domingo, 13 de mayo de 2018

El día de la infancia

Ahora (Madrid), 12 de junio de 1936

Lo jorn de l'infantesa
que no tingué demá.
VERDAGUER

Antes de ahora y más de una vez —creo— he citado unos versos maravillosos, casi milagrosos de intimidad y de expresividad, brotados de nuestro gran poeta mosén Cinto Verdaguer. Fue en mi clase donde comentando un día al gran poeta leí —en catalán, ¡claro!— uno de sus poemas y al llegar a la estrofa en que sale la santa soledad del día único de la infancia, se me clavó en ello el oído y me ahogó la voz la fuente de las lágrimas. Era que se me subía a los ojos, a la boca y a los oídos el día único de mi infancia.

La estrofa queda diciendo: “Ai soledat aymada / ma companyona un día / lo jorn de l'infantesa / que no tingué demá; / d'ençá que trist anyoro / ta dolça companyia / com font escerreguda / ma vena se troncá.” (Cito de memoria.) Y aunque es triste tener todavía que traducir del catalán los traduzco: “Ay soledad querida, mi compañera un día, el día de la infancia, que no tuvo un mañana, desde que triste añoro tu dulce compañía, cual fuente escurridiza, mi vena se truncó.” ¡Soledad, querida compañera del día único de la infancia, del que no tiene un mañana, otro día siguiente, otro, un demá (francés demain) del día eterno!

Es que el niño en su soledad creadora, mientras se está haciendo su mundo, soñándolo, entre otros niños, no vive ni sueña atado a lugar y a tiempo. Vive en infinitud y en eternidad. Su vida no es tópica ni crónica. Ni topométrica ni cronométrica. Ignora la medida del espacio y la del tiempo. el reloj ni el calendario rigen para él. Un solo día, un día sin día siguiente, sin un mañana! Y no sólo en los niños, sino en los santos. En los santos infantiles. Figurémonos un ermitaño anacoreta —o un cartujo— que no se aparta del pequeño jardín que ciñe a su celda y que no vive atenido ni a horas ni a días diversos, ni a reloj ni a calendario; éste vive durante su vida toda un solo día. ¡Y un día sin un mañana! Ese único día se le va creciendo, se le va ahondando. ¿Monotonía? ¡No, no! Y así no se siente envejecer, no siente venir la muerte, y cuando llega ésta, el eterno mañana, no la siente y se muere sin saber que se muere ni que se ha muerto.

El que tiene experiencia de niñez, de infancia, propia o ajena, sabe cuándo se acaba esta infancia, cuándo llega el otro día y con él los otros días. Es cuando el niño descubre la muerte; que uno se muere. Porque antes, aunque vea morirse a otro, o le vea muerto, no siente la muerte, no la descubre. Todos los padres observadores, todos los maestros —no quiero decir pedagogos, y menos si se apellidan laicos sin entender el apellido— han podido observar conmovidos, y aun acongojados, ese alborear de la conciencia de la muerte —que coincide, en los primeros vislumbres de la pubertad, con la conciencia del instinto sexual— cuando se cierra el día santo y único de la infancia.

Y así, evocando mi alma de niño, la de mi único día de la infancia, con mis almas de maestro —no de catedrático—, de padre y de abuelo, veo con espanto el espectáculo inhumano de esos pobres niños —¡niños en el día único!— a quienes padres, y lo que es peor, madres, desalmados les obligan a mantener enhiesto el brazo derecho con el puño cerrado y a proferir estribillos de odio y de muerte y no de amor. O a que oigan acaso eso del “amor libre” que no es tal amor. Delante de unos niños —acaso hijos suyos— decía una de esas desalmadas que mientras supiesen ellas, las de su ganadería, quiénes eran los padres de sus crías, no habría progreso en España. Y dicho eso aullaba insensateces. O arrancándoles de la santidad de su día único, del santo día único que no conoce la muerte, se les lanza al presentimiento de la matanza, que no ya de la muerte. Se ha visto adiestrar a niños, a pobres niños, ataviados con guiñapos rojos, en la caza del hombre. Nosotros, los adultos, los ya envenenados, los enloquecidos, que nos entreguemos a nuestras repugnantes luchas... ¿Pero educar en ellas a los niños? Es como si para evitar que estos pobrecitos al llegar a la edad terrible del doble descubrimiento den en vicios solitarios, se les obligara a ciertos actos en que a modo de bárbara vacuna adquiriesen esa terrible dolencia que desemboca en la parálisis progresiva. Y de hecho conocemos pedagogos —no maestros, repito— que hablan de los peligros de la inocencia y de la conveniencia de abreviar el día único de la infancia. Y de anticipar ciudadanos.

Ya no se habla de respeto a la libertad de conciencia del niño, pues se sabe bien que esa conciencia a que se alude, el niño no la tiene; sino que se habla de captación de ella. Ya se dice que la conciencia del niño ha de ser del Estado y quiere decirse que de una clase. Que el niño ha de profesar la religión de Estado. Comunista o fajista, es igual.

Llegará un día en que los pobres padres que no puedan ni educar por sí mismos a sus pobres hijitos ni pagar a educadores de su confianza se nieguen a entregarlos a pedagogos —no maestros— de religión estatal y no laica, no popular de verdad, no nacional. Se nieguen a que les enseñen a levantar el puño cerrado en vez de santiguarse, y se nieguen a que en vez de empapizarles con el Catecismo les empapicen con la Constitución o con algo peor aún.

“¡Ay soledad querida, mi compañera un día, el día de la infancia, que no tuvo un mañana...!” ¡Qué terrible mañana, que trágico descubrimiento de muerte y de odio se está preparando a esa niñez, porvenir de la patria!

Otro de mis poetas favoritos, éste inglés, el gran meditativo Wordsworth, dejó para siempre dicho esto que traduzco aquí:

“Mi corazón brinca cuando veo arco iris en el cielo: así era cuando empezó mi vida; así es ahora que soy un hombre; sea así cuando envejezca, o que me muera antes. El niño es el padre del hombre y ojalá mis días se eslabonen entre sí por natural piedad.” Es decir, que perdure el día de la infancia. ¡Y pensar que estos niños envenenados se harán hombres, se engendrarán hombres y lo que será de éstos y de su comunidad! ¡Niños y... niñas! Porque entre esos pobres niños, en la edad en que no se acusa ni marca espiritualmente el sexo, hay niñas. Niñas que serán un día madres. Y hay que pensar en el terrible fanatismo, en la beatería —así, beatería, de un extremo o de otro— de la mujer, encendido y superficial a la vez, sin hondura ni anchura, histérico e inconsciente… Tremendo fanatismo femenino —más teatral que sincero, histérico, de galería— que no sabe ver el arco iris en el cielo. Mas de esto, otra vez.

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