de una triste manía vesánica centro-europea, como es el anti-semitismo! Vertedero, ya secular, de las demencias de pueblos que creían en brujas, hechiceros, poseídos y endemoniados. Y aquelarres y sacrificios de niños cristianos y envenenamientos de manantiales.

Cierto es que aquí, en España, ha habido entre el vulgo docto una idea, que creemos muy exagerada, de la influencia hebraica en nuestra patria. Cuando Blasco Ibáñez estaba en París, en 1925, en sus entrevistas con judíos sefarditas, aumentaba a su modo ―¡y qué modo!― la acción y proporción de la judería en España y se jactaba de llevar sangre judía, cultivando la leyenda ―la de “El tizón de la nobleza”― de los judaizantes y cristianos nuevos como antaño se les llamaba. Pero a este comentador que os dice siempre le ha parecido eso hijo de una trastrocada perspectiva histórica.

Estamos, en efecto, convencidos de que el fondo del pueblo español es, racialmente, uno de los más homogéneos , el de su primitiva población celtibérica romanizada, y de que los diversos invasores e inmigrantes, numéricamente muy pocos, se confundieron pronto con él. En la historia se oye más a cuatro que vocean que a cuatro mil que se callan, más el estrépito de los cascos de los caballos invasores, que el paso de los bueyes lentos que en tanto trillaban las mieses. Y llegamos a creer que un pueblo que se nos coló en España, sin hogares, ni historia, ni literatura, ni comunidades legales, ni personajes, al sol y al viento, tiene a este respecto más importancia ―vegetativa y subhistórica― de la que se le concede. Sospechamos que acaso haya en España más sangre gitana que visigótica, morisca o judaica, siendo una leyenda lo de que los gitanos ―que hoy se asientan y hasta se afincan― se hayan mantenido aparte del resto. Tal vez Carmen y la Gitanilla cuentan más que Maimónides. Que hay en sangre y en espíritu más de gitanería que de judería ―asistimos a más gitanadas que a judiadas―, sobre todo en las clases bajas. Mas de esta sospecha, que a muchos sorprenderá, otra vez.