domingo, 31 de diciembre de 2017

Cartas al amigo XIV.―A Marañón

Ahora (Madrid), 7 de junio de 1934

Le decía a Teixeira de Pascoaes, desde aquí mismo, amigo Marañón, que prefiero a las conferencias estos diálogos con el lector, aunque éste se calle respondiéndome con su silencio. Y no oírle el impertinente: “¡No estoy conforme!” ¿Pues esto qué importa? En la oratoria no se comulga con el público. ¿Y qué diríamos de estas grotescas conferencias de controversia a que eran tan aficionados los comunistas y sus parejos? ¡Horror! Porque esto ni discusión es. ¿Polémica? ¿Debate? El uno truca, el otro retruca, y a las veces resuélvese todo en retruécanos. Tales como “¡Viva el rey!” o “¡Viva Cristo Rey!”, “¡Viva la República!”, “¡Viva la revolución!”, “¡Viva el fajo!” Y así por el estilo. Uno pregunta a las veces, y responde el respondón y no el responsable.

Y hete aquí que cuando volvía a rumiar estos pensamientos me encuentro en su libro Las ideas biológicas del padre Feijóo, un pasaje en que usted, mi buen amigo, me alude, y que dice así: “Es cierto que Feijóo tenía lo que yo he llamado, refiriéndome a nuestro Unamuno, el espíritu de contrapelo, que no es lo mismo que el proverbial espíritu de contradicción. Antes bien, el contrapelo es con frecuencia un modo áspero, pero muy eficaz, de estar de acuerdo con el otro dialogante. Representa en la relación humana lo que muchas veces significa en la religión la heterodoxia, es decir, inquietud vehemente de creer y de querer más allá de lo formulario. Esto no siempre se interpreta así.” Bien; y porque no siempre se interpreta así, vamos —vamos, ¿eh?, y no voy— a comentar el pasaje.

¡Espíritu de contrapelo! ¡Espíritu de contradicción! Lo que me recuerda otra categoría —es decir: acusación— que tampoco suele saberse interpretar, y es la paradoja. De ellas está lleno el Evangelio. ¿Contradicción? Es que hay la que podríamos llamar autocontradicción, al contradecirse a sí mismo. Que es un modo de libertarse, de librarse del propio pensamiento. Y de librarlo, en el sentido de parirlo. ¡Terrible libramiento! Que a las veces se aplica uno a sí mismo los fórceps. Y en todo eso, uno se libra de él, lo libra, matándolo en sí. Que el nacimiento es muerte. El pensamiento vivo es algo desenmarañadero. ¡Eso de devanarse el seso...!

¡Contradecir! Pero contradecir, decir en contra, al encuentro, no es siempre decir lo contrario. En textos latinos, “contra”, así sin sustantivo siguiente, hay que traducir a las veces por: “respondió”. Dice el uno frente al otro, en contra del otro, a su encuentro, muchas veces lo que éste, el otro, se decía, pero con otras palabras. “Contra más me replica más me afirmo” —me decía uno. Y esto es lo propio de la dialéctica, que como usted sabe, amigo mío, es cosa de diálogo. De diálogo y de dialecto.

El verdadero dialecto, o sea lengua de diálogo, de encuentro —y de contradicción—, es individual. Cada uno de nosotros, cuando es él, y no un cacho de muchedumbre, tiene su habla propia, que está creando y recreando de continuo. Porque lo otro, el lenguaje de esos que hablan ortográficamente y que huyen de ciertas palabras corrientes como huyen de cortar el pescado con cuchillo de acero, eso ni lenguaje es. Aun que suena por bocina. (Y a propósito: Una vez me consultaron dos sujetos, después de una apuesta, si debía escribirse bocina con b o con v, pues uno suponía que deriva de “boca” y el otro de “voz”, y tuve que responderles: “¡Pues, ni de boca ni de voz, sino de... cuerno!” De cuerno de buey (“bous”) de que se hacían bocinas.) No, lo que no es dialecto individual, de diálogo, ni es lenguaje siquiera. Lenguaje hablado, quiero decir.

Usted sabe tan bien como yo, amigo mío, que en alemán al dialecto se le llama “Mundart”, es decir, “modo de boca”, y estaba muy en lo cierto Fritz Mauthner cuando escribía: “Mientras no hubo lengua escrita alguna, no hubo más que dialectos (Mundarten)”. Vino la escritura y asestó el primer golpe mortal a los dialectos; luego vino la imprenta, y otro golpe; después ha venido el periodismo, tan trascendental como los dos otros pasos, ¿y... qué traerá? Acaso una resurrección de los verdaderos dialectos, de las lenguas individuales y personales. Por lo menos no hay sino estudiar la lengua de aquel formidable periodista que fue San Pablo, anterior a la invención de la imprenta. ¡Qué dialecto el dialecto pauliniano, el de sus epístolas inmortales, henchidas de paradojas, de contradicciones —confesadas muchas— y de contrapelos! Se comprende que escandalizase tal dialecto a aquel pobre cardenal ciceroniano y demosteniano y crisostomiano que pensaba —si es que pensaba— en letra y no en espíritu.

Relaciona usted el contrapelo, hijo, como le digo, del dialecto y del diálogo, con la heterodoxia. A su vez la heterodoxia está emparentada con la paradoxia. “Una manera áspera, pero muy eficaz, de estar de acuerdo con el otro dialogante.” O acaso de estar en desacuerdo consigo mismo.

“Esto no siempre se interpreta así.” Y menos por los creyentes dogmáticos, de decreto —“dogma” quiere decir originariamente decreto y no doctrina—, y por los políticos de partido, de disciplina de partido, esos pobres chicos que carecen de dialecto y hacen como que piensan en programa. Y lo peor es cuando llegan a cierto grado extremo de macidez —lo propio del hombre macizo, de masa—, que no se les alcanza todo el valor de esos dos adverbios de incredulidad o escepticismo —no registrados como tales en las Gramáticas—, y que son: “¡Qué va!...” y “¡Hombre!” Dos adverbios, uno de formación recientísima, de los dialectos individuales, de los verdaderos dialectos, que apenas si han pasado a la lengua muerta, la gramatical, la escrita, como no sea en algún diálogo teatral. Ni recuerdo haberlos oído en el Parlamento, donde alguna vez se cuelan los dialectos, aunque el lenguaje parlamentario, el de los debates, tenga muy poco de dialectal. Ni aun con las interrupciones.

Vea usted, amigo Marañón, cómo se enredan las cosas. Y al decir cosas quiero decir palabras, pues en el reino —o si quiere usted en la república, pues no vamos a reñir usted y yo por eso— del espíritu no hay más cosas, esto es: causas, que las palabras. Y otra cosa, y es que este andar hurgando y zahondando en mi propio y personal dialecto, en el que, con la materia común, me estoy formando y reformando y trasformando arreo, esto es lo que me lleva a lo que usted llama el contrapelo. Sobre todo cuando doy —¡y son masa!— con los que no han soltado el pelo de la dehesa. De la dehesa religiosa o de la política. Y que se les antoja que profesar un credo es abrigar una creencia. Y vea por qué prefiero escribir en lengua hablada a hablar en lengua escrita.

Y tal se va poniendo todo, que ya no me cuido si no de salvar mi propio dialecto personal. Usted me entiende y me entienden muchos de los que dicen no entenderme y les queda otra: no entenderse a sí mismos. Ahora lo derecho, lo del gran periodista San Pablo de Tarso, que en su poderoso dialecto personal greco-judaico, pauliniano, se confiesa hombre de contradicción y: “Miserable hombre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Y a nosotros, mi amigo, ¿quién nos librará de esa masa de incomprensión y de programas? Masa en que uno se derrite, se liquida... ¡Quién pudiera hendirla solo y… sólido! Y traigo aquí esta preciosa acepción popular de “sólido” en el sentido de señero o solitario— una casa “sólida” por “ensenta”—, porque el Diccionario manual e “ilustrado de la lengua española” de nuestra —usted y yo somos de ella— Academia la califica de... ¡barbarismo! ¡Así prendieran tantos así! Y, por de contado, tampoco trae “ensento”, sino exento, que es lo culto. ¡Más... poder librarse de la liquidación en la masa, poder mantenerse sólo, señero, ensento y sólido! Gracias al barbarismo.

Y por esta vez no podrá usted decir, me parece, que le vengo a contrapelo. ¡Más al pelo que viene esto...! Esté-le, pues, bien.

sábado, 30 de diciembre de 2017

Cartas al amigo XIII.―A Teixeira Pascoaes, portugués ibérico

Ahora (Madrid), 5 de junio de 1934

En ese su prodigioso San Pablo —ibérico— dice usted una vez por escrito, amigo mío, que lo que el Apóstol, “hermano de las aves emigratorias, adora, es la partida y la llegada, el momento conmovido del saludo o del adiós”. “Y más aún —añade— la partida, el adiós, ese ángel de las lágrimas apuntándonos el camino.” Y luego: “Él sabe que es más bello en la ausencia que en la presencia, que su figura mezquina se embellece desapareciendo. No ignora el encanto que le da la distancia. Prefiere escribir, de lejos, a hablar de cerca.” (“Prefere escrever, de longe, a falar, de perto.”)

No dudo que San Pablo, el judeíllo —“jueut”, chueta—, mezquino, casi ciego, el fariseo epiléptico que sabía arengar —y en hebreo— a los suyos y enfrentarse con otros apóstoles ante la muchedumbre embravecida, y hablar en el Areópago de Atenas a los escépticos áticos, que apenas se cuidaban sino de indagar lo más nuevo, el orador de encendida palabra, prefiera escribir de lejos a hablar de cerca. Pero es que, hermano en paulinismo y en iberismo, hay otra cosa, y es escribir de cerca —“escrever de perto”— y hablar de lejos —“falar de longe”—. Pues oiga usted, amigo; en pocos meses he rehusado cerca de una docena de demandas de ir a hablar a públicos españoles. A hablar de lejos. Porque yo, que como el Apóstol, he revezado la oratoria con la... correspondencia escrita, cuando hablo en público me encuentro mucho más lejos de cada uno de mis oyentes que cuando escribo. Porque escribo de cerca, para cada lector, y no para... ¿Cómo le llamaremos al conjunto de nuestros lectores, así como al conjunto de nuestros oyentes le llamamos auditorio? “Público” no sirve.

Hay que sentir el calor de sobrevida, de esperanza eterna que hay en esas cartas, en esas epístolas inmortales de San Pablo, el máximo... ¡corresponsal! Qué hermoso apelativo éste de “corresponsal”, estropeado, como tantas otras cosas, por el uso de empresa. ¡Corresponsal! ¡El que corresponde y se corresponde con sus lectores! No hay conferencista que pueda igualársele. Aborrezco las conferencias. Y más las del salón de ellas. En mis cuarenta y tres años largos de profesorado oficial jamás logré aprender a hacer una conferencia. De ésas a la medida del final: “¡Señor profesor, la hora!” Mis lecciones de clase han sido correspondencias de palabra. Y en gran parte diálogos. Pero aun en clase, y con pocos alumnos, en cierta intimidad, la presencia corporal estorba una cierta mayor aproximación espiritual. Y en la otra conferencia, de aparato, no digamos. Mucha parte del auditorio —en especial mujeres— no van a oír, sino a ver. Y aunque yo no sea una figura “mesquinha”, como la de San Pablo, me molesta que me miren. A lo peor para que una señorita —no española ella— no salga sacando en sucio sino que yo no llevaba corbata. ¡No; conferencia, no!

Y, en cambio, cuando escribo, como ahora, teniéndole presente a usted, mi Pascoaes, como símbolo de mis lectores, ¡qué cerca me siento de cada uno de éstos! Y por eso le digo que gusto escribir de cerca, aunque a grande distancia material. Porque, además, como dice usted: “Todos tenemos, acá dentro, un rincón oscuro, donde lloramos, en secreto, lo que no podemos confesar.” ¿Y no cree usted, amigo, que es más fácil sacar esto fuera escribiendo de cerca, en ausencia, que no hablando de lejos, en presencia? Y después de todo, ¿qué es, espiritualmente, hablar? O mejor, ¿decir? “Si aparecer es existir —dice usted otra vez—, hablar es más aún, porque es vivir.” Cabal. Hablar de hombre a hombre, aunque sea por escrito. Mejor por escrito. Confesar y confesarse. Que es aprender a conocerse. Aunque yo terminé uno de mis sonetos con: “Conócete, mortal, mas no del todo”. Es el secreto que lloramos.

Dicen que nuestra patria común ibérica, su Portugal y mi España —Hispania fue para los romanos toda la Península—, es tierra de oradores. Creo que esto es un error de gente que apenas sale de su casa nacional. Aunque haya franceses que digan que todo escritor español es un orador por escrito. No creo, pues, que nuestro común solar peninsular sea solera de oradores, ¡pero qué pocos y qué pobres corresponsales! ¡Qué pobreza de epistolarios! Y a la vez de autobiografías y de memorias íntimas. ¿A qué se deberá esto?

Y si venimos a las crónicas, ¡qué sequedad! ¡Qué rara vez aparece el hombre íntimo, el hombre de carne y hueso! Sobre todo en las crónicas castellanas. Las portuguesas y las catalanas son más líricas. Las portuguesas, hasta elegíacas. ¿Qué hay en las crónicas castellanas que pueda parangonarse a la catalana de Muntaner, la de la expedición a Grecia, o a la portuguesa de Fernán Lopes, donde se narra la muerte de Inés de Castro? Y esta falta de intimidad personal, ¿a qué se deberá? Muchas veces he pensado si tendrá relación con el resentimiento, con la quisquillosidad, con la recelosidad, con la envidia hispánica. Y si esta tierra de la leyenda de Don Juan no será una tierra de solitarios, en el peor sentido de esta palabra; usted me entiende. Solitarios que luego se agrupan.

Y vea lo que son las cosas; en cuanto uno se saca fuera y se ejemplifica por aquello que decía mi paisano Trueba: “Si me tomo de tipo es porque soy el hombre que tengo más a mano”; si hace esto, al punto le motejan de ególatra. Y salen con esa simpleza del “satánico yo”. Tan satánico es el tú. Y aquí quiero resistir al cosquilleo de colocarle unos camelísticos juegos de palabras sobre el “tuteo”, el “yomeo”, el “tumeo” y el “yoteo”. Es decir: “¡Tú te fastidias, yo me fastidio! ¡Tú me fastidias, yo te fastidio!” O me cargas. ¿Es que no hay ahí, en Portugal, alguna expresión que equivalga a la nuestra, tan castiza, de: “Ese tío me carga”? Y si son legión los cargantes es porque los hace la legión de los cargados o cargosos. Y esta terrible carga de resentimientos, quisquillosidades, recelosidades y envidias —dejemos, por ahora, los onanismos—, da tono a nuestra vida pública, sacudida casi siempre por extrañada guerra incivil hasta cuando parece haber paz.

Mas no he de seguir escribiéndole, mi Pascoaes, de cerca, aunque desde lejos. Le sé ahora anatematizado por los sucesores de aquellos judeo-cristianos patriotas que pretendieron obligar a Tito, el griego pauliniano, a que se circuncidara. A eso le llaman ahí, en Portugal, parece... ¡acción católica! ¡Ay, cuando nos mirábamos y hablábamos de cerca, en aquellos días de Amarante, riberas del Támega, al pie del Marão, en la Lusitania ibérica, en ese Portugal que se me adentró en lo que en mí escribe de cerca!… En esa bendita tierra de Camõens aprendí la intimidad ibérica; en trato íntimo con los grandes lusitanos de sobre el tiempo, me acostumbré a poder pensar y sentir en portugués, y la costumbre, créamelo, es la más entrañada esencia del querer.

Y si hubiera —¡qué va!— algún lector postizo, entrometido, que dudase de esta intimidad de escribir de cerca, no tendría yo sino decirle: “¡Hombre...!” Y en cuanto a los otros, a “los que se tienen en algo” o “por columnas”, como dijo Pablo de Tarso (Gálatas, II, 6 y 9) de Jacobo (Santiago), Cefas (Pedro) y Juan, sus compañeros de apostolado; en cuanto a éstos..., ya hablaremos.

viernes, 29 de diciembre de 2017

Ensueños lingüísticos de madrugada

El Norte de Castilla (Valladolid), mayo de 1934

Había dejado el reloj bajo la almohada al acostarse. Al medio despertar, de madrugada, el brazo dormido y dormida, entumecida, la mano del brazo. Puso los dedos de la mano dormida sobre el reló y sintió el pulso. ¿El del corazón o el del reló? ¿Latía él o latía el tiempo mecánico? Cuando se aplica a la oreja un caracol marino, dice la poética conseja que se oye el rumor de la mar ausente, y los fisiólogos dicen que es la circulación de la sangre por el pabellón de la oreja. ¿Qué más da? Todo es sangre. Y era su sangre la que hablaba por su pluma, al pulso, la que latía en el reló mecánico. ¿Y los dos pulsos no se debían acaso a hipertensión? El uno a hipertensión arteriosclerótica; el otro, el del ritmo de la vida económica, a hipertensión y a arteriosclerosis social. ¡Todo metáforas!

Alentaba el alba. Era entre el sueño y la vela, a la hora de dejar libre la fantasía. La mano, la que escribía, dormida. “Lengua sin manos, ¿cómo osas hablar?”, dijo el del Cantar de mío Cid. Y mano sin lengua, ¿cómo osas obrar? Pero tenía que pensar en la tarea del día que se le abría, en el afán cotidiano. Cada día su afán. Su mano, al escribir, hablaba; hablaba con la pluma, a pulso y a sangre. ¡El afán del día!

Por su mente empezaban a revolotearle, a mariposearle palabras... —¡palabras!— en libertad, que luego se le mariposaban, se le posaban como a desovar. ¿Haría con ellas, con las palabras, un ensayo?, ¿un artículo?, ¿un suelto?, ¿un soneto?, ¿un epigrama?, ¿un cantar? ¿Qué haría con ellas? Y en tanto los que le decían que estaban esperando su obra... ¿Obra o huebra? Sí, algo de a folio. Le pasó por el magín don Marcelino el periodista de a folio, detractor de los periodistas. ¿Qué diferencia va de un ensayo a un artículo, de un sistema filosófico a un ensayo? ¿Es por la extensión? ¿Qué diferencia va de una epístola de San Pablo, el Apóstol, que es un artículo de periódico, a la Suma de Santo Tomás de Aquino, que es un sistema? ¿Y si Pascal hubiese hecho con sus Pensamientos la obra extensa que proyectaba?

Le revoloteaban, le mariposeaban por el magín palabras, mariposándosele algunas. Entre ellas, una frase que había leído la víspera en un libro catalán, una frase conceptualmente insignificante. Decía: “Era un cap al tard serè de setembre...” En castellano: “Era un atardecer sereno de setiembre...” Y la frase le hablaba... “¡tan callando...!” ¡Otra frase! Y sin saber cómo se le acordó otra frase catalana, ésta de Ausias March, cuando dice: “foc crem ma carn!” O sea: “fueg(o) quem(a) mi carn(e)”. ¡No, no, no es esto!

Veníanle frases, palabras sueltas, en libertad, palabras puras. Y el traspuesto, en ensueño de madrugada, se daba, casi inconcientemente —era el hábito profesional—, al juego de las etimologías. Juego con el que no se juega impunemente. La etimología, en griego etymos, es la verdad. ¡Buscar la verdad en la palabra! ¿Y dónde, si no? En el principio fue el verbo, la palabra; y al fin quedará, si no el verbo, la palabra. Las cosas se van, quedan las palabras, sus almas. Y revolotean torno de nuestro espíritu, ánimas en pena, buscando cosas, cuerpos, en que volver a encarnar. ¿Y qué es vivo? Se le acordó lo de Bécquer: “Dios mío, ¡qué solos se quedan los muertos...!” Y se dijo, entre sueño y vela, de madrugada, con el reló bajo la almohada —que fue común—: “¡Dios mío, qué solos nos vamos quedando los vivos...!” ¿Vivos?

Las palabras libres, almas en pena, mariposándosele en el magín, le hicieron fijarse en el reló. Reló de bolsillo, muestra, que dicen campesinos castellanos. Cuando él era casi un niño y obtuvo su primer reló de bolsillo, era de aquellos a que se le daba cuerda con una llavecita, y no un remontoir. Y se acordó de aquella cuerda, diciéndose: “pero no, acordarse no tiene que ver con cuerda: es cosa de cor, cordis; de corazón...”; y luego: “mas quién sabe...” Pensó —empezaba a pensar— que tenía que darle cuerda a su corazón. ¿Y la llavecita? ¿Y si se perdía? ¡Ay, las palabras que se le han parado porque se perdió la llavecita con que se les daba cuerda y no la llevan en sí mismas...! Y luego se le acordó: “revolución”. Y luego: “¡involución!” “¡Bah! —se dijo—, los más de esos revueltos no son más que envueltos...” Y luego: “pasa el tiempo al revolverse de los astros, con la revolución de los astros.” Como las hojas de los árboles son las generaciones de los hombres, dejó dicho para siempre Homero. Y como las generaciones de las palabras de los hombres... ¿Qué es un hombre más que un nombre?

¿Su nombre? Él se llamaba, por nombre de pila, por nombre de agua, water-name, que dicen los ingleses, Miguel. Miguel, esto es, que declarado quiere decir: “¿Quién como Dios?” El nombre del Arcángel, sobrehumano. En España, el nombre de Cervantes, el conquistador del Imperio de Don Quijote; el nombre de Legazpi, el conquistador, sin tener que esgrimir espada, del Imperio de las Islas Filipinas y del Asia Española; el nombre de Molinos, el conquistador del imperio de la Nada. ¡Lo que hace un nombre! Y del otro nombre, del apellido, del nombre de sangre, blood-name de los ingleses, se llamaba Unamuno. Primero una —como en Unanue, Unibaso y en Unzaga, Unzueta, Unceta—, y así en otros apellidos vascos, o sea la gamona; el asfódelo que dicen los que aprenden botánica en libros de texto de segunda enseñanza. El asfódelo, el de las praderas por donde vagan las almas en pena. Y luego: muno, o sea colina, montón de tierra. Colina de gamonas. O más sencillamente: gamonal o gamoneda. Y desde lo alto del gamonal, de la colina de asfódelos: “¿Quién como Dios?” ¡A lo que obliga un nombre! Y se le vino a las mientes otro recuerdo, y es que cuando, en 1442, antes de mediar el siglo XV, fueron entregados al brazo secular de los herejes de Durango —que no escaparon al catálogo de heterodoxos de don Marcelino— aquellos fratricellos a que acaudilló fray Alfonso de Mella, hubo entre ellos un Juan de Unamuno, cuchillero, al que se le reputó de “apóstata relaxado”.

A todo esto, el día naciente se iba hinchiendo de vela. O sea de vigilia. E iba abriendo sus velas, las otras velas, de la historia. Acordarse y cuerda —se dijo— contra qué emparenten en son “no son parientes en sentido, y lo mismo les pasa a estas dos velas… pero quién sabe”. Y se levantó, se lavó, se vistió, metióse el reló en el bolsillo del chaleco, tomó la pluma y ya, con pulso tranquilo, dejando a los que esperaban su obra, escribió este articulo.

jueves, 28 de diciembre de 2017

Poesía y política

La Voz de Guipúzcoa (San Sebastián), 31 de mayo de 1934

A los que nos dicen que, dejándonos de política —de hacerla, no de vivir de ella, que no vivimos—, hagamos dramas y novelas, esto es, poesía, y traduzcamos a Platón, no se nos ocurre por de pronto, ante el tumulto de ideas que para contestarles nos asaltan, otra cosa que recordar aquel discurso que el 19 de noviembre de 1876 dirigió Josué Carducci, el gran poeta civil de la Italia unificada, a los electores del colegio de Lugo, ciudadanos de la Romana.

“Pero es, ¡ay! la poesía —les decía— precisamente la mancha original que, según nuestros adversarios, me excluye de la casta política. La verdad es que nuestros adversarios están de acuerdo con Platón, que fue el primero en echar a los poetas de la República. Mas aquella República platónica era más lírica que una oda de Píndaro, y a Platón, además, le parecía que no desdijese de los filósofos el disputar sobre el logos en las cortes de los tiranos de Sicilia. Solón, por el contrario, componía elegías y hasta, pudiendo ser tirano de la patria, la dotaba, en vez de ello, de una Constitución que hizo la gloria y la grandeza de Atenas. Echándonos en cara, como calificación de inhabilidad política, el nombre de poeta, los adversarios muestran no conocer otra poesía que la de la Arcadia. Y no recuerdan qué temple de ciudadanos fue Juan Milton, que hizo con poderosos escritos la apología del pueblo de Inglaterra contra las usurpaciones de Estuardo. Y no recuerdan que Alemania mandó discutir al Parlamento de Francfort las leyes de su constitución nacional a Luis Uhland, por el mérito de haber gloriosamente cantado las tradiciones y las aspiraciones de su pueblo y doctamente ilustrado la historia de la poesía alemana; y el noble viejo poeta fue parejo a su gloria y digno de la confianza de la patria, soportando, magnánimo, los malos tratos de la violencia militar que disolvió los últimos avances de la Asamblea Nacional. Y no recuerdan que, caída en la ignominia por los errores de un doctrinario, Francisco Guizot, la monarquía burguesa de Luis Felipe, un poeta, Lamartine, opuso por días enteros su elocuencia y el pecho a los furores de la plaza, y con riesgo de la fama y de la vida, salvó al menos el honor francés y la bandera tricolor. Y en Italia, por haber hecho versos que no desagradan, ¡se nos querían quitar los derechos civiles! ¡En Italia! Presiento lo que puedan oponerme los adversarios: “Pero tú no eres ni Milton, ni Uhland, ni Lamartine. ¡Ni vosotros que echáis del Estado a los poetas sois Platones!”

Y luego el gran poeta y gran político —que es una misma cosa— italiano, recordaba a los grandes poetas políticos, esto es, civiles, de Italia: Dante, Ariosto, Alfieri, Foscolo... Y recordaba a Mazzini, el más grande poeta de la más grande política republicana de la civilidad moderna europea.

Claro que todo esto no parece encajar en la réplica a los que me dirigen esa súplica de que nos apartemos del campo de la política y volvamos al de la literatura. De la literatura y no de la poesía. Y al hablar de la poesía no nos referimos a la expresada en verso. Comprendemos que haya muchos que no sientan la íntima hermandad, la “gemelidad” más bien, que hay entre poesía y política. El que esto escribe, por su parte puede decir que si algo ha hecho en poesía, en verso o en prosa, en novela, en cuento, en drama, en ensayo artístico, que haya de perdurar en vida de espíritu, se debe a que ha sentido con intensa pasión la historia de su patria, a que siente la política. Como cree que si su acción política, sus artículos y sus discursos de combate civil logran alguna eficacia en el ánimo de sus conciudadanos, se debe a lo que hay de poesía en ella.

Hay una cosa de que hay que huir si se quiere hacer poesía, hacer arte en el más alto sentido humano, y es de caer en “litterateur”, en “homme de lettres”. Y lo digo en francés, porque la cosa es de origen francés y académico. Víctor Hugo no fue un litterateur, fue un poeta, y fue un poeta porque era un político.

Lo más característico acaso de la literatura que podríamos llamar académica, o sea apolítica, infecunda, es su apoliticismo.

Pero la Academia Española de la Lengua, la que dice que limpia, fija y da esplendor, poco o nada tiene que ver con la poesía. Con la literatura apoética a lo sumo, y por eso es justo que ingresen en ella los políticos literarios y apoéticos, los conservadores, no creadores. Limpian, fijan y dan esplendor, pero no crean, remueven y dan calor a la lengua.

¡Que haga novelas y dramas! ¿Es que sin hacer política, sin política, podría hacerlos? Haciendo mi primera novela, Paz en la guerra, eché los cimientos de mi concepción política, histórica, de nuestra España. Que la política es poesía y la historia es drama. Y todo lo demás..., ¡literatura académica!

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Renovación. Respuesta a un pésame

Ahora (Madrid), 31 de mayo de 1934

Estaba tomando notas, señor mío, para escribir sobre eso que ustedes, los de la T. Y. R. E., Acción Española o Renovación Española llaman tradición nacional cuando recibí su pésame por mi reciente viudez. Y con achaque del pésame, su reclamo para atraerme a su banda. “O renovarse o morir”, me dice usted. Lo que no es “o renovar o morir”, pues cabe meterse a renovador —mejor, renovero— sin haberse renovado. Y ahora quiero, de paso, dejando para más adelante y más sosiego lo demás, anticiparle algo en lo que más me importa, que no es propiamente lo político.

Dios, Patria y Rey era la vieja divisa carlista, que los dictatoriales cambiaron por Patria, Religión y Monarquía, no atreviéndose a anteponer la Patria a Dios y sí a la Religión. Que para ustedes es consecuencia de su patriotismo o, mejor, supuesto casticismo. Y tengo ahora que prescindir de esa historia que ustedes se forjan y no es sino arqueología falsificada. Ni se me venga usted otra vez más con su Menéndez y Pelayo, el suyo, que al mío, al que me dio mi cátedra, conocí, admiré y quise. Pero... Pero ¡qué daño ha hecho la grandilocuente superficialidad del Menéndez y Pelayo mozo, el de los alegatos catalógicos —de catálogo— de la Ciencia Española, el sectario de los Heterodoxos Españoles, el forjador de la leyenda blanca! Y el que ofreciendo a  nuestros estudiosos un cómodo remedia-vagos les ha permitido no investigar por sí mismos. Aquel don Marcelino, entregado al rastrero balmesismo —que es menos que el escocesismo del sentido común, supuesto filosófico—, aquel don Marcelino, para quien, como para algunos que se dicen sus discípulos, la mística no era, en rigor, más que un género literario y que por miedo de mirar a la mirada de la Esfinge se volvió a contarle las cerdas del rabo. Aunque luego han venido —y ha sido peor— otros cuitados de la contemplación infusa a enredarse en puerilidades de pobres monjitas de la vida interior; chismes de confesonario.

Mas dejemos ahora esto, para volver pronto a ello, esto que degenera en política, y vengamos a lo otro, a la metapolítica, a la religión o, si usted quiere, a la metafísica. En que me matriculé en la Universidad de Madrid, teniendo diez y seis años, en 1880, y la estudié por un texto del cardenal Fr. Zeferino (con Z) González, O. P., en que aprendí los más graciosos despropósitos y me convencí de lo contraproducente que es escribir refutaciones a los impíos. ¡Qué cosas. Dios mío, nos decía Ortí y Lara comentando la ontología, cosmología, psicología, etcétera, del pobre dominico tomista! Ahora dicen aquiniano. Yo también, como usted, al querer elevarme del pensamiento español —supuesto tal—, me encontré con el Dios histórico o, mejor, bíblico primero y con el teológico después.

¡El Dios histórico o bíblico, el de las Escrituras, el escrito, el de letra! Letra que mata. El de la “resurrección de la carne” y la vida del siglo futuro, que es como debería traducirse el “vitam venturi saeculi”, y no “la vida perdurable”, como se ha traducido ¿Dios cristiano? ¿Dios católico? Recuerde lo de Kierkegaard, de que la cristiandad está jugando al cristianismo, y aplíquelo a lo otro. Y ahora tengo que traer aquí a cuento una magnífica expresión de mosén Jacinto Verdaguer que acabo de leer en un extraordinario libro catalán: L'Assaig de la vida, de Plácido Vidal, libro al que tengo que volver de espacio, y en que se narra cómo el gran poeta y gran cristiano le dijo a José Aladern —hermano del autor del libro y amigo mío que fue— esto: “¡Quina llástima! Vosté, si cregués en Deu, fora un cristià perfecte.” ¿Era el Dios de Verdaguer, nuestro último gran poeta español místico, el Dios histórico? ¿El cargado de sales de siglos? Ay, usted debe saber, aunque no lo sepa, que el agua de la mar es impotable, que en medio del océano se muere uno de sed si no hay agua del cielo. Pero, ¿y el otro, el “ens realissimum”, el Dios destilado, el pura y auténticamente teológico? También, como la del mar, el agua destilada es impotable.

“¿Y entonces?”, me dirá usted. Queda la de los aljibes, la de las fuentes y los ríos, la de las charcas —algunas de ranas— y queda... el rocío del cielo. Queda hacerse como un gusano, esconderse en la yerba y abrevarse de rocío. Rocío... ¿Sabe usted, señor mío renovero, lo que es esto? ¡Oiga, pues, hombre! Es cuando se le calla a uno al oído —callar al oído, ¿siente?— y siente uno, más que de cerca, de dentro, en un sueño común —consueño— la otra respiración, la de ella—¡ella!—, la de la costumbre encarnada, hecha ternura conyugal y maternal —que es más que amor—, sosegada y serena, brizándole a uno agonías de ultra-nacimiento, pre-natales… Y luego, cuando la costumbre se va con Dios, tener que oír el estribillo: “¡Salud para encomendarla a Dios!” Y recordar él: “¡En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu!” ¡En las manos que tejen la historia! Y luego lo de Bécquer: “... me ha mirado; ¡hoy creo en Dios!” ¿Qué es creer? Hay algo más allá de la creencia y de la descreencia. Se me fue con Dios. No el del lema de ustedes, los renoveros; no el de D. F. R. Déjenme, pues.

“O renovarse o morir”, me dice usted, señor mío. ¿Renovarme? Al modo de ustedes, ¡no! Antes seguir —para ustedes— muriendo. Y luego me habla usted de tradición y plagia lo de que lo que no es tradición es plagio. ¿Qué? Lo más de la que ustedes llaman tradición es plagio. Y es traición y traducción. Y poco, muy poco, casi nada, nacional, española. El ultramontanismo español, el de la vida del siglo futuro, es francés de origen. Original y originariamente francés. El marqués de Valdegamas fue más afrancesado que el conde de Floridablanca. Eran mucho más españolea, más nacionales, más castizos, los más de los heterodoxos que se le indigestaron a Menéndez y Pelayo cuando mozo y periodista de a folio. Eran cristianos mucho más españoles Servet y los Valdés y Miguel de Molinos y hasta muchos que no creyeron en Dios, pero a los que se les pudo aplicar la espléndida sentencia del gran poeta místico español —catalán— mosén Cinto Verdaguer. Aunque hay, ¡claro!, otra tradición francesa: la de Pascal. Y la de..., no quiero escandalizarle, pues está escrito que no hay que escandalizar a los pequeñuelos. Mas quiero dejar sentado que si no hay una sola España, tampoco hay una sola Francia, pese a su proverbialmente supuesto centralismo. Ninguna tradición viva es unitaria. ¿Unidad católica? ¡Leyenda! Y dejemos la blasfemia de que no puede ser buen español quien no es buen católico. En sus últimos años no pensaba así don Marcelino.

¿Que me renueve y acuda a la tradición? Pero no al renuevo de los renoveros. Pero ¿es que usted cree que no he sido niño? Lo he sido y... Mas no quiero profanar dolores de mi más yo. Y recuerdo aquello de Wordsworth —uno de mis poetas favoritos— de que el niño es el padre del hombre. Para mí, padre de ocho hijos —y aun hay nietos—, mi más padre fui yo niño, y mi más madre, la madre de mis hijos. Y ¡ay si fuese un anticipo de vida perdurable, siquiera en la mente de Dios, en la historia callada, esta mi identidad a través de mis años, de mis generaciones íntimas! Esto, sí; ¿pero matatiempos de tradicionalistas renoveros?; ¡eso, no! Niño, sí, pero en otro sentido.

No, no, señor mío; no se me venga con esos reclamos. ¡Estampitas, no! Y menos embelecos de ese tradicionalismo retórico y arqueológico. Juegue su catolicidad al catolicismo e ilumine con luces de bengala la pantalla de su leyenda blanca. Y sigan abroquelándose con el nombre del Menéndez y Pelayo mozo, el periodista a su pesar y catalógico, de aquel de quien dijo Vázquez de Mella que “la muerte, celosa de la inmortalidad de su nombre, le arrebató a traición cuando iba a convertir su pluma en cetro intelectual de España”. He pasado, señor mío, por una más que íntima experiencia religiosa, por, una entre-mirada con la divina Esfinge, y ese reclamo, con achaque de pésame, me suena y me sabe a miserable política. Ella, mi santa costumbre encarnada, me confirmó, más allá de la creencia y de la descreencia, en mi religión española popular, en mi... ¿cristianismo —¡sea!— laico?; y ni agua de mar, ni destilada, ni menos de aguabenditera eclesiástica pueden apagar mi sed. Se me fue con Dios; me ha dejado su rocío.

Y ahora, bajo su mirada eterna, a mi brega, ¡a renovarme en ésta y en ella!

martes, 26 de diciembre de 2017

¡San Pablo y abre España!

Ahora (Madrid), 24 de mayo de 1934

La Biblioteca de Pensadores Contemporáneos “Filosofía y Religião”, que ha empezado a publicar en Portugal Leonardo Coimbra, ha dado ya su primer volumen, un São Paulo de mi Texeira de Pascoaes. Hace mucho tiempo que no he recibido más fuerte impresión a la lectura de una obra así. Ésta sobre San Pablo, nuestro San Pablo, me parece el hecho más entrañado de la espiritualidad religiosa ibérica de nuestros días. Leyéndola, y al acordarme de ese legendario Santiago que se dice yace en Compostela —tierra que presume de céltica más que de ibérica— donde lo que más parece que está es el resto del pauliniano Prisciliano, se me ha venido a la mente lo de: “¡Santiago y cierra España!”, y he retrucado: “¡San Pablo y abre España!”

¡Cómo pasa San Pablo como una sombra viva y engendradora de sombras por las apretadas y encendidas y estremecidas páginas de este libro! Y con él San Esteban, su ángel, y Timoteo. Y Lucrecio, y Séneca, y Nerón... Y todo un mundo de sombras de sueño y de sueños de sombra... Y en rápidos esguinces o en alusiones fugitivas, Antero, Herculano, Junqueiro, Sor Mariana, João de Deus, Don Sebastián, más ángeles lusitanos, y junto a ellos, Don Quijote, Santa Teresa de Ávila, Goya —uncido a Dostoyeusqui— y otros nuestros. Apenas forasteros, no siendo romanos. Faltan, acaso, Miguel de Molinos, el aragonés, e Íñigo de Loyola, el vasco. Aunque Íñigo, el soldado del catolicismo jesuítico, racionalista, el anti-místico, ¿qué iba a hacer en este libro de íntimo espiritualismo? Espiritualismo más que idealismo.

Sigue Pascoaes el relato que de la vida del Apóstol de la Fe —del que dijo que la fe es la sustancia de lo que se espera— nos dejó hecho, para siempre y después de siempre, el libro de los Hechos de los Apóstoles, colgado a San Lucas, el médico evangelista. Y qué cuadros maravillosos, al revivir la leyenda, del pequeño judío fariseo y epiléptico en Atenas —ante el Areópago—, en Antioquia, en Jerusalén… Pero ese relato es, no el cañamazo en que Pascoaes borda sus visiones, sino la tabla en que graba sus sombras. (Los que recuerden lo que escribí sobre las Sombras de Pascoaes en mi Por tierras de Portugal y España, lo sentirán bien.) Y acaba el relato, el comentario eterno a la vida del Apóstol, con una visión apocalíptica del incendio de Roma en tiempo de Nerón, en julio del año 64, que es cuando desaparece San Pablo. Lo de después sobre él, no ya leyenda, sino fábula. Desaparece, no muere. ¿Dónde murió? ¿Dónde está enterrado? Le llamaba España: nos lo dice él mismo. “Exáltase —siento tener que traducir el portugués—, quiere partir para España. Despierta en él su vieja ala voladora, aquella tara romántica de vagabundo. ¿Y no es España el fin de la tierra? ¿No es allí donde muere el sol? Y es allí donde el Apóstol quiere morir, profiriendo la última palabra de Jesús.” Y Pascoaes, al decirse a qué lugar de la tierra sería restituido su pobre cuerpo miserable —“¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”, dijo él—, ¡cansado de qué trabajos!, se pregunta: “Na Espanha?” ¿En España? Y entiéndese aquí por España lo que empezó siendo: Hispania, la Península Ibérica toda ella.

Por ese libro pasa —y queda— nuestro espiritualismo desconsolado y desesperado, que saca de su desconsuelo y su desespero toda su fuerza eternizadora, nuestro quijotismo. Cuando Pascoaes nos dice que le va a salir a San Pablo de las manos “un nuevo tipo humano, el cristiano, la estatua humana de Cristo, en mármol de diosas y dioses..., el hombre nuevo, el europeo, espiritualista e individualista, quiere decir el ibero, el español, de “realidad irreal”, que es “todo y nada al mismo tiempo”. (Bien digo que falta Molinos.)

¿Pero... qué es lo que tan hondamente me ha herido de esta obra? “La imagen que proyectamos en los otros refléjase luego sobre nosotros; no hay mejor espejo”, dice Pascoaes. ¡Ah, sí, es esto! Este libro es, en gran parte, uno de mis espejos. ¡Y cómo me da a conocer a mí mismo! ¡Cuántas cosas vistas en él son más mías que las mismas mías! “Ser inmortal es esperar la inmortalidad.” “Cuando creo en Dios, no soy yo (el “yo” es apenas una señal) quien cree: es el Universo, en mí presente. Es el propio Dios, que en mí se reconoce...” (¿Pero cuándo creo en Él?) “La creencia es experiencia viva, íntima certeza, visión directa... el objeto de mi creencia existe, por lo menos tanto como yo... La idea de Dios en el hombre es el propio Dios al revelarse humanamente...” ¡Ay, Pascoaes, ay, ay! ¡Y cómo revivo mis ratos de sentimiento trágico de la vida al leer aquí que “nuestro deseo es que nuestra existencia no acabe o feliz o desgraciada! ¡Ser feliz o desgraciado es una cuestión secundaria! ¡Ser es que es todo; antes las llamas del infierno que el yelo absoluto de la Nada!” ¡Basta! Y pasa Don Quijote, y “el esqueleto de Rocinante, hecho de piedra del Sinaí, domina la llanura solitaria". Don Quijote, cuya cruz fue la risa; Don Quijote uncido a Don Sebastián. Y esto otro de que “el moderno ateísmo, esencialmente político, no resulta de un estado definitivo de nuestro espíritu, y la acción de los ateos es más fecunda en el campo religioso que la de los creyentes; es una acción de hostilidad creadora, y la creencia de los creyentes representa un acuerdo estéril y pacífico; la paz es siempre estéril”. Sólo un ibero pauliniano que siente así puede decir que Dios no está en los preceptos de la Moral, que es de origen social, un producto de la vida común —“el ciudadano es una individualidad ficticia; no pesa en la balanza.” Esto no pueden sentirlo los creyentes —¿creyentes?— ortodoxos de “¡Santiago y cierra España!”, los de la religión policíaca, que en el fondo es otra forma de ateísmo esencialmente político. Y leyendo —¡cuán conmovido!— eso en este espejo, me susurré al corazón, mi Pascoaes. “¡San Pablo y abre España!” Que la abra, sobre todo a la esperanza. Mas que sea desesperada. (Y cállese, mentecato, que clama: “¡paradoja!”)

Mas... quiero condensar: “Y si aparecer es existir, hablar es más aún, porque es vivir”, dice mi Pascoaes, que profesa culto al lenguaje, al lenguaje hablado —“minha linguagem falada”—, al maravilloso portugués en que nos revela el San Pablo Ibérico. ¿Que el portugués es el castellano sin huesos, dicho atribuido a Cervantes? (No recuerdo habérselo leído; Rodríguez Marín lo sabrá, que no yo.) ¡Quiá! Y en todo caso, empero, qué carne apretada, jugosa y a la par —paradoja también, ¿eh?— enjuta, recia. En este portugués de Pascoaes, más ibérico que céltico, más tramontano que miñoto, encontré los huesos del Marón, a que subí con él, con Pascoaes. ¡Y tener ahora que recomendar que se traduzca esta obra ¡Tener que pedir que se traduzca portugués! ¡Esta traducción sí que es traición! Y en este romance portugués, al que debo haber podido llegar a tantos recónditos escondrijos —a las veces vacíos— del romance castellano, es al que se debe en la mayor parte el que tantas expresiones de Pascoaes se me hayan quedado talladas, como muescas en tarja de pastor —y no plegadas, como dobleces en tarjeta de visita de señorito— en la memoria del corazón.

Y aún nos queda, mi Pascoaes, tarja para ir mascando —lo emplean en Galicia— sentencias paulinianas ibéricas. Yazga la artificiosa fábula santiagueña a la sombra del olvido de Prisciliano, y repitamos: “¡San Pablo y abre España!” ¿Qué es eso ahora de Contra-Reforma?

lunes, 25 de diciembre de 2017

El juego del sacapón

Ahora (Madrid), 18 de mayo de 1934

¿Qué es la discusión del Presupuesto del Estado sino el juego de la perinola? O del sacapón, como se le llamaba en la —no el— Bilbao de mi niñez. En sus cuatro caras tenía la perinola S. P. T. D., iniciales —ahora en moda— de “saca”, “pon”, “toma” y “deja”, pues según la cara que quedase encima se sacaba o ponía parte de la puesta o se tomaba o dejaba toda ella. Y esto se hace discutiendo en Cortes el Presupuesto del Estado. Y ellas, las Cortes, nacieron del juego del sacapón regio, del chalaneo y regateo de arbitrios al rey. Lo demás de la vida pública, hasta, en rigor, la justicia, estaba fuera de ellas. Y todo ese juego ¿para qué?; ¿para qué el Presupuesto? ¿Para las necesidades materiales y espirituales, temporales y eternas del pueblo?

¿Las primeras necesidades del pueblo? Comer, beber, dormir, calentarse, abrigarse, reproducirse... Y, sobre todo, divertirse, que es lo de más primera necesidad. Divertirse es consolarse de haber tenido que nacer. Divertirse es pervivir y es revivir. Cierto es también que el pueblo se divierte a comer, a beber, a reproducirse, que no sólo hacen todo esto para conservarse y conservar la casta. “¡Creced y multiplicaos!” Y duermen para soñar, más que sea sin saberlo. La diversión es arte y es religión. Una capea o una procesión, una comedia —mejor de magia— o una misa, un baile o un funeral, ¿qué más da?

Lo otro, lo propiamente civil, lo propiamente político, lo del Estado, lo de la cultura no se le daba mucho al pueblo. Lo que éste quiere es no tener que pagar y divertirse, material y espiritualmente, temporal y eternamente; matar el tiempo y matar la eternidad, a su modo de soñarlos. ¿Qué se le daba al pueblo de Castilla, en su edad llamada de oro, de la política universal, católica, del primer Habsburgo español, del hijo de la Loca y del Hermoso, del nieto de los Reyes por excelencia Católicos? Esa política no la sintió el pueblo, y por eso en las Cortes, en el juego del sacapón, se opusieron al César de Yuste. Y de aquí la lucha de los Comuneros.

¡Las Cortes! “Cúmplase la voluntad nacional”, decía Espartero. ¡La voluntad nacional o popular! Pero ¿es que la nación, el pueblo tienen voluntad? No tiene voluntad quien no tiene pensamiento. Querer es pensar, y pensar es querer. Se quiere con conceptos, esto es, con palabras, y no con sensaciones inarticuladas. El que atiende, el que se fija, el que sabe, ése es el que quiere. No quiere el que no sabe lo que quiere, y no sabe lo que quiere el que no quiere, el que no sabe saber. Querer es esfuerzo que da fuerza. La diferencia que va de ver a mirar, de oír a escuchar, de oler a olfatear o husmear, de saber —“me sabe mal este manjar”— a gustar, de sentir a palpar o tocar, esa misma diferencia va de hablar a decir. Si es que cabe un mero ver, oír, oler, saber, sentir y hablar sin algo de mirar, escuchar, husmear, gustar, palpar y decir... ¡Pero en Cortes se habla tanto, sin decir casi nada! Se parla, que por eso es parlamento… “¡Ganas de hablar!” ¡Qué atinada frase! Ganas y no voluntad o querer. El querer es decir. “Quiero decir...”, me dice uno. Y yo a él: “Me interesa más lo que usted dice sin querer; ¡hable!” Y que tome la palabra.

(Y, entre paréntesis, ¡si supiera el lector el esfuerzo, la voluntad, el querer que hay que poner en estos análisis verbales; lo que cuesta tener que pensar para librarse del pensamiento, para llegar al verdadero libre pensamiento!)

¡Voluntad popular, pensamiento popular! Y le daban al espigoncillo del sacapón, de la perinola, para ver si caía en T, “toma”, para no darle al César los recursos que pidiera para sus conquistas africanas. Pues ¿qué se les daba a ellos de tales conquistas? Bien se estaban los moros en su Morería desde que se les echó de España.

¿Política universal, católica?, ¿civilización?, ¿historia? ¡Capea y procesión, comedia y misa, baile y funeral! ¿Y después? ¿Lo otro, la mística? ¿Contemplación infusa, visión beatífica? ¡Darse de corazonadas contra el murallón del vacío!... “¿Qué es esto comparado con la eternidad?”, dice el cuitado. ¿Eternidad? Hay pueblos salvajes que no cuentan arriba de los dedos de una mano, y si se les fuerza a imaginarse más se quedan embaídos o les da un soponcio. Y así a todos si se hostiga mucho a la loca de la casa. Trate el lector de imaginarse, de nombrar siquiera, una cantidad de siglos de luz, representada por la unidad seguida de un millón de ceros y elevada a otra tanta potencia. Y aun no es nada. Un millón de ceros es como un solo cero; la eternidad es un momento que pasa y se queda en... nada. Esa eternidad de la “vida perdurable” del Credo es como la eternidad pasada, prenatal, el nirvana. No cosa de razonar, ni de discurrir, ni de creer; cosa de soñar y no poder imaginar. “El hombre, sueño de una sombra”, dejó dicho para siempre —para ahora— Píndaro. Y sombra de un sueño.

Y vienen los otros, los del otro opio, los de la sociedad futura, vida terrenal de justicia social y reparto equitativo. Y de hastío aún mayor. Los pobres monjes medievales que en sus celdas se daban de corazonadas contra el murallón del vacío, del abismo místico, sufrían la tortura de la acedía. ¿Y la venidera acedía ciudadana? “¡No hay que pensar más que en esta vida!” Claro, como que no cabe pensar —pensar, ¿eh?— en otra. Y la tragedia es no poder librarse del pensamiento. ¡Pobres que no saben contradecirse! Racionalistas jesuíticos o racionalistas masónicos: empate.

¡Y cuando vuelve uno la atención a aquellas irrecordables sesiones de Cortes en que se discutían enmiendas al Presupuesto!... Irrecordables, que no cabe recordar lo que no se nos quedó. Las sesiones del juego del sacapón no suelen ser solemnes, patrióticas. Estas son las de diversión artística, sin que su arte alcance religiosidad. A pesar del entono de himnos a la Patria. Sesiones también irrecordables. ¿Quién se acuerda de aquellas en que se entonaron himnos a una victoria? Como de aquellas para las que el César de Yuste pedía contribución a las Cortes. Pero ¡qué poco sentían los Comuneros lo que se ha llamado misión católica de España! Les vino bien, sí, lo de Flandes y lo de América, pero porque dio salida al sobrante de población; proceso malthusiano. Como lo era el de aquellos pobres monjes y monjas que se encerraban en el claustro a bregar con la acedía al hundirse en la contemplación. Soldados o monjes. Y si Íñigo, estropeada su pierna en Pamplona, no hubiera tenido que dejar el servicio del rey, ¿se habría puesto a luchar, en milicia eclesiástica, contra la Reforma? A él, a Íñigo, le cayó el sacapón en D., “deja”.

No, no, que no se nos vengan con eso de la misión católica de España ni de la contraria. ¿Que el pueblo no siente la religión? Sí, la laica, la popular, la de diversión espiritual: procesión que es capea, misa que es comedia, funeral que es baile y comilona. O manifestación comunista, luego fajista.

Adéntrate, lector, en esta contemplación de esencias, de verdaderas esencias. ¿Que ello incapacita para la acción? ¡Mentira! ¡Santa acción de la palabra, querer de entender, limpieza de ánimo, claridad de mente! Y ver, oír, saber, oler y sentir a España; ver sus montañas y sus valles y sus costas; oír sus brisas por las hojas y los arrullos de sus tórtolas; saber sus frutos, su pan y su vino; oler sus flores; sentir bajo los pies sus rocas y sus yerbas... Y comprender, sin tener que imaginarse ni la vida perdurable ni la sociedad venidera, al apretar el desconsuelo en el cogollo del corazón, la capea y la procesión, la comedia y la misa, la comilona y el funeral... Esto es auténtico laicismo.

*   *   *

Al ir a mandar a las cajas este Comentario acabo de leer, estremecido, el São Paulo, que en portugués ha dado mi Teixeira de Pascoaes, y que creo el más grande acontecimiento de la actual espiritualidad religiosa ibérica, un acto de nuestra profunda revolución. He de dedicarle en seguida algo de la mucha y larga atención que merece. ¿Y estará, mi Pascoaes, enterrado San Pablo —no Santiago— en España?

domingo, 24 de diciembre de 2017

Autenticidad

Ahora (Madrid), 12 de mayo de 1934

Me pregunta usted, amigo mío, qué es eso de “auténtico”, y sé por qué me lo pregunta. Porque ahora se habla, más a tontas que a locas, de republicanos auténticos y de Gobiernos auténticamente republicanos. Como podría hablarse de monárquicos auténticos. Ciento por ciento y sin trampa ni cartón. Pero ¡si viera, mi amigo, lo que me está haciendo sufrir —así, sufrir— esta triste enfermedad mental y, por lo tanto, afectiva de nuestro pueblo político, que no tiene ideas claras porque no tiene palabras claras!... Y como no sólo se piensa, sino que se siente con palabras... Yo no sé más que ellos, que no lo saben, lo que quieren decir con esa autenticidad. Oigo hablar de teocracia a los que no saben qué es ni teo ni cracia, de feudalismo a los que ignoran que no lo hubo en España, y llamar medievales a monumentos o institutos del siglo XVII. Pertenecen esos cuitados enfermos a la laya de aquel que puso con letras de almazarrón en las afueras de Valladolid este letrero: “Abago la gera.” Peor que analfabetos.

En cuanto a lo de auténtico, le contaré lo de aquel que, como al decir: “¡Al fin, di con un hombre auténtico!”, le preguntaron: “¿Y qué es eso?”, respondió: “¡Pues..., pues un hombre de tamaño natural!” Y así, un republicano o un monárquico auténticos serían un republicano o un monárquico de tamaño natural. “¿Ortodoxos?”, me preguntará usted maliciosamente. Pues mire, en Balaguer había un procurador que definió la república diciendo que era una iglesia en que todos eran herejes. Herejes de sí mismos, supongo.

Mas dejando estas amenas distracciones vengamos a lo de auténtico. Que es, según nuestro Diccionario oflcial —auténtico— lo “acreditado de cierto y positivo, por los caracteres, requisitos o circunstancias que en ello concurren”; lo “autorizado o legalizado que hace fe pública”. A lo que se atendrá nuestro don Niceto, acreditado, asiduo y consecuente académico de la Lengua. Eso ha venido, en efecto, significando auténtico. Y antes, lo primitivo, lo que hace autoridad y propiamente lo que es dueño de sí. Hoy todavía, en el griego actual, en el romaico “authentis”—la th se pronuncia como nuestra z—, que también se dice “afentis”, es príncipe, señor, amo, dueño de sí, y “afentia”, señoría o nobleza. En su primitiva composición equivalía al que o a lo que tiene su propio (“autos”) dentro (“entos”), al que o a lo que es entrañado, íntimo. El “authenta” era el que hacía algo por sí mismo, de propio e íntimo impulso. ¿Y sabe usted, amigo mío, lo que quería decir para los más auténticos helenos, como el supremo historiador Tucídides y el supremo trágico Esquilo? Pues... homicida. Hay una expresión esquiliana que podríamos traducir así: “auténtica muerte consanguínea”, y es la cometida por mano de un pariente de la víctima. Tal un parricidio.

Y ¡ah si supiera usted las resonancias íntimas que esa palabra agorera, que tan a tontas emplean nuestros… netos, me saca del fondo del alma, del centro (“entos”) de ella! Hallándome hace unos años en Barcelona, visité algunas veces el manicomio de Corts, en Sarriá, donde me reunía con aquel mosén Clasear, capellán de la Casa de Maternidad, de tan hondo espíritu religioso y civil. El director del manicomio, señor Córdoba, me dijo que un recluso, un interno, sabedor de mis visitas, deseaba conocerme, y un día me presentó a un joven bien portado, un melancólico, catalán él, que me preguntó: “¿El señor Unamuno?”, y como le dijese que sí, añadió: “¿Pero el auténtico, ¿eh?, el auténtico, y no el que viene pintado en los papeles?” “¡El auténtico, sí!”, le dije, sin saber bien lo que le decía, y él entonces, con un “¡Gracias!”, se me despidió sin más. Y no sabe usted lo que tardé en dormirme pensando si el pobre enajenado tendría razón, si sería yo el auténtico y no el que viene pintado en los papeles o aquel a quien en los papeles se le hace hablar.

Usted recordará, lector y amigo mío, que en el prólogo a mis Tres novelas ejemplares y un prólogo me refiero a aquello de Oliver Wendell Holmes —¿ cuándo lo traducirán?— de los tres Juanes y los tres Tomases que hay cuando conversan Juan y Tomás: el Juan real, conocido sólo de su Hacedor; el Juan ideal de Juan y el Juan ideal de Tomás y tres Tomases análogos. Pues bien: lo mismo ocurre con el escritor —o el orador— y su público, que hay el escritor, el publicista, el orador, tal cual es, tal cual Dios le conoce; el que él mismo se cree ser y el que le cree —o le supone— su público. Y tres públicos: el que sólo Dios conoce, el pueblo tal cual es íntima y auténticamente; el pueblo tal cual se cree ser, si es que el pueblo se cree ser de algún modo, si es que el pueblo tiene conciencia de sí mismo, y el pueblo, por último, tal cual le cree el publicista, el orador, el político, el hombre público. ¿Cuáles los auténticos?

¡El auténtico!, el real Juan, conocido sólo por su Hacedor— “known only to his Maker!”—. ¡Ay, el loco del manicomio de Sarriá! Pablo de Tarso, que tanto sabía de locura —de la locura de la Cruz—, nos dejó dicho en su primera epístola a los Corintios (VIII, 3) que “si alguien ama a Dios, es conocido por Él”, y en la a los Gálatas (IV, 9), “conociendo a Dios, o más bien, conocidos por Dios”. ¡Ser conocido por Dios, por el Hacedor, ser soñado por el Supremo Soñador, ser el real Juan, el Juan ideal, el Juan arquetípico, el Juan auténtico! ¿Y no será este Juan ideal y real a la vez, de la realidad ideal, este Juan íntimo y auténtico un matador de sí mismo? ¿No se estará matando ese que es, autenticando?

Pero... ¡basta, basta! Que a nuestros auténticos repúblicos, republicanos o monárquicos o mestizos, ambiguos o epicenos, diestros o siniestros, a éstos no parece que les haya torturado mucho el terrible problema de la autenticidad. Hay republicanos sedicentes auténticos y auténticos sedicentes monárquicos. Y los hay netos: republicano neto, monárquico neto. El rey neto se llamaba al rey absoluto, no constitucional. Y ahora parece que republicano neto quiere decir constitucional. Absoluto y constitucional a la vez. ¡Tiene unas cosas el lenguaje cuando enferma de tal manera!... Parece ser que por encima de la Constitución está la República. La Constitución es de papel, y la República —su pasta—, de cartón. Y por encima de la República está la revolución… ¿Encima, debajo, dentro? ¡Ay, el melancólico asilado del manicomio de Sarriá! Si es que vive todavía y se pone a inquirir si la Constitución es auténtica y no solamente de papel, y si la República es auténtica y si es auténtica la revolución, ¿qué sacará en limpio? Aunque sí, la revolución, sí; la revolución es auténtica en el sentido primitivo helénico, el de Tucídides y Esquilo, el sentido histórico y trágico. No en el que sus hacedores le dan. Porque esos hacedores, esos revolucionarios —de palabras, ¡claro!— no conocen su obra. Ni menos conocen al pueblo sobre que operan.

Perdóneme, amigo; creí que me perdía. Y que perdía el juicio. Porque temo perderlo. Y es que estoy leyendo estos días escritos —artículos, discursos— de amigos míos en cuya entereza de seso y de conocimiento y de serenidad de juicio confié, y les siento auténticamente enajenados. Están en “abago la gera”. Parece que es la revolución. O mejor, la enfermedad.

Dios mío, Dios mío, ¿cómo conoces a España?

sábado, 23 de diciembre de 2017

Cartas al amigo XII

Ahora (Madrid), 3 de mayo de 1934

¡Y dale, amigo! ¡Qué doloroso —¡así!— es tener que estar repitiendo siempre las mismas cosas e ingeniándose para que parezcan otras! ¿Que qué es lo que vendrá? (Y, entre paréntesis, como usted es un lector normal, no le disonarán esos tres ques.) No; lo que hay que preguntarse es lo que ha venido. Lo de momento —de momento, permanente— es entender, comprender y sentir lo que nos pasa, saber qué nos duele. ¿Dónde? ¿Saber por dónde nos viene la muerte? “¿Qué es lo que me duele, madre, que me duele tanto?”, decía la pobre niña. Y es trágico que a uno le duela sin saber bien dónde ni por qué. Ni para qué. Es el dolor de los dolores. Es el pánico.

Y aquí tengo que detenerme para rectificar un muy corriente error lingüístico, cual es el de creer que “pánico” viene del griego “pan”, todo, y es un terror de todos, o al menos de los más, un terror colectivo, de muchedumbre. Y no es así. "Pánico" viene del dios Pan, el dios de las selvas —selvático y salvaje—, y terror pánico es el que misteriosamente le sobrecoge a uno, como en una selva por la que camina solo, y más si es a oscuras, y cuya causa ignora. Porque si se conoce la causa aterradora, se reacciona virilmente. Lo pánico de un dolor es no saber de dónde viene ni cómo. Ahora que lo que suele ocurrir es que los terrores colectivos, de masa, suelen ser pánicos; que las muchedumbres enloquecen de terror cuando desconocen el mal. Huyen sin saber de qué. Y como el pánico colectivo es selvático, silvestre o salvaje, es rural; así la reacción tiene que ser ciudadana, de convivencia civil. Y esta reacción ciudadana, civil, no puede resurtir sino del conocimiento del origen del mal, es decir, del mal mismo. De donde toda la cura depende del sentido histórico del pueblo. Histórico, claro está, de la verdadera historia, que es el presente permanente, no el pasado muerto ni menos el porvenir nonato. Tan vacío es el pasado como el porvenir, fuera del presente.

Y vea aquí, amigo, por qué le digo que esa terrible enfermedad de estar escudriñando el porvenir, de estar preguntando qué es lo que vendrá, impide la verdadera salud. Es como los que, no contentándose con mirar en el barómetro la presión —los números les confunden—, se van a ver si anuncia bueno o mal tiempo. ¡Anunciar de antemano! ¡Predecir! Es más importante pronunciar. Y pronunciar —lo de nuestros castizos pronunciamientos— no es..., permítame, amigo, que invente un vocablo..., no es pre-nunciar, no es anunciar de antemano lo que va a pasar, sino anunciar ante todos, en público, lo que está pasando. Lo que a todos les está pasando, sin que de ello se den ellos cuenta. Es labor profética. Porque profeta, en su sentido originario, no quiso decir adivino, no el que predice, sino el que dice lo que los demás se callan o no conocen. Y por esto no lo que vendría, sino lo que ha venido. ¿O es que cree usted que todos esos cuitados que se dan a predecir lo que pueda acaecer en unas nuevas elecciones generales, si se disuelven estas Cortes, saben qué es lo que acaeció en las últimas? ¿Que saben qué es lo que se votó en ellas? No, no tienen sentido de la Historia. Y así hay quien se dedica a agorero, a profeta en el sentido impropio, a calendariero. Hace calendarios sin sentir el tiempo que pasa, sin saber dónde duele.

El catecismo del padre Astete nos advertía de que no hay que creer en agüeros, hechicerías y cosas supersticiosas. ¡Agüeros! Ya sabe, amigo mío, que agüeros, augurios, eran los anuncios —no precisamente predicciones— de los augures y que los hacían por el vuelo de las aves. Y es un augur, un profeta de esos, el que nos habló de las “aves agoreras que anidan en la noche de la revolución”. ¿Bonito, eh?

Remontémonos, si le parece, al viejo Cantar de mío Cid —viejo, pero posterior a Recaredo—, y recordemos sus dos versos, 10 y 11, los que dicen: “A la exida de Bivar ovieron la corneia diestra  / e entrando en Burgos ovieron la siniestra.” A la salida de Bivar tuvieron la corneja a la derecha —¡buen agüero!—, pero al entrar en Burgos la tuvieron a la izquierda —¡mal agüero!—. La bondad o maldad de las aves agoreras depende de que sean de derecha o de izquierda, pero ello, a la vez, depende de que el que las tiene entre o salga. Lo que está a la derecha para el que entra está a la izquierda para el que sale, y a la vez vuelta y al revés. Y esas aves agoreras que anidan en la noche de la revolución, ¿son diestras o siniestras? Según quien las mire y de donde las mire, y si es al salir o al entrar. Y en el fondo, falta de sentido histórico. ¿Que hay que empezar de nuevo? Siempre. Ya Trotski habló de la revolución permanente. Y es simpleza hablar de cuando un régimen esté hecho. Todo está siempre haciéndose. Y luego hay que ver si esas supuestas aves agoreras son cornejas, o urracas, o papagayos, o acaso gorriones. Es como aquello otro de: “¿Ladran? ¡Es que cabalgamos!” Y luego los mastines de los caballeros se ponen a aullar, que no a ladrar. Y esto, ¿qué es? Dolor, sin duda. ¿Dónde?

¡Y qué diremos de aquella otra simpleza —de otros— que se nos vienen con que aquí no es posible que prenda el fajismo por nuestro... individualismo racial! ¿Qué es eso de individualismo? Los que creemos más individualistas son los que primero se rinden al colectivismo. Encierra un hondo sentido lo de comunismo libertario o anarquista. No es una paradoja, como creen los mentecatos, lo de la coincidencia de los opuestos. A un mismo pueblo se le ha tenido, según los momentos de su historia y el humor de sus críticos, por individualista y por gregario o rebañego. Mas cuando queremos repetir y remachar estos conceptos, los cuitados, los menguados, los que buscan en el barómetro el tiempo que hará mañana, al oír lo de fajismo, atacados de pánico, nos preguntan, abriendo mucho los ojos: “¿Y quién? ¿Quién?” ¿Que quién? Pues cualquier Hitler; quiero decir cualquier tonto inédito. Sí, un tonto inédito que tenga ademán, gesto, voz, prestancia, que sea fotogénico, peculiar. Y peliculero. Y tenga en cuenta, amigo, que película es pellejo.

Y ya sé que usted, pues me conoce, sabe que aquí no hay alusiones. El mito del padre Cobos es tan mito como el de Pero Grullo. Los más de aquellos a quienes atribuimos, por lo menos aquí, en España, segundas intenciones, se contentarían con tener las primeras. No, no aludo a nadie con lo del tonto inédito. Que es inédito para mí. Sólo quiero decir que no me esfuerzo por adivinar ese... mesías; me basta con sentir la tontería colectiva ambiente, que no es inédita si no está editada y publicada. Sí, esa tontería colectiva, madre del pánico, es pública y re… Basta, no digan que abuso. ¡Pero debo tantas revelaciones a este desentrañar el sentido de las palabras! ¡Me ha librado de tantos agüeros, hechicerías y cosas supersticiosas! De antiguo y de nuevo régimen.

En resolución, ¿qué es lo que nos duele, España, que nos duele tanto? No nos perdamos en la selva de Pan. Y para la reacción ciudadana lo que hace falta es sentido histórico, penetrar en lo que quiere el pueblo. Si es que quiere algo... Bueno, no nos metamos ahora otra vez en lo de la gana y la desgana y el mañana... ¡Basta de contemplaciones!

Esto, por supuesto, no es política, a Dios gracias.

viernes, 22 de diciembre de 2017

¡Viva…!

Ahora (Madrid), 27 de abril de 1934

“¡Viva...!” ¡No, ya no; vivas no! Nada de hueras liturgias. Nada de eso que los argentinos llaman “vivar” —dar vivas—, y que ni aviva ni vivifica nada, sino acaso lo envilece.

Recordemos que el general carlista Lizárraga, aquel soldado santurrón que anduvo a la greña con el cura Santacruz, sacerdote guerrillero, dio alguna vez, al entrar sus huestes en combate, el extraño grito —una especie de blasfemia inconsciente— de: “¡Viva Dios!” “¡Vive Dios!”, en indicativo, es expresión castiza y clásica, pero en subjuntivo, imperativo o acaso optativo, es ya otra cosa. Nos trae a cuenta lo de la oración dominical cristiana: “Santificado sea el tu nombre...” Y el nombre de Dios, inefable para los más íntimos cristianos, como mejor lo santifican es con el silencio.

Aquel extraordinario predicador anglicano que fue Federico Guillermo Robertson predicó el 10 de junio de 1849 en su Capilla de la Trinidad, de Brighton, un espléndido sermón acerca de la lucha de Jacob con el ángel, y al que me he referido ya en una de mis obras. En ese sermón señalaba Robertson los tres periodos por que pasa un nombre —que es la íntima esencia de un concepto—. En el primer período los nombres son reales, pero las concepciones que encarnan no son las más elevadas; los nombres significan verdades; las palabras son símbolos de realidades. Hay simplicidad y sinceridad. 2.° En el segundo período la simplicidad no disminuye; pero es más sublime el pensamiento y más intensamente religioso el sentimiento. 3.° En el tercer período las palabras han perdido su sentido y participan del huero e irreal estado de todas las cosas.

Recordaba Robertson cómo los israelitas se resistían a pronunciar el nombre de su Dios, Yahwé, y cómo lo alteraron en Jehová, cambiándole las vocales. Y después de exponer estos elementales datos históricos, agregaba: “Puede una nación llegar a estado tal que sea posible usar el Eterno Nombre para apoyar una frase o adornar una conversación familiar, sin que choque al oído con son de blasfemia, porque en buena verdad el Nombre no está ya por el Altísimo, sino por un más bajo concepto, ídolo de un espíritu rebajado (debased mind). Por ejemplo, en una lengua extranjera, lengua de un pueblo ligero e irreligioso (light and irreligions people), el Eterno Nombre puede usarse como un leve expletivo y eyaculación conversacional sin chocar a sensibilidad alguna religiosa. No podéis hacerlo en inglés. Sonaría como a blasfemia decir en charla ligera: my God! o good God! Sentirías escalofrío al oírlo. Pero en ese lenguaje la palabra ha perdido su carácter sagrado, porque ha perdido su significación...”

¿No reconocéis, lectores, al pueblo ligero e irreligioso a que alude Robertson, y en el que se habla de “todo dios” y de Dios a todo pasto, y se hizo un ¡pardiez! del “par Dieu!” francés, y luego se emplea ese “diez” sustitutivo para c...asarse en él?

Y ahora descendamos del nombre que cristianamente debería ser santificado con el silencio y vengamos a otros nombres que deberían ser civilmente sagrados. Hay un ¡viva!, un viva patriótico, que ha llegado a hacerse sospechoso por la estupidez de los que lo rechazan al oírlo y por la estupidez de los que lo dan. Al viva al nombre de la patria se responde con un viva al nombre del régimen vigente. Dos vivas hueros. Y no son vivas de vida, sino de muerte, porque son vivas de guerra y no de paz; no son vivas, sino mueras. Uno y otro. ¿Pues quién duda de que hay quien viva a la patria contra el régimen que ella se ha dado y quien viva al régimen contra la patria? Por lo menos contra la patria grande, cuyo nombre quiero ahora callarme.

Otros vivas... ¡Otros, sí! Que otros son vivas de comedia, de retórica comedia revolucionaria —o reaccionaria— para cómicas revolución o reacción retóricas. ¡Viva el rey! o el Roque, o Juan III, o viva la Dictadura —del proletariado o de la burguesía— o el Fascio, o ¡viva la Macarena!, o ¡viva la Pepa! Que ya sabrá el lector que esta Pepa a quien ingenuamente vivaban nuestros liberales de Riego era la Constitución de 1812, que se promulgó en un día de San José. Aquella candorosa Constitución, que tantos fervores suscitó. “Constitución o muerte / será nuestra divisa; / si algún traidor la pisa / la muerte sufrirá.” ¡Lo que es el progreso! Y... ¿fervor? ¿Hierve hoy nuestra sangre en las venas por la nueva Pepa? O pepona... Acaso el quimo en el estómago.

¡Terribles luchas verbales, de terrible frivolidad litúrgica! Terrible, sí. Y esos vivas flatos —regüeldos— de voz; ventosidades. Nombres sin contenido ideal, y menos espiritual. No, no, nada de vivar el nombre propio de la patria. Es más divertido vivar a la revolución con lo que nada se aviva. Y luego el pasillo de sainete —de sainete de pasillos— de porque se llame “viturable” a un hecho histórico sostener seriamente —¿seriamente?— que es nada menos que injuriar al... régimen. Es que uno ya no sabe ni qué es régimen, ni qué es patria, ni qué es injuria, ni qué es fervor, ni qué es revolución, ni qué es... El pueblo, “ligero e irreligioso”, se ha hecho, como es natural, incivil. Que todos esos vivas, que son mueras, no son si no señales de incivilidad. Y de incivilización. Y es la terrible guerra incivil intestina.

¿Viva...? ¡Viva, no! Y que nos dejen vivir. Vivir seriamente y hasta divertirnos seriamente. Vivir hondamente. Vivir íntimamente. Y que se acaben esas indecentes escenas de malos sainetes de astracán. Eso que se llama habilidades y son debilidades; eso que se llama maniobras —muchas veces, “pediobras”—, toda esa indecente —así, indecente— tramoya de los unos y de los otros. Eso sí que da repugnancia y asco.

Y, vive Dios, que si no se acaba con todo eso, un día el pueblo, vuelto religioso —de veras religioso, no lo otro— y vuelto civil, vuelto nacional, tendrá que poner mordaza a todos los voceras que sueltan esas ventosidades y hacer callar a todos los que ponen una retórica revolucionaria al servicio de una revolución retórica, de una reconquista de mal romance de ciego con sanfonía.

jueves, 21 de diciembre de 2017

Realismos

El Adelanto (Salamanca), 25 de abril de 1934

En Diciembre de 1923, a raíz del golpe de Estado, tuve que ir a la ciudad de Valencia del Cid a responder ante un tribunal de su Audiencia de un artículo publicado en “El .Mercantil Valenciano” que el fiscal estimó contenía injurias a la magistratura. Defendióme, como abogado de turno, uno, si no estoy trascordado, que es hoy diputado a Cortes y figura en el partido de Acción Popular, en la llamada Ceda. La defensa consistió en que mi defensor leyó acusaciones e inculpaciones más graves que las denunciadas y que había lanzado contra la magistratura española el como si dictador Primo de Rivera. Terminada la defensa, que fue concisa, acertada y eficaz, el fiscal pidió la palabra para manifestar que si era cierto lo aducido por mi defensor, había que tener en cuenta que se trataba del Jefe del Gobierno y caudillo de una revolución acatada por el pueblo, y que ante él y sus inculpaciones no cabía sino resignarse. Entonces el presidente del Tribunal ―por cierto amigo mío de niñez y compañero de escuela primaria― preguntó si el procesado tenía algo que alegar, y yo, que después de decir que nada pensaba haber dicho pues mi defensor expuso cuanto yo podía haber expuesto, me creía, sin embargo, en el caso de replicar al fiscal diciendo que esperaba que hiciéramos nosotros, los tenidos por rebeldes, una revolución y entonces podríamos lanzar contra jueces, magistrados y fiscales todo género de cargos y ellos se tendrían que aguantar, lo que no me parecía muy digno. Así terminó el acto del juicio, del que, naturalmente, salí absuelto.

Dos meses después de aquello, ya más de mediado Febrero de 1924 me hice sacar de mi casa de Salamanca e hice que me llevaran confinado a la isla de Fuerteventura. Y digo que me hice sacar llevar porque en realidad lo que él como si dictador buscó con aquella medida, fue que preguntándole yo su razón, nos pusiéramos al habla y atraerme a su bando. Mi manera de reaccionar le contrarió. Y en adelante no fue él quien me persiguió sino yo a él que siguió buscando componenda y arreglo. Por cierto que en gestiones de este arreglo medió el periódico madrileño “El Liberal”, de Madrid, cuyo mentor entonces era un abogado republicano catalán muy adicto al como si dictador. Los medianeros de “El Liberal” estimaban que convenía plegarse a la realidad dictatorial, eran realistas. Como era realista cierto priw..ate del diario “El Socialista” que me hizo saber que convenía plegarse a la realidad, a la que él, con otros colegas, se plegó. Mas yo persistí en no doblegarme, como aquellos liberales y aquellos socialistas a la realidad dictatorial.

Pasó el tiempo y llegó por fin la llamada revolución y oí decir que habíamos traído la República aquellos realistas y otros más y entre ellos... yo. No recuerdo haber traído más que mi amor desenfrenado a la verdad y a la claridad. Y después los revolucionarios ―pero no yo entre ellos― dijeron de la magistratura española mucho más y peor que habíamos dicho Primo de Rivera y yo, y ella, la magistratura, según mi predicción de Diciembre de 1923, se aguantó.

Y ahora traigo esta historia aquí a cuento de que los revolucionarios andan examinando qué clase de realismo es el de los que, como mi defensor de antaño, se pliegan a la realidad republicana actual, si es realismo de realidad o realismo de realeza. Y se oye hablar de monarquizantes, sin que logre yo entender qué diferencia va de un republicano monarquizante a un monárquico republicanizante. Y hoy ya neo-republicanos y paleo-republicanos, y republicanos históricos y... prehistóricos, o antidiluvianos, supongo. Y para salir de dudas respecto a ese realismo, si es el de realidad ―el mal menor o el bien posible―o es el de la realeza se les pide a los sospechosos que hagan “una declaración terminante, tajante, de fidelidad a la causaa republicana” y “sagrada promesa de honor” de custodiar el régimen. “Causa... sagrada... honor...” “¡Qué galimatías!” exclamará algún redomado y escéptico realista que no sepa lo que es la liturgia.

Ya estamos soñando en esa “sagrada promesa de honor”. Pues la mano sobre un ejemplar de la Sagrada Constitución a guisa de Evangelio y en vez de un crucifijo o de un Sagrado Corazón de Jesús qué... ¿Una hoz y un martillo? ¿Un yugo y un haz? ¿Una cruz ganchuda y una porra? ¿Un compás y una escuadra? ¿Una escoba y un cepillo? ¿O acaso una culebra ―¡lagarto! ¡lagarto!― de bronce como aquella que hizo erigir Moisés en el desierto camino de la tierra de promisión? Y mientras ante esos... chirimbolos ―que habría dicho don Juan Valera que a Cetro y Corona les llamó, y muy bien, así― hagan sagrada promesa de honor de custodiar el régimen los nuevos realistas, se tocaría el Himno de Riego o acaso el Himno a la Alegría del último tiempo de la novena sinfonía de Beethoven. Porque para alegrías...

Qué, ¿disuena este tono? ¿Es que vamos a tomar en serio las boberías, logomaquias y enredos de los definidores políticos, de los de las esencias republicanas y los sagrados misterios de la transustanciación de la soberanía y de la consustancialidad de la patria con este o con el otro régimen? ¡Supersticiones, no! Y supercherías, menos. Eso hay que dejárselo a los prehistóricos, esto es; a los cavernícolas de una y otra caverna, la de la corona y la del gorro frigio.

Pero es que hay además del realismo de realidad ―que Castelar llamó posibilismo, el del “bien posible”― y del realismo de realeza, otro realismo, el filosófico. El que los escolásticos llamaban realismo ―haciéndolo arrancar, aunque no muy adecuadamente, del idealismo platónico― y al que oponían el nominalismo. Porque hay republicanos realistas que creen que la República es una especie de idea platónica, casi una Divinidad, anterior a !a sociedad humana, y hay republicanos nominalistas ―herejes, por supuesto― que creen que no es más que un nombre y a lo más un concepto. Y por cierto no muy claro.

Ved, pues, tres realismos, el idealista escolástico, el posibilista ―adoptó el término castelarino― y el monárquico o de la realeza. Pero luego descendemos de estas sublimes y mitológicas alturas de la fe política a la charca infecta ―así se le ha llamado― de las corrupciones y las repugnancias y... Como vuelvo los ojos a aquellos años del destierro que me procuré, por no acatar la realidad de Diciembre de 1923, cuando hice de víctima para venir al cabo a hacerlo de nuevo, víctima de confusiones, y sufrir con lo que sufre España. Pero bien merecido me lo tengo, por escéptico y pesimista, por descreído y contemplativo. Pero no está ya uno en edad de adoptar una postura heroica ni de ponerse a forjar una patria nueva. ¿Nueva?

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Cartas al amigo XI

Ahora (Madrid), 21 de abril de 1934

¿Que por qué —me pregunta usted, amigo mío— no me recojo a escribir toda una obra, mi obra, en que sistematice mi pensamiento total?? Mi pensamiento libre, dice usted, y luego mi filosofía. ¿Pensamiento libre? Libre ¿de qué? Créame que es algo más que un mal chiste aquello de que el verdadero libre-pensador es el que se libra de tener que pensar. ¡Tener que pensar! ¿Sabe usted lo que es esto? ¿Pienso para mí o para los demás? En rigor, acaso para ganarme la vida, espiritual y materialmente. ¿Qué diferencia va de oficio —profesión— liberal a servil? ¡Benditas las cadenas! Teniendo que pensar para los demás, para deshacerles los malos pensamientos, pienso para mí para deshacer los míos, ¡Si supiera usted, amigo mío, lo que es esto de hacer artículos, de pensar al día, a jornal!

¡Ay, aquellos días y, sobre todo, aquellas noches parisinas de 1924 a 1925, cuando escribí mi Cómo se hace una novela, que, sin haber apenas circulado aquí en español, anda traducido al francés! ¿Desterrado en el extranjero? Peor desterrado en la propia Patria. Tantos años queriendo y creyendo contribuir a formar una conciencia nacional, de patria, para que luego no se le entienda a uno o se le trabuque, y es peor. ¿Decepción? ¡No! Y luego, entre resentidos, envidiosos, quisquillosos y recelosos —“pointilleux et ombrageux”, que le llama muy bien el Baedeker al español—, tendiéndoles miradas de ésas que a la vez que les desnudan el alma se la desnudan a uno, al que se las tiende... ¡Y eso de andar pidiendo responsabilidades! De todos. ¿Y la propia? La responsabilidad de pedir las de los demás. Nos han envenenado el pan espiritual de cada día. ¡Y no poder “conciliar el sueño”! Bonita frase, ¿eh? Pero no es que uno no logre dormir: es que no logre soñar. Y mientras pasearse por unos u otros pasillos, sintiendo que hay quien se muere peor que de hambre: de sueño, de desvelo, de vergüenza... Y en cuanto a lo de mi filosofía, que la escriba otro, cualquier menguado unamunista, que yo no lo soy. Seré yo, “ego”, pero no soy egoísta. ¿Mi filosofía? ¿Bah! Antes tendrán que levantar el andamiaje bio-bibliográfico. Y quedarse en él, que es labor de eruditos.

Me habla usted de tormentos de soledad... ¿Tormentos de soledad? El más terrible, el que se vea uno encerrado en una celda cúbica, entre cuatro paredes que sean cuatro grandes espejos, sin techo, abierta al cielo libre, y por suelo, la santa tierra con yerba. Y que dé uno en meditar como si a orilla de un río —que es espejo— meditase en la diferencia que va del cauce al caudal del agua y cuál hace a cuál. Acabaría uno dándose de cabezadas, suicidándose, contra sus imágenes, contra sí mismo. Si es que no se le ocurría tenderse en el suelo, sobre la yerba, a lo largo, y, cara al cielo, contemplar a éste en su azul desnudez o ver pasar las nubes. Y de noche contemplar la estrellada, espejo de nuestra más tremenda conciencia: la cósmica... ¿Recuerda usted el celebérrimo pasaje de Kant, el solitario de Koenigsberg? Allí, tendido en el suelo de mi celda de espejos, no me vería, sino que me tocaría en tierra, me tocaría la tierra. ¿Y oír a la tierra? Porque hay las voces —voces humanas sobre todo— que suenan en el aire, bajo el cielo, como otras tantas cuerdas sonoras; pero, ¿y cuándo la tierra, a modo de caja de resonancia, resuena de ellas? ¡La resonancia, el resón de la tierra! ¡El resón de la tierra en la soledad humana! ¿Y no cree usted, amigo mío, que lo que uno pueda decir desde esa celda de espejos no sirva para que los demás sientan poblarse sus sendas soledades?

Y ahora voy a recordarle dos pasajes de aquel Robinson Crusoe que se daba a leer a los niños —a los niños—, lo que les incapacitaba para poder comprenderlo de mayores; aquel Robinson Crusoe que tantos —y yo entre ellos— han solido contraponer al Quijote. ¡Qué error! Robinson es quijotesco, y Don Quijote es robinsoniano. Los dos pasajes a que aludo es uno aquel en que Robinson coge un loro y le adiestra a que le llame: “Robin, Robin, Robin.” Quiere oírse llamar desde fuera y por otra voz, que si uno se llama a sí mismo, por muy en alta voz que sea, no se oye. ¿Quién dice que hay escritores, oradores, publicistas que están en continuo monólogo? El verdadero monólogo es sin oyentes, y éste ni el otro que monologa se oye. Y el otro pasaje es aquel otro en que se nos cuenta cómo al encontrar Robinson en la arena de una playa de su isla desierta la huella de un pie desnudo de hombre, huyó aterrado a recogerse a su choza. Mas...

Sí; dejo esto y voy a contarle lo que acabo de leer, que el conde Sforza cuenta a los lectores de La Nación, de Buenos Aires, en un artículo, y referente a Giolitti. Y es que cuando éste, a los ochenta y dos años, perdió a su mujer en su modesta propiedad de Cavour, se iba a las dos de la madrugada, solo, a arrodillarse junto al ataúd, depositado en la humilde iglesia de la aldea. Y días después le dijo al conde Sforza, tras un largo silencio: “¿Sabes lo que encontré en el devocionario de mi mujer? Una carta que le envié desde Roma hace treinta años, durante una crisis ministerial y en la que le hablaba de la repugnancia que me inspiraba el tener que vivir entre las ruines envidias de los políticos.” ¿De los políticos? Son peores, digo yo, las de los literatos. Y peores las de los que no pueden ser ni políticos ni literatos.

Usted, amigo mío, al pedirme que escriba mi obra, que sistematice mi pensamiento, que defina mi filosofía —y no sé si mi política y hasta mi religión—, me pedía, en rigor, confidencias o confesiones. Y yo le invito a que se confiese usted a sí mismo. ¿Es que no ve que hoy, en esta nuestra Patria, apenas hay quien quiera hacer examen de conciencia? ¿Es que no ve que todas esas convicciones y todos esos fervores disciplinarios no son más que mentira de teatro? Y luego hay algo más congojoso, y es que al ver todo eso, es decir, al oír a todos ellos, no le entre a uno cierto delirio y se le antoje que son imágenes de uno mismo en una misma celda de espejos. ¿No le digo a usted el sentimiento de responsabilidad que le acomete a uno al andar exigiendo las responsabilidades de los demás? Hace poco le hablaba yo en una carta a un amigo y compañero mío de la posible pronta jubilación de la libertad. Este amigo y compañero mío, ex diputado, figura en lo que llaman la izquierda republicana. Y después de coincidir en mi temor, añadía al contestarme: “Creo que si no somos capaces de elevar la política a un plano nacional, y en plazo breve, vamos a ver cosas tristes.” Lo más triste, que nos veamos cada uno espejado en los demás. ¿Cuál es el “plano nacional”? Y no quiero insistir por ahora. Y, ¡ah!, si nos entendiéramos..., si habláramos todos la misma habla, el mismo lenguaje, y si cada uno le buscara la sustancia a cada palabra que emplease... Si en vez de esa retórica revolucionaria al servicio de una revolución retórica, con sus lamentables ¡vivas! de santo y seña, oyésemos el resón de la tierra…

martes, 19 de diciembre de 2017

Más de la envidia hispánica

Ahora (Madrid), 18 de abril de 1934

La “Biblioteca catalana d'autors independents” acaba de publicar una obra de mi buen amigo Juan Estelrich titulada Fenix o l'esperit de Renaixença. En otras veces cuento con volver a ella, pues ofrece ancho margen a comentarios; por ahora me voy a limitar a transcribir aquí, traducido del catalán, un pasaje en que, por cierto, se me alude. Y que dice así:

“Dos hombres bien diferentemente representativos —Cambó y Unamuno— han coincidido en reconocer la envidia como la gran enfermedad psicológica de los hispánicos. En esto todos los peninsulares son idénticos; la unidad hispánica se comprueba, sobre todo, en los aspectos negativos, en los defectos. Quienquiera que haya resaltado en la cosa más modesta, habrá recibido los pinchazos de la envidia. Existe, pues, la envidia entre nosotros y existe en cantidades enormes. La hemos padecido, y de ello nos quejamos. Pero hemos de reconocer que no podemos extirparla. Es un rasgo hondo del carácter hispánico. También le tenían los griegos y bien agudizado, y los pedagogos antiguos no pensaron en extirparlo. Sabían que un carácter no es bueno ni malo; que es fuerte o débil, y que la maldad o la bondad dependen no tanto del carácter como de su utilización. ¿Y si de la envidia nativa inextirpable hiciésemos, por la educación, el principio del querer ambicioso? La envidia débil, la envidia triste, la envidia de los impotentes es la envidia nefasta; el pobre envidioso se consume de pena. ¿Y la envidia fuerte? ¿No podía transformarse en una virtud impulsora? Las sociedades cultas utilizan el egoísmo individual haciéndolo derivar hacia finalidades sociales. Semejante operación puede cumplirse con la envidia fuerte, depurándola de toda bajeza, haciéndola confesable. Entonces la envidia se volvería voluntad de vencer, goce de brillar. Los triunfos individuales serían entonces ofrecidos a la ciudad; las propias coronas, a la Patria. La gloria hace generosos a los egoístas más aferrados.”

Así Estelrich. Y Salvador de Madariaga, por su parte, hablando de ingleses, franceses y españoles, dijo que sus sendos vicios específicos eran la hipocresía, la avaricia y la envidia. Aquí, en Salamanca, me dijo una vez Cambó que la envidia había nacido en Cataluña. Otro recuerdo: Hace más de cuarenta y cinco años asistí en Madrid a una conferencia que daba Pi y Margall sobre don José María Orense a la misma hora que, en otro local, hablaba el jefe de otro partido republicano. Y jamás me olvidaré del gesto y tono con que Pi y Margall, alzando el índice de su diestra, dijo con su clara vocecita: “Orense no conoció la envidia.” Y luego me contaba un republicano cómo en 1873 Roque Barcia le decía a Castelar, señalando a otro caudillo republicano: “No te fíes de él, Emilio, que te tiene envidia.” Y hace poco hemos oído a un prohombre de esta república acusar a otro de envidioso.

Pero ¿para qué vamos a ir señalando anécdotas? El que quiera saber de psicología de la envidia hispánica que acuda al arsenal de nuestro gran Quevedo.

Y hay, además de las envidias individuales, las colectivas. Regiones que se envidian mutuamente. Que no pueden verse; que esto, no verse —“invidere”—, es envidiarse. Y castas que envidian. El antisemitismo de los presuntos, supuestos y sedicentes arios, ¿qué es sino envidia, envidia tapada por un fingido orgullo que oculta la conciencia de un complejo de inferioridad? Y en el fondo de esa salvajería de ir a quemar iglesias —o andar a tiros con imágenes, como hace poco—, ¿qué hay sino envidia, envidia al sosiego de los creyentes, a su conformidad, a su resignación? ¿Al opio que les consuela?

Sí, tiene razón Estelrich: los griegos eran envidiosos. Y eran envidiosos los dioses que se forjaron a su imagen y semejanza. Basta leer a Heródoto para enterarse del “phthonos”, de la envidia, de la celotipia con que los inmortales perseguían a los mortales. Sólo que los griegos, los del ostracismo, hicieron de la envidia una de las principales virtudes democráticas. La envidia es acaso la virtud democrática fundamental, la que no se harta de exigir responsabilidades.

El pueblo judío, por su parte, pueblo de pastores, inicia su leyenda histórica por el asesinato de Abel el pastor, por su hermano Caín, el labrador, de cuya sangre surgieron los ciudadanos. Pero los que conocemos pueblos de abelitas, de ganaderos, sabemos que éstos han perseguido por envidia a los hortelanos. Tal aquí, en España, se hizo con los moriscos. Y la expulsión de los judíos, que habían dejado ya de ser pastores de ganados para ser pastores de ganancias monedadas, ¿no fue obra también de envidia? Y no digo de envidia ariana porque no sé qué es eso de arios, ni lo saben esos pobres racistas mentecatos de la cruz ganchuda.

Sigue Estelrich, después de lo citado, tratando de cómo hay que proponer a nuestro pueblo —él se refiere más propiamente al catalán, mas sin excluir a los otros hispánicos— la envidia emulativa, la que nos obligue a empresas y ambiciones difíciles. A “sentir las fiestas y las apoteosis, elogiar gloriosamente, usando con amor el ditirambo, y condenando la envidia, el pesimismo, el rencor y la reventada”. Y luego habla de humanistas y de modernistas. Mas de esto, nosotros otra vez.

Ahora me sentía empujado a inquirir si esta república democrática ha depurado o no la virtud democrática de la envidia, si eran malamente envidiosas ciertas llamadas defensas; pero recuerdo lo de Trotzki de que “hay que echar fuera de los rangos proletarios, como a la peste, a los pesimistas y a los escépticos” —lo mismo decía don Alfonso—, y como se me ha acusado tanto de pesimista y de escéptico...

lunes, 18 de diciembre de 2017

Una entrevista con el cura de Aldeapodrida

Ahora (Madrid), 13 de abril de 1934

Usted sabe —me dijo— cuánto anhelaba conocer, oír y ver al cura de...—llamémosle Aldeapodrida, por darle algún nombre—, de quien tanto habíamos oído hablar. Y fuime allá, a Aldeapodrida, valiéndome de un pretexto cualquiera. Y tuve una sabrosa entrevista con el buen cura, una especie de filósofo aldeano melancólicamente socarrón y un tantico escéptico.

—Este pueblo —empezó diciéndome— está desconocido, le digo a usted que desconocido, y, sin embargo, el mismo que era y supongo que el mismo que, con el permiso de Dios, seguirá siendo. Parece que es ayer y parece que es mañana; no que fue ni que será. Vea usted los niños. Los niños son los antiguos siempre, no viejos. Y ahora los metemos en una época no nueva, sino moderna. “Padre nuestro, que estás en los cielos...” les enseño a rezar, y me contestan: “¿En los cielos? ¿pues no está en todas partes?” Entonces yo les digo que todas partes son cielos, y aunque el maestro, por su lado, les enseña que la tierra es redonda y rueda por los cielos, ellos, como antiguos que son, se atienen a lo que ven y a que no hay más cielo que el azul —de día— de sobre nuestras cabezas. Visión infantil. Y luego crecen y ¡qué cosas! Y así se explica la rabia que le cogen a la religión. Se hacen desesperados. Porque se les quiere hacer pensar cosas impensables.

—Pero usted, señor cura —le dije—, les hablará de los misterios.

—¿Yo? —me respondió encogiéndose de hombros—; ¿para qué? ¿Hablarles yo de misterios cuando los están viendo a diario, como el de que la vaca pare terneros y no potros, y la yegua, potros y no terneros? ¿Quiere usted más misterio? Y luego los milagros del radio y del teléfono y del avión y... demonios colorados… Pero eso para el maestro, para el maestro, que ha estudiado pedagogía...

—¿Y lo de la rabia a la religión? —acoté.

—Por allí anda —me respondió— un mocosuelo a quien su padre no se atreve a darle de soplamocos, que prendió fuego a una capilla. Le conozco bien; es un creyente sin saberlo.

—O un descreído sin saberlo —acoté.

—¿Qué más da? —replicó—. Un semi-despierto es un semi-dormido. Ha oído lo de que la religión es el opio del pueblo y va a comprobarlo pegando fuego a un altar, por si el humo del incendio le narcotiza. Es, como tantos otros que se dicen rebeldes, un sometido, un sumiso. Ahora llevan los hijos recién nacidos a que los bautice —así dicen— el juez municipal, y cuando muere uno le lleva el alcalde, y no yo, al cementerio y le reza allí un padrenuestro, a que responden los demás.

—Por el eterno descanso del alma —acoté.

—¿Del alma? —replicó—; sí de cántaro.

—Pero, ¿y la rebelión de las masas? —le dije por decirle algo, y pues le sabía leído en lo del día.

—¿Rebelión? —contestó—. ¡Sumisión, sumisión! Buscan someterse. Y hay quien comete un crimen para que se le encarcele y comer sin tener que trabajar; hay quien pide la limosna de un castigo. ¿Adonde irá el buey que no are?

—¿Y cómo se cura eso? —le pregunté.

—Todo lo cura el tiempo —me respondió—. ¡Más que este cura! —y se dio con la mano en el pecho, en gesto adrede cómico.

—Pero, bueno, en concreto —le dije—, ¿son aquí de derecha o de izquierda?

No bien lo había dicho, al oírme desde fuera, me avergoncé de haberle disparado tamaña vaciedad, y más cuando lanzándome una mirada de lástima me contestó sonriéndose:

—Pues en concreto, aquí somos casi todos maniegos —ambidextros, que dicen ustedes—, hacemos a las dos manos.

—Lo cual es muy cómodo… —acoté.

—¡Pues claro, hombre, pues claro! —él—. Comodidad ante todo. ¿ O es que vamos a incomodamos porque nos den la derecha o la izquierda? Y vera usted; las mujeres hacen aquí unos guantes de punto, de lana, de tosca labor casera —algunos son maniquetes o mitones—, que lo mismo sirven para una que para otra mano. A lo peor con el uso toman pliegues de una o de otra. No son como esos guantes de cabritilla, de fábrica, para señoritos, que tienen su cara y su cruz, su lado de la palma y su lado del dorso de la mano. Y en cuanto al calzado, aquí se usan alpargatas, que lo mismo sirve cada una para uno que para otro pie. En la villa vecina hay una fábrica de calzado en que hacen los pares para esas diferencias y evitarles así callos a los señoritos. Callos en los pies.

—Es verdad —le dije avergonzado—; pero como me habían dicho que aquí, en Aldeapodrida, dominaban las derechas...

—Tonterías de tontos de alquiler —me replicó—. También le dirán que domino yo. Ni yo ni el presidente de la Casa del Pueblo, ni el pedagogo, ni nadie. Esta es una aldea podrida, y aquí el que domina es el camposanto, que está allí, en aquel altozano.

—Pero —insistí— quería preguntarle..., vamos, ¿cómo lo diré?...; si..., si tienden...

—Use de sus términos —me atajó— que los comprendo.

—Pues —yo— si tienden al fascismo o al comunismo..., al servilismo o a la rebeldía...

—¡Otra! —exclamó—. ¿No le he dicho que si se rebelan es para someterse? ¡Porque no va usted a tomar en serio eso del reparto!... Repartirse, ¿qué? ¿Tierras? ¿Y el que no vive de ellas? Porque hay labradores, y pastores, y arrieros... Y el médico, y el maestro, y un tendero, y yo... ¿Repartirse el trabajo y el jornal? Aquí se repartía en un tiempo lo del campo comunal, y a todos, hasta a mí, nos tocaba algo. Pero desde que se nos han venido con ese disparate de la jornada de trabajo… ¡Y medir el valor del trabajo por horas! ¡Qué necedad! Esos pobres pedantes —los he leído, señor mío, los he leído— se empeñan en medir lo inmedible, como nosotros nos empeñábamos en hacer pensar lo impensable. ¿Medir, y por tiempo, el valor del trabajo? ¡Un descomedimiento! Esa sí que es materialidad, sea o no materialismo. Ese es, sin duda, el tiempo material, expresión que me hace mucha, y a la vez muy poca, gracia. Con todo lo cual, este pobre pueblo, esta pobre aldea podrida, está volviendo a lo que siempre ha sido. Y por eso le dije que está desconocida, porque lo ha estado siempre, porque es siempre desconocida, acaso inconocible.

—¿Y entonces usted, señor cura?

—Yo ya no sé nada. Nunca he sabido nada. Ni sé lo que es vivir, pero vivo. Ni sé lo que será morir, pero me moriré. Ni pretendo medir la inmensidad.

—¿Y después? —me atreví a preguntarle.

—¿Después? —me respondió lentamente—. Aquí no tenemos tiempo de pensar en eso. Harto nos da que pensar el tener que vivir. ¿Pensar? Digo mal...; ni pensar siquiera. Para que se nos vengan ahora con derechas e izquierdas, guantes de cabritilla y zapatos de horma para eso, y fascismos y comunismos y demás frioleras para uso de señoritos que se dan el opio... uno u otro opio. ¿Después?, me pregunta usted. Qué se yo... ¿Y qué más da?

Cuando me despedí del cura de Aldeapodrida vi temblar en sus pestañas una lágrima.

Yo, por mi parte, no sé si el amigo que me ha contado esto lo soñó o si he soñado yo que me lo ha contado. “¿Y qué más da?”, que dijo el cura de Aldeapodrida. Que lo sueñe a la vez el lector y todos iremos viviendo, ya que la vida es sueño y los sueños, sueños son. Y sería lo peor, lector, que usted y yo seamos desconocidos el uno para el otro: lo peor sería que cada uno de nosotros fuese desconocido para sí mismo.

¿Cómo se mide el conocimiento?