martes, 22 de mayo de 2018

Últimas notas sobre la guerra civil

28 de diciembre de 1936

Francisco Blanco Prieto, Unamuno y la Guerra Civil, 
Cuad. Cát. M. de Unamuno, 47, 1-2009, p. 50

Cómo y porqué me adherí al movimiento. Salvar la civilización occidental cristiana. Ya antes había yo atacado al Frente Popular. Pero pronto me di cuenta de que los métodos no eran ni civilizados sino militarizados ―ay, la terrible específica dementalidad castrense española― no occidentales sino africanos ―África, espiritualmente, no es occidente― ni menos cristianos, sino del bárbaro y grosero paganismo católico tradicionalista español. Ni el movimiento iba contra el marxismo; era el desquite de la dictadura primo-riverana la de los de «nuestra profesión y casta» y con inspiración carlista. Por qué Mola hizo bombardear Bilbao. La caza del masón; la Liga de los Derechos del Hombre; la Institución Libre. El odio a la inteligencia, la envidia, el resentimiento, el complejo de inferioridad. ¿Que yo podía haber evitado persecuciones? Sí, renunciando a exigir responsabilidades por los hechos; ¿borrón y cuenta nueva? No, no y no.

Ya no podremos vivir en España los inteligentes y limpios de corazón. Y yo con más de 72 años, teniendo a mi cargo a los niños ¿dónde? Otra España, la España ―una Anti-España― que se prepara y el triste ocaso de la España eterna fuera de España, en la emigración. ¿Y el emigrado en su patria? ¿el despatriado en ella? dejar a la España geográfica convertida en un hospital de enfermos mentales.

Esta guerra civil, no es civil. Es un ejército de mercenarios ―pretorianos― la legión y los regulares; no el pueblo.

El efecto de abatimiento. El que me producía ver desfilar por la Plaza Mayor las pobres chicas, uniformadas de milicianas de falange, llevando el paso. Y alguna vez al frente un tamborilero. Y aquella estúpida de... con su boina verde.

lunes, 21 de mayo de 2018

Manifiesto sobre la guerra civil

Octubre de 1936

Francisco Blanco Prieto, Unamuno y la Guerra Civil
Cuad. Cát. M. de Unamuno, 47, 1-2009, pp. 48-49

Apenas iniciado el movimiento popular salvador que acaudilla el general Franco me adherí a él diciendo que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana y con ella la independencia nacional (b). El gobierno fantasma de Madrid me destituyó por ello de mi rectoría y luego el de Burgos me restituyó en ella con elogiosos conceptos.

En tanto, me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel debido a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura (c). Las inauditas salvajadas de las hordas marxistas, rojas, exceden toda descripción y he de ahorrarme retórica barata. Y dan el tono, no socialistas, ni comunistas, ni sindicalistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, expresidiarios, criminales natos sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas sin ideología alguna. Y la natural reacción a esto toma también, muchas veces, desgraciadamente, caracteres frenopáticos. Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma. Y si no se contiene a tiempo llegará al borde del suicidio moral. Si el desdichado gobierno de Madrid no ha podido resistir la presión del salvajismo apellidado marxista debemos esperar que el gobierno de Burgos sabrá resistir la presión de los que quieren establecer otro régimen de terror. En un principio se dijo, con muy buen sentido, que ya que el movimiento no era una cuartelada o militarada sino algo profundamente popular, todos los partidos nacionales anti-marxistas depondrían sus diferencias para unirse bajo la única dirección militar sin prefigurar el régimen que habría de seguir a la victoria definitiva. Pero siguen subsistiendo esos partidos: renovación española (monárquicos constitucionales), tradicionalistas (antiguos carlistas), acción Popular (monárquicos que acataron la república) y no pocos republicanos que no entraron en el frente llamado popular. A lo que se añade la llamada Falange ―partido político, aunque lo niegue― o sea, el fascio italiano muy mal traducido. Y este empieza a querer absorber a los otros y dictar el régimen futuro. Y por haber manifestado mis temores de que esto acreciente el terror, el miedo que España se tiene a sí misma y dificulte la verdadera paz; por haber dicho que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, el fascismo español ha hecho que el gobierno de Burgos que me restituyó en mi rectoría… ¡vitalicia!, con elogios, me haya destituido de ella sin haberme oído antes ni dándome explicaciones. Y esto, como se comprende, me impone cierto sigilo para juzgar lo que está pasando.

Insisto en que el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza Franco es salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional ya que España no debe estar al dictado ni de Rusia ni de otra potencia extranjera cualquiera puesto que aquí se está librando, en territorio nacional, una guerra internacional. Y es deber también traer una paz de convencimiento y de conversión y lograr la unión moral de todos los españoles para rehacer la patria que se está ensangrentando, desangrando, arruinándose, envenenándose y entonteciéndose. Y para ello, impedir que los reaccionarios se vayan en su reacción más allá de la justicia y hasta de la humanidad, como a las veces tratan. Que no es camino el que se pretenda formar sindicatos nacionales compulsivos, por fuerza y amenaza, obligando por el terror a que se alisten en ellos a los ni convencidos ni convertidos. Triste cosa sería que al bárbaro, anti-civil e inhumano régimen bolchevístico se quisiera sustituir por un bárbaro, anti-civil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo.

(b) ya que se está aquí en territorio nacional, ventilando una guerra internacional.

(c) con cierto substrato patológico-corporal. Y en el aspecto religioso a la profunda desesperación típica del alma española que no logra encontrar su propia fe. Y a la vez se nota en nuestra juventud un triste descenso de capacidad mental y un cierto odio a la inteligencia unido a un culto a la violencia por la violencia misma.

domingo, 20 de mayo de 2018

Mensaje de la Universidad de Salamanca a las Universidades y Academias del mundo acerca de la guerra civil española

20 de septiembre de 1936

Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España 1931-1939
tomo II La Guerra Civil, Madrid 1993, pp. 54-55.

La Universidad de Salamanca, que ha sabido alejar serena y austeramente de su horizonte espiritual toda actividad política, sabe asimismo que su tradición universitaria la obliga, a las veces, a alzar su voz sobre las luchas de los hombres en cumplimiento de un deber de justicia.

Enfrentada con el choque tremendo producido sobre el suelo español al defenderse nuestra civilización cristiana de Occidente, constructora de Europa, de un ideario oriental aniquilador, La Universidad de Salamanca advierte con hondo dolor que, sobre las ya rudas violencias de la guerra civil, destacan agriamente algunos hechos que la fuerzan a cumplir el triste deber de elevar al mundo civilizado su protesta viril. Actos de crueldades innecesarias asesinatos de personas laicas y eclesiásticas― y destrucción inútil ―bombardeo de santuarios nacionales (tales el Pilar y la Rábida), de hospitales y escuelas, sin contar los sistemáticos de ciudades abiertas―, delitos de esa inteligencia, en suma, cometidos por fuerzas directamente controladas o que debieran estarlo por el Gobierno hoy reconocidos “de jure” por los Estados del Mundo.

De propósito se refiere exclusivamente a tales hechos la Universidad ―silenciando por propio decoro y pudor nacional los innumerables crímenes y devastaciones acarreados por la ola de demencia colectiva que ha roto sobre parte de nuestra patria―, porque tales hechos son reveladores de que crueldad y destrucción innecesarias e inútiles o son ordenadas o no pueden ser contenidas por aquel organismo que, por otra parte, no ha tenido ni una palabra de condenación o de excusa que refleje un sentimiento mínimo de humanidad o un propósito de rectificación.

Al poner en conocimiento de nuestros compañeros en el cultivo de la ciencia la dolorosa relación de hechos que antecede, solicitamos una expresión de solidaridad, referidos estrictamente al orden de los valores, en relación con el espíritu de este documento.

Miguel de Unamuno (rector), Esteban Madruga (vicerrector), Arturo Núñez, José María Ramos Loscertales (al que se le atribuye la redacción del Manifiesto), Francisco Maldonado, Manuel García Blanco, Ramón Bermejo Mesa, De Juan, Antonio García Boiza, García Rodríguez, Villaamil, Andrés García Tejado, López Jiménez, Serrano, Teodoro Andrés Marcos, Nicolás Rodríguez Aniceto, Peña Mantecón, Sánchez Tejerina, Wenceslao González Oliveros, González Calzada, Román Retuerto, y Mariano Sesé y Arcochacena.

sábado, 19 de mayo de 2018

Emigraciones

Ahora (Madrid), 19 de julio de 1936

Cuando otros andan pensando en el veraneo —me gusta más la expresión francesa “villegiature”—, en viajes y excursiones turísticas estivales, me recojo en mi alcoba —“in angello cum libello”, en un rinconcito con un librito, que se dijo antaño— a volver a leer la insondable “monodia”—así la llamó Jorge Sand—del Obermann que en pleno estrépito napoleónico echó en cara al mundo íntimo Senancour, en 1804. Los años han corrido y aquella excursión por los abismáticos y desiertos páramos del alma humana sigue atrayéndonos con su desesperado consuelo.

“Que alguna vez todavía, bajo el cielo de otoño, en estos últimos hermosos días que las brumas llenan de incertidumbre, sentado cerca del agua que se lleva la hoja amarillenta, oiga los acentos sencillos y profundos de una melodía primitiva. Que un día, subiendo al Grimsel o al Titlis, sólo con el hombre de las montañas, oiga sobre la yerba corta, junto a las nieves, los sones románticos bien conocidos de las vacas de Underwalden y de Hasly, y que allí, una vez antes de la muerte, pueda decir a un hombre que me entienda: ¡Si hubiéramos vivido!” Y el hombre que escribió esto dejó escrito esto otro: “El que nada ha visto por sí mismo y está sin prevenciones, sabe mejor que muchos viajeros. Sin duda que si este hombre de espíritu recto, si este observador, hubiera recorrido el mundo, sabría mejor todavía; pero la diferencia no sería bastante grande para ser esencial; presiente en los relatos de los demás las cosas que éstos no han sentido, pero que en su lugar él hubiera visto.” ¡Qué exacto y qué justo es esto!

Creo saber respecto a tierras y pueblos que no he visitado merced a relatos ajenos mucho que los relatores no saben y que yo mismo no sabría si los hubiese visitado. Era maravilloso lo que de tierras y de pueblos —de geografía, de antropología, de etnografía— supo aquel solitario Manuel Kant que apenas si salió de su nativo Koenigsberg. Y es curioso saber que aquel Julio Verne que cuando niños nosotros nos encendió la fantasía con sus relatos de viajes por todo el mundo fue un escritor casero y recogido que apenas se movió de su villa natal.

“Andar y ver” —se dice—. Y el que esto os dice ha publicado una colección de relatos de excursiones con el título de Andanzas y visiones españolas. Pero es más lo que ha soñado que lo que ha visto. Y, sobre todo, lo que ha soñado ver. Y cada vez más se recrea —se re-crea en el sentido originario, se vuelve a crear a sí mismo— viajando no por el espacio, sino por el tiempo. Se va a la orilla del río a contemplar desde al pie de un aliso los dorados chapiteles de la ciudad alzándose sobre verdura en una silenciosa puesta solemne de sol y viaja por más de cuarenta años, por todas las veces que los contempló así. Un paisaje de costumbre nos hace recorrer toda una vida. Así como no se ve de veras un lugar cualquiera la primera vez que se le ve. Sólo se nos ahonda cuando se casa con su propio recuerdo. O tal vez al verlo materialmente por vez primera lo reconocemos de relatos. Cuando este año vi por primera vez Londres y la abadía de Westminster los reconocí como acostumbrados recuerdos.

Sólo re-crean al alma los viajes por el tiempo. Y por el tiempo íntimo, por el tiempo de los recuerdos personales. “¡Si hubiéramos vivido!” “Conocido el mundo no crece, antes bien, mengua”—contaba Leopardi—; “más grande que no al sabio le parece al pequeñuelo; descubriendo sólo la nada crece”. “¡A la landa verde! ¡A la landa verde!”, gritábamos de niños, en el colegio, en mi Bilbao, hace más de sesenta años, cuando íbamos a salir de modestísima excursión a una landa de Begoña. Y cuando después he vuelto a mi nativa villa he ido a la landa verde a viajar por años de recuerdos, por recuerdos de años, a la verde landa de mi niñez, a su verdor. Sacudiendo amarillenta hojarasca, me remontaba —así, me remontaba, pues me es cumbre— a mi niñez, a la fuente de mi vida íntima. ¡Qué subida hacia el pasado!

Pero es que este viajar por el tiempo no es propiamente viajar, no es lo que hacen excursionistas y turistas, que van huyendo de todas partes —por topofobia— y, sobre todo, huyendo de sí mismos; ese viajar por el tiempo es propiamente emigrar. Como emigran las golondrinas y las cigüeñas en busca de sus nidos de antaño. “Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar...” O mejor, acaso, a encontrar el viejo nido, aquel de que salieron y de que saldrán sus crías. Los animales emigrantes no son turistas, no son excursionistas, no son viajeros. Ni lo son, en rigor, los peregrinos ni los mendigos errantes. Golondrinas, vencejos, cigüeñas, peregrinos, buhoneros, mendigos errantes, pastores trashumantes recorren no el espacio, sino el tiempo. El leopardiano pastor errante de las estepas asiáticas que interroga a la luna por su destino peregrina por el tiempo, no por el espacio. ¿Andar y ver? Mejor acaso sentarse y esperar.

Hay una hermosa poesía del gran poeta valenciano Vicente Wenceslao Querol a un árbol que en el huerto familiar plantó su padre el día mismo en que nació el poeta. Y éste, que emigró a la Corte y luchó por la vida ausente de su ciudad nativa —qué estupendo su poema, titulado Ausente—, vuelve a ver el árbol gemelo que da flor en primavera y en otoño, “su aromado fruto”, “junto al torrente que sus plantas baña”. Y aquí, en estas dehesas salmantinas, me he detenido tantas veces a contemplar esas matriarcales encinas que han peregrinado en el tiempo, sin desprenderse del suelo nativo, a través de años y acaso de siglos.

¿Turismo? ¿Excursionismo? Mejor emigración por el tiempo, tiempo atrás, a través de recuerdos. Y como guía, un librito en un rinconcito, “in angello cum libello”. Ni el tiempo ni los tiempos están, además, para tragar espacios. Y para acabar esto, vaya el final del Obermann: “Si llego a a vejez, si un día, lleno de pensamientos todavía, pero renunciando a hablar a los hombres, tengo junto a mí un amigo para recibir mis adioses a la tierra, póngase mi silla sobre la yerba corta, y tranquilas margaritas ante mí, bajo el sol, bajo el cielo inmenso, a fin de que al dejar la vida que pasa, vuelva a encontrar algo de la ilusión infinita.”

viernes, 18 de mayo de 2018

Mandarines y no mandones

Ahora (Madrid), 15 de julio de 1936

Recorría hace unos años este comentador aquí esta su ciudad de Salamanca en compañía de un profesor ruso que había venido a estudiar las escuelas rurales y del entonces rector del Colegio de los Irlandeses —para Teología católica—, don Miguel O'Doherty, actual arzobispo de Manila. Al hablarse —era lo obligado— del pueblo español, el sacerdote irlandés hubo de decirle al profesor ruso: “Acaso haya usted oído que este pueblo es ingobernable; pero nada más lejos de la verdad. El español es obediente y poco rebelde. Lo que no le gusta es mandar. Le gusta ocupar el puesto de mando, pero no mandar; sentarse en la presidencia, pero no presidir”. No he vuelto a olvidar aquellas palabras del actual arzobispo de Manila. Y ellas me recuerdan uno de los más típicos pasajes de aquel libro inapreciable que es La Biblia en España, de Jorge Borrow, que tan excelentemente tradujo Su Excelencia el actual Presidente de la República española. Es cuando don Jorgito, harto de no lograr que se le diera permiso para publicar en español la Biblia sin notas, pues se le salía con que era ley en España el Congreso de Trento, acudió al presidente del Consejo —me parece que era Istúriz—, y éste, harto de aquellas gestiones, le contestó que no le moliese más y la publicase sin licencia. ¡Típicamente español!

Al español, en efecto, no le gusta mandar, sino ocupar el puesto de mando y vivir de él. Y lucirlo. Y vestirlo. De mandón tiene muy poco, dígase lo que se diga; mucho más de mandarín. El mandar exige una cierta concentración mental, a la que se opone nuestra natural holgazanería, que se complace en soñar. Lo que aquí suele llamarse acción no pasa de ser sueño de acción, que se disipa en palabras y más palabras. Y es que la imaginación se nos desmanda y nos lleva a verdaderos desmandes o desmanes. ¿Acción? ¡Ni por pienso! ¿Mandonería? No, sino mandarinismo.

Al leer últimamente el libro que nuestro buen amigo Marañón ha dedicado al conde-duque de Olivares me di cuenta de que este buen figurón hinchado era, en el fondo, un pobre hombre elocuente, y en rigor, un abúlico. Un abúlico a las veces voluntarioso. Parejo al pobre Felipe IV, otro abúlico que tal vez soñaba la acción. Y todo aquello que se llama —no sabemos por qué— la decadencia de la Casa de Austria en España y la decadencia de España, ¿qué era sino sueño de acción y “noluntad” —no voluntad— o desgana de obrar? ¿Decadencia? ¿Decadencia con Cervantes, y Quevedo, y Lope de Vega, y Calderón, y Velázquez, y..., y...? Los dos hombres que mejor estudiaron esta supuesta decadencia de la Casa de Austria española, Leopoldo Ranke, el gran historiador alemán, y nuestro gran don Antonio Cánovas del Castillo —el monstruo, que se le llamó— otro soñador de acción y de energía, nos pueden enseñar mucho al respecto.

A lo peor se le hace a un hombre público un mito de energía y de actividad, y es él mismo quien tiene que advertirnos que es mito, quien tiene que confesarse abúlico y que se deja arrastrar de la saca y resaca de los sucesos eventuales. ¿No es así, mi querido Prieto? Pero ¡ay!, que nuestro sino es servir al mito con que nos envuelven y aprisionan los demás. El pueblo necesita un mesías —digamos un cacique— y lo busca; y si no lo halla, lo inventa. Y ¡ay de aquel en quien el pueblo se fija! Ahora, lo que es difícil es hacer de un mandarín un mandón.

Hablaba hace poco de esto que se llama crisis de autoridad —es crisis de voluntad— con un pobre hombre aquejado de la congoja endémica hoy aquí y me decía: “Que manden unos u otros: los comunistas o esos que llaman fascistas, pero que manden ellos por sí y no tirando de los hilos, como a unos monigotes, a los mandantes —dijo mandantes y no mangantes—; que manden con la responsabilidad del mando. Y que sepamos a qué atenernos. Y que no se dé el caso que se me ha dado a mí de que una autoridad subalterna, al quejarme de una de sus resoluciones, evidentemente injustas, me dijese: Tiene usted razón, pero ¿qué quiere usted que le haga? A sus votos debo mi puesto, y he tenido que sufrir hasta que me llamasen, cara a cara, ¡hijo de tal!” Y como este pobre hombre, los que se quejan son ya legión. Y empiezan a formar legión. Sólo que tampoco encuentran el mandón. Y es que lo buscan entre mandarines. Y luego unos y otros se satisfacen con ponerse motes, con alimentarse de rumores. En tanto que la masa se desmanda. Y se desmanda por holgazanería mental. Porque hay que ver su espantoso vacío ideológico. Que no encubren las tonterías rimbombantes y retumbantes de sus guiones. Y ¿qué remedio? ¡Aguantar y aguardar!

El ensueño del joven español que piensa en la vida pública es lograr una posición. O sea, una colocación. Es escalar un puesto. Y, una vez en él, asentarse. Y, una vez asentado, que le dejen en paz, que no le jeringuen. ¿Mandar? ¡Quiá! Ocupar el puesto de mando. ¿Crear algo nuevo? No; soñar que lo hubiese creado. Y si el pobre mozo cae en la pedantería de la energía, de figurarse ser enérgico, entonces peor que peor.

Nuestros históricos hombres de acción lo han solido ser de acción instintiva, irreflexiva, juguetes del azar. Nuestra castiza energía se ha vaciado en la contemplación. Nietzsche dijo que España se agotó por osar demasiado. No; por soñar demasiado. Carducci habló de la afanosa grandiosidad española. Y Don Quijote, más que un héroe de voluntad, es un héroe de ensueño de ella. Nuestro más castizo pensador resulta Miguel de Molinos.

jueves, 17 de mayo de 2018

¡Paciencia y barajar!

Ahora (Madrid), 8 de julio de 1936

Cogí el libro de España y volví a leer aquel capítulo XXIII de su parte segunda, en que se nos cuenta lo que soñó ver Don Quijote en la encantada cueva de Montesinos. Y llegué a cuando éste, Montesinos, presenta a su primo Durandarte el Caballero de la Triste Figura, diciéndole que viene a desencantarlos, después de quinientos años que allí yacían encantados, que no muertos. A lo que, sacudiendo su modorra de cinco siglos... “Y cuando así no sea —respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja—, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo: paciencia y barajar.” Y volviéndose de lado tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Releído lo cual, me di cuenta de cuán por alto pasé todo ese pasaje en mi Vida de Don Quijote y Sancho, publicada por primera vez hace ya treinta y un años, en 1905. No sería ahora lo mismo, pues si bien treinta y un años no son los quinientos en que Durandarte se acostumbró al silencio —santa costumbre, ya para mí, inasequible—, son los bastantes para acostumbrarse al “¡paciencia y barajar!” Y voy a seguir barajando.

En mi otra obra Cómo se hace una novela, publicada en la Argentina, en 1927, en plena dictadura primo-riverana, y hallándome yo desterrado en Hendaya, conté, entre otras experiencias de paciencia y de impaciencia, mis partidas de tute y de mus en el pequeño café hendayés, y allí sí que recordé el “¡paciencia y barajar!” de Durandarte, aunque atribuyéndoselo —tal es mi impaciencia para controlar citas— a Montesinos. Y decía allí: “Y mano y vista prontas al azar que pasa. ¡Paciencia y barajar! Que es lo que hago aquí, en Hendaya, en la frontera, yo con la novela política de mi vida —y con la religiosa—: ¡paciencia y barajar! Tal es el problema.” Y luego contaba cómo me entretenía en hacer solitarios a la baraja, lo que en Francia se llama “patience”...

“Mientras sigo el juego —escribí entonces—, ateniéndome a sus reglas, a sus normas, con la más escrupulosa conciencia normativa, con un vivo sentimiento del deber, de la obediencia a la ley que me he creado —el juego bien jugado es la fuente de la conciencia moral—, mientras sigo el juego es como si una música silenciosa brezara mis meditaciones y la historia que voy viviendo y haciendo. Y mientras manejo reyes, caballos, sotas y ases, pasan en el hondón de mi conciencia y sin yo darme entera cuenta, el rey, sus sayones y ministriles, los obispos y toda la baraja de la farsa de la Dictadura. Y me chapuzo en el juego y juego con el azar. Y si no resulta una jugada vuelvo a mezclar los naipes y a barajarlos, lo que es un placer. Barajar los naipes es algo —en otro plano— como ver romperse las olas de la mar en la arena de la playa. Y ambas cosas nos hablan de la Naturaleza en la Historia, del azar en la libertad. Y no me impaciento si la jugada tarda en resolverse, y no hago trampas. Y ello me enseña a esperar que se resuelva la jugada histórica de mi España, a no impacientarme por su solución, a barajar y tener paciencia en este juego solitario y de paciencia. Los días vienen y se van como vienen y se van las olas de la mar; los hombres vienen y se van —a las veces se van y luego vienen— como vienen y se van los naipes, y este vaivén es la Historia. Allá a lo lejos, sin que yo concientemente lo oiga, resuena en la playa la música de la mar fronteriza. Rompen en ella las olas que han venido lamiendo costa de España. ¡Y qué de cosas me sugieren los cuatro reyes, con sus cuatro sotas, los de espadas, bastos, oros y copas, caudillos de las cuatro filas del orden vencedor! ¡El orden! Paciencia, pues, y barajar!”

Así escribía yo hace diecinueve años en aquella Hendaya, a la que no sé si tendré que volver —también yo, amigo Prieto— a barajar en paciencia, a volver a los solitarios. Aunque, ¿qué más solitarios que estos comentarios que barajo aquí?

Y recordando todo esto y meditando estos recuerdos, he aquí que he leído el Discurso edificante que sobre un pasaje evangélico escribió mi Soeren Kierkegaard, el danés. Comentaba en él aquello del capítulo XXI del Evangelio según Lucas, en que se cuenta lo que Jesús decía del próximo fin del mundo, de la catástrofe y de las señales con que se anunciaría, añadiendo a sus discípulos que no se acongojaran, pues “en vuestra paciencia ganaréis vuestras vidas”. “Vidas” mejor que “almas”. “En vuestra paciencia” y no “con vuestra paciencia”. Y al releer el pasaje evangélico y el hondo comento de Kierkegaard, previendo la catástrofe —quién sabe si el fin de “nuestra” España, de la nuestra—, me dije: “En tu paciencia ganarás tu vida. Y tu alma.” Ya otra vez escribí que “es el fin de la vida hacerse un alma”. A hacérmela, pues, con paciencia y barajando.

Uno de mis más viejos recuerdos es el de cuando allá, en mi Bilbao natal, hace más de sesenta y tres años, iba cada mes a llevar la mesada a mi primer maestro de escuela, a don Higinio, antiguo músico mayor de algún regimiento de los ejércitos de Carlos V el Pretendiente, y él, al recibir el óbolo, en un cuartito que olía a incienso, sacaba de una bolsita una paciencia, una pastita, y nos la daba a los pagadores de la mesada. Y sigo, no mes a mes, sino día a día, comulgando con paciencias como la de mi niñez. Y ahora, barajando. “Patience”, paciencia llaman en francés al solitario; mas también le llaman “réussite”, esto es, éxito o buen resultado. Y sólo con paciencia y barajando se logra éxito. Y si éste no llega, ¿qué más da? Esperándole habrá uno vivido y ganado su alma. Pues hasta el desesperanzado, antes de llegar a desesperación, que aguarde a la esperanza. Dícese que al desganado se le abren las ganas comiendo sin ellas. Y lo de Heráclito: “Hay que esperar para lograr lo inesperable”. No lo inesperado, sino lo inesperable.

Esperemos, pues, aunque sea desesperadamente; tengamos paciencia y hagamos de la paciencia barajando. Y si salvamos nuestra alma, o sea nuestro juego en la Historia, nuestra responsabilidad, no habrán sido baldías ni nuestra barajadura ni nuestra paciencia. Paciencia, pues, y a barajar. No del todo en silencio como Durandarte, sino murmurando entre dientes: “¡Acaso...!” Y los impacientes, o sea los que se creen revolucionarios —¡pobretes!—, a su juego.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Justicia y Bienestar

Ahora (Madrid), 3 de julio de 1936

Antes, y como para hacer boca —mejor, oído— vaya un racimito, a modo de pequeños botones de muestra, de frutos de la tan cacareada revolución.

Pasa por la plaza una muchachita acompañada de un su familiar, cuando un zángano mocetón se divierte en hacerle una mamola. El familiar se vuelve a reprenderle, el mocetón se insolenta y el otro arrecia en la reprensión. Y entonces, ante el grupo de curiosos que se arremolina, ¿qué se le ocurre al zángano? Pues ponerse a gritar: “¡Fascista!, ¡fascista!” Y esto basta para que el reprensor tenga que escabullirse, no fuera que le aporrearan los bárbaros.

Otro día, en un rincón de una calle, sorprende un guardia municipal a otro mozallón haciendo necesidades; se le acerca, no a multarle, según piden las Ordenanzas, no, sino a llamarle la atención, y el necesitado, al verle venir se yergue y le espeta un “¡que soy del Frente Popular!”

Otra vez un matrimonio joven, en jira de turismo, entra en una iglesia, sin gente entonces, y a poco, husmeando no se sabe qué, entran tres chiquillos como de diez a doce años y exclama uno alzando el puño: “¡Maldito sea Dios!”, y el otro: “Hay que darle unas hostias.” Y como estos tres sucesos, recogidos aquí, muchos más de la misma laya.

Y no se hable de ideología, que no hay tal. No es sino barbarie, zafiedad, soecidad, malos instintos y, lo que es —para mí, al menos—peor, estupidez, estupidez, estupidez. De ignorancia no se hable. He tenido ocasión de hablar con pobres chicos que se dicen revolucionarios, marxistas, comunistas, lo que sea, y cuando, cogidos uno a uno, fuera del rebaño, les he reprochado, han acabado por decirme: “Tiene usted razón, don Miguel; pero ¿qué quiere usted que hagamos?” Daba pena oírles en confesión. Pero luego se tragan un papel antihigiénico en que sacian sus groseros apetitos y ganas ciertos pequeños burgueses que se las dan de bolcheviques y de lo que hacen servil ganapanería populachera. Tragaldabas que reservan ruedas de molino soviético para hacer comulgar con ellas a los papanatas que les leen. ¿Papanatas? Otra cosa. Que así como se leen los clandestinos libritos pornográficos para excitarse estímulos carnales, así se leen esas soflamas para excitarse otros instintos. La doctrina es lo de menos.

Esto, en los bajos fondos. ¿Y más arriba? Recuerdo que después de que aquellas Constituyentes, de nefasta memoria —Dios nos perdone—, votaron —el que esto escribe no lo votó ni asistió a aquellas sesiones— aquel artículo 26, en que se incluyó mucho evidentemente injusto, como se lo reprochara yo a uno de los prohombres revolucionarios, hubo de decirme: “Sí, es injusta; pero aquí no se trata de justicia, sino de política.” Y me dio a entender que cierta injusta medida persecutoria se daba para proteger a los perseguidos contra otras persecuciones populares en caso de no tomar la medida. Que es como si un Tribunal de justicia dijese: “Le hemos condenado a muerte, porque si no, la turba le saca de la cárcel y le lincha.” Curioso argumento que no deja de aplicarse.

La política no puede confundirse con la justicia. Es la razón de Estado; la tiranía, mucho peor cuando es lo que llaman democrática que cuando es regia o imperial. Y tampoco debe confundirse con la economía, o sea con el bienestar. Celebraba el prohombre una comida con otros hombres de pro, y como se hablara de la ruina de la economía nacional, de cómo se iba a arruinar al país con ciertas medidas, hubo de decir aquél que la política no debía guiarse por postulados económicos y que un pueblo no ha de arredrarse de una política de nivelación social porque ello le empobrezca y arruine. Y dos de los amigos —y consejeros— del prohombre salieron diciéndose uno a otro: “¡Nos equivocamos!” Y tanto como se equivocaron. Equivocación que empiezan muchos a reconocer.

Cada vez que oigo que hay que republicanizar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa. No injusticia, no, sino estupidez. Alguna estupidez auténtica, y esencial, y sustancial, y posterior al 14 de abril. Porque el 14 de abril no lo produjeron semejantes estupideces. Entonces, los más de los que votaron la República ni sabían lo que es ella ni sabían lo que iba a ser “esta” República. ¡Que si lo hubiesen sabido...!

Iba a terminar estas notas al vuelo diciendo algo del propuesto Gobierno nacional republicano. Pero no puedo hacerlo. Y no puedo hacerlo porque empiezo a no saber ya qué es eso de nacional, y cuanto más tratan de explicármelo menos lo sé. Y en cuanto a lo de republicano, hace ya cinco años que cada vez sé menos lo que quiere decir. Antes sabía que no sabía yo qué quiere decir eso; pero ahora sé más, y es que tampoco lo saben los que más de ello hablan. Y como no sé qué pueda ser eso de Gobierno nacional republicano, me abstengo de opinar sobre él.

martes, 15 de mayo de 2018

Huichilobos y el bisonte de Altamira

Ahora (Madrid), 28 de junio de 1936

A mi buen amigo José María de Cossío,
erudito investigador de tauromaquia.
“Que un sang impur abreuve nos sillons de la Marselle.”

Nunca logró interesarme la fiesta llamada nacional, la de las corridas de toros. Aunque sí me interesó, pero no como espectáculo de arte, sino como persistencia de un terrible culto de una religión pagana y casi prehistórica. Acaso de los tiempos del bisonte de Allamira. Un sacrificio propiciatorio a no sé qué divinidad que pide sangre. Divinidad de la estirpe de aquel terrible dios de la guerra, mejicano, Huitzilipotzli, a quien nuestros cronistas de Indias le llamaron Huichilobos. Y que vuelve, en cierto modo, a renovar la vieja tradición de popular barbarie, o mejor que barbarie, salvajería.

¿Fiesta nacional o popular? Las dos cosas. Nacional, cuando el espectáculo toma un cierto carácter oficial. Como en las corridas regias antaño y en las de aparato, presididas por una autoridad gubernativa. Esta es la fiesta celebrada, investigada y estudiada por revisteros, eruditos y hasta filósofos de la tauromaquia. Pero junto a ella persiste la otra, la fiesta popular, la de las capeas de los pueblos, fiesta sin cuadrillas contratadas —algún torerillo parado que se echa al ruedo como espontáneo— y en que el mocerío aldeano se da el placer de hostigar a mansalva al novillo, de acosarle para ver correr su sangre, de satisfacer así un instinto, en cierto modo religioso, de sombría religión. Y hay que confesar que sin este aspecto, el popular, que es el primitivo y originario, no cabe explicar el otro, el de la fiesta nacional.

¿Qué es lo que le ha dado su carácter oficial, litúrgico, propiamente eclesiástico —aquí es el Estado el que hace de Iglesia— a ese sombrío culto a una divinidad de sangre? Porque el carácter oficial es lo que a muchos nos acongoja. Cuando unos obreros, declarándose en huelga, se niegan a trabajar, hasta en un servicio público, corren los riesgos de su actitud, pero no se le ocurre a ninguna autoridad llevarles al campo de su trabajo a que trabajen a la fuerza. Y, sin embargo, hemos visto recientemente que a unos toreros que se negaron a torear se les llevó por la fuerza pública a la plaza de toros a que lo hicieran a la fuerza. Colmo de barbarie gubernativa. ¿Y para evitar qué? El que unos bárbaros que llevaban un cartel con un “¡Queremos corrida!” hiciesen cualquier barbaridad —quemar la plaza o agredir a los pobres toreros huelguistas—; ¿y quién les convence a esos bárbaros, con su dementalidad córnea de aficionados castizos? ¿Es que no se han visto sangrientos motines cuando a un villorrio se le ha negado la autorización para una capea? ¡Ah, es que se atentaba a la libertad de un milenario culto de sangre!

Y ahora ha venido el pleito entre los toreros mejicanos, los del dios Huichilobos, y los ibéricos, los del bisonte de Allamira. No es cosa de entrar en el aspecto legal de esta concurrencia. Es aquí lo de menos. Lo que el público —la “afición”, la trágica afición— pide es que le dejen saciar su sed... de sangre propiciatoria. Se ha visto a un pobre torero ibérico ofrecerse a un verdadero suicidio, sin arte alguno, no más que para probar que podía competir con los toreros de Huichilobos. ¿Es que, en el fondo, los castizos aficionados no siguen de plaza en plaza a un diestro de instinto suicida, a un mártir de esa sombría religión de sangre, en la esperanza de verle despanzurrar por un toro y verter sangre y poder decir: “Yo lo vi”? ¿Y no está la autoridad para aplacar esa religión salvaje de los aficionados e impedir así que se den éstos en hacerse ellos mismos sacrificadores? ¿No hay esa frase terrible de: “¡Vamos, que habrá hule!”? ¿Y es que no se ha oído en un match de boxeo gritar a una... señorita —no mujer—, dirigiéndose a uno de los luchadores: “¡Mátale!”, y con los ojos, y no sólo los ojos, retemblándole? Sin que se supiera si quería ver muerto al que la enloquecía. Sadismo puro. Que explica, por otra parte, no pocos suicidios mutuos en que la pareja de enamorados mezcla sus sangres. Y entretanto, pan y toros. Pan empapado y sangraza. Como en el Méjico precolombino el dios de la guerra, Huitzilipotzli —Huichilobos— se apacentaba de sangre humeante de sacrificios humanos.

Pensando en todo esto me han venido a las mientes las luchas de gladiadores, pobres esclavos como los que sublevó Espartaco, que satisfacían la sed de visión de sangre del populacho de Roma, y se me ha ocurrido si no cabría convertir a unos y otros toreros, a los ibéricos —los del bisonte— y a los aztecas —los de Huichilobos— en gladiadores y llevarles a la plaza a que luchasen en ella unos con| otros, como en Roma los gladiadores. Lo que se parecería mucho a la caza de unos obreros, por otros, que se está convirtiendo en fiesta popular y, además, nacional. ¿Qué le importaría al aficionado castizo, sin pedanterías pseudo-artísticas, que les matase a los toreros en competencia un toro o que se matasen ellos unos a otros? La finalidad sería la misma. Los del cartel “¡Queremos corrida!”, lo que en realidad quieren decir es: “Queremos ver correr sangre”. Y no sólo sangre de toro o de caballo, sino sangre humana. Tal es el verdadero fondo del problema.

El pleito de los toreros ha puesto de manifiesto, para quien sepa ver en su verdadero y trágico fondo, todo lo que hay en el fondo trágico de la fiesta popular y nacional. ¿Fanatismo? Sí. El fanatismo que llevaba a presenciar autos de fe y ejecuciones de reos. Fanatismo religioso, pero no de la religión cristiana católica o protestante u otra religión histórica apoyada —como pretexto— en uno u otro credo teológico, no; sino fanatismo de una religión prehistórica, de un culto de sacrificios humanos. Y ahora que aquí, en España, se exacerba el culto a la matanza —sin otra ideología—, vienen a ponérnoslo más en claro los toreros de una y de otra banda. Es como en la Roma imperial del circo de los gladiadores. Y que sigan investigando los eruditos tauromáquicos. Hasta que lleguen a los tenebrosos abismos de la afición.

lunes, 14 de mayo de 2018

Don Baldomero Espartero

Ahora (Madrid), 26 de junio de 1936

Hoy no voy a hablaros desde aquí, habituales lectores míos, de don Estanislao Figueras, como lo hice no hace mucho —¿os acordáis?—, sino de don Baldomero Espartero. Pero tanto monta. Que si éste, don Baldomero, no huyó como aquél, don Estanislao, del Poder supremo del Estado, dejándolo en desamparo, fue echado de él, nada menos que de la Regencia del reino, y ya recordaremos cómo y por qué. Mas antes he de recordaros, mis habituales lectores, aquel otro Comentario que publiqué aquí mismo, en el número del 14 de diciembre de 1932, al comentar el interesantísimo libro de nuestro Romanones Espartero, el general del pueblo, hoy tan de actualidad como entonces y como todo lo que Romanones escribe y dice. Titulé a mi Comentario aquel: “¡Ay mi jardín, mi jardín!”, frase entrañada del general —duque de la Victoria— a su chiquita, a su mujer, en carta escrita en vísperas de su victoria de Luchana, la que preparó el abrazo de Vergara. Que también don Baldomero tuvo su “jardín”. Y dije en aquel mi Comentario al libro de Romanones que en aquel “¡ay mi jardín, mi jardín!” se le fue al general del pueblo “toda el alma de manchego casero y quijotesco, todo aquello por lo que su generación le consideró como salvador de la Patria”. Hasta que le desconsideró.

¡Riego y Espartero! He aquí dos símbolos del liberalismo doceañista, el de nuestro siglo XIX. Cada uno de ellos tuvo su himno, aunque el de Riego ha sobrevivido al de Espartero, y no por su superioridad artística. Espartero no fue un pobre exaltado como Riego, sino un hombre cauto, bastante astuto y a quien, además, le ayudó la suerte. Soldado en Ayacucho, cuando el reino de España perdió realmente la América continental; vencedor de los carlistas en Luchana —junto a mi Bilbao— y acabador de la guerra civil con el abrazo de Vergara. Y luego, ídolo de los liberales progresistas, que arrojaron de la Regencia del reino a la viuda de Femando VII, doña María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y después señora de Muñoz, elevado a duque de Riánsares.

El bagaje ideológico de don Baldomero era escaso y muy sencillo. Acaso se cifraba en aquel su famoso: “Cúmplase la voluntad nacional.” Porque el general del pueblo tenía de todo menos de pedante ni de definidor. No se sabe que disertara sobre la autenticidad, la esencialidad ni la sustancialidad de su constitucionalismo monárquico y liberal. En cuanto a escribir, no escribió mucho, y lo mejor de ello, sin duda, sus cartas a su mujer. Aunque Romanones nos hizo saber que había escrito hasta un soneto, que revela “la sencillez de su espíritu”, a la reina gobernadora, doña María Cristina, de la que el conde nos deja vislumbrar que anduvo algo enamorado. Y que los sonetos revelan sencillez de espíritu puede asegurároslo este comentador aquí.

El general del pueblo acabó echando de la Regencia del reino a la reina madre y sustituyéndola en ella. Pues así fue, ya que en las Cortes de 1841 fue elegido regente don Baldomero Espartero por 179 votos contra cinco por la reina Cristina, 103 por Argüelles, uno el conde de Almodóvar y uno el brigadier García Vicente. La votación no fue muy lucida, y se la debió el general no a los dos partidos constitucionales ni siquiera al progresista, sino a una fracción de éste. Verdad es que sin coaliciones. Y así fue cómo don Baldomero pudo retirarse a la Regencia del reino, de la que antes de cumplir su mandato fue echado, a su vez, al grito de: “¡Fuera Espartero!”, en 1843, y huyó a Cádiz; de Cádiz, a Lisboa; de Lisboa, a El Havre, donde se unió con su chiquita, y de allí, a Londres. Luego volvió a su España, pero para retirarse a Logroño, con ella, a cultivar su jardín. Arrojado del Poder supremo, se anticipó la declaración de mayoría de edad de Isabel II, que juró el 10 de noviembre de 1843. Y a la que quedó rendido y obligado el que había sido su regente.

Pero ¿cuál fue la causa íntima de aquella deposición violenta del regente? Parece ser que se la predijo y se la explicó su antecesora en el cargo, la reina regente, doña María Cristina, al decirle que así como a ella se la echaba por no haber sido regente de todos los españoles, y ni siquiera de todos los dinásticos de su hija —llamados “cristinos” frente a los carlistas—, sino de una parte de ellos, así se le echaría a él, al general del pueblo, al progresista, por entrar a ser regente de un partido. Claro está que entonces el regente, el de “¡cúmplase la voluntad nacional!” —la de hacerle a él regente—, no puso topes ni a lo que hoy llamaríamos derecha e izquierda, ni en los carlistas o absolutistas, de un lado, ni, de otro lado, en los republicanos, que éstos no los había entonces. Ni aparecieron con alguna valía hasta después de la revolución de septiembre de 1868 y el subsiguiente fugaz reinado de don Amadeo de Saboya. Y es de recordar que cuando se iba a restaurar la monarquía —aunque no la borbónica—, Prim ofreció la corona a don Baldomero, que, ¡es claro!, enamorado de su jardín, la rehusó. Aunque no la hubiese obtenido, pues ni sus más fieles le querían ya para rey. Era demasiado.

Don Baldomero cayó de la Regencia porque no pudo —o acaso, lo que es peor, no supo— ser regente de todos los españoles, monárquicos o no. Y eso que ni a él ni a ninguno de sus secuaces se le ocurrió la insensatez de declararse “beligerante” en la guerra civil que continuaba latente, ni de hablar de “aplastar” a los adversarios, aunque sí, en cierto modo, de ligarse a pactos que coartasen la obligada neutralidad del Poder supremo en las luchas civiles de los partidos. Pero al general le llevó a la Regencia un partido político, y así le salió ello. Y así le costó a España, supeditando el régimen a lo que se llamaba —y se llama— política y es otra cosa. Política de partido, que es antipatriótico inspirar, y menos dirigir, desde una Regencia.

Véase, pues, cómo si don Estanislao Figueras tuvo que huir de España por no poder atajar la anarquía que la devoraba, y que acabó con aquella apenas si añoja República de 1873, a don Baldomero Espartero hubo que echarle porque el general del pueblo no supo, no quiso o no pudo serlo de todo el pueblo. ¡De todo el pueblo! No supo, no quiso o no pudo, o no le dejaron ser de todo el pueblo, con su frente, y su coronilla, y su pecho, y su espalda, y sus dos costados. Que el vencedor de Luchana y el del abrazo de Vergara no estaba llamado a hacer otra España. Ni, en rigor, se proponía tal cosa el manchego de su jardín. Era más discreto que como para eso. No concibió así la “política” el general del pueblo, que al decir: “Cúmplase la voluntad nacional” no pretendía interpretarla él. Ni menos conocerla mejor que otros.

domingo, 13 de mayo de 2018

El día de la infancia

Ahora (Madrid), 12 de junio de 1936

Lo jorn de l'infantesa
que no tingué demá.
VERDAGUER

Antes de ahora y más de una vez —creo— he citado unos versos maravillosos, casi milagrosos de intimidad y de expresividad, brotados de nuestro gran poeta mosén Cinto Verdaguer. Fue en mi clase donde comentando un día al gran poeta leí —en catalán, ¡claro!— uno de sus poemas y al llegar a la estrofa en que sale la santa soledad del día único de la infancia, se me clavó en ello el oído y me ahogó la voz la fuente de las lágrimas. Era que se me subía a los ojos, a la boca y a los oídos el día único de mi infancia.

La estrofa queda diciendo: “Ai soledat aymada / ma companyona un día / lo jorn de l'infantesa / que no tingué demá; / d'ençá que trist anyoro / ta dolça companyia / com font escerreguda / ma vena se troncá.” (Cito de memoria.) Y aunque es triste tener todavía que traducir del catalán los traduzco: “Ay soledad querida, mi compañera un día, el día de la infancia, que no tuvo un mañana, desde que triste añoro tu dulce compañía, cual fuente escurridiza, mi vena se truncó.” ¡Soledad, querida compañera del día único de la infancia, del que no tiene un mañana, otro día siguiente, otro, un demá (francés demain) del día eterno!

Es que el niño en su soledad creadora, mientras se está haciendo su mundo, soñándolo, entre otros niños, no vive ni sueña atado a lugar y a tiempo. Vive en infinitud y en eternidad. Su vida no es tópica ni crónica. Ni topométrica ni cronométrica. Ignora la medida del espacio y la del tiempo. el reloj ni el calendario rigen para él. Un solo día, un día sin día siguiente, sin un mañana! Y no sólo en los niños, sino en los santos. En los santos infantiles. Figurémonos un ermitaño anacoreta —o un cartujo— que no se aparta del pequeño jardín que ciñe a su celda y que no vive atenido ni a horas ni a días diversos, ni a reloj ni a calendario; éste vive durante su vida toda un solo día. ¡Y un día sin un mañana! Ese único día se le va creciendo, se le va ahondando. ¿Monotonía? ¡No, no! Y así no se siente envejecer, no siente venir la muerte, y cuando llega ésta, el eterno mañana, no la siente y se muere sin saber que se muere ni que se ha muerto.

El que tiene experiencia de niñez, de infancia, propia o ajena, sabe cuándo se acaba esta infancia, cuándo llega el otro día y con él los otros días. Es cuando el niño descubre la muerte; que uno se muere. Porque antes, aunque vea morirse a otro, o le vea muerto, no siente la muerte, no la descubre. Todos los padres observadores, todos los maestros —no quiero decir pedagogos, y menos si se apellidan laicos sin entender el apellido— han podido observar conmovidos, y aun acongojados, ese alborear de la conciencia de la muerte —que coincide, en los primeros vislumbres de la pubertad, con la conciencia del instinto sexual— cuando se cierra el día santo y único de la infancia.

Y así, evocando mi alma de niño, la de mi único día de la infancia, con mis almas de maestro —no de catedrático—, de padre y de abuelo, veo con espanto el espectáculo inhumano de esos pobres niños —¡niños en el día único!— a quienes padres, y lo que es peor, madres, desalmados les obligan a mantener enhiesto el brazo derecho con el puño cerrado y a proferir estribillos de odio y de muerte y no de amor. O a que oigan acaso eso del “amor libre” que no es tal amor. Delante de unos niños —acaso hijos suyos— decía una de esas desalmadas que mientras supiesen ellas, las de su ganadería, quiénes eran los padres de sus crías, no habría progreso en España. Y dicho eso aullaba insensateces. O arrancándoles de la santidad de su día único, del santo día único que no conoce la muerte, se les lanza al presentimiento de la matanza, que no ya de la muerte. Se ha visto adiestrar a niños, a pobres niños, ataviados con guiñapos rojos, en la caza del hombre. Nosotros, los adultos, los ya envenenados, los enloquecidos, que nos entreguemos a nuestras repugnantes luchas... ¿Pero educar en ellas a los niños? Es como si para evitar que estos pobrecitos al llegar a la edad terrible del doble descubrimiento den en vicios solitarios, se les obligara a ciertos actos en que a modo de bárbara vacuna adquiriesen esa terrible dolencia que desemboca en la parálisis progresiva. Y de hecho conocemos pedagogos —no maestros, repito— que hablan de los peligros de la inocencia y de la conveniencia de abreviar el día único de la infancia. Y de anticipar ciudadanos.

Ya no se habla de respeto a la libertad de conciencia del niño, pues se sabe bien que esa conciencia a que se alude, el niño no la tiene; sino que se habla de captación de ella. Ya se dice que la conciencia del niño ha de ser del Estado y quiere decirse que de una clase. Que el niño ha de profesar la religión de Estado. Comunista o fajista, es igual.

Llegará un día en que los pobres padres que no puedan ni educar por sí mismos a sus pobres hijitos ni pagar a educadores de su confianza se nieguen a entregarlos a pedagogos —no maestros— de religión estatal y no laica, no popular de verdad, no nacional. Se nieguen a que les enseñen a levantar el puño cerrado en vez de santiguarse, y se nieguen a que en vez de empapizarles con el Catecismo les empapicen con la Constitución o con algo peor aún.

“¡Ay soledad querida, mi compañera un día, el día de la infancia, que no tuvo un mañana...!” ¡Qué terrible mañana, que trágico descubrimiento de muerte y de odio se está preparando a esa niñez, porvenir de la patria!

Otro de mis poetas favoritos, éste inglés, el gran meditativo Wordsworth, dejó para siempre dicho esto que traduzco aquí:

“Mi corazón brinca cuando veo arco iris en el cielo: así era cuando empezó mi vida; así es ahora que soy un hombre; sea así cuando envejezca, o que me muera antes. El niño es el padre del hombre y ojalá mis días se eslabonen entre sí por natural piedad.” Es decir, que perdure el día de la infancia. ¡Y pensar que estos niños envenenados se harán hombres, se engendrarán hombres y lo que será de éstos y de su comunidad! ¡Niños y... niñas! Porque entre esos pobres niños, en la edad en que no se acusa ni marca espiritualmente el sexo, hay niñas. Niñas que serán un día madres. Y hay que pensar en el terrible fanatismo, en la beatería —así, beatería, de un extremo o de otro— de la mujer, encendido y superficial a la vez, sin hondura ni anchura, histérico e inconsciente… Tremendo fanatismo femenino —más teatral que sincero, histérico, de galería— que no sabe ver el arco iris en el cielo. Mas de esto, otra vez.

sábado, 12 de mayo de 2018

Ensayo de revolución

Ahora (Madrid), 7 de junio de 1936

No sé si para apartarme de la actualidad o para encontrar lo eterno de ella por otro camino dejé la prensa del día y me puse a leer las Migajas filosóficas, del gran sentidor danés Soeren Kierkegaard. Y, de pronto, me hirió esta frase, al parecer enigmática: “la novedad del día es el principio de la eternidad”. Y a mí, acostumbrado más aún que a su danés a su íntimo lenguaje espiritual kierkegaardiano, se me presentó al punto todo lo que aquel torturado y torturante espíritu quiso decir con ello.

La novedad del día ea lo verdaderamente nuevo de un día; el hecho que abre una nueva vida que arraiga en lo eterno; una nueva vida de un hombre o de un pueblo; una verdadera revolución. Que siendo verdadera, es una renovación. Porque revolverse —y menos revolcarse— no es, sin más, renovarse. Cabe renovarse quedándose muy quieto y sosegado. Las mudas, por ejemplo, no se hacen con desuellos. La serpiente no se quita la vieja piel mientras no tiene la otra, la renovada, por debajo. Que si hiciera de otro modo tendría recaídas y correría grave riesgo. Y así un pueblo. Al que se supone muchas veces que ha cambiado por dentro y no hubo cambio.

“Renovarse o morir”, se ha dicho. Pero renovarse es, en cierto modo, recrearse, volverse a crear. Y no es poco renovar, recrear, crear un pueblo. ¡El placer de crear! Sí, el placer de crear, pero no se crea con revoluciones. A lo más, son éstas las que hacen —y deshacen— a los hombres que creen hacerlas y dirigirlas, y no ellas a éstos. Los hombres, ¡si lograran comprender el torbellino que les arrastra! ¡Si lograran comprender la novedad del día —que suele etiquetarse con una fecha—, adivinando en ella el principio de eternidad, la renovación histórica! Así dicen que Goethe adivinó en la batalla de Valmy un mundo nuevo. Lo que, seguramente, ni vislumbró el general que mandaba la batalla. Que no quien realiza un hecho prevé su alcance. Ni ve en la novedad eternidad, ni en el día ve principio.

Y ahora, una anécdota. Uno de mis buenos amigos, diputado que fue conmigo en las Constituyentes y habitante en una provincia cercana fue, no hace mucho, a Madrid, y al visitar a su jefe político se lo encontró muy preocupado con el estado de la cosa pública (traducción de República), y en el curso de la conversación le dijo, por vía de adhesión y de alabanza: “pero bueno; en buenas manos está el pandero”. El cual replicó: “¿Pero es que hay pandero?” Y yo, de haber estado presente, habría añadido: “¿pero es que hay manos?” (Mejor que la metáfora del pandero sería la de un torno de alfarero y arcilla para un botijo).

Y tengo que volver a lo de la teatralidad, la representación, y no presentación, de lo que se llama ahora aquí la revolución. Revolución que revuelve muy poco, pero no renueva casi nada. En su aspecto teatral ofrece escenas perdidas sumamente típicas. Hace unos días hubo aquí, en Salamanca, un espectáculo bochornoso de una Sala de Audiencia cercada por una turba de energúmenos dementes que querían linchar a los magistrados, jueces y abogados. Una turba pequeña de chiquillos hasta niños, a los que se les hacía esgrimir el puño —y de tiorras desgreñadas, desdentadas, desaseadas, brujas jubiladas, y una con un cartel que decía: “¡Viva el amor libre!” Y un saco. Que no era ¡claro! del que se le libertó al amor. Y toda esta grotesca mascarada, reto a la decencia pública, protegida por la autoridad. La fuerza pública ordenada a no intervenir sino después de... agresión consumada. Método de orillar conflictos que no tiene desperdicio.

Toda esta selvática representación revolucionaria está acabando de podrir, hasta derretirlos o pulverizarlos, a los famosos burgos podridos. Se les sacó de su costumbre para no darles otra. Y la famosa revolución está arrojando a las ciudades la podredumbre que ya no cabe en los burgos y que se meje con la podredumbre urbana, sobre todo con la arrabalera. Y andan, no ya revolviéndose, sino revolcándose, hombres que viven sin consigo mismos. A la vez que se apresta a defenderse la burguesía proletaria, o proletariado burgués, a que no la den un revolcón.

Crear —o re-crear— un pueblo, hacerlo, renovarlo —como quien hace una ánfora o toca el pandero—; ¡pues ahí es nada la cosa! ¡La cosa publica! ¡Menudo ensayo! Y a empezar por una novedad del día, de tal o cual fecha o con un código de papel —como el “galápago” de que aquí os hablaba hace poco— y como principio de eternidad, o sea de historia. ¡Ah, no, no! Aquella muda no fue muda de verdad. Debajo de la vieja piel no estaba formada la nueva, y no se puede acabar de formar con escaras a la vista. No; no empezó una nueva vida pública en aquella fecha mítica. Ni la renovación de los tejidos, y de los de las entrañas menos, va a eso que llaman ritmo acelerado. No se hace crecer una planta a tirones. Sístole y diástole tiene el corazón; sueño y vela el ánimo ; trabajo y descanso el cuerpo. He oído decir que España ha cambiado radicalmente desde hace cuatro o cinco años. ¡Embuste! Por debajo de las túrdigas de la vieja piel no hay en gran parte todavía más que carne viva o cicatrices sanguinolentas. Y es completa carencia de sentido histórico —o acaso frivolidad— asegurar que tal o cual cosa no puede ya volver. Las recaídas —como los que J. B. Vico llamó “recursos” (en italiano “ricorsi”)— pueden siempre volver. ¡Pues no faltaba más! Ni las revoluciones, ni los revolcones, ni las renovaciones, ni las restauraciones dependen de la voluntad de crear de un hombre. ¿Un poeta de pueblos? ¡Terrible vocación! Y, sobre todo, ¡ojo con los ensayos! Que están bien para el teatro, a telón corrido. Se ensaya la representación de una muerte escénica, de chancitas, y suele muy bien suceder que cuando en la comedia —o farsa—, a telón alzado, toca representarla, la representación se atasca. “A ver hasta dónde se puede llegar” es peligroso lema de ensayos. “Ni una coma más, ni un punto más”, se dice, y como es tan fácil resbalarse en puntos y comas, se va uno en puntos suspensivos. Pues, ¿quién pone puertas al campo? Y esto en un país y una temporada en que no se saben ni paz ni justicia; en que no se goza sabor ni de una ni de otra; en que saben tan mal que no cabe saborearlas. Y estamos hasta la coronilla de ensayos de revolución. Que se va en probaturas.¡Pobre Niña!

Р. D.—Apenas acabado este Comentario me envía Marañón su nuevo libro El conde-duque de Olivares (la pasión de mandar), y antes de ponerme a leerlo me ha herido —es mi modo— la expresión “pasión de mandar”. Que he de relacionar con otras tres; “el placer de mandar”, “el placer de crear” y “la pasión de crear”. Y queda la pasión de entender.

viernes, 11 de mayo de 2018

Trabajadores de toda clase

Ahora (Madrid), 5 de junio de 1936

¡Las veces que nos hemos referido a aquella teórica ocurrencia del articulo primero de nuestra pedagógica y sociológica Constitución de que “España es una República democrática de trabajadores de toda clase”! ¿Teórica? Teórica, si, pues de ella no se deduce nada en el orden práctico. Mas como teoría merece examen. El sociólogo que metió lo de “trabajadores”, sin la posterior coletilla “de toda clase”, lo hizo por sugestiones nada nacionales y en rigor para servir a la dependencia de España respecto a un pueblo extranjero. Advirtióse el peligro y se añadió lo “de toda clase” para dejar lo de “trabajadores” en una mera vacuidad. Porque ¿quién no es trabajador de alguna clase? Lo son no ya los empecatados burgueses y los capitalistas, sino todos los que cumplen el trabajo de vivir, aunque sea a costa ajena.

Desde que se constitucionalizó eso de “trabajadores”, la denominación —y no más que denominación— ha hecho fortuna. Un día tenemos los “trabajadores de la Enseñanza”; otro, los “trabajadores del arte”. Esperamos ver que los recaudadores de contribuciones se constituyan —constitucionalmente— en “trabajadores del Fisco”; los guardias de Asalto, en “trabajadores de la represión”. Y así todos los demás. Todo el que ejerce una función ejerce un trabajo. Y hasta el vago, el holgazán. ¡Pues no es poco trabajo el de holgar! Antes de ahora he contado cómo un amigo mío me decía que la malquerencia que ciertos hombres laboriosos guardan al vago es porque éste es el fiscal del que trabaja. “¿Ve usted —me decía— ese vago que se pasa las horas muertas día a día dando vueltas aquí, en la plaza? Pues el confitero ese no le puede ver porque es quien se detiene a diario ante su escaparate y puede decir: Esos pasteles llevan ahí, los mismos, más de ocho días. El vago vigila e inspecciona al no vago.” Y es que el vago trabaja de ojo.

No sé si los mendigos —los de profesión y vocación y aun de herencia, no los otros, los ocasionales— estarán o no sindicados, pero podrían estarlo como “trabajadores de la mendicancia (manganza), mendicidad o pordiosería”. Que es también un trabajo como otro cualquiera. Pues, ¡menudo trabajo que es el de mendigar o pordiosear! ¡Difícil función para ejercerla con eficacia y dignidad! Y no en vano se instituyeron en la Edad Media Órdenes religiosas mendicantes. Y en relación con esto ahora empieza a constituirse —constitucionalmente también— otra clase de trabajadores, cual es la de los trabajadores del paro. Que trabajan para mantener y propagar el paro a pretexto de acabar con él. Es la orden de los parados. Que en rigor no se asocian, sino se amontonan.

En cierta ocasión le preguntaban a un amigo mío, hombre cultísimo y gran amigo de la lectura y de asistir a teatros y espectáculos públicos, si no escribía, y respondió: “No, yo leo, porque hace falta quien lea para que haya quien escriba”. “¿Luego usted no es productor, no produce?”, le dijeron. Y replicó: “Sí, señor, soy productor; produzco consumo”. Y esto de considerarse el consumidor como productor de consumo es un concepto económico muy arraigado en los trabajadores del paro. Así como en los trabajadores del descanso.

A las veces, lo de no trabajar es una especie de obligación. He sido durante años, y lo soy ahora, como rector de la Universidad, patrono de un asilo de ancianos fundado para que éstos descansen o huelguen. Por razones de higiene se recomendó a los pobres asilados, sin obligarles a ello, ¡claro!, que los que se sintiesen con fuerzas y ganas trabajasen algo, por vía de recreo, en una huerta del asilo. Algunos lo hicieron y hasta un antiguo carpintero pidió que se le diera un banco de carpintería. Pero he aquí que el administrador del asilo me vino un día a que fuese a cortar una especie de pequeña revolución que había suscitado entre los ancianos asilados uno de ellos diciendo que su “obligación” (así) era holgar y no trabajar, que para eso se fundó el asilo, y que el que sintiera ganas de trabajar tenía el deber de solidaridad y compañerismo de aguantárselas y no ir a poner la ceniza en la frente a los compañeros y como a hacerlos de menos. La teoría, inútil es decirlo, me cayó en gracia. Era una teoría verdaderamente revolucionaria.

¡Trabajo! ¡Trabajo! ¿Y qué no es trabajo? Trabajo es velar y se vela para dormir. Trabajo es vivir y se vive para morirse. Que no es que se muera por haber vivido, sino que se vive para morir. Trabajo es —por agradable que sea— el engendrar hijos y se los engendra para morirse uno. Que dar la vida es perderla. Y esta es doctrina fisiológica y biológica de largo desarrollo. La hermandad del Amor y de la Muerte es tema fecundísimo de poesía y de filosofía. Que ha inspirado, entre otros, el hermosísimo canto de Leopardi Amore e Morte.

¿Qué no es trabajo? Hasta el asistir a un espectáculo. ¿Y por qué no han de formarse ligas de “trabajadores” de ver los toros, o partidos de pelota o de fútbol, o piezas de teatro? O de trabajadores radio-escuchas. Productores de consumo también.

Y tú —me dirá algún lector malicioso—, trabajador ¿de qué “clase”? Y yo le contestaré con aquello de mi excelso maestro y tocayo don Miguel de Cervantes Saavedra en el “Prólogo al lector”, de la segunda parte del libro: “Había en Sevilla un loco, que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiaguda en el fin; y en cogiendo algún perro en la calle o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que soplándole, le ponía redondo como una pelota y en teniéndolo de esta suerte le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba diciendo a los circunstantes (que siempre eran muchos): Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro. ¿Pensarán vuesas mercedes que es poco trabajo hacer un libro?”

Yo también, malicioso lector amigo, te digo con Cervantes que no es poco trabajo hacer un artículo de estos, o con el loco de Sevilla, hinchar un comentario. Y más ahora, en temporada de locura colectiva, en que España está hecha un manicomio suelto. Y en que hasta los loqueros han enloquecido al punto de que hablan de “aplastar” a los locos de locura contraria a la suya —a la de los loqueros—; y “cuando el guardián juega a los naipes ¿qué harán los frailes”? ¡Trágico manicomio! Trágico manicomio en que se llega a la “dementia tremens” de considerar enemigo publico del régimen al que se llame —¡se llame!— fascista. Beligerancia de la insensatez. Trabajadores de la locura.

jueves, 10 de mayo de 2018

Teatralerías de morcilleo

Ahora (Madrid), 26 de mayo de 1936

Que el ánima en pena de Quevedo
me acorra en este trance dificultoso.

Hay revoluciones épicas, líricas y dramáticas. Las épicas son propiamente guerras civiles, ordenadas. Tales, entre otras, las de la independencia nacional de un pueblo. Las líricas son las que cumple un individuo en ciencia, en arte, en política, en religión. No caben en teatro. Así, el monodiálogo de Don Quijote y Sancho, que no entra en tablado; su escenario es el universo. Ni el hidalgo ni su escudero son personas teatrales. En cuanto a las revoluciones dramáticas —trágicas o cómicas—, rarísima vez son verdaderas revoluciones. Aunque sus actores no sepan renunciar a la infantil ingenuidad de llamarse revolucionarios. Veamos.

Nuestro pueblo español, sobre todo el del centro de España, es uno de los más teatrales, de los más aficionados al teatro. Y a las corridas de toros, novilladas y capeas, que es otro teatro. ¡Pero de verdad! ¿De qué verdad? Como antaño en una corrida increpara a un espada el gran actor dramático Isidoro Máiquez, aquél, el matador, se volvió a decirle: “¡Señor Miquis, que aquí se muere de veras!” Y a la hora de enfrentarse el matador con la fiera le llaman los aficionados la hora de la verdad. Verdad teatral también. Y esta teatralidad, de tablado escénico o de coso de sangre y arena, ha dado tono y hasta sentido a nuestra vida política. Y a sus revoluciones dramáticas —trágicas o cómicas—, cruentas o incruentas.

Una vez, hallándome en un banquete político de Romanones en una vecina capital de provincia, se levantó a brindar el cacique provincial —un buen cacique—, y al oírle pregunté al que tenía a mi lado: “Dígame: éste, de joven, representó en teatros caseros, ¿no?” “¡Exacto!”, me contestó. Los de la revolución —¡tan teatral!— de 1868 se formaron en esos teatros. Aquí conocí a uno de aquellos revolucionarios, a quien se le llamaba Lanuza por haberse distinguido haciendo de protagonista en La capilla de Lanuza. ¡Y había que verle cruzar, en Lanuza, la plaza Mayor! Y, por otra parte, entre nuestros actuales políticos de partidos revolucionarios hay más de uno a quien le ha tentado el teatro y ha llevado a escena algún drama sociológico en que juega el “genio de la especie” y que no cuajó por su modo serrinoso de expresarse. ¡Qué mala musa es la sociología beocia y hepática!

En las revoluciones dramáticas —o mejor, teatrales—, las conspiraciones juegan un gran papel. (Papel, ¿eh?; no hay que confundirse.) Hay aquello de: “¡A las tres es el movimiento!”, cuchicheado al oído. Y hay las contraseñas y los viajes de exploración. De que algo sabe algún alto gobernante de hoy. Y luego vienen los “actos” con sus “escenas”, en el sentido teatral. Que a las veces llegan a la susomentada “verdad” de los aficionados. Así, a ésta que dan en llamar revolución precedió la loa de Jaca, en que rindieron sus vidas dos generosos y entusiastas actores. Y actores revolucionarios de verdad, quijotescos, líricos.

Llega otro acto dramático revolucionario y se prepara una escena de todo aparato. ¿Y el papel? ¿Estuvo bien ensayado? Creemos, dígase lo que se diga, que las masas, el coro general, no se sabían el papel. Ni conocían el drama. No tenían sentido de la función. Pero allí estaban para dárselo los “reglas”. El “regla” le llaman en los lugares de esta provincia de Salamanca al apuntador, al que desde su escondrijo —concha o garita— sopla a los actores lo que tienen que hacer y que decir. Mas en estas revoluciones teatrales suele suceder que los actores se olviden del papel o no lo sepan y, sin hacer caso al “regla”, se metan a embutir “morcillas” —lo que en la jerga de teatro se llama así—. Sin que sirva que el “regla” les diga: “¡No, no es así; que no es así!”, y les llame al orden, ¡Y qué morcillas!

Porque aquí el morcilleo teatral puede ser de otro género, de un género de “verdad”, de mondongo. Esto es, de matanza. De esa matanza que las comadres rurales dicen que es el arreglo de la casa. Sólo que matanza de hombres, de actores. Y allá anda el pobre “regla” aterrado y sin saber cómo acabará aquello. Porque él, el “regla”, conspirador dramático, no sabe cómo arreglárselas en el arreglo de la casa, en el mondongueo. Pero he aquí que el público, al cabo, al acabar la función, se entusiasma con el arreglo de la casa y empieza, educado en corridas de toros, a pedir: “¡Caballeros!, caballeros!”, como otras veces pedía: “¡Caballos!, caballos!”, y hace salir a los actores a recibir palmas en el tablado por no haberse limitado al papel, y en seguida tenemos a los “reglas”, que se estuvieron agazapaditos en sus conchas, que se suben al tablado a participar de la ovación. Salen como diciendo: “¡Nosotros dirigimos el mondongueo!” Y hasta predican que hay que representar la función “con hiel”. ¡Así! Predican la revolución de verdad.

¿Pasó la romántica loa pre-revolucionaria de Jaca dejando rastro de generosa sangre, en cierto íntimo sentido —que ahora y aquí no he de explayar— redentora, y pasó sin sus “reglas” y su papel? Y luego, en la revolución ya reglada y empapelada —la Constitución es un papel—, vino el acto trágico de Asturias, y el cómico de Barcelona, y hasta el sainete madrileño. Con sus “castañeros picados” y todo. Y por debajo de la función reglada, con su programa, está la acción, la terrible acción, del coro que no obedece a corifeos, que no oye a los “reglas” ni los entiende; está la acción desencadenada. La de los que creen que el arreglo de la casa está en la matanza. ¿Que no estamos preparados para la revolución? Es que la verdadera revolución no es sino preparación. O educación. Educarse para la libertad es hacerse libre. Y los que así —acaso harto sarcásticamente— nos burlamos de la supuesta revolución, somos los que cultivamos la revolución de verdad. Que es la de decir la verdad, que no reconoce partido. “La verdad os hará libres”, quedó escrito. ¡Y cómo descansa uno cuando ha dado su verdad! Lo sabía Quevedo, el de las feroces burlas.

¿Que mezclamos lo verdaderamente trágico con lo no más que cómico y con lo sainetesco? ¿Que este jugar con los dos sentidos del morcilleo es algo repelente? Lo repelente es este representar y no presentar la revolución; lo repelente es este funcionar —¡funcionar!— de revolucionarios; lo repelente es una llamada revolución, dramática y teatral —aunque a las veces sangrienta—, en que no se presiente ni un aliento épico de verdadera guerra civil, de independencia nacional, ni un aliento lírico, quijotesco, de revolución ideal. De revolución de ideas. Porque aquí, hoy, no cabe hablar de ideología revolucionaria. Nuestros funcionarios de la revolución dramática carecen de verdaderas ideas. Basta leer su código. Y sus pésimas traducciones.

¿Que este bosquejo es amargo? Son los “reglas” y los funcionarios de la revolución los que nos amargan la vida.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Mañana será otro día

Ahora (Madrid), 20 de mayo de 1936

Se pone la tarde. Me llega del Poniente una campanada eclesiástica, fundida con el lejano ladrido de un perro. ¡Cuánto han ladrado los perros a las campanas! Pienso en que voy a pensar y en qué voy a pensar. Pensar en paz, pero no en la paz. El cielo está en el horizonte ponentino recocido. ¿Pensar en la paz? ¿Y cómo con el eco y el resón de las lecturas de los diarios de la mañana, del triste desayuno informativo? Noticias crudas, no filtradas, reducidas a titulares casi. Porque lo que sigue a esas titulares, a la letra gorda, es como aquella letra menuda de los libros de texto escolares, “lo que no se da”, que decíamos; nombres y señas y número de los muertos y de los matadores. Todo ello crónica como de cronicones medievales y no historias. Y de vez en cuando, los claros de la censura, uno de los más claros e indicativos síntomas del entontecimiento progresivo de los que mandan. “El cielo entontece primero a los que quiere perder”, dice el fragmento de Eurípides. ¡Y luego esas abrumadoras notas gráficas! Aquí está ese retrato del que habla en un mitin ante un micrófono, con la boca en o y el brazo en alto. ¿Pronunció, acaso, el discurso —o lo que fuere, pues lo que es discurrir...— para salir así en la hoja? Pero hay que pensar —es el oficio— para que piensen otros. ¡Y si llegáramos a pensamiento común!...

Y con todo eso de la abrumadora información escrita y gráfica, el recuerdo de las miradas agresivas de aquellos mozalbetes con los que uno se cruzó en la calle al ir a recogerse a casa. ¡La calle! ¡Tener que vivir en ella! Porque no a todos les es dado, como a nuestro Juan Ramón, embozarse en soledad sonora o buscar la humanizadora sociedad de inocentes animalitos irracionales, que, por serlo, no pueden enloquecer. Hay días y lugares, horas y sitios, en que el ambiente de la calle lo es de una indolencia salvaje. Las gentes sin conocerse, y por lo mismo, se miran como en desafío. Y hasta a los pobres niños —¡a los pobres niños!— los están criando en mala crianza. Mal criados acaso por mal nacidos, a descontento de sus padres.

Esa insolencia salvaje es hija de enfermedad colectiva, de locura comunal. Decía el pobre Nietzsche, el torturado soñador de “la vuelta eterna”, que el enfermo apetece lo que agrava y exacerba su enfermedad. Así, en los pueblos que cuando se empobrecen les entran locas ganas de destruir su riqueza. Y de ir repartiendo, y con el reparto acrecentando su pobreza.

Se pone la tarde, y encerrado en mi cuarto cojo con la mirada el recocido celaje del horizonte ponentino. Según va cerrándose la tarde en la noche y van abriéndose —naciendo— en el cielo las estrellas, se me va abriendo el ánimo a la llegada del sueño. De un sueño estrellado y Dios quiera que celeste. En que olvide la monotonía del escándalo y de la rutina de la estupidez colectiva. Recuesto al fin la cabeza en la almohada consultora y me dispongo a trasnochar el pensamiento, que tanta íntima fuerza cobra de la inconciencia. A ver si así logra uno hacer la crónica historia, o leyenda, que es lo mismo. Mientras dura el sueño, ¡qué palabras eternas nos dicta el silencio al oído del corazón! Son ellos, el sueño y el silencio, los que nos remozan a los viejos. ¿Remozar? Nos bautizan —o, mejor, nos rebautizan— en el mar sagrado de la inconciente vida prenatal. El antes del comienzo nos revela el después del acabamiento. Y el alma se nos hincha de lenguaje divino. Decía Leopardi, en su estupendo Cántico del gallo silvestre: “¡Mortales, despertaos! No estáis todavía libres de la vida. Tiempo vendrá en que ninguna fuerza de fuera, ningún intrínseco movimiento, os sacudirá de la quietud del sueño si no que en ella siempre, insaciablemente, reposaréis. Por ahora no os está concedida la muerte; sólo de trecho en trecho se os consiente por algún espacio de tiempo una semejanza de ella. Porque no se podría conservar la vida si no fuese interrumpida a menudo. Demasiado larga falta de sueño breve y caduco, es mal por sí mortífero y causa de sueño eterno. Tal cosa es la vida, que para llevarla es menester de hora en hora, deponiéndola, recoger un poco de aliento y restaurarse con un gusto y como si una porcioncilla de muerte.”

Repensando este pensamiento de Leopardi sobre la almohada consultora, se me viene a las mientes una ocurrencia de William James en su ensayo ¿Merece vivirse la vida?, al comentar la terrible predicación del suicidio, del poeta James Thomson, en su poema La ciudad de la noche terrible. Cita el pragmatista norteamericano pasajes del poeta inglés, y entre ellos éste: “Esta pequeña vida es todo lo que tenemos que aguantar; la santísima paz de la tumba es siempre segura”, y añade Thomson: “Medito estos pensamientos y me consuelan.” Y el pragmatista comenta “Entre tanto, podemos aguardar siempre por veinticuatro horas más, aunque sólo sea para ver lo que cuente del periódico de mañana o lo que nos traiga el próximo cartero.”

¿Lo que cuente el periódico de mañana? Lo mismo que contó el de ayer. Y esto sí que es una pequeña vuelta o revuelta eterna, espejo de la trágica “vuelta eterna” que torturó al pobre Nietzsche —y que era un pensamiento helénico—, como el sueño es espejo de la muerte. Pequeña vuelta o revuelta eterna que es lo que llaman algunos la revolución permanente. ¿Revolución? Motín y no más, con que se entretiene y se mantiene la estupidez comunal, a la que miman los que debieran corregirla. Y la miman mintiendo, que por algo se dijo: “Miente más que la Gaceta”. Mintiendo y creyendo, o más bien queriendo hacer creer que cuando llegue el último incendio se apagará con mangas de riego de tanques.

¿Que mañana será otro día? Mañana será el mismo día, el día del siglo. Y no faltará quien diga que todo esto lo traen los enemigos del régimen. Que es lo que se les ocurre a los mandones que piensan que hay ocasiones en que deben estar ciegos y sordos durante cuarenta y ocho horas. ¡Pobres hombres, que no saben conciliar un sueño de paz! ¡Y pobre pueblo!

martes, 8 de mayo de 2018

Sentido histórico

Ahora (Madrid), 15 de mayo de 1936

No hace mucho que el pontífice máximo —o sumo sacerdote— del actual republicanismo ortodoxo español, en una de sus definiciones doctrinales de lo que es la esencia y la sustancia de una república, se refirió a republicanos de cátedra. Que no sabemos bien en qué se diferencian de los republicanos de tertulia de café o de Ateneo. Aunque sí de los republicanos de calle o de plazuela. Y desde luego nos vino a las mientes lo que se llamó socialistas de cátedra, sin duda para distinguirlos de los de partido y programa político. Pero el mismo pontífice máximo del socialismo ortodoxo, Carlos Marx, cuando elaboraba su obra histórica El capital —y en ella lo del materialismo histórico—, no hacía sino labor de cátedra, era un socialista de cátedra y lo fue de partido cuando redactó el Manifiesto famoso. Primero fue un demólogo, es decir, una especie de teólogo; después, un canonista.

El socialismo que deja de ser de cátedra para hacerse de plazuela y de partido no es ya una doctrina ni una fe en ella, sino que es una iglesia con su disciplina. ¡Y cómo se parece su historia a la historia de las primitivas comunidades cristianas que dieron origen a la Iglesia Cristiana y a la Católica! ¡Las mismas logomaquias, la misma mística, la misma liturgia! La misma en el fondo de su forma, ya que la forma tiene fondo. El mismo horror a la herejía y a la crítica y al escepticismo y al libre examen.

Por camino parecido diríase que le quieren llevar a este misterioso republicanismo ortodoxo, con sus esencias, sus sustancias, sus autenticidades y demás mandangas. Y ya hay quien empieza a santiguarse no con el pulgar de la mano derecha, sino con el puño cerrado de la izquierda. Y ello se irá convirtiendo en una caricatura de religión.

El artículo 3.° de la actual Constitución de la República Española dice que: “El Estado español no tiene religión oficial”. Lo que parece estar claro, pero no lo está. Porque primero hay una u otra religión del Estado, de un Estado determinado, que puede ser la católica, o la calvinista, o la luterana, o la islámica, etc., y puede haber lo que cabe llamar religión de Estado, si no oficial, por lo menos oficiosa. En Italia, en Alemania y en Rusia hay, hoy por hoy, religión de Estado. Este, el Estado, es la Divinidad. ¿No iremos a eso? ¿A una oficiosa religión republicana de Estado? Con su Trinidad y todo. El Estado mismo, es decir: el Poder publico, es el Padre; el Parlamento soberano es el Hijo, y la Constitución es el Espíritu Santo. O sea la paloma.

Y a propósito de esto de la paloma, debo advertir al que se me ha quejado de que tratara tan irreverentemente a la Constitución como para llamarla galápago, que ahora no encontrará tan irreverente que la compare con una paloma.

¿Y qué va a hacer uno sino faltar a ciertas reverencias cuando ve una demología ortodoxa que tiende a confundir todas las nociones históricas convirtiéndolas en logogrifos sociológicos y políticos sin claridad ninguna? República es hoy el Reich germánico y Unión de repúblicas soviéticas se llama el actual Imperio —así, Imperio— ruso. ¿Cuál es más República, más esencial y sustancialmente republicana? Que nos lo diga el pontífice máximo del republicanismo de Estado definiendo “ex cathedra”. Que no suelen ser los catedráticos los que más se distinguen por la manía de definir "ex cathedra". Como hay quien pone cátedra en tertulia de café o de Ateneo o en banco de plazuela. Que ni el catedraticismo es cosa peculiar de catedráticos ni la abogacía lo es de abogados.

Y manteniéndonos en historia y en historia contemporánea, ¿cuál es más República, la de Colombia o la de Méjico de hoy? Que si en aquélla, en la de Colombia, se mantiene en gran parte una religión del Estado, en la de Méjico hay una religión de Estado que persigue a la otra. Ni cabe perseguir a una religión sino en nombre de otra religión. El nacionalsocialismo es religión; el sovietismo o bolchevismo es religión. ¿Lo va a ser aquí el republicanismo esencial, sustancial, constitucional y auténtico?

¿Son todas esas definiciones y excomuniones y esencialidades y sustancialidades y constitucionalidades y autenticidades no más que “bagatelas” y “bizantinismos”? Ah, es que todo eso mantiene esta salvaje guerra incivil en que por demencia colectiva estamos empeñados y somos muchos, pero muchos, no usted solo, mi tan querido amigo Prieto, los que comenzamos a pensar en serio si estaremos contagiados de la imbecilidad colectiva que aqueja hoy a nuestro pobre pueblo. Pues mientras siga eso de si éste es auténtico y aquel otro no, y si el ser algo es llamarse con tal nombre y si los enemigos de la derecha —o de la zaga— son más o menos enemigos que los de la izquierda —o del frente—, mientras siga eso no podrá haber guerra civil civilizada, que es, en el fondo, paz humana.

Espíritu histórico, que es espíritu critico —y en el primitivo y buen sentido del término: escéptico—, espíritu de libre examen, liberal, de cátedra —de cátedra, sí, de cátedra, aunque no dogmático, de “lo dijo el maestro”— sentido histórico es lo que nos hace falta para convivir y colaborar en debates civiles. Sentido histórico.

El otro día cité un pasaje del conde José de Maistre en que éste dice que todo gobierno es monarquía. Y cabe decir que todo gobierno, si es gobierno regular y normal, es república. República siguió llamándose el Imperio Romano. ¿Y por qué no? ¿Por qué hacer de ciertos epítetos contraseñas para perseguir a unos y no a otros? ¡Bizantinismos! Conviene repasar la terrible historia del Imperio Bizantino, donde las discusiones teológicas —basta recordar lo de los iconoclastas— llevaron a los más repugnantes crímenes. Se le sacaba a uno los ojos por si rendía o por si no rendía culto a las imágenes. Y era que debajo de aquellas discusiones bizantinas alentaban las más demoníacas pasiones, resentimientos, envidias, rencores, viles ambiciones cuando no rencillas de camarilla y acaso de serrallo.

Ay, mi querido amigo, no es lo peor el mirarse hacia dentro y sentirse imbécil; lo peor es sentirse recomido el corazón y devorado por la más triste de las pasiones. La que tralla con injurias.

lunes, 7 de mayo de 2018

Schura Waldajewa

Ahora (Madrid), 12 de mayo de 1936

A la vista, a la audiencia y hasta al toque de estallidos populares de locura comunal, que recuerdan ciertas epidémicas enfermedades mentales de la Edad Media, vuelve uno la atención al pavoroso problema de la relación entre la conciencia colectiva y la individual. Y se pregunta si los individuos que forman la masa afectada por el morbo mental son realmente individuos, si tienen conciencia personal. Triste síntoma de grave dolencia popular la que en épocas pasadas atribuía a los judíos envenenamiento de fuentes o aplicación de unturas y que hace un siglo llevó aquí, en España, a la matanza de frailes por la acusación de que envenenaban las fuentes. Y pensando en ello se pone uno a reflexionar sobre el trágico hundimiento de la conciencia individual, del buen sentido propio humano, en lo que se llama el sentido común. Y en el ahogo del hombre en la humanidad.

Pensando en esto, en cómo se encuentra desamparada y sin asidero de salud cualquier alma conciente de sí misma en este suelo social, que no es firme asiento de roca, sino movedizo tremedal, pensando en esto he venido —según mi costumbre— a fijarme en un dicho muy corriente, cual es el de que “por el hilo se saca el ovillo”. Y escudriñándolo he venido a parar en si no cabría también decir que “por el ovillo se saca el hilo”.

Entiendo aquí —metafóricamente, se entiende— por ovillo la madeja social, el complejo de creencias, costumbres, instituciones y demás cosas colectivas, y por hilo, la vida individual, la vida interior —y hasta íntima— de cada miembro vivo del ovillo. Y me vengo a preguntar qué sentido —y con el sentido, qué sentimiento— de su propia vida individual puede cobrar en este tremedal de la sociedad de hoy una pobre alma perdida que se pregunta su propio destino, su propia finalidad.

En un precioso ensayo del ruso Wladimiro Astrow leo esto: “La Prensa soviética no gusta hablar de estas cosas; pero rompe aquí y allá el espeso muro de la censura el grito de las almas por aire libre. La Komsomolskaja Prawda informa de íntimas confidencias y quejas de la juventud obrera sobre el vacío y desamparo de su vida “¿Qué importa que tenga ya diecisiete años y que se me llame ya una moza? —dice la obrera Schura Waldajewa—; lo que se me debería explicar es lo que me falta; yo no lo sé. Los jóvenes creen que yo soy brutal y esquiva. Puede ser; pero lo que yo sé es que mi carácter es malo. Pero ¿de dónde viene esto? Si lo supiera, podría corregirme. ¿Cursos políticos? Sí, asisto a ellos. ¿Qué sea el socialismo? Lo sé; se ha tratado la cuestión. Es que se reparta no según las necesidades, sino según las capacidades. Lo que yo quisiera saber es para qué vivimos propiamente. Ahora vamos al trabajo, volvemos a casa, vamos a reuniones o lo que sea. ¿Y después? ¿A qué todo esto?”

¡Pobre Schura Waldajewa, a la que nadie, según parece, le da a conocer la finalidad del trabajo, la finalidad de su vida misma, el sentido de ésta! ¡Pobre trabajadora de la clase que sea a quien no saben explicarle la finalidad, el sentido de la clase de su trabajo! A sus abuelos les explicaban que el trabajo era un castigo a un cierto pecado original; pero a ella, a esa pobre moza, no aciertan a explicarle qué sea, moralmente, el trabajo. ¡Y cuidado que se está fraguando una mitología y hasta una mística del trabajo!

En el artículo 48 de nuestra mirífica Constitución de una República democrática de trabajadores de toda clase, artículo que es un monumento de vacuidad y de galimatías pedagógicos —y sabido es que de todas las vacuidades, la más vacua es la pedagógica—, se dice, entre otras cosas, que la “enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana”. Todo lo cual, bien examinado, no quiere decir nada concreto y claro ¡Eje de la actividad metodológica! Cualquier pobre hombre sencillo del régimen eterno podría haberse figurado que el trabajo de enseñar y el de aprender a hablar bien, a leer, a escribir, a contar, a conocer las cosas de que se vive, era suficiente eje de actividad metodológica, aunque aquel pobre hombre sencillo no entendiera qué es eso de la actividad metodológica. En cuanto a lo de laica...

Muchas veces he dicho sobre ello y tendré aún que decir. Lo de laico es un término completamente indefinido, aunque parezca otra cosa. ¿No confesional?, se dirá. Pero el laicismo que aquí se predica es confesional. Ni puede ser de otro modo, pues a una confesión no se la combate sino con otra confesión. ¡Enseñanza neutral! ¿Neutral? Si uno tiene que confiar la crianza de un hijo a una nodriza, ¡trabajo le mando si va a buscar una con leche neutral, esterilizada o pasteurizada! La leche de la nodriza —como la de la madre— lleva el dejo de los humores de ella. Y así, un maestro o maestra cualquiera, si es persona, que tiene sus creencias y sus increencias, su confesión, su visión y su sentimiento del mundo. Ahora, ¡si ha de limitarse a administrar el biberón pedagógico y metodológico...! Que tampoco es neutral.

A la pobre Schura Waldajewa no han logrado darle conciencia de la finalidad del trabajo, y con esto de la finalidad de su vida, aquellos inhumanos pedantes, trabajadores de la actividad metodológica, que recuerdan al inmortal maestro de escuela de la novela de Dickens Hardtimes. El de “¡hechos, hechos, hechos!” ¿Materialismo histórico? Sí; cuando revienta un tumor en esta sociedad emponzoñada, lo que sale es materia. Lo que el pueblo no sofisticado llama aquí, en España, materia, esto es, pus. ¿Qué otra cosa sino materia es lo que sale de esos reventones de locura colectiva? Pus y sangraza.

Claro está que todo esto que vengo diciendo aquí —y lo que ha de seguir al mismo hilo, pues hay tela cortada— en mi lector, individual, y yo, a solas, por así decirlo, no lo diría ante un público, y al efecto he renunciado a conferencias públicas, al menos en España. No, no voy a exponerme a que me regüelden interrupciones, ya que no a que me espurrien materia. Mi actividad metodológica no llega a eso. Harta tristeza le infunde a uno la lectura de esos debates parlamentarios, que también son reventones de locura colectiva. Porque ¿hay quién lea sin pena esos diálogos de cominería, y de “más eres tú”, y de “vosotros lo provocasteis”, y de “¿qué pasaba entonces?”, y lo por el estilo? Disputas de corral. Y a eso habrá quien llame ¡“exigir responsabilidades”! Mas en nada se diferencia de denunciar envenenamientos de fuentes, unturas de morbos o reparto de pastillas.

domingo, 6 de mayo de 2018

Don Estanislao Figueras

Ahora (Madrid), 8 de mayo de 1936

No hay que darle vueltas; todo el problema se reduce, en el fondo, a un problema lingüístico, de expresión. Y una de las graves dolencias mentales colectivas —nacionales o populares— corresponde a lo que en los individuos se llama “afasia”. No encuentran la palabra que ha de señalar lo que quieren decir, y no hay modo de que se entiendan unos con otros. Llaman cosas distintas con el mismo nombre, y con distintos nombres, a una misma cosa. Lo que se complica en el caso, harto frecuente, de traducir un texto extranjero conociendo peor aún que la lengua de que se traduce la lengua a que se traduce, la propia del traductor. Tal, por ejemplo, en la actual Constitución de la República española, la del 9 de diciembre de 1931; Constitución de papel o de bolsillo, prodigio de indefinición y de indefiniciones. Veámosla, en parte siquiera, para proseguir otro día, que hay tela cortada.

La ringlera de las categorías políticas o civiles, en orden concéntrico, parece ser éste: Nación-Estado-Régimen-Constitución. Nación o Pueblo es categoría histórica —en rigor, indefinible—, que se siente, mas no se define. Envuelve, ciñe y abarca al Estado. ¿Estado? He oído contar que hace años, como se estuviese rezando el rosario en Santiago de la Puebla —de esta provincia de Salamanca—, al decir el párroco: “Un Padrenuestro por las necesidades de la Iglesia y del Estado”, el alcalde, que asistía al rezo, interrumpió con un: “¡No, eso no; que el Estado son ellos!” ¿Tenía razón el alcalde, aunque él, como tal alcalde, fuese uno de ellos? Porque “ellos” quería decir los que ejercían el llamado Poder. El Estado es los que mandan. Y viene el Régimen.

El Régimen —término misterioso— puede ser monárquico, republicano o hasta el del comunismo libertario, especie de círculo cuadrado. ¿Republicano? ¿Monárquico? Aquí encaja aquella aguda definición del formidable conde José de Maistre al decir: “Propiamente hablando, todos los gobiernos son monarquías, que no difieren sino en que el monarca sea vitalicio o temporal, hereditario o electivo, individuo o corporación.” (O clase.)

Ahora, por vía de digresión regresiva, un poco de historia republicana española. La primera República no llegó aquí a durar once meses —del 11 de febrero del 73 al 3 de enero del 74— ni se debió, en rigor, a cambio de régimen, sino a que al renunciar don Amadeo de Saboya, el rey caballero, al trono electivo dio paso a la presidencia de don Estanislao Figueras. ¡Y qué hombre! ¡Qué mal apreciado! Cuatro de los once escasos meses que duró aquella aventura ejerció don Estanislao la doble presidencia: la de la República y la del Poder ejecutivo —que nada pudo ejecutar—, y el 11 de junio huyó al extranjero con un: “¡Ahí queda eso!” Huyó de la España del “¡que bailen!”, del cantonalismo y de la anarquía popular. Los seis meses y veintitrés días de República restante se devoraron a tres presidentes: Pi y Margall, Salmerón y Castelar, hasta que el 3 de enero de 1874, el general Pavía disolvió el Parlamento... soberano. ¿Soberano? Pero de las tres fechas significativas: 11 de febrero de 1873, renuncia de don Amadeo; 11 de junio de 1873, escape de Figueras, y 3 de enero de 1874, liquidación de la soberanía constitucional parlamentaria —el monarca era el Parlamento—, la más significativa fue la del escape de don Estanislao. Todo un símbolo y acaso todo un modelo.

Y ahora veamos: ¿es el régimen —llamémosle republicano, monárquico o como plazca— el que hace al Estado o es éste el que hace a aquél? Intríngulis derivado de la afasía popular epidémica. Nuestra —es decir, la de “ellos”, los del susodicho alcalde— mirífica Constitución de bolsillo, en su artículo 1.°, parrafito tercero, empieza diciéndonos que “la República constituye un Estado...” Pero ¿es la República la que constituye un Estado o es el Estado el que se constituye en República? ¡Lío que ni el de la juridicidad! Debido a la afasía de los traductores constitucionales.

Y llegamos a la cuarta categoría de la ringlera: a la Constitución. “¡Constitución o muerte / será nuestra divisa; / si algún traidor la pisa, / la muerte sufrirá!” Así cantaban nuestros cándidos liberales de Riego. Pero ¿pisarla? Como no se llame así a intentar reformarla... Mas la Constitución misma, en su último artículo —“in articulo mortis”—, habla de su propia reforma. Lo que no impide que “ellos”, los de “nuestra República” —la de ellos—, la declaren provisoriamente irreformable y hasta inciten una revolución para atajar la reforma.

El librillo es sagrado. El mismo conde de Maistre decía: “Ciertos indios dicen que la Tierra descansa sobre un gran elefante; y si se les pregunta sobre qué se apoya el elefante, responden que sobre una gran tortuga. Hasta aquí todo va bien, y la Tierra no corre el menor riesgo; pero si se les urge y se les pregunta todavía cuál es el sostén de la gran tortuga, se callan y la dejan en el aire. La teología protestante se parece enteramente a esta física indiana; apoya la salvación sobre la fe y la fe sobre el libro. En cuanto al libro, es la gran tortuga.”

¿La teología protestante? Y ¿ qué diremos de la demología constitucional, mil veces más enrevesada que la teología escolástica, sea protestante, católica o copta? La nación —y la civilización, que es el orden con ella— se apoya sobre el librillo de la Constitución..., un galápago. Al que hay que dejarle que vaya a su paso y se recoja en su caparazón.

Muchas veces se han quejado los pedagogos laicistas —lo que no quiere decir laicos— de que se empezara en las escuelas primarias por enseñar de carretilla a los niños el Catecismo de la Doctrina Cristiana —Astete o Ripalda—, que son incapaces de entender. Y, en efecto, los niños, a la edad en que se les infusan los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Transustanciación eucarística y otros así son incapaces de entenderlos. Como tampoco entienden los misterios gramaticales del Epítome académico. Pero sustitúyanse unos y otros, los teológicos y los gramaticales, con los del librillo constitucional —el galápago— y ¡Dios nos asista! En algunas escuelas, después de haberse proscrito por los pedagogos el uso de carteles, parece que se han fijado algunos con misteriosos artículos del galápago. ¡Y habrá que ver cómo a los pobres párvulos —de cuerpo y normales—, a los que acaso se les haga alzar el puño, les explican lo que es República, lo que es democracia y lo que es trabajador de toda clase, adultos —y más bien adolescentes— de cuerpo, pero más párvulos (y no normalmente) de mente, que les eduquen! Sacarán la sesera lingüística más cerrada que el puño enhiesto.

“El castellano es el idioma oficial de la República”, dice el artículo 4.° de la Constitución; pero no es el idioma de la Constitución misma, del librillo o galápago. Y menos mal que el Estado, con excelente acuerdo, se propone editar y repartir por las escuelas ediciones oficiales de nuestros clásicos, los de “ellos” y de los otros. La triaca junto al veneno del galápago y de sus sacerdotes. Que la afasía es veneno. Y el galápago empieza ya a ser fetiche mágico —hay que oír, si no, a los técnicos parlamentarios—, y si algún traidor le pisa la cola... ¡Pura superstición demológica! Y... ¿fue acaso supersticioso don Estanislao Figueras, el que tuvo que escapar? Los técnicos dicen que él habría sido el único incapacitado para meterse a reformar. ¿Reformista? Jamás. Y como no pudo reformar, pues, se escapó.