miércoles, 31 de enero de 2018

Reflexiones actuales VI.

Ahora (Madrid), 7 de diciembre de 1934

Unas veces me acojo a viejos recuerdos —uno es ya viejo— para vivir mejor la actualidad presente (recuerdos de esperanzas que me dan esperanzas de recuerdos), y otras veces, para purgarme de impurezas de la realidad actual, me acojo al reposo de las obras ideales, de ficción, que depuraron artísticamente las impurezas pasadas. Y así, he vuelto a Alejandro Manzoni, el gran poeta y novelista italiano, que tanto me recreó en mi mocedad.

Estaba hace poco releyendo su celebérrima oda “Il cinque Maggio” (Al cinco de mayo), el día de la muerte de Napoleón el Grande. Me la sabía de memoria toda ella antaño, y aun hoy a trechos. Es la que empieza : “Ei fu!” (Él fue.) Dice el poeta cómo, mientras vivió “el hombre fatal”, el genio del poeta le vio fulgurante en el solio, y se calló, sin mezclar su voz a las miles de voces que le ensalzaban o rebajaban; mas entonces, a la noticia de su muerte recoge un canto de su tumba. Lo recoge su genio, “virgen de servil encomio y de cobarde ultraje” (vergin di servo encomio e di codardo oltraggio). Y seguí recordando, rehaciendo todo el cántico. Mas ¿cómo es, por qué misterioso eslaboneo de imágenes, que eso del ingenio virgen de servil encomio y de cobarde ultraje me trajo a la memoria otro pasaje, éste de la novela Los novios (I Promessi Sposi), que llevo impreso en la mente y que no parece guardar encaje con esos dos versos? Es cuando al describir la peste de Milán —maravilloso relato que recuerda el de la peste de Atenas en Tucídides— y hablar de los rumores (¡siempre los rumores!) de que había “untadores” que trasmitían maliciosamente el morbo, nos dice el poeta novelista que los sensatos y discretos no se atrevían a oponerse a la opinión popular corriente. Y añade esta reflexión, admirablemente expresada: “il buon senso c'era; ma se ne stava nascosto per paura del senso comune”. Es decir: “había buen sentido, pero estaba escondido por miedo al sentido común”. O sea a la opinión común o general. ¿Qué relación puede haber entre los dos pasajes?

Me volví a reflexionar en la actualidad pasional de hoy y aquí, en esta agotadora guerra civil espiritual, que nos está envenenando y embruteciendo; en este combate entre los del servil encomio y los del cobarde ultraje; en esto de que hay que decidirse por un bando o por el otro y en el papel que hacen los hombres de buen sentido, que lo esconden y recatan por miedo al sentido común, a ese bárbaro sentido común de los combatientes. A los pobres hombres de buen sentido, de “vía media” —expresión anglicana—, a los que ni encomian ni ultrajan, ni aplauden ni reprueban —no se les admite distingos—, se les reprocha de pasteleros o de algo peor. Y no ha faltado quien me ha recordado al respecto lo del Apocalipsis (Ш, 15), al testigo de Dios: “Conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente; ojalá fueras frío o caliente; mas pues eres tibio —ni caliente ni frío— te he de vomitar de mi boca.” ¿Tibio? El Dante hace decir a Caronte que lleva las almas de los condenados al Infierno, que las lleva al fuego y al hielo (“in caldo, in gelo”). Tampoco en el Infierno apocalíptico dantesco cabían los tibios, aquellos ángeles que no se pusieron ni de parte del Señor ni de Luzbel, sino para sí mismos, y de quienes el Dante dijo lo de: “¡No hablemos de ellos, sino mira y pasa!”

Mas ¿es que los hombres de buen sentido que se abstienen del servil encomio y del cobarde ultraje son tibios cuando no ocultan ese su buen sentido por miedo al sentido común de los energúmenos de uno y de otro bando? Sentido que los acomuna a unos con otros y a que obedece el dicho decidero de que los extremos se tocan. Y no se diga que los de este buen sentido que propugnamos son tibios por carecer de pasión. No; hay la pasión de la impasibilidad, de la imparcialidad. En circunstancias de tan desbordadas malas pasiones como las por que estamos pasando me parecería un acto de valerosísimo buen sentido el que un representante del pueblo se negase, en cierto caso, a condenar ni a aprobar un movimiento en que no hubiese tomado parte ; se negase, por ejemplo, a dar un viva a aquello que más quisiese. ¿Es que a un hombre de buen sentido le cabe avenirse a la barbarie de una asamblea donde se empieza por insultar al adversario cuando apenas va a abrir la boca, si es que no a intentar agredirle? Un hombre de buen sentido se siente incompatible socialmente con semejantes energúmenos; no le cabe comunidad, convivencia, con éstos. Y su valor consiste en no esconder su buen sentido, dejando que aúlle en su torno el sentido común. El sentido común de la barbarie incivil e insocial,

¡Los dos bandos! Y al llegar en mis reflexiones a este término me surgió otro pasaje de la inmortal oda manzoniana, y es cuando dice el poeta aquello de: “dos siglos, el uno armado contra el otro, se pusieron a él (a Napoleón) sometidos, como esperando el fallo, y él hizo silencio y se sentó, arbitro, en medio de ellos”. Aquí siglos quiere decir generaciones, y son la del Antiguo Régimen, la de la monarquía capetiana y la de la Revolución. Los dos bandos, las dos generaciones, los dos siglos de siempre, los actuales y los de entonces y los que vendrán. Y él, el que fue (“ei fu!”) y sigue siendo; él, Napoleón, unió los dos siglos, las dos generaciones, ¿en qué? En el liberalismo —¡dichoso pecado de convivencia!—, en el liberalismo, al que dicen cosa ya pasada unos y otros energúmenos; en el liberalismo del siglo XIX, de ese siglo al que llamó estúpido quien lo es mucho más. El siglo napoleónico, el siglo ecuménico, el siglo liberal. Benedetto Croce ha dejado dicho que el liberalismo es la religión civil del siglo XIX, y antes que él nuestro don Antonio Maura, que el liberalismo es el derecho de gentes moderno. Religión civil, derecho de gentes contra que se revuelven los de ambos extremos, comunistas y fajistas.

Y ahora, otro desahogo personal más del comentador que os habla, y es que cuando le meten en la ya mítica generación del 98, al acabar el XIX, si con ello quieren decir la generación liberal, dicen bien. Siglo, “saeculum”, significó propiamente seguida o secuencia, generación, y generación de 1898; XIX quiere decir siglo liberal, napoleónico. ¿Y quién, si no Napoleón, trajo a nuestra España la revolución liberal, la de 1812, y las guerras civiles subsiguientes? A su brasa se templó el alma civil que aquí proclama esto ahora. Al calor del generoso y fecundo liberalismo pecador. “Ei ful” (él fue), cantó Manzoni. No; él sigue siendo. Y él nos guarde de esconder el buen sentido, el sentido propio, el sentido —personal e individual— herético, por miedo al sentido común, comunal, impersonal, rebañego, ortodoxo, de unos y de otros siervos de las contrapuestas disciplinas de una común barbarie. Os lo repite el de la generación de 1898. Que sigue siendo.

martes, 30 de enero de 2018

Reflexiones actuales V.

Ahora (Madrid), 4 de diciembre de 1934

Jesús nos perdone, pero nos acongoja y hasta aterra más la perversión intelectual que no la moral; nos parece peor la estupidez que la maldad. Si es que ésta no es sino aquélla. De las últimas salvajadas revolucionarias y de las represivas no nos han alarmado respecto al porvenir de España, tanto sus violencias de hecho como sus sandeces —más que violencias— de palabra. La... llamémosla literatura comunista y su contra-partida, la supuesta literatura anti-marxista —ni unos ni otros entienden palabra de marxismo—, son las dos caras —o si se quiere la cara y la cruz— de una misma trágica deficiencia mental. A la insondable mentecatez de las hojas asturianas de propaganda comunista sólo se emparejaba la insondable mentecatez de los que pretendían monopolizar la decencia y el patriotismo, de los que han inventado esa majadería de la anti-España. Estupidez, sandeces, deficiencia mental, mentecatez, majadería...

“Pero bueno —se dirá algún lector—, aquí este hombre gruñón ¿a qué saca lo de: Jesús nos perdone...?” Pues a que Jesús, en su Sermón de la Montaña, el de las Bienaventuranzas —“bienaventurados los pobres de espíritu...”—, dijo que quien llame a su hermano “tonto” (“moré”) será reo de la geena del fuego, es decir, del Purgatorio. No dijo quien le llame “ladrón” o “bandido” o “manflorita” u otro insulto peor, sino el que le llame tonto. Tal estimó la mayor injuria. Y por eso dijimos: “Jesús nos perdone...” Pero hemos abusado acaso tanto de colgar malas intenciones, rencoroso resentimiento farisaico, a unos u otros de los contendientes, que nos sentimos obligados, aun incursos en reato de purgatorio, a examinar el otro aspecto, el mental —o más bien demental—, el de la degeneración del entendimiento. Empezaremos por la decencia.

Decencia, como decoro, deriva de un verbo latino que quiere decir sentar bien, convenir, pero ha concluido por cobrar un sentido más rigoroso. Hace tres o cuatro años, el que esto os dice se contentaba, para marcar su independencia espiritual, su personalidad, con definirse como extravagante, turanio, orejano o herético, pero últimamente, y a cierto requerimiento de “¡hay que definirse!”, se vio llevado a esta definición y se definió, en lo que se llama el foro interno de la conciencia, como... ¡indecente! Ello fue así: Leíamos a diario cierto diario que vertía cotidianamente un veneno entontecedor hasta que nos encontramos con cierto artículo en que su autor —que días antes había pedido se aplique el garrote— sostenía que conviene (“decet”) que se nos caree a los ciudadanos, separándonos según el diario que cada uno lleve en mano y lea y conforme sea éste de la buena Prensa, de la decente o de la otra. Y al punto mandé en mi casa que dijeran a la buena mujer repartidora de los diarios que en adelante dejase de traernos aquél del careo, porque nos habíamos ya, merced al tal artículo sobre todo, definido y alistado entre los “indecentes”. Por lo que se ve la eficacia del garrote. Decidióme a declararme “indecente” y en incompatibilidad moral con los explotadores de la decencia. ¡Y vaya invento diabólico —antipatriótico, anti-español— ese de la incompatibilidad moral! Me declaro ya incompatible moral e intelectualmente con sus inventores. Apóstata de su España, que no es España. “Apóstata relajado”, se le declaró en 1444 a aquel pobre cuchillero durangués Juan de Unamuno, entregado al brazo secular, al quemadero, en el proceso inquisitorial de los herejes de Durango. Y yo ahora —acaso de su sangre—, en 1934, casi cinco siglos después, apóstata de esa España decente e incompatible que amenaza estupidizarnos.

Pocos días después de eso, y encontrándome en Madrid, ocurrió aquel ataque de unos sedicentes, “estudiantes decentes”, a la Facultad de Medicina, contra la ya mítica F. U. E., exhibiendo una hojita —y no de parra— que acusa un complejo de pedantería rufianesca, de violencia. Sacaron a la ventana una bandera azul y blanca que dicen ser tradicionalista. No tradicional. Mas basta; no sea que me vea llevado a cambiar de tono.

¿Que por qué nos detenemos en un pequeño episodio sin importancia —casi una gacetilla—, en una chiquillada así? Ah, es que estas chiquilladas, sin la demoníaca grandeza —grandeza, así como suena— de las de los enloquecidos dinamiteros asturianos, estas chiquilladas estúpidas las inducen los careadores de la decencia, que luego no son quiénes para condenarlas. Que están —no nos cansaremos de repetirlo—, no ya enconando, sino embruteciendo al pueblo, cuya salud mental corre grave peligro con esas campañas de decencia. Al través de las cuales, sobre todo cuando se concentran y concretan en ciertas personas —sobre todo en una, el coco de los “decentes”—, lo que se transparenta es odio a la inteligencia. Campañas en que hasta se llega a la inducción solapada, al asesinato. ¿Como desquite? Porque hay energúmeno “decente” que sueña —¡pobrecito!— que estaba señalado para víctima de los asesinos indecentes y anti-españoles. ¡Qué pretensiones de martirio, Dios mío! Bien es verdad que la peor forma de la manía llamada —aunque no lo haya registrado aún el Diccionario oficial— persecutoria, es la de resentirse el paciente de ella de que no se le considere merecedor de ser perseguido, y ello por... “inosente” Que dirían en nuestra tierra, ¿no?

Un vendaval de locura —peor: de estupidez— llegado de Europa está asolando a esta pobre España. A su aliento resurgen viejas supercherías dormidas. Quién sabe si no volverán matanzas de frailes, supuestos envenenadores de fuentes, por un lado, y por el otro quemas de brujos y herejes y expulsión de judíos. Serían capaces de ello unos y otros mentecatos: los antijesuíticos, que creen en la omninfluencia de la Compañía de Jesús (S. J.), y los anti-masónicos, que sueñan con tenebrosas tenidas de logias inspiradas por el Espíritu Malo, Luzbel en persona. Da pena oír a unos y a otros, que no conciben la historia sino como comedia de magia con tramoya de pata de cabra. Hay que ver, por caso, ese invento de la anti-España y de la incompatibilidad moral, especie de excomunión, contra los que no comulgan. Y lo de que se declare fuera de la ley a la masonería, que no está dentro de ella. La parábola del fariseo y el publicano. Y lo peor cuando el pobre fariseo es tonto. Y que Jesús me perdone.

lunes, 29 de enero de 2018

Reflexiones actuales IV.

Ahora (Madrid), 28 de noviembre de 1934

AI ir a proseguir hoy —7 de noviembre— estas nuestras reflexiones actuales, nos trae la actualidad del día —la cuotidianidad— una frase o, mejor, una sentencia que merece comentario. Y es la de un diputado a Cortes que dirigiéndose a un orador parlamentario que habló ayer, día 6, y con referencia a otro orador que con él contendió, le dijo: “Usted es el de las verdades eternas, y el otro, el de las verdades accidentales.”

¿Verdad eterna, verdad accidental? Es algo que no logramos comprender ni creemos que ningún lógico acierte a explicárnoslo. Toda verdad, si es verdad y como verdad, es eterna, aunque sea accidental. Aunque, en rigor, a lo eterno podrá oponerse —que tampoco se opone— lo temporal; mas a lo accidental lo que se supone que se opone es lo esencial. Y decimos se supone, porque lo accidental entra en lo esencial. En rigor, lo que nos parece que quiso establecer el de la sentencia es la vieja distinción de la tesis y la hipótesis, que tanto juego dio en aquellos divertidos tiempos de mi mocedad, los de que “el liberalismo es pecado” —título del “áureo librito” del presbítero Sardá y Salvany, demasiado en olvido ya—, cuando se peleaban entre sí íntegros y mestizos. ¡El regocijo que entonces me proporcionaban aquellas disputas! Y parece que vayan a reproducirse. Son fruto de toda guerra civil. Consecuencias unas veces y precedentes otras de ella.

¡Terrible cosa tener que contender con uno que se cree en posesión de la verdad absoluta, eterna y esencial! Primero, no le entiende a uno jamás a derechas. Es incapaz de comprender la absolutividad de lo relativo, la eternidad de lo pasajero y la esencialidad de lo accidental. Ayer precisamente, el día en que se pronunciaron esos dos discursos políticos, di en esta Universidad de Salamanca una lección, leyendo artículos que aquí, al publicarse éste, habrán ya aparecido, y en unas advertencias previas me previne frente a los posesores o, mejor, poseídos de la verdad absoluta. Lo que dije que no sé si es dicha o desdicha, pues si, como dice la Biblia, el que ve la cara a Dios se muere, y poseer la verdad absoluta —en moral se entiende, pues en matemáticas parece ello posible, aunque los llamados axiomas matemáticos sean, por lo general, tautologías—, poseer la verdad moral absoluta es ver la cara a Dios, ese dichoso o desdichado mortal se muere. No se sabe si corporal o mentalmente. Es de suponer que mentalmente, que quien llega a ser posesión de la verdad moral absoluta —no ella de él— no tiene por qué pensar, y, en rigor, ni piensa. Y así sucede que esos poseídos de la verdad moral —política, jurídica, histórica, religiosa— nо necesitan tener que pensar. Les basta con la fe implícita: la del carbonero. Son los dogmáticos íntegros de la tesis. Nada de probabilismo jesuítico. Y sacamos a relucir esto del probabilismo jesuítico, que es la base de las verdades accidentales— y con ellas del casuísmo—, porque parece que la raíz del hipotetismo o mesticismo actual —alguienle llamaría posibilismo— es una raíz jesuítica. Los de “el liberalismo es pecado” se dan cuenta de que hay que vivir del pecado y que éste tiene algo de absoluto, de eterno y de esencial.

Y a este respecto, recordaba yo ayer en mi lección aquello de don Ramón de Campoamor, el poeta, que decía: “Sócrates decía no saber más que una cosa sola, y es que no sabía nada; mas como desde Sócrates acá no ha dejado de progresarse en saber, yo sé más que él, y es que no sé nada ni los demás tampoco.” Y refiriéndome luego a aquellas palabras del Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen”, añadí que en mi época, que podría llamar socrática, sólo sabía una cosa, y es que no sabía lo que me hacía; mas desde entonces la experiencia me ha enseñado mucho, y hoy sé más, y es que ni sé lo que me hago ni los demás tampoco saben lo que se hacen. Ni gobernantes ni gobernados. Es una anarquía moral, política, de que participan —y acaso en mayor parte que los demás— los de las verdades eternas, esenciales o absolutas, los de la tesis. Desde luego, me aparecen participando de esa anarquía más que los de la hipótesis, los de las verdades accidentales, los del probabilismo jesuítico, los que se pliegan, cuando conviene al bien de la Patria, al pecado de liberalismo.

¡Qué cosa terrible es la tesis, la tesis absoluta, sea de un extremo o sea del otro! ¡Qué cosa terrible, por ejemplo, el dogmatismo teísta o el dogmatismo ateo! ¡Qué cosa terrible la creencia o la increencia absolutas! Waldo Frank contaba —en The New Republic del 20-VII-1932— una conversación que mantuvo en Rusia con un joven comunista, estudiante de ingeniería, que se asombró al enterarse de que en Nueva York los periódicos podían exponer cada mañana todos los matices —“every shade”— de opinión sobre cada asunto. “No veo su utilidad —observó—. Cada problema tiene su respuesta derecha. Me parece a que la Prensa serviría mejor al pueblo si encontrara cada día la recta opinión sobre cada asunto importante y sólo publicara esa. ¿Que sentido tiene publicar un número de diferentes puntos de vista cuando sólo uno puede ser el recto?” El joven comunista ruso era un estudiante de ingeniería y, por tanto, de matemáticas; era un comunista matemático o un matemático comunista. Esto es, de sentido común matemático y no de sentido propio. Pues de haber sido de sentido propio habría sido anarquista y no comunista. Aunque entre nosotros se dé ese terrible absurdo de un comunismo libertario o anarquista. Bien es verdad que los comunistas libertarios ni saben lo que es común ni lo que es propio, ni lo que es comunidad ni lo que es libertad. Profesan algo así como el dogma del adogmatismo. Que a las veces se traduce en algo que podríamos llamar —y sonríanse los que llaman paradoja a todo lo que no entienden, que suele ser casi todo— la disciplina a la indisciplina, la obediencia a la rebelión. En todo caso, el ingenuo dogmatismo del estudiante comunista ruso de ingeniería —más terrible por matemático que por comunista— me recuerda cosas que he oído a los del socialismo “científico” —se enjuagan la boca con la ciencia al decirlo—, cosas no más terribles que las del integrismo de las verdades políticas, morales y religiosas que llaman eternas. Uno y otro dogmatismo llevan a que los periódicos no puedan publicar sobre cada problema político o moral sino la solución recta. Es decir, la verdad ortodoxa u oficial. Y los que sabemos que no sabemos lo que nos hacemos, nos plegamos a un рosibilismo u otro, al probabilismo, a la hipótesis.

En resolución, que levanta el ánimo el ver que las verdades accidentales de unos y de otros —pues estas verdades, como accidentales que son, están siempre en juicio de controversia— se sobrepongan a esas terribles verdades eternas de los que se mueren por haber visto la cara a Dios o al Demonio. Que también los que le ven al Demonio la cara se mueren.

domingo, 28 de enero de 2018

En la villa de Pedraza de la Sierra

Ahora (Madrid), 20 de noviembre de 1934

A don Pedro Aguirre, telegrafista, viajero y médico, y a don Agustín del Cañizo, médico, mis compañeros de esta visión.

Era un domingo lluvioso de este noviembre, mes de la conmemoración de las ánimas benditas. Nos detuvimos en la vieja ciudad de Sepúlveda, pintoresca más que gráfica, viñeta de pergamino isabelino, Sepúlveda pergaminosa. Como escombrera de cumbres serranas su caserío. Unos lugares se nos muestran terrosos, como brotados del suelo, suelen ser los de páramo; otros, suelen los de sierra, como caídos del cielo. En Sepúlveda, plaza fuerte antaño, quedan raigones de las murallas antiguas y la muralla natural de los escarpes —arribes— del Duratón, que allí se abraza al Castilla. Tenía la ciudad siete puertas, como la helénica Tebas, y sus siete llaves las enseñan en la sala del Concejo.

De allí, de Sepúlveda, a otro relicario. En una revuelta de la carretera apareciósenos en el alto horizonte, como tarja en las nubes lacrimosas del cielo otoñal de Castilla, Pedraza de la Sierra, coronada por su castillo. Castillo castellano, no alcázar morisco. En él ha hecho labrar Ignacio Zuloaga uno de sus reposaderos. Entramos en la villa —ya no ciudad— por un portón de sus murallas arruinadas, entramos a la soledad silenciosa y al silencio solitario de ese pedernoso aguilar vacío que agoniza sin estertores. Esas ciudades y villas tenían puertas comunales, eran casas del común, de cerrar y abrir; Sepúlveda la casa, Pedraza la casa. Fuera la tierra llana, pues ¿quién pone puertas al campo? Y dentro casonas, con sus señoriales puertas privadas, de sillería blasonada con escudos, balcones de férrea rejería. De una de esas casonas, desde detrás de una vidriera, corrieron una cortinilla los dedos ahusados de una anciana que nos atisbó. La blancura de su cabellera nos dijo de toda una vida. Esas casas ex señoriales que han vivido acaso más que quienes las habitaron se me aparecen ya como caracolas marinas que guardan ecos, ya dormidos, de generaciones pasadas, ya como ostras madreperlas que crían opacas perlas humanas nacaradas, a ue empedernió la malenconía del tiempo encerrado en hogar solariego.

Abocamos a la plaza. ¡Honda visión! Recordé lo del Apocalipsis (I, 12): “Me volví a mirar la voz que hablaba conmigo”, y me puse a mirar —y admirar— el silencio. Lo miraban también las ventanas, rasgadas a plomo, de una esbelta torre, de corte romántico, que presidía a la plaza desierta. Pues ni un alma en ella fuera de nosotros. Aunque sí, sí, dos almas en un cuerpo o dos cuerpos en un alma. En un rincón angular de unos soportales, sentada en poyo de piedra una pareja moza. ¿Aguiluchos desnidados? Más bien palomas que sueñan aparejar nido en el aguilar vacío.

¡Juventud, primavera de la vida! —se dice—. No, sino juventud secular, sin estaciones, era de la vida. En los dos sentidos: era de trillar y era de tiempo. Dentro de cuarenta o de cincuenta años, si las dos mitades de aquella pareja moza se casan, hacen casa, y viven en uno —de consuno— diciéndose: “mi mujer” y “mi hombre” (o marido) y nada de esas tonterías pseudo-laicas de “mi compañero”, “mi compañera”, harán una pareja eterna. En el fondo de la plaza, en una plazoleta adjunta, un copudo olmo, ceñido al pie por un asiento. A su sombra han jugado generaciones niñas. Ahora, en otoño, sus hojas, ahornagadas y amarillas, ruedan por el suelo. Como las de las hojas son las generaciones de los hombres, cantaba Homero. Las que se van abonan a las venideras.

Y recordé los del poeta norteamericano de aquella tardía hoja, de la generación pasada, que temblaba en la rama cuando brotaban ya las de primavera en su torno. ¡También el olmo morirá! Y recordé lo de aquel hornero de un lugar alavés que había jugado su niñez al pie de un árbol del común y al secarse éste pidió su tronco y pues era hombre muy querido de su pueblo se lo dieron, y labró del tronco seis tablas que hizo guardar bajo su cama para que al morirse le encerraran, para enterrarle, en ellas. En el cadáver del árbol de la vida duerme, como en cuna, su sueño eterno el alma.

La pareja moza de Pedraza me devolvía mocedad. Al mirarla me subía a flor de alma, a su espejo, mi dichosa juventud nativa. Me revivía en un rincón así de mi tierra natal, en otros soportales de villa —ésta vascongada— y allí cerca un árbol, un roble, el de mi Guernica —¡la suya! ¡de la mía!—, el que se secó y lo embalsamaron. Es que estoy viviendo obsesionado, poseído, por mi propia mocedad íntima que por el claustro de la conciencia me ronda. Y de reciente me escocía un suceso agorero, el de cuando una mañana, en este Madrid, unos mozalbetes emponzoñados de sandez totalitaria y cinematográfica, en un ataque de ésta, atacaron, pistolas en mano, a la Facultad de Medicina, invadiendo las clínicas, con el consabido: “¡arriba las manos!” y mostrando una hoja escrita en un estilo de estupidez rufianesca. Se llamaban a sí mismos “decentes”. Verdad es que ahora eso que llaman decencia... mejor es callarse. Y me decía: “No lograrán matar a España, a la España común, a la de todos sus hijos, esos sedicentes decentes pistoleros de una sedicente tradición; no la matarán mientras queden estas inermes parejas mozas de soportales. Frente al cine y barullo mortales de los unos y de los otros, persistirán el sosiego y el susurro —palabras amorosas dichas en rincón, de labios a labios— de las palabras inmortales de las parejas de mocedad de vida eterna.” Y allí dejamos en el rincón de los soportales de la plaza de Pedraza de la Sierra a aquella pareja moza, y allí, a su vista, el olmo de las generaciones de hojas, todo ello envuelto en el silencio solitario que bajaba del cielo otoñal de Castilla.

Rumiando todo esto, o más bien trillándolo en la era de mi conciencia histórica, seguimos hacia Segovia. Había anochecido ya. Y al llegar a Segovia, a Segovia enriqueña, entramos en un café de su plaza. Allí también mozos y mozas, pero no emparejados ni creo que susurrándose requiebros. Hablaban entre sí, pero por sexos. ¿De qué? No me interesaba. Muchos se pusieron a mirarme. A la pareja de Pedraza no la distraje. ¿Para qué? Luego, al atravesar el puerto de Guadarrama, neviscaba. Y después, ya en este Madrid, a oír hablar de crisis, de la crisis permanente. Y ahora, al acabar esta rumia de visiones, me preparo a volver a mi Salamanca, a seguir soñando nuestra mocedad eterna y el misterio inmortal del emparejamiento. Y ¡abajo las manos! A escribir. A tejer, gusano de seda, el capullo de que uno resurja mariposa.

sábado, 27 de enero de 2018

Reflexiones actuales III.

Ahora (Madrid), 16 de noviembre de 1934

Al entrar ahora en el examen de la religión —secta o herejía— farisaica conviene que el lector se sacuda del sentido vulgar y corriente del mote de fariseo entre nosotros hoy. Que equivale, y así lo consigna el Diccionario oficial, a hipócrita. Y el fariseo puede y suele muchas veces no ser hipócrita. El hombre de orden, o de ley, puede y suele ser sincero como el revolucionario a su vez hipócrita. Hay hipócritas, sinceros y cínicos en uno y otro campo y en sus términos extremos.

El fariseo —que quería decir distinguido o separado— era el legalista, el hombre de orden y en dogmática religiosa se diferenciaba del saduceo en que creía en otra vida de ultratumba. Como garantía ¡claro está! del orden de esta vida. Nació y se crió fariseo Saulo de Tarso, luego San Pablo. “Hermanos, soy fariseo —dijo (v. Hechos de los apóstoles, ХХШ, 6)—, hijo de fariseos y se me juzga por mi esperanza en la resurrección de los muertos.” Y en otros conocidísimos pasajes lo confirma. Y después de su conversión al cristianismo, camino de Damasco, sigue con su esperanza en la otra vida trasmundana y en la resurrección de la carne, pero no fundada ya en la ley sino en la gracia. No en el castigo sino en el perdón. Toda la ardorosa dialéctica —y hasta polémica— de sus epístolas inmortales gira en torno de ese tema. Su fariseísmo no es ya el fariseismo policíaco, diabólico o digámoslo redondamente jurídico de aquellos fariseos a quienes fustigaba el Cristo y el Bautista llamó “lechigada de víboras” y teniéndoles por hipócritas.

Diabólicos, es decir, acusativos porque diablo —diábolos— no quiere decir sino acusador. Y el Cristo no es que dijera “no acuséis” sino que dijo redondamente: “no juzguéis para no ser juzgados” (Mateo, VII, 1). ¿Que así no sería posible un reino —o república— de este mundo que estuviese bien ordenado? Ah, es que el Cristo no vino a asegurar el orden y la estabilidad del reino —o de la república— de este mundo. Ese orden entra en otro orden de instituciones. No es cosa de religión cristiana. Recuérdese el pasaje aquel —sea o no auténtico e incostentable— de la mujer adúltera cuando el Cristo se negó a dar sentencia, a condenar.

Mas hay otro pasaje evangélico hondamente significativo de la diferencia entre la religión farisaica, la de los juristas o legalista —hipócritas o sinceros— y la religión cristiana, la del consuelo y el perdón. Es aquel en que se nos cuenta cómo los fariseos, los hombres de la ley y del orden, que eran a la vez los celosos patriotas, los nacionalistas, tentaron al maestro preguntándole si era o no lícito pagar tributo al César y es cuando Jesús, visto el cuño de la moneda, les dijo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.” O sea: Dad al Estado —reino o república— lo que es del Estado y a la religión lo que es de la religión. Que es la condena de la religión policíaca, de la religión que se propone asegurar el orden jurídico civil. El César ofrece su apoyo a Dios a cambio de que Dios le apoye; el Estado se hace Estado de la religión oficial a cambio de que la religión se haga religión del Estado, que suele acabar en religión de Estado. “El Estado español no tiene religión oficial” dice el artículo 3.° de nuestra reciente, y ya tan maltrecha, Constitución de 1931. El Estado no tiene por qué proteger a la religión oficial. Ah, pero la religión tampoco tiene por qué proteger al Estado oficial. Que se proteja él por sus propios medios.

Aquella posición religiosa, no política —en rígor no ya apolítica, sino impolítica— del Cristo fue la que hizo que los sacerdotes y los fariseos determinaran perseguirle y hacerle morir en cruz por anti-patriota, por sedicioso, por enemigo del buen orden social, por rebelde. Pues se juntaron en concejo y se dijeron: “Si le dejamos así creerán todos en él y vendrán los romanos y nos quitarán el lugar y la nación.” (Juan, XI, 48.) Y Caifás añadió que les convenía que muriera un hombre por el pueblo a no que se perdiera la nación toda. Y así, por orden legal, por religión farisaica del Estado —y de Estado— se hizo crucificar al anti-patriota Jesús de Nazaret, poniéndole, por burla, en la cabecera de la cruz esto: “Jesús Nazareno, rey de los judíos.” El famoso I. N. R. I. Que, como dijo siglos después el poeta germánico Goethe, conviene sacrificar la justicia al orden.

¿Es que el Estado no ha de defenderse? Sin duda, pero sin invocar la religión. Que ni es una sociedad de seguros mutuos para la salvación eterna, para la comunión de los santos, ni menos una gendarmería a lo divino. El Estado, además, es una cosa y la nación otra. La religión del Estado, la farisaica, es una cosa, y la religión nacional, popular, laica, es otra. El cristianismo nacional, popular, laico, no crucifica a nadie. Ni amenaza a nadie con el infierno. Ni cree en penas eternas, irreparables, y es ese cristianismo —consciente o no— popular, laico, el de la unidad popular, laica, es el que se resiente contra la religión farisaica de Estado y acaba por renegar de su propio origen. Y por no reconocer a su Cristo Rojo.

Vengamos a lo más actual y más concreto. Es a los fariseos de hoy —muchos sinceros— a los de la religión del Estado para sostén de su orden social a los que la sana conciencia popular rechaza y no por su ideario conceptual, no por sus doctrinas, sino por su temperamento. En resolución, que sería todo lo que se quisiera el bienio ese —ya de estribillo— de las Constituyentes —y el que aquí ahora os habla no le escatimó censuras, y bien acerbas— pero la sana conciencia popular rechaza a los que lo combaten con rencorosidad e iracundia de resentimientos farisaicos. Si eso es tradicionalismo en nombre de la tradición popular, cristiana, laica, ¡no! en nombre de la congregación nacional, popular y laica, de la tierra en que descansan en paz todos, absolutamente todos los que en ella murieron, sea cual fuere su creencia o increencia, ¡no! En nombre de la unidad nacional y a la vez universal, no estatal ni romana, ¡no! Fariseísmo, por sincero que sea, como religión, ¡no! Y en cuanto a Policía, la inevitable Policía, a este terrible mal necesario, amos de verdugos de Torrijos, de Riego, del Empecinado, de Rizal, de Galán..., ¡no!

Se habla de cierto dilema político que trasladado, elevado, a lo religioso —como ya en cierto modo lo hizo el grave Quevedo— se resuelve así: o el temor a las penas eternas o la anarquía y el desorden morales. Pero el Cristo que fustigó a la lechigada de víboras que eran los hombres de la ley estricta, de la implacable policía, no prometió expresamente el paraíso más que a un pobre bandido que moría en cruz a su lado. Y en él se lo prometió a todos, a todos los que no saben lo que se hacen, que somos todos, de un extremo a otro, absolutamente todos. Incluso, al cabo, a los fariseos mismos, que tampoco saben lo que se hacen ni lo que se dicen —el resentimiento les ciega, y el miedo—, pues hasta las víboras serán redimidas de su veneno jurídico.

viernes, 26 de enero de 2018

Reflexiones actuales II.

Ahora (Madrid), 9 de noviembre de 1934

Antes de proseguir estas reflexiones actuales cúmplenos asentar ante el envenenamiento inquisitorial —diabólico— de nuestra actualidad española que, como hacemos enquesta (enquisa) y no Inquisición, no tenemos por qué aplaudir ni condenar de antemano sucesos, hechos y personas, y menos desahogarnos en retórica sensacional. No comprendemos al que estudiando a la pantera, por ejemplo, la moteje de desalmada o de malvada. El que explica para juzgar, exculpa, como el que implica para acusar, inculpa. Al decir Jesús “¡no juzguéis!” quiso decir “no acuséis”, que el de acusar, aunque oficio necesarísimo en una república bien ordenada civilmente, es diabólico, ya que diablo (diábolos) quiere decir acusador. Y dicho esto vamos a examinar el aspecto religioso — o anti-religioso, que entra en él— de la última revolución. Que la pasión anti-religiosa es, a su modo, religiosa. Vamos a ver eso de las quemas y destrucciones de iglesias y las matanzas de religiosos. Cuando no se trate, claro está, de iglesias arrasadas o quemadas por razones de estrategia o táctica.

Suponemos que los lectores leerían en el número del 30 del próximo pasado mes de este mismo diario el excelente artículo “El Cristo Rojo”, de don Ángel Ossorio, en que se calaba tan certera y hondamente en la religiosidad —así, como suena— y hasta cristiana de los energúmenos —poseídos— que se entregaban a esos excesos. ¿A qué llamarlos impíos, sacrílegos o blasfemos? A algún cuitado le hemos oído hablar de odio al Cristo y hasta de odio formal a Dios. Paparrucha que acatan pobres imaginaciones diabólicamente enfermas de terror. ¿Que qué es ello? —se preguntará el lector—, ¿desesperación religiosa? ¿desengaño? ¿locura? En un muro de esta ciudad en que escribo se ve trazado con almazarrón este letrero: “La religión es una farsa”. ¿Qué religión? Porque el que escribió eso tiene, dese o no de ello cuenta, la suya; la comunista o la anarquista. “Engañados por predicaciones demoníacas” —dirá alguien. ¿Y cómo no les retuvieron en la otra religión, en la oficial, los predicadores de ella? Tal es el problema.

Cuando oímos que se ha arrasado o incendiado alguna vieja iglesia aldeana pensamos que no la habrían destruido así si en ella se guardaran, como antaño, las tumbas de los padres y los abuelos de los arrasadores. Pero se les echó fuera de la iglesia a los que en ella se les daba tierra sagrada. Y aun fuera del templo, en el cementerio, se acotó un rincón para los tenidos por réprobos. Escribo esto en el día de difuntos, uno de los más propios del cristianismo popular, laico, de nuestro pueblo español, y recuerdo cómo le oí una vez a una madre creyente comentar entre dolorida e indignada el que a su padre, que murió suicida y fuera de la comunión eclesiástica le negaran entierro junto a su mujer —era viudo— la madre de esa madre. Como si el enterramiento fuese un sacramento y no una obra de misericordia. A aquella pobre mujer creyente le parecía aquella ex comunión funeraria una anticipada condena al infierno en que, natural y sobrenaturalmente, la pobre madre no podía creer. Y quiero recordar también lo de aquel alcalde socialista y laico que después de rechazar de un entierro al cura lo presidió él y al dar tierra al muerto se descubrió e hizo descubrir a los demás y rezar un padre nuestro por el alma del difunto. ¿Es que creía en otro mundo? ¿en otra vida? En otro mundo histórico creen casi todos ellos. ¿No predica acaso otro mundo el comunismo? Y en cuanto a lo de la inmortalidad del alma y aun la resurrección de la carne...

Son las mujeres —se dice— las que conservan esa creencia con su culto. Son las madres, y ello es natural. La mujer que ha sentido nacer en sí en sus entrañas a un hombre, cree, inconcientemente muchas veces que de la miserable semilla del cadáver de su hijo sepultado en las entrañas de la tierra madre volverá a salir el hombre mismo. Su fe —inconciente muchas veces, lo repito— en la resurrección de los muertos le brota de su maternidad.

Y no pocas veces se la imbuye a su marido pues como dice la primera Epístola de San Pedro (cap. Ш) los que no fían en el verbo por el trato con sus mujeres se aprovecharán sin verbo. El Cristo resucitado dice el Evangelio que se apareció primero a una mujer y su legado viene por las mujeres. Sobre todo por las madres. A aquella mujer le bastó, según el relato evangélico, oír al Maestro; el apóstol Tomás tuvo que ver y tocar. Una madre conoce a su hijo por el lloro, sin verle ni tocarle, y en las noches de su duelo oye el lloro de su hijo muerto. El hombre creerá en la eternidad del pensamiento, de la historia; la mujer cree en la eternidad de la carne, de la vida.

Y ahora ¿cómo destruyen iglesias? Es que en ellas no descansan ya sus muertos. Los echaron de ellas; y no sólo en cuerpo, si no en espíritu. Ya no se acoje en ellas, en la Iglesia, a todos, absolutamente a todos los que vivieron y viven sea cual fuere su creencia o increencia. Una religión que dice que fuera de ella no hay salvación es que condena a muerte espiritual perpetua a éste o aquél. Establece el infierno como se establece la pena de muerte corporal, por policía. Y de una religión policíaca, diabólica, que se propone ser no consuelo para todos, buenos y malos, sino garantía y estribo de seguridad para el orden civil, social, político y jurídico del reino —o república— de este mundo, de esa religión siente el pobre acongojado por la miseria de este mundo que es una farsa. Ese que escribió lo de “la religión es una farsa”, y que cree acaso en el Cristo Rojo, en el de “a ti te respetamos por ser de los nuestros”, no sabrá acaso —pobre ignorante— todo lo que el Cristo dijo al decir en la cruz: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que se hacen.” ¿Y quién sabe lo que se hace? Y luego prometió el paraíso a un bandolero que moría a su lado, él, que fustigaba a los fariseos y saduceos a los que el Bautista llamó lechigada de víboras. La religión a que el pobre poseído del letrero rojo llama farsa no es la religión de Cristo es la de los fariseos que creían en otra vida en la que se torturaría a los enemigos de su orden.

Y ahora, antes de entrar en el examen de esta religión, séanos permitido, ya que tenemos noticia de la evangélica pastoral del señor obispo de Oviedo pidiendo perdón para los delincuentes jurídicos, recordar un admirable cuento de aquel admirable pensador y sentidor ovetense que fue Leopoldo Alas, “Clarín”. No he vuelto a leer el cuento desde hace años, pero recuerdo su sustancia. Y es que en una asonada o revuelta entraron unas turbas a saqueo y destrucción en una iglesia y un feligrés de ella encendido en celo —o más bien furor— religioso acudió a su defensa y esgrimiendo un gran crucifijo la emprendió a cristazo limpio —más bien sucio— con los asaltantes y descalabró a algunos de ellos. De lo que quedó orgulloso. Murió luego, y al llegar al juicio individual del otro mundo se encontró con Cristo crucificado que le preguntó si le conocía. Díjole que sí, con encendidas palabras, el cruzado, y como Cristo le preguntara si reconocía los cardenales que le cubrían le contestó que sí, que eran los que habían hecho los impíos judíos deicidas. Y el Cristo que no, que eran las que él, el cruzado, le hizo contra las cabezas de aquellos revoltosos. Y concluía Clarín que le condenó el Cristo al infierno, que no existía antes pero lo creó expresamente para él que tanto se lo había deseado a otros.

Y ahora vamos a examinar la religión policíaca para sustento del orden social del reino —o república— de este mundo, la religión farisaica que ha hecho, que como trágica reacción, se den a las veces pobres energúmenos engañados en su fe a quemar las iglesias en que no descansan ya, en la madre tierra común—aquí del comunismo— los restos mortales de sus padres y abuelos ni descansarán los suyos. Y conste que quien explica, aun el más horrorizante crimen, lo exculpa. Y que comprender es perdonar.

jueves, 25 de enero de 2018

Reflexiones actuales I.

Ahora (Madrid), 6 de noviembre de 1934

Vamos a ver si a las personas a las que no se les ha perturbado todavía del todo el sano juicio moral conseguimos llevarles a un íntimo y sereno examen inquisitivo — no inquisitorial— de la reciente actualidad revolucionaria. Que, como tal, como revolucionaria, es a la vez reaccionaria. Revolución y reacción son como la cara cóncava y la convexa de una misma superficie curva. Vamos a ver si logramos que reflexionen. Aunque es difícil, pues una actualidad catastrófica turba la reflexión. Los sucesos y los hechos últimos se han sucedido y se han hecho con tal rapidez y violencia que a los más de los testigos —y no digamos de las víctimas de ellos, no les han dejado pensarlos moralmente, juzgarlos éticamente. Todo se va en execraciones, no siempre de una retórica sincera.

Decimos pensarlos moralmente, juzgarlos éticamente, y no jurídicamente. La calificación jurídica de un delito es una cosa y su estimación ética es otra. El hombre inquisitivo entra en lo íntimo de las intenciones, en lo que se llama las pasiones —buenas o malas—, mientras que el hombre inquisitorial suele quedarse en las acciones —malas o buenas también—, a las que con lamentable frecuencia atribuye su propia pasionalidad. Más de una vez he escrito que la mala intención atribuida a un acto suele ponerla el que la juzga. Que no siempre, ni mucho menos, las malas acciones, es decir, las dañosas para el prójimo y la sociedad —los delitos—, proceden de malas pasiones, de malas intenciones. Cosa triste que las peores de estas malas pasiones, de las intenciones odiosas, no suelan descargarse en malas acciones —que acaso el descargue las purificaría—, sino que se reconcentran, se reconcomen, se agrían y producen esa tristísima pasión del resentimiento, de que suelen padecer tantos de esos que se tienen y son tenidos por hombres de orden. Son de los que odian al delincuente y en cierto modo compadecen el delito. Lo com-padecen, es decir, padecen de él, pues no se descargan con actos. Son de los que gusto repetir que se mueren sin haber cometido acto alguno delictivo y sin haber abrigado deseo alguno bueno. Alegrándose de la desgracia ajena y sin atreverse a agravarla en lo más mínimo. Y esta terrible pasión radical del resentimiento, melliza de la envidia, ¡qué estragos está haciendo entre nosotros! La envidia más que el odio, la soberbia más que la vanidad. Conocemos —¿quién no?— fariseos resentidos que se alegran cuando se cometen ciertos delitos para que así puedan aplicarse los castigos a ellos  condignos. Colmo de resentimiento.

Y esto de la vanidad, que, en ciertos casos, se alía a la teatralidad —exhibicionismo— cómica o trágica, nos lleva a otro género de reflexiones. Precisamente en estos días de los trágicos y catastróficos hechos revolucionarios estaba leyendo la Caracterología, de Utitz, y epilogando cuanto en mi última obra publicada, El hermano Juan o el mundo es teatro, he dejado dicho sobre la teatralidad, la vanidad, como raíz de la pasión del donjuanismo o tenorismo y de sus estragos. Y cuando procuraba ahondar —inquisitiva y no inquisitorialmente— en sus entrañas espirituales, he aquí que nos llega una información —si segura o no, lo ignoro— sobre un aspecto de la tremenda representación revolucionaria de los mineros de Asturias, y es que llevaban operadores de cine que sacaron películas de su campaña. “Pero ¿ustedes lo creen? —exclamó un cuitado, un acobardado hombre de orden, de los resentidos—; ¿ustedes creen que iban a pensar en eso?” Sin duda se creía el cuitado que aquellos energúmenos no iban arrastrados más que por odio, odio de fieras. Odio ¿a qué o a quién? Además, las fieras no odian. Es la pobre oveja acongojada y acobardada la que acaso odie al lobo; pero el lobo no odia a la oveja. Ni se la devora por odio. Y entonces hube de tener que decir que tal vez para muchos —acaso para los más— de aquellos energúmenos la película era la principal finalidad de sus barbaridades. En la contemplación de películas habían educado su pelicularidad. El que avanzaba puro en la boca y ceñido de cartuchos de dinamita era ante todo un actor trágico. Actor radical e íntimo que en la escena del asesinato asesina de verdad, en la del suicidio se suicida de verdad y mata y se deja matar porque no le da a la vida más que un valor estético representativo. El energúmeno es un poseído, endemoniado.

Este punto de vista no logran aceptarlo —ya lo sabemos— los cuitados, que ante la congoja y el miedo por los terribles efectos materiales —la muerte es un efecto material— de una de esas representaciones revolucionarias se empeñan en buscar no sabemos qué corrompida fuente de malas pasiones. Y algunos hablan de lo que el filósofo llama el mal radical y el teólogo llama el pecado original. Y acaso el verdadero pecado original del hombre civil y social es la vanidad, la teatralidad. De que no le curan ciertos graves castigos. ¿Es que no se ha conocido en la Historia casos de criminales —magnicidas y regicidas— que cometieron su crimen no a pesar del posible castigo, sino para gloriarse de él en el patíbulo? Recuérdese el caso —por mí citado en una obra— de Jerónimo Olgiati, el matador de Marco Visconti. Hay la caracterología del erostratismo, de Eróstrato, y hay la del brutismo, lo de Bruto, el matador de César. Poseídos también.

Los hombres, al parecer, más reflexivos, los inquisitivos y no inquisitoriales, los que piensan más en la corrección que no en la tardía represión, que no reprime casi nada, se preguntan cómo se puede curar o siquiera calmar y amenguar esa radical enfermedad humana. Y algunos de ellos hablan de la educación religiosa. Y se duelen, más que de otra cosa, del furor que acomete a aquellos energúmenos contra el culto religioso oficial, contra sus templos y sus símbolos, contra sus ministros. Y no se detienen a pensar si ese furor es odio o es otra cosa y si sus actos sacrílegos no están dirigidos por una pasión de origen religioso también, por una desesperación religiosa. En las llamadas guerras de religión suelen ser dos religiones las que luchan entre sí. La absoluta irreligiosidad —que en el pueblo es rarísima— no persigue a religión ninguna.

Mas de esto, de las quemas de iglesias y conventos, de las matanzas de curas y frailes, seguiremos luego.

miércoles, 24 de enero de 2018

Cartas al amigo XVII.―A un padre acongojado

Ahora (Madrid), 31 de octubre de 1934

Me doy muy buena cuenta, mi buen amigo, de su congoja de ánimo. Y más en estos días que corremos —y nos corren—, que le hacen a usted, que se profesa cristiano, recordarme aquellas palabras del apóstol Pablo a su discípulo Timoteo cuando le decía que “en los últimos días entrarán tiempos difíciles”. ¿Los últimos días? De usted, amigo mío, y míos, pero no de ellos. Los últimos días de los padres —y de los abuelos más— son los primeros de los hijos y más de los nietos. El eterno pleito de las generaciones, desde aquella terrible leyenda de Cam, burlándose de su padre Noé. ¡Padres e hijos! ¿Conoce usted, por ejemplo, la angustiosa autobiografía de Edmundo Gosse y lo que en ella dice de su padre? Y no es él solo. “Cuestión de deudores y acreedores”, me dice usted. ¿Quién deudor?, ¿quién acreedor? ¿Le deben a usted su vida sus hijos o se la debe usted a ellos? En el terrible cómico Aristófanes se le da, de ordinario, la razón al padre, mientras que en el no menos terrible cómico Molière son los hijos los que suelen llevar razón.

Pero vengamos a su caso actual. Conozco varios análogos; conozco hogares desgarrados por semejantes disensiones domésticas. El padre, creyente, y el hijo, incrédulo, o al revés; el padre lo que llamaríamos cavernícola —creyente o no—, y el hijo lo que diríamos bolchevique. O el padre por un lado, la madre por otro y los hijos cada cual por el suyo. A la guerra civil que nos destroza suele unirse la guerra familiar. ¡Cuántos de estos dramas domésticos! Las familias disolviéndose espiritualmente.

“¡Paz, paz! Siquiera en mis últimos días, al entrar en estos tiempos difíciles, ¡paz, paz! ¡Es lo que pido a Dios!” Así gime usted, amigo mío. ¡Paz, paz¡ ¿Y se profesa cristiano? Pero ¿es que usted, lector asiduo del Evangelio —me consta— no recuerda aquellas palabras del Cristo al caso? Cuando dijo: “¿Pensáis que he venido a dar paz a la tierra? No, os lo digo, sino disensión; pues desde ahora serán cinco en una sola casa divididos; tres contra dos y dos contra tres se dividirán: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.” ¿No recuerda esas evangélicas palabras? ¿Y aquéllas de: “Los enemigos del hombre, sus familiares”? ¿Y le extrañará a usted luego que al que dijo eso, a su Cristo, a nuestro Cristo, le hubiesen tomado por loco sus familiares, los suyos, los de su casa, los de su familia? Tampoco esto lo ha podido usted olvidar, lo sé. Sé que recuerda de continuo —y más ahora en que le cree enloquecido a uno de sus hijos— aquel tremendo pasaje del capítulo III del Evangelio según San Marcos, en que se nos cuenta cómo los familiares de Jesús, los suyos, los de su casa, salieron a cogerle diciendo que estaba fuera de sí, esto es: que estaba loco. “Y llegando su madre y sus hermanos —agrega el texto evangélico—, y estando fuera, enviaron a llamarle, y le rodeaba la turba y le dicen: He ahí tu madre y tus hermanos, que te buscan ahí fuera; y Él, respondiendo, dijo: ¿Quién es mi madre y los hermanos?; y mirando a los que le rodeaban, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos; quien haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y madre.” ¿O no recuerda usted tampoco, pobre padre cristiano acongojado, cuando se les escapó a sus padres —el hijo perdido y hallado en el templo—, y a las quejas de ellos y por qué había hecho aquello, les respondió: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo estar en lo de mi Padre?” Refiriéndose, ¡claro!, no al que le buscaba entonces.

¿Que le sermoneo cosas duras? ¡Ah!, es que, amigo mío, no sirve hacerse un cristianismo de superficial —no hondo— consuelo, de paz y de orden. El Cristo cuya doctrina cree usted profesar no vino a traer esa paz que usted, en sus últimos días, busca, ni vino a traer ese orden. No esa paz ni ese orden, sino lucha y justicia. Ni es cristiano sacrificar, como pedía Goethe, la justicia al orden. No, amigo mío, no; el fin de la religión cristiana no es conservar eso que tantos sedicentes cristianos llaman el orden. Ni la seguridad del Estado. Para eso están la Guardia civil y la Policía. Que llenan su función, pero que no es función religiosa. Como es una de las mayores impiedades suponer que hay que inculcar el temor al infierno para mantener el orden social. La religión no tiene que ver con semejante orden, por muy necesario que nos sea. No es su función dar seguridad al reino —o república— de este mundo.

Ni haga usted caso de ese trampantojo de la llamada democracia cristiana. La democracia está bien; el cristianismo está mejor; pero democracia cristiana es algo así como república agnóstica o monarquía racionalista. O como un triángulo amargo o un sonido verde. Todo eso es política, buena o mala, mejor o peor, pero no religión. La cual —y vuelva usted a escandalizarse— está fuera, por encima, no ya de la política, sino de la moral. No es cosa de hacerle al hombre bueno o malo, sino de consolarle de haber nacido, de darle paz —paz, sí, pero íntima— dentro de la guerra social y civil y familiar. Usted, creo, me entiende. Y si no...

Y ahora, en estos últimos días, ¿por qué se acongoja usted?, ¿de qué se me queja usted? Usted, atento tan sólo a ganar el pan para sus hijos, a colocarlos, descuidó su educación. Usted, su padre natural, entregó sus hijos a padres espirituales —y de alquiler—, que suelen ser muy malos educadores, y así le ha salido ello. Esos padrecitos espirituales mercenarios les educaron a los hijos de usted —ahora empieza usted a darse cuenta de ello— en la mayor superficialidad (mejor diríamos frivolidad) religiosa. Ellos les han hecho desesperar de la fe que usted profesa. O mejor, que usted cree profesar. No les enseñaron a mirar a la terrible verdad última cara a cara.

Sí, tiene usted razón; yo he venido últimamente sermoneando contra esa chiquillería que se rebela contra sus padres, sin saber lo que éstos hicieron por ella. Pero ¿qué hicieron? Mucho más y mejor que lo que esa chiquillería supone, pero mucho menos y peor que lo debido. Confiaron el culto al orden y a la enseñanza de la disciplina a esos padres espirituales sustitutivos, ¿y cuál ha sido el resultado? Que tantos padres hoy, acongojados como usted, se quejan de que sus hijos están fuera de sí, como locos, que se escapan de sus casas, que se desprenden y despegan de la familia.

¿Que todo esto es duro, muy duro? Sin duda; pero, amigo mío, yo, en mis últimos días, cuando entran tiempos difíciles, me consuelo y reconforto releyendo a mis evangelistas. Que no son sólo Mateo, y Marcos, y Lucas, y Juan, y Pablo, sino otros también. Entre ellos Spinoza y Kierkegaard. Y cito a éste para acabar con una sentencia suya. Y es la de que sólo se es cristiano por oposición, y donde todos creen serlo es que no lo es ninguno. Y cristiano fue —por oposición— aquel bendito judío Baruc Spinoza, que llamó a Cristo “la boca de Dios”; que dijo de Él que si Moisés habló con Dios cara a cara, el “Cristo comunicó con Dios de mente a mente”, y que no vino ni a establecer imperio político ni a instituir leyes —guardadoras del orden externo—. Es lo que nos dice en su Tratado teológico-político aquel santo varón judeo-cristiano, que buscó el amor intelectual —la comprensión— de Dios. Por lo que le llaman panteísta.

No se acongoje, pues, más, mi querido amigo, y piense que sus hijos acaso lleguen a padres naturales. Y entonces, con la paternidad, se les curarán las chiquilladas. Y en tanto, líbrenos Dios de ese frenesí de odios salvajes con que gentes que se dicen de orden persiguen, con injurias, denuestos, calumnias e insidias, a sus enemigos. Gente de orden… puede ser; pero de justicia, no, y menos de caridad. Mas de esto, otra vez.

martes, 23 de enero de 2018

¡Qué bien se está en las Batuecas!

Ahora (Madrid), 23 de octubre de 1934

Ayer, 1.º de este mes de octubre, sentí, después del homenaje nacional que se me había hecho y después de la que dieron en llamar mi última lección académica, la íntima necesidad de escaparme de la ciudad, de ir a embozarme en la luz y el aire libres del campo. Y tratar de sacudirme del mito. ¡Cosa fatídica ésta! Nos lleva a cada uno de nosotros el hombre de carne y hueso, el propiamente individuo y lleva al hombre social, público —por modesta y restringida que su popularidad, que su socialidad sea—, y éste lleva al mítico, al legendario. ¿Quién no tiene su mito, su leyenda, aunque contenido en mezquina aldea? El que nos hacen los demás; el reflejado en ese espejo de múltiples facetas, que es la sociedad que nos mira y cree conocernos. Y este mito, que cuando uno alcanza gran popularidad —o impopularidad, que es lo mismo— nos faja y ciñe y aprieta; ¡qué terrible cárcel broncínea es! Más de un hombre público y popular se ha sacrificado a su mito y por no contradecirlo se ha contradicho íntimamente. Contradicción esta última que suele consistir en querer matar las entrañadas contradicciones íntimas. ¡Ay del hombre que se dispone para estatua! En ella se recocerá a fuego espiritual lento como si lo tostaran en el toro de Falaris.

A escapar, pues, siquiera por un día, al fantasma del mito, a la previsión de la fúnebre leyenda y escapar ¿a dónde? Al campo, al campo libre. Y me fui con unos íntimos amigos y el mayor de mis hijos, primero a Béjar, tan henchido para mí de recuerdos y de allí a cruzar la comarca de la Sierra de Francia. ¡Qué paz, qué verdor, qué aire, qué luz! Subimos al santuario de Nuestra Señora de la Peña de Francia, donde nace el río Francia. Otras veces, varias, lo había subido a pie, por escarpada y pedregosa y angosta senda; ahora en coche por carretera. Y arriba el augusto silencio de la soledad cumbrera. Al pie la llanada salmantina, y de otro lado las crestas serranas en cuyos repliegues se esconden las Hurdes. Detrás Extremadura. ¡Qué días de silencioso recojimiento había recojido allí arriba en años pasados! ¡Qué ecos me llegaban del pasado por aquel aire que surcan las águilas! ¡Qué susurros recónditos bajo las bóvedas del santuario!

De allí arriba bajamos a las Batuecas, a ese encantado vallecito, encañada más bien y aun mejor barranco de verdura, donde las cabras pintás (no pintas), toscos entalles troglodíticos en unas rocas, nos dicen de lo que no pasa. ¡Y aquéllos cipreses que señalan al cielo! Cuando visité las Batuecas por primera vez, hace 42 años, aun se alzaban allí unos cedros centenarios, luego abatidos por codicia humana. Volví luego hace 22 años, después hace 14, en que había ya el inevitable álbum, donde he encontrado mi firma. El segundo volumen del álbum lo tiene retenido, como pieza acusatoria, el Juzgado, pues que en él unos atolondrados estamparon procaces necedades políticas. ¡En aquella paz! Y allí, en aquel encantado rincón de las Batuecas descansamos ayer el ánimo “lejos de la enloquecedora muchedumbre”, que dijo el poeta inglés Gray, lejos “del mundanal ruido”, que dijo el nuestro. Mientras me regalaba allí con uva y agua de limón se producía la crisis —¿qué dirán de ella hoy los diarios?— en el Parlamento. Y yo me decía: “¡Qué bien se está en las Batuecas!"

De las Batuecas a la Alberca, a ese pueblo —¡y tan pueblo!— recojido entre castaños, al pie de la Peña. Aquellas casas caseras, de piedra de berruecos serranos y de madera, de madera renegrida por lluvias y por humo de hogares, aquellas casas que abrigan bajo los anchos aleros de sus tejados, un mundo de recuerdos cotidianos, todos iguales. Relicarios de la dulce continuidad de la vida popular. Como el agua que corre por el arroyo de la plaza, no por tubería subterránea. En la portalada de alguna de esas casas, sentado en el umbral, bajo el dintel, sueña el sueño de tras vivir un anciano. Y ve jugar a los niños junto al arroyo callejero. O junto a la fuente.

Nos detuvimos luego unos momentos —que hacen un solo momento— en Miranda del Castañar, a que domina la torre del castillo arruinado. Sobre la torre, como un penacho, crece un arbolillo. En aquellas callejuelas encurtidas de hollín por dentro las casas, en aquellas callejas, al anochecer casi se adivinaba lo que es la vida siempre igual, lo que es la eternidad de la costumbre. ¿Crisis? Comen, beben, trabajan, duermen, sueñan, se reproducen, se quieren —y como condimento alguna vez se aborrecen— y cantan y bailan y se divierten.

¿Qué es eso de la hosca Castilla? ¿Qué es eso de la España negra y de su tragedia de que tanto hemos usado y hasta abusado y no menos que otros el que ahora os dice esto? No; se siente palpitar un resignado contento de la vida que pasa. En general se observa que las primeras necesidades se sienten si no satisfechas —¿quién se satisface?— dominadas. Y las primeras necesidades de un pueblo son comer, beber, descansar, dormir, soñar, reproducirse y... divertirse. Divertirse es de primera necesidad. Y divertirse cada pueblo a su modo. Aunque a veces ese modo parezca un poco bárbaro, sobre todo a los archi-cultos. El regocijo popular le alimenta tanto como el pan y el vino.

He encontrado últimamente buen número de extranjeros que habían llegado a nuestra España obsesionados por una leyenda trágica y que una vez aquí no sólo se han percatado de que en general nuestro pueblo vive, materialmente —según el materialismo histórico— tan bien como otros pueblos que pasan por más afortunados y sobre todo no ya resignado, si no sosegado. Y ello a pesar de los esporádicos estallidos de descontento. ¡Y lo que se mueve y se desplaza en estos tiempos! Hay que contemplar una aglomeración de muchedumbre en un día de ferias, de festejos, de romería, o de... manifestación.

De esta especie de travesía por entre gentes campesinas, de estos paseos por los pueblos retirados de las grandes rutas, recostados al pie de sierras o a la orilla de nuestros ríos nacionales, de estas peregrinaciones saca uno el ánimo aquietado. Y casi se olvida de esas rabias represadas de nuestra guerra civil. Y es que se prueba la paz civil que la sustenta, la paz bajo la guerra. De vuelta a Béjar desde la Peña de Francia y desde las Batuecas y antes de regresar a esta Salamanca me detuve en el Castañar a contemplar la estrellada del cielo de la noche. Allí arriba el Carro, la Bocina, la Silla de la Reina… —Osa Mayor y Menor, Casiopea...— y todas las otras constelaciones que sirven de fondo a las revoluciones de los astros de nuestro sistema solar. ¡Revoluciones! Y vuelven siempre a lo mismo.

Y ahora, ya en mi casa de la ciudad, a enterarme del curso de la crisis y de los rumores de venidera revolución y pensando: ¡qué bien se está en las Batuecas!

lunes, 22 de enero de 2018

Y después ¿qué?

Ahora (Madrid), 3 de octubre de 1934

Hace uno esfuerzos por arrancarse de las presiones de la actualidad pública nacional, de sus agobios y hasta congojas, mas no es hacedero. En el momento en que escribo esto me ha llegado la noticia de que se declara en toda España el estado oficial de alarma. De “¡al arma!”; hay que fijarse. Pero en alarma, no ya alarmados, sino armados, hace tiempo que se van poniendo mucha parte de los españoles. Y lo peor es que los más alarmados son los no armados, los inermes. Y ello acabará por obligarles a armarse de un modo o de otro. Cuando el Estado se alarma, ¿qué van a hacer los ciudadanos?

Se sabe de muchos que tienen en suspenso las más graves y vitales resoluciones para su porvivir. O, si se quiere, porvenir. No ya atañaderas a negocios, sino a cosas más íntimas de vida privada y familiar. Se sabe de gentes que estiman que no hay porqué ahorrar, sino vivir al día y aturdiéndose. “¿Quién sabe —nos decía un amigo— si mañana no me quita de este mundo un tiro perdido y aunque yo no me meta en nada? Porque en casa no voy a estarme metido...” Y en otro aspecto, ¡quién sabe de qué puede acusársele mañana!...

Estamos viviendo en una guerra civil incivil. Se habla de desencadenamiento de pasiones. ¿Pasión? Más bien insensatez. Y hasta locura. Una verdadera epidemia. Y más que de locura, de demencia. De deficiencia mental. Tengo que repetirlo, una vez más: la gente físicamente, corporalmente joven, está volviéndose psíquicamente, espiritualmente, pueril. Pero de la peor puerilidad; de una puerilidad morbosa. Un mozo que a los diez y ocho años no ha salido, o vuelve a su mentalidad de los seis, no tiene la frescura, la espontaneidad, la sencillez, la sinceridad de los seis años. Es un monstruo. Y a esta monstruosidad estamos asistiendo. Esos párvulos de veinte años que extienden el brazo en una u otra actitud, con mano abierta o con puño cerrado, se uniforman y se dedican a unas u otras pantomimas, son sencillamente enfermos mentales. Y sus pasiones las peores pasiones de la niñez retrasada. Muchas veces esa terrible pelusa —que así se la llama— que a muchos pobres niños les impide hasta crecer. Algo que se da en la tristísima crisis que suele preceder a la pubertad.

En cuanto a los mayores... Los mayores están asustados. No saben cómo reaccionar a la insurrección de la chiquillería dementalizada y que les falta al respeto. Los ciudadanos mayores, los de mayor edad mental, los que aún conservan alguna conciencia de responsabilidad civil y social, se reparten entre lo que llamamos, mal o peor llamado, posiciones de derecha y de izquierda. Y hasta, si se quiere, revolucionarios y reaccionarios. Y se tienen miedo los de un grupo a los del otro, y se tienen miedo a sí mismos los de cada grupo. Unos y otros tienen miedo a encargarse del poder. Y es porque saben que el poder es la impotencia, y con ella el fracaso, cuando los cuitados ciudadanos alarmados esperan que el Estado, con el estado de alarma, les saque de sus agobios y congojas y apuros pero sin tener ellos, los cuitados, que armarse. Lo que se llamó antaño la asistencia ciudadana asusta a unos y a otros. Y sin embargo, tendrán un día, si esto sigue como va, que acudir al arma. Y agréguese otro miedo. El miedo de ciertos presuntos caudillos a que se les tache de miedosos. La chiquillería les desborda y arrolla, no saben contenerla y menos saben ponerse a su cabeza. Se acostaron con chiquillos y ensangrentados se levantan.

Y en tanto los chiquillos dementes de uno y de otro bando están jugando —y con fuego— a lo que algunos atolondrados llaman la revolución permanente. O sea el deporte revolucionario. Porque hay, sí, una verdadera revolución permanente. De que el más claro ejemplo conocido es el de la revolución de los astros en derredor del Sol: la revolución copernicana. Que es silenciosa. Como no sea para esos pitagóricos que creen oír la música de las esferas celestiales. La otra, la revolución deportista, aspira a la estridencia y aún al estruendo. El general Prim, aquel tan característico y castizo revolucionario, dijo en un manifiesto que había que derrocar “en medio del estruendo” la dinastía —“espuria” la llamaron— de los Borbones de España. “En medio del estruendo.” ¡Sí que era estruendoso Don Juan Prim y Prast! Entre el estruendo de unos trabucazos perdió la vida. Y vino Amadeo de Saboya, Prim de cuerpo presente, y luego la primera república y con ella el cantonalismo —que ahora revive— y luego otro general, Pavía, y aquella su entrada, no ya estruendosa, en el Congreso el 3 de enero de 1874, y después... el grito, tampoco estruendoso, de Martínez Campos en Sagunto.

Se nos dirá que lo de ahora no tiene mucho que ver con aquéllo, que ahora se trata de revolución social. ¡Bah! estruendo deportivo también. Una chiquillería que no quiere pasar sin meter bulla en la historia, sin romper un plato o hasta toda una cacharrería de ellos. No pocos, y no precisamente de los más jóvenes, revolucionarios de cabaret.

Y luego ese que podríamos llamar fenómeno de polarización. Se pierde el sentido dialéctico. O marxistas o fajistas. Y lo fatídico es que ni unos ni otros tienen idea ni del marxismo ni del fajismo. Porque... voy a remachar… toda esta demencia polarizada se apoya en la más cruda ignorancia. Y de tal modo se ponen las cosas, que los que queremos mantener el sentido histórico, que es sentido dialéctico, sentido liberal, prevemos con tristeza que lleguen tiempos en que predominando uno u otro polo —pues da lo mismo el uno que el otro— de esta polarización tengamos que emigrar de nuestra España. Al que esto os dice, que ya otra vez tuvo que emigrar de su patria, le estruja el cogollo del corazón el pensar que tenga que volver a hacerlo y... después de haber pasado de sus setenta años! ¿Que no habrá por qué tener que emigrar, domine uno u otro polo? Tampoco entonces creyeron muchos —los más— que había que emigrar. Porque no es que me echaron, sino hice yo que me echaran. Y ello por no querer callarme, por no plegarme a la censura, por mantener la libertad de la verdad, la libertad de expresión del propio pensamiento. Y preveo que, venzan los unos o los otros, no se podrá hablar y escribir con verdadera libertad. Se perseguirá unos u otros gritos, unos a otros emblemas, hasta unos u otros ademanes. Aun loa inocentes. Pueden llegar tiempos en que los dementes de un polo o los dementes del otro saquen afuera la honda pasión que les mueve y no es otra que el odio a la inteligencia. Odio que le llaman disciplina. Los que presumen de hombres de acción —o de reacción, que es igual—no suelen ser sino dementes resentidos. Dementes resentidos que sienten la necesidad de delegar su pensamiento, de renunciar al libre examen individual —principio del liberalismo—, de someterse. A eso le llaman disciplina. Y en el fondo es el origen del sentimiento inquisitorial en esta tierra que creemos individualista. Cuando no hay nada más rebañego, más gregario, que su anarquismo. Este tan cacareado individualismo celtibérico, donde lo que más se acusa es el odio a la individualidad. Comunismo libertario o fajismo, lo mismo da. Con uno o con otro, el que quiera mostrar a luz y a aire libre su pensamiento y su sentimiento íntimo tendrá que emigrar. Porque decir su verdad será ofender a los que manden, sean unos u otros.

Es lo que se me ocurre responder al que me pregunta: “Y después, ¿qué?”

domingo, 21 de enero de 2018

En torno al “sex-appell”

Ahora (Madrid), 25 de septiembre de 1934

¿Y por qué no? Pero ¿qué te has creído tú, muchacho? ¿Por quién me tomas? ¿Por algún auténtico? ¿Que qué es lo que pienso de eso? Pues verás; como pensar… No sé si sabes que Courteline decía haber conocido una señora —francesa— que decía que ella, de ordinario, no pensaba, pero cuando pensaba no pensaba en nada. Y como leyendo la Prensa —en la que yo, pecador de mí, colaboro— suele ocurrirme acabar por no pensar en nada —y es lo mejor—, me entretengo entonces en repasar esas estampas. En ver los santos o los monos, que decíamos de niños. Sólo que aquí no son ni santos, ni monos, ni para niños. En general, ¿para... adultos?, ¿y santas?, ¿monas? Mas, en fin, contemplándolas —algunos se las comen con los ojos— se olvida uno de las declarativas vaciedades de los hombres públicos que vienen entre estampa y estampa de mocitas —algunas, mocetonas— de esas. ¿Que qué pienso de eso? Verás.

Lo mejor, que esas mozas no dicen nada. No sé si piensan en nada. No dicen nada —con la palabra, se entiende—. Y si les hacen decir —por escrito, se entiende— es peor. Mejor que se callen. Sobre todo si son recitadoras. Para descansar los ojos de tener que leer tantas simplezas de hombres públicos lo mejor es descansarlos mirando los retratos de esas mujeres que viven de las miradas del público. “Vedettes”, peliculeras, bellezas profesionales, “misses”... y lo demás.

Todo esto ha venido —he oído decir— para reparar los estragos que ha causado la guerra. Es lo que llaman el “sex-appell”. ¿No lo sabes? El “sex-appell” es una consecuencia del “struggle-for-life”. ¿Que hable en cristiano? Pues bien: no rehusarás la calidad de cristiano al padre ese jesuita —paisano tuyo y mío— que habló no hace mucho de los “estímulos somático-psíquicos” del sexo mientras la actual —la actual, ¿eh?— Providencia de Dios ordene que nuestra humana especie se propague por generación sexuada y no de otra manera. Pues a eso que el padre jesuita y biólogo —no sé si biólogo jesuítico o jesuita biológico— llama “estímulos somático-psíquicos” llaman ahora “sex-appell”. En romance corriente y moliente, cachondez. Cachondez, sí. Y verás: así como toriondez y verriondez —de toriondo y de verriondo— se refieren al “sex-appell”, al estímulo sexual, de los toros y vacas y de los verracos y cerdas, respectivamente, así cachondez presumo, por indicios lingüísticos, que debió de referirse primero a los perros y perras. Y como la especie humana es tan cínica, lo que quiere decir perruna, pues... ¡por eso!

Y vengamos a lo del “sex-appell” o cachondez de esas señoritas. Y no digo señoras. O sea, si quieres, matronas. Lo de las señoras o matronas —de una o de otra edad— que se ofrecen para madres no es propiamente “sex-appell” en el sentido actual. Antes, sí; se oía alguna vez, al cruzar la calle, marchosa, alguna real moza, que algún castizo le largaba este piropo: “¡Vaya un molde!” Pero ahora, con el malthusianismo, le podríamos llamar ¡“sexappellativo”...! No; por lo general, esas mozas no llaman la atención como moldes. Para molde, acaso la Venus de Milo. Pero a la Venus de Milo le falta cachondez. A nadie se le ocurre decir al verla: “Si pestañeara...!” Claro, como que es de mármol, blanca y fría, y no tiene pestañas. Para pestañas —y de artificio—, esas mozas de la pantalla, que parece que parecen fabricadas —no engendradas ni paridas— en serie. A mí, verás, todas me parecen la misma. Y en cuanto a moldes... Figúrate que tú —y tú eres muy sensible, lo sé, a esos estímulos somático-psíquicos de la biología jesuítica— vieras a una mujer —llamémosla así— con melena ondulada y oxigenada, cejas pintadas en arco después de afeitadas las naturales, labios pintados de colorete y demás afeites, y con todo eso, dando de mamar a un niño con una teta enyodada, a la que sostiene con unos dedos ensortijados y las uñas pintadas de rojo o acaso de negro. ¿Qué pensarías al ver eso? ¿Te parecería una madre? Ni una mujer siquiera. No quiero decir una hembra. Porque no siente al hijo.

Alejandro Manzoni, en su inmortal novela Los novios (I promessi sposi), nos dice que ella, la novia, la futura madre, Lucía Mondella, no parecía en su aldea sino una vulgar “contadina”, una aldeanita. A él, a su marido, a Renzo Tramaglino, le parecía todo. Y, por otra parte, conozco yo un psicólogo que sostiene que las más de las heroínas de los amores trágicos, las mujeres verdaderamente fatales —no las vampiresas—, no fueron, en general, hermosas —las que se llama así— ni siquiera guapas, Y algunas, feas. Ahora que tuvieron algún... picante, algún estímulo trágico.

De esas damas y damiselas, de pantalla o de tablado las más, que se nos ofrecen pasto a la mirada, las menos estimulantes me parecen ser las de más pura sangre, las de raza menos mezclada. Sobre todo si son lo que ahora se llama arias. ¡Es terrible la sosería de la dichosa raza aria! Análoga a su presuntuosidad mental. En general, los tipos exóticos son más... estimulantes. Y biológicamente, ¡qué espléndido animal humano es una senegalesa, por ejemplo! Y de otras razas. Eso de la superioridad estética de la raza llamada caucásica no es más que una ridícula presunción de los pobres arios. Que, por otra parte, tiemblan ante el peligro amarillo, y el rojo, y el negro. Me acuerdo que en uno de los últimos concursos de belleza europea me llamó especialmente la atención una de las “misses”, la española, por algo que se salía de esa estereotipada y pelicular expresión de la, llamémosla, corrección aria, y así te lo dije; ¿te acuerdas? Y luego me viniste con la noticia de que por las venas de aquella tan expresiva muchacha, de cara, de paisaje aldeano, corrían acaso gotas de sangre no caucásica.

Por lo demás, y ya que he sacado a relucir lo de la sangre aria, debo decirte que eso del arianismo —que tiene sus relaciones con el arrianismo— no es etnográficamente más que un camelo. O un infundio. Teodoro Poesche, en 1878, descubrió (!!!) que el primitivo hogar de los indo-germanos estuvo en el pantano de Rikitno, en el Dniéper, donde es endémico el albinismo. De allí la raza blanca rubia, la de la llamada plica de Polonia. ¿Camelo, infundio? Como todas esas puerilidades de pureza de raza. Y cuando de ésta me hablan en mi tierra nativa —la tuya también— a mí, que, en cuanto mis noticias alcanzan, mi abolengo todo llevó nombres vascos, suelo contestar que no creo en más raza que la de mi abuela paterna, que se apellidaba Larraza. Ni en más jugo racial que el de mi abuelo materno, un Jugo, que es el nombre de un caserío de Galdácano. Ahora, si lo de ario, o indo-europeo, o indo-germánico, se toma lingüísticamente… Entonces la sangre corporal nada tiene que ver con la sangre espiritual, que es el lenguaje. Hay negros que piensan, desde hace generaciones, en inglés. Y el caló de los gitanos es un regojo de lengua indiana o aria. Y espiritualmente, tan ario es un gachó castizo como cualquier albino procedente del pantano ese del Dniéper. Y ahora, ¡desde que los arios esos hacen paradas de pantalla...! ¡Pantomimeros!

Aquí vendría bien, a propósito del “sex-appell” o cachondez, y de la peliculería, y del arianismo, y demás mandangas, que te dijese algo de eso de querer mantener las razas nacionales puras y evitar los mestizajes y los matrimonios mixtos y demás majaderías, y decírtelo a ti, que no tienes, que yo sepa, ningún Fulánez entre tus apellidos, pero que eres sensible —¡y tan sensible!— a los estímulos somático-psíquicos de las mozas alienígenas y aun exóticas; pero... Pero esto lo dejaremos para otra vez. Y a repasar ahora, con la mirada, esas “santas” y “monas” de la pantalla y el tablado. Aunque sea siempre la misma. Mismamente adobada. ¡Ah!, y Dios te conserve siempre jóvenes los ojos...

sábado, 20 de enero de 2018

Hablemos de teatro

Ahora (Madrid), 19 de septiembre de 1934

Hablemos de teatro. Del teatro de la vida y de la vida del teatro. He asistido a las representaciones que los jóvenes estudiantes de la Barraca, dirigidos por el de veras joven García Lorca, van dando por lugares chicos y grandes, como había asistido a las de las Misiones pedagógicas. Hondo movimiento, no sólo pedagógico, sino en el derecho sentido de la palabra —no en el pervertido— demagógico, esto es: político. Y el modo de recibir el pueblo, el hondo pueblo, esas representaciones me ha corroborado en mis convicciones respecto al alma popular.

Primero, que el pueblo no necesita de decoraciones embusteramente realistas. Tiene imaginación, bastante viva, para figurarse el ámbito material de la acción. Le bastan unas cortinas. Como no necesita que se le justifiquen con cierta lógica artificiosa, de abogacía, las entradas y salidas de los personajes. Y esto, como veremos, es aplicable al teatro político, cuyas decoraciones, no siendo para señoritos, sobran.

Mas lo que sobre todo resulta más interesante es percatarse de que al pueblo ni le importa la originalidad o novedad —aunque originalidad y novedad no sean lo mismo ni mucho menos— del argumento, ni que éste se proponga desarrollar lo que se llama una tesis, ni menos la moraleja. Le interesa la vida misma. Y de aquí la irremediable mezquindad de eso que llaman arte proletario. A los proletarios de verdad, no de credo político, les conmueve más una persona de veras, de carne y hueso y sangre y pasión, sea cual fuere su índole —hasta un tirano—, que no un ridículo predicador de doctrinas sociológicas. Y sobre todo las figuras, los símbolos, ya tradicionales, los que se sabe de memoria. Aquí, en España, Segismundo, el alcalde de Zalamea, don Juan Tenorio… y, desde luego, las simbólicas figuras religiosas. Rambal llena los teatros con hombres del pueblo, de los campos, con verdaderos proletarios, representando la Pasión de Jesús. Van a verla, como en ciertos lugares asisten a las procesiones de Viernes Santo, los obreros socialistas y comunistas. Y es que no se trata de creencias, sean católicas o anticatólicas. Preguntándole García Lorca a una anciana de pueblo qué le había parecido de cierto pasaje, respondió: “No; lo que me ha gustado es lo de Adán y Eva.”

El pueblo es como el niño: quiere que le cuenten el cuento que ya se sabe de memoria, que le reciten el romance conocido. Y goza en corregir al cuentista o al recitador cuando se sale de su papel. Y así es la vida. En la escena cuarta del acto tercero de El rey Lear, de Shakespeare, dice el delfín de Francia “que la vida es tan hastiosa como un cuento contado dos veces y que molesta al oído torpe de un hombre amodorrado”. Pero a un pueblo que no esté amodorrado ni tenga el oído torpe, ni le molesta que se le repita el cuento de cada día ni le da hastío la vida. Pide a Dios que le dé hoy la palabra de cada día. La repetición es la sustancia de su dicha. La milagrosa novedad que no hay nada nuevo bajo el sol. Y es que el pueblo, como el niño, no es delfín de Francia. Los delfines ésos, los príncipes de la sangre, nunca han sido niños. Ni, por lo tanto, pueblo.

Los señoritos —esos delfines, o más bien, atunes—, sean de la profesión política que fueren —pues hay señoritos fajistas y señoritos comunistas, proletarios de profesión y no de prole—, los señoritos se aburren si no se está revolviendo o renovando cada día el cuento. Y por eso piden revolución o renovación. Y es que, en el fondo, están amodorrados y tienen torpe el oído. Tan torpe que no se percatan de que la vieja palabra es nueva cada día. No tenemos sino observar cómo están hablando a diario de futuros grandes cambios, de catástrofes, de crisis, de revoluciones o renovaciones. Y con qué ansia esperan la apertura de la temporada parlamentaria, del teatro nacional político. Mientras el pueblo sabe que no habrá cambios. ¿Cambios? ¡Bah! A lo sumo, distintos perros con los mismos collares. Collares que en los más de los que los llevan son carlancas de mastines de pastor de corderos.

Me decía un frecuentador de patios de butacas de teatros que cuando una obra dura mucho tiempo en escenarios de una gran ciudad, cuando alcanza muchas representaciones, no quiere decir eso que se renueve mucho el público que la va a ver, sino que hay una gran parte de él que repite su asistencia, que hay muchos que concurren uno y otro día hasta que saben de memoria la obra. Y ya no les importa ésta, sino el observar cómo la representan los actores. Y darse el gusto de criticarlos. Hay aficionado que se jacta de haber visto hacer el mismo papel a veinte actores diferentes. Y así en el otro teatro, en el de la vida pública política.

¡La repetición! Hay quien no se da cuenta de un cuento hasta que no lo ha oído cien veces o más. ¿Y esos que día tras días y año tras año echan a diario su partida de tresillo? Que es la misma partida siempre. (“Como este tu articulo —se dirá aquí algún lector— es tu artículo de siempre.” Y no se lo niego; pues ¡no faltaba más!) Per troppo variare natura é bella, por demasiado varia es hermosa la Naturaleza, dice el proverbio italiano. Pero es más bien verdad lo contrario. Así lo he pensado contemplando la mar. Y el páramo. Aquel pobre Nietzsche, que de su flaqueza hizo fortaleza —la fingió—, soñó, como consuelo a su desesperación, la vuelta eterna, el eterno repetirse de la misma vida universal. Y los más extrañados creyentes en una vida perdurable de ultratumba sólo lograrán representársela como la repetición eterna de un momento de visión beatífica.

Y he aquí por qué cuando uno está ya harto de señoritos —delfines o atunes— de derecha o de izquierda, de uno o de otro extremo o de centro, revolucionarios o renoveros, comunistas o fajistas, o como se llamen (que ser es llamarse), cuando está harto de ello, se vuelve a oír el cuento de siempre y pide diciendo: “La palabra nuestra de cada día dánosla hoy. Señor.” Y luego sea lo que Él quiera. Que cuando calle la palabra no quedará ya nada. Ni visión alguna.

Y ahora esperamos que la experiencia que del verdadero pueblo, de la prole de verdad, están adquiriendo los de la Barraca y los de las Misiones pedagógicas pueda redundar al teatro de Empresa artística, y de ahí al teatro todo, comprendido, ¡claro está!, el político. Que de esas Misiones pedagógicas y, en el originario sentido de la palabra demagogia, demagógicas, surja una misión a los pedagogos y a los demagogos. Y que tanto pedagogos como demagogos, guiadores de niños y de pueblos, aprendiendo de aquellos a quienes tratan de enseñar, aprendan el cuento que hay que contar a diario y dejen el hastío de la vida, que pasa al quedarse —se queda al pasar—, que se renueva al repetirse —se repite al renovarse—; se lo dejen a los delfines, a los señoritos de la llamada grandeza y a los del populacho, que no pueblo. Señoritos hastiados, aburridos, unos y otros, y que buscan cómo matar su hastío, aunque sea a pistoletazos o a porrazos.

Y aquí tiene el lector —“mi” lector— otra vez mi articulito, mi comentario perpetuo.

viernes, 19 de enero de 2018

Ambos regímenes

Ahora (Madrid), 14 de septiembre de 1934

Al leer en el último numero —el del 1.º de este mes— de Les Nouvelles Littéraires, el tan conocido semanario de París, un artículo del tan conocido Julien Benda sobre los “Salones de antaño” se nos han ocurrido unas reflexiones aplicables a nuestra actualidad española. Benda polemiza en él con un supuesto Polemarco, que siente horror a la democracia y añoranza de los salones del llamado gran siglo. Este Polemarco simboliza a esos pintorescos y literarios monárquicos legitimistas franceses —su principal caudillo, un tradicionalista ateo— que están convencidos de la suma improbabilidad de una restauración monárquica en la Francia de hoy, y ello por falta de candidato al trono que sea persona. Más fácil una dictadura republicana. Y no monárquica, pues no parece que puedan encontrar uno como Alejandro de Serbia.

“Que todas esas virtudes con que adornáis a la antigua Francia, la antigua Francia no las tuvo, me figuro, Polemarco —le dice a éste y a los suyos Benda—, que lo sabéis como nosotros. Y si no sois ni ignorantes ni engañados, ¿de dónde vuestro credo? Creo que se nos explicó antaño con toda claridad deseable por uno de los vuestros.” Y en seguida Benda expone, como Barrés en el Jardín de Berenice, un personaje para cohonestar una campaña electoral de injurias y calumnias al adversario; decía: “Los vicios de mis adversarios, aunque fuesen ficticios, me permiten recoger, sin treinta y seis sutilezas de psicólogo, un gran número de sus actos molestos; es una concepción que explica de una manera muy feliz la reprobación y la animosidad que deben, en efecto, inspirar, aunque por razones un poco más complicadas.” “En otros términos —comenta Benda—, la infamia de mis adversarios es una ficción o, por lo menos, una simplificación grosera que sustituyo a la verdad compleja, pero que me es soberanamente útil en el combate que libro contra ellos. Exactamente la explicación que Hitler, si fuera tan inteligente como Barrés, daría de su dialéctica contra los judíos. Recíprocamente podríais decir: La perfección que asigno al antiguo régimen es una ficción que me es útil para el asalto —por lo demás, legítimo—que libro contra los demócratas. Es una tesis que adopto no en cuanto historiador, sino en cuanto hombre de acción.”

Y ahora, después de hacer observar que hombre de acción sin sentido histórico, sea de derecha o de izquierda, no es más que hombre de reacción y hasta de reflejo en su significación fisiológica, vamos a traducir el último párrafo del artículo de Benda, y que es de ajustada aplicación hoy entre nosotros. Y dice así: “Pero una cosa me entristece, Polemarco: es pensar que ese hermoso mito de la monarquía llegará a ser inútil el día en que triunfe. ¡Qué hermosa era la República bajo el Imperio!, decimos y más que nunca. Quién sabe si algún día no diremos de la monarquía: ¡Cuidado que era hermosa bajo la República!”

Así acaba su para nosotros tan sugestivo articulo Julien Benda, y al punto nos pusimos a repasar la leyenda que los de nuestro llamado nuevo régimen están haciendo del antiguo y la leyenda que los del antiguo régimen, el monárquico, están haciendo de esta reciente y tierna República. Unas veces se habla de los vicios y la podredumbre y las vergüenzas del régimen monárquico borbónico, y otras, de los del actual régimen, sobre todo del que los renoveros y consortes motejan de “bienio ominoso”, el de las Constituyentes. Y todo español de sentimiento histórico y de memoria sosegada y pura se da cuenta de que tanto en el un caso como en el otro, esos partidarios de acción y de reacción —convertibles entre sí, pues que son lo mismo— están fraguando ficciones, mitos y leyendas. Se llega de una parte y de otra, accionaria y reaccionariamente, a las más groseras falsificaciones de la memoria histórica. Y no son equivocaciones o errores, no; son mentiras. Ni vivíamos hace veinte años tan vergonzosa e indígnamente como dicen los nuevos — llamémosles así— ni hemos vivido estos tres últimos años, y en especial los del dichoso bienio, como los antiguos dicen.

Ahora que a las veces obran los dos temperamentos, el de los que sienten que cualquier tiempo pasado es —“es” y no “fue”; es, ya que pasó— mejor y el de los que sienten, en progresistas apriorísticos, que cualquier tiempo pasado es peor. O sea que cualquier tiempo venidero es —y no será— mejor, lema de los esperanzados. Pero el gentío sencillo que vive al día y siente la continuidad histórica, la tradición siempre en hacerse, comprende que nada sustancial cambia ni en mejor ni en peor; comprende que apenas va nada de uno a otro régimen.

Y hay otra cosa, y es que bajo ambos regímenes, tanto los unos como los otros, tanto los conservadores —retrógrados si queréis— como los otros, los presuntos revolucionarios, han pecado más de palabra que de obra. Medidas de gobierno hubo que si estaban justificadas, lo estaban por razones que el gobernante se reservaba. La ley de Defensa de la República hizo suya la doctrina de Felipe П, la de la razón de Estado: “por razones que el rey conoce”. En Derecho canónico: “ex informata conscientia” del prelado. Y luego, al tratar de justificarlas, ¡qué groseras sinrazones, mezcladas de insultos y calumnias! En uno y en otro régimen. ¿Es que, por ejemplo, justificó de algún modo el Gobierno republicano de hace dos años que las actividades de cierta Orden religiosa —pecadora por torpeza, soberbia e incautela— constituyesen “un peligro para la seguridad del Estado”? No, sino que se salió con una miserable sinrazón. Análoga a las sinrazones, igualmente miserables, con que el antiguo régimen, aconsejado por esa presuntuosa Orden, perseguía a otras comunidades o institutos de especie civil.

Y para concluir. Amigo Polemarco español y consortes: Sigan, si es que eso les sirve de desahogo a sus resentimientos y resquemores, inventando ficciones frente a las de sus adversarios y sigan calumniando a éstos como éstos les calumnian, y sigan buscando su persona, la que encarne su tradición ficticia; pero dense cuenta de que los españoles de memoria fiel, segura, sosegada y pura, de sentido histórico cotidiano, están por encima de esa refriega y sienten que España no depende ni de un régimen ni del otro. Lo demás es “sombra del porvenir”, según la enérgica expresión del apóstol Pablo de Tarso. Y consustancialidades..., ¡no!

Y ahora, hoy, domingo, 9, al ir a echar al correo estas cuartillas, ya antes escritas, nos enteramos con tristeza de la enorme estupidez pueril de esa huelga general parcial para protestar contra una reunión que no ha logrado ver impedida. Lo estúpido pueril es lo peor. Tememos más a la inconciencia que a la violencia bien pensada. La degeneración mental cunde y redunda en España. Y por ambos extremos.

jueves, 18 de enero de 2018

Carta a un mozo que presume de tal

Ahora (Madrid), 8 de septiembre de 1934

Ah, sí, ya sé, muchacho, que te han dolido algunas de las cosas que os he dicho a los que presumís de jóvenes —presuntos jóvenes—, y en lo más por no haberlas entendido a derechas. (No te enredes con esto de derechas y de tuertas.) Que no andas muy bien de entendederas. Por lo que me motejas de gruñón. Y me preguntas qué es lo que busco. Te busco a ti, o mejor, busco el que te busques, sin dejarte engañar por los que te adulan la juventud. Verás.

¿Actual? ¿Actualidad? Deja que lo escudriñemos, por mi parte repitiéndome. La repetición, la reiteración, es mi fuerte, aunque me digas que mi flaco. Vivir al día, que es para siempre, es repetirse. Siempre el mismo; antiguo y moderno siempre; de anteayer y de pasado mañana. ¿Recuerdas lo que ya te tengo dicho de la actualidad y de la potencialidad del pasado? Pero dejemos estos nombres de pasado y de porvenir para lo no humano —acaso inhumano—, para lo material, y valgámonos de otros llamándole al pasado humano, histórico, el vivido, y al porvenir humano, histórico, el porvenir. Sé que te burlas de la Historia, y que con un mohín de fingido desdén, dices de algo o de alguien que no llegas a comprender ni a consentir: “¡Bah! Eso —o ése— ya pasó a la Historia.” Pero a la Historia, muchacho, no se pasa si no se queda uno en ella. La Historia humana, el vivido, es lo viviente. De ella, de la que te empeñas en desconocer —y en disentir—, estás viviendo. Está viviendo tu infantil —no moceril— rebeldía.

Cállate y no me hables de tradición. Ah, sí; sé que te ha quedado en la memoria aquello de que la masa viva del cuero humano se renueva toda en tanto o cuanto tiempo, que algún fantasioso hasta ha fijado en años. Y que hay quien enseña que alguna porción queda —acaso en los huesos— que permanece materialmente la misma. Mas lo que queda es no lo material, sino lo formal, la forma. Los escolásticos —no te sonrías— le llamaban al alma la forma sustancial del cuerpo. Y esto de la forma sustancial recuerda lo de la constitución interna de don Antonio Cánovas del Castillo. Y vuelve a sonreírte si quieres. Un barco —es metáfora ya muy usada— sale del puerto; hoy pierde una tabla de banda, de cuaderna, de quilla, de cofa, un palo, un cabo de jarcia, un trozo de velamen; mañana pierde otro, y otro después; mas como la pieza nueva —el nuevo miembro— ha de ajustarse al perdido, el barco vuelve él mismo al puerto de que partió. Y acaso la nueva pieza es más ajustada, más tradicional, que la vieja.

No me hables de huesos ni de anquilosis. Fíjate en la piel, que parece lo más nuevo, lo más fresco y lo más soleado. Y más para vosotros, que os perecéis por la película. Ya dijo, quiero recordar que Carlyle, declamando sobre la revolución francesa, que la serpiente no se despoja de su piel vieja mientras no esté cuajada, por dentro de ella, la nueva. ¿Pero y cuando se le arranca a un pueblo, revolucionariamente, su vieja piel sin tener la nueva cuajada dentro? Al que se le arranca la piel no transpira bien. Y el que transpira mal o no transpira, acaba por no respirar y se ahoga. Transpiramos y respiramos gracias a la piel que nos ciñe. Lo superficial —me lo has oído otras veces— nos hace de entrañas.

Y ahora, ¿qué es eso de la nueva generación? ¿Del turno de las generaciones? ¿Qué es eso de que cada tantos o cuantos años surge y sale a luz una generación nueva? ¿La tuya es la de republicanos, o socialistas, o tradicionalistas, o nacionalistas, o fajistas..., o auténticos? La autenticidad no es cosa nativa. Es como la originalidad que se consigue remedando. Se acaba, no se empieza, por ser original, auténtico y joven. Y tú y los tuyos no tenéis tradición de mocedad. Dime, ¿qué mozo de alrededor de los treinta ha surgido en estos años que creéis de renovación —o de revolución, es igual— nacional? ¿Quién de ésos —y ellos bien pocos— que se han echado al ruedo político o literario como “espontáneos” o “capitalistas” —para servirme de la jerga taurina— ha llegado, no ya a matador de alternativa, más ni a novillero de tantas o cuantas orejas? Y algún rabo. ¿Noveles? ¿Novicios? ¿Luises? ¿Balillas?

Queréis entrar, tú y los tuyos, en la vida pública exterior, en la acción traspiratoria y respiratoria muy pronto, sin haberos cuajado, y os improvisáis. Queréis haceros los hombres, hombrear antes de edad de hombría, reprochando su escasez de ésta a vuestros mayores. Y esto pasa en cada partido y en cada secta.

Y en cuanto a eso de que os moteje de niños yo, que tanto he ensalzado la niñez y que me glorío de llevar la mía a flor de alma, como su piel, en cuanto a eso tengo que decirte que es que le doy en esos casos otro sentido —y en general opuesto— a la niñez motejada. Cuando a ti te motejo de niño quiero decirte que, como no te han dejado serlo de veras, es poco hacedero que lo llegues a ser. No tienes verdadero por vivir porque no te han dejado gozar el vivido. Y esto te lo dice quien sintió su niñez civil mecida por ecos de una guerra civil nacional. Guerra por la libertad política. Y por el liberalismo auténtico, vivido, tradicional.

Hazte de veras niño, y llegarás a serlo en el auténtico, tradicional y viviente sentido.

miércoles, 17 de enero de 2018

Cartas al amigo XVI

Ahora (Madrid), 4 de septiembre de 1934

Hagamos un poco de psicología, amigo mío. O psicografía, si lo prefiere. Entre una y otra media la diferencia que entre biología y biografía, geología y geografía. Psicología es la de Wundt, por ejemplo, y la de los pincharranas. Y la de los test norteamericanos y otras atrocidades pedagógicas por el estilo. Y no quiero proseguir porque usted, que sé que ha leído ya la segunda edición de mi Amor y Pedagogía, sabe de qué mal humor me pone el tener que ocuparme de eso. La psicografía es, ¿cómo se lo diré?, poco... científica. Cosa de aficionados y no de profesionales. O de eruditos, si usted quiere. ¿Pues qué fueron sino aficionados a estudiar la vida del alma el Dante, y Shakespeare, y Cervantes, y Balzac, y Flaubert, y Stendhal, y Dickens, y Meredith, y entre nosotros, ya en nuestros tiempos, Leopoldo Alas, Pereda, Galdós...? No vengamos a los vivos. Lo de la psicología dejémoslo a los alienistas. Es su oficio darle un nombre a la locura que padeció Don Quijote. U otro de esos que llaman entes de ficción los que son, en realidad de verdad, mucho más ficticios que él.

Hagamos, pues, un poco de psicografía, amigo mío. Y, cabal, está usted en lo cierto; el hombre de que me habla es de lo más desigual que cabe. Pasa rachas de respondón, de enajenado, y luego otras de reservón, de ensimismado; siempre... ¿Cómo diría uno de esos profesionales de la psicología patológica o psicopatológica? ¡Ah, sí!: esquizofrénico. En mis tiempos juveniles se decía chiflado. O tocado. Su seso y su ánimo no aran en yunta. Tiene prontos y tiene recatos.

Me dice usted que es un tímido y que es un orgulloso. Viene a ser lo mismo. Y me agrega que es un resentido. ¿Un resentido? Ahora se va poniendo de moda esta categoría psicopatológica. En parte por influencia de la ciencia alemana, ya que en Alemania parece ser que eso del resentimiento hace estragos. Y los hace el orgullo de la timidez o la timidez del orgullo. Pues todo eso de los arios y del arianismo —que no es precisamente arrianismo, aunque se le parece mucho—, ¿qué es sino producto de resentimiento? O de un complejo popular de inferioridad, si usted quiere. Porque cuando un pueblo da en decirse superior y en atribuirse una elevada misión universal, en creerse elegido de Dios —¡de su Dios, claro!— para una obra de siglos, y luego se pone a la defensiva y se queja de que se le persigue, ¡ah!, entonces ese pueblo es un pueblo resentido.

Pero volvamos a nuestro sujeto, al que me dicta esta carta en respuesta a la suya, amigo mío. El sujeto en cuestión es, en efecto, un resentido. ¿Pero qué es, en el fondo, un resentido, sino un remordido? ¿Es que el resentimiento es otra cosa que una forma del remordimiento? Los más de los que padecen de manía persecutoria, de creerse perseguidos, tienen conciencia de haber sido perseguidores, a lo menos en deseo. Como una de las formas más sutiles y diabólicas de la envidia es creerse envidiado. Sí, amigo mío, el resentimiento suele ser remordimiento. Y suele ser también presentimiento. ¿Cree usted que haya situación más terrible de ánimo que el que entra en un combate con el presentimiento de su derrota y no resignado de antemano a ella? O acaso buscándola...

Sí, el sujeto ese es un remordido. Es lo que alguien llamó, con expresión feliz, un ex fracasado. O en este caso, y para emplear un giro tal vez sobrado conceptuoso, un ex futuro fracasado. ¡Qué psicografía, es decir, qué novela —o cuento—, qué drama —o comedia o sainete— se podría escribir sobre él! O inducirle a que escriba sus memorias.

Me dice usted que ha dado en pensar si es que al sujeto en cuestión le va marrando el talento o el coraje, si le mengua el entendimiento o la voluntad. Pero si usted no estuviera todavía perturbado por esa psicología científica —racional se le llamaba antaño—, por ese galimatías del más puro origen escolástico —y metafórico—, le diría que se fije bien en cómo se puede diferenciar, a no ser verbalmente, de la inteligencia la voluntad, del saber el querer. Y si no me lo tomase a gusto de conceptismos más o menos paradójicos, le diría que medite bien en el querer saber y el saber querer.

Vea usted, amigo mío, un proyectil que va en una dirección cualquiera. Allí hay una fuerza, un movimiento y una dirección. Le desafío a usted a que sepa explicarnos la diferencia entre los tres... conceptos. ¿Qués es una fuerza sino movimiento? Hasta cuando parece en reposo. ¿Qué es un movimiento sino dirección? Aplíquelo usted, si quiere, a la llamada fuerza de la gravedad. O a la llamada fuerza de inercia. Y luego piense si un gran pensador no es un gran queredor, si no brotan los grandes pensamientos de las grandes voluntades, o al revés, si los grandes queredores no han sido grandes pensadores, si las grandes voluntades no brotan de los grandes pensamientos. Y no haga usted caso de esa vaciedad de que uno concibe bien y ejecuta mal. No, el que ejecuta mal es que concibe mal. Y el que no se decide es que no ve.

Y siguiendo el ejemplo de la fuerza, el movimiento y la dirección de éste y del proyectil con él, le diré que, en el fondo, es uno y lo mismo la voluntad, la inteligencia y la expresión de ésta, o sea el lenguaje. Que es lo mismo querer, pensar y decir una cosa. Y en cuanto a considerar la inteligencia como una forma de la voluntad o ésta como una forma de aquélla y el lenguaje forma de los dos, en cuanto a esto dejémoslo a los psicólogos profesionales. ¿O cree usted que vamos a volver a lo de Schopenhauer, de “el mundo como voluntad y como representación”, como si fueran cosas distintas estas dos? Y ya ve usted cómo vamos nosotros, los psicógrafos, cayendo en psicólogos. O los historiadores en metafísicos. ¿Qué hacerle...?

Eso de la metafísica, o de la psicología, es… ¿cómo se lo diré?... algo así como la teología, cosa del Espíritu Santo. Y ya recordará usted, pues le sé lector —como yo— del Nuevo Testamento, lo del libro de los Hechos de los Apóstoles, en su capítulo XIX, cuando San Pablo “llegó a Éfeso” y se encontró con unos discípulos y les preguntó qué espíritu santo habían recibido al creer, y le respondieron que: “ni siquiera hemos oído que haya espíritu santo”. A pesar de lo cual Pablo les bautizó en el nombre de Jesús, y aquellos discípulos, que habían sido bautizados con el bautismo de Juan, el del arrepentimiento —remordimiento—, imponiéndoles las manos les dio espíritu santo. Y dejó a su agudeza el hacer aplicación de ese pasaje de psicografía cristiana a nuestra psicografía nacional.

Y no entremos en lo que luego, en ese mismo capítulo, se dice de: “¡Grande es la Diana de Éfeso!” Porque esto pediría carta aparte. Quedémonos, por ahora, en que los resentidos o remordidos no pueden dar espíritu civil a los que jamás han oído o entendido que haya semejante espíritu. Y menos a los que sólo andan al redondeo de aprovecharse del culto a Diana, única cosa tras que boquean. Y ya sé, amigo mío, que a otros lectores no les bastará esta psicografía en álgebra, sin números, nombres propios; pero es que no hago aquí chismografía. La psique, el alma, no se hace con chismes. Y el que quiera afilar sus entendederas, que las afile.