viernes, 18 de mayo de 2018

Mandarines y no mandones

Ahora (Madrid), 15 de julio de 1936

Recorría hace unos años este comentador aquí esta su ciudad de Salamanca en compañía de un profesor ruso que había venido a estudiar las escuelas rurales y del entonces rector del Colegio de los Irlandeses —para Teología católica—, don Miguel O'Doherty, actual arzobispo de Manila. Al hablarse —era lo obligado— del pueblo español, el sacerdote irlandés hubo de decirle al profesor ruso: “Acaso haya usted oído que este pueblo es ingobernable; pero nada más lejos de la verdad. El español es obediente y poco rebelde. Lo que no le gusta es mandar. Le gusta ocupar el puesto de mando, pero no mandar; sentarse en la presidencia, pero no presidir”. No he vuelto a olvidar aquellas palabras del actual arzobispo de Manila. Y ellas me recuerdan uno de los más típicos pasajes de aquel libro inapreciable que es La Biblia en España, de Jorge Borrow, que tan excelentemente tradujo Su Excelencia el actual Presidente de la República española. Es cuando don Jorgito, harto de no lograr que se le diera permiso para publicar en español la Biblia sin notas, pues se le salía con que era ley en España el Congreso de Trento, acudió al presidente del Consejo —me parece que era Istúriz—, y éste, harto de aquellas gestiones, le contestó que no le moliese más y la publicase sin licencia. ¡Típicamente español!

Al español, en efecto, no le gusta mandar, sino ocupar el puesto de mando y vivir de él. Y lucirlo. Y vestirlo. De mandón tiene muy poco, dígase lo que se diga; mucho más de mandarín. El mandar exige una cierta concentración mental, a la que se opone nuestra natural holgazanería, que se complace en soñar. Lo que aquí suele llamarse acción no pasa de ser sueño de acción, que se disipa en palabras y más palabras. Y es que la imaginación se nos desmanda y nos lleva a verdaderos desmandes o desmanes. ¿Acción? ¡Ni por pienso! ¿Mandonería? No, sino mandarinismo.

Al leer últimamente el libro que nuestro buen amigo Marañón ha dedicado al conde-duque de Olivares me di cuenta de que este buen figurón hinchado era, en el fondo, un pobre hombre elocuente, y en rigor, un abúlico. Un abúlico a las veces voluntarioso. Parejo al pobre Felipe IV, otro abúlico que tal vez soñaba la acción. Y todo aquello que se llama —no sabemos por qué— la decadencia de la Casa de Austria en España y la decadencia de España, ¿qué era sino sueño de acción y “noluntad” —no voluntad— o desgana de obrar? ¿Decadencia? ¿Decadencia con Cervantes, y Quevedo, y Lope de Vega, y Calderón, y Velázquez, y..., y...? Los dos hombres que mejor estudiaron esta supuesta decadencia de la Casa de Austria española, Leopoldo Ranke, el gran historiador alemán, y nuestro gran don Antonio Cánovas del Castillo —el monstruo, que se le llamó— otro soñador de acción y de energía, nos pueden enseñar mucho al respecto.

A lo peor se le hace a un hombre público un mito de energía y de actividad, y es él mismo quien tiene que advertirnos que es mito, quien tiene que confesarse abúlico y que se deja arrastrar de la saca y resaca de los sucesos eventuales. ¿No es así, mi querido Prieto? Pero ¡ay!, que nuestro sino es servir al mito con que nos envuelven y aprisionan los demás. El pueblo necesita un mesías —digamos un cacique— y lo busca; y si no lo halla, lo inventa. Y ¡ay de aquel en quien el pueblo se fija! Ahora, lo que es difícil es hacer de un mandarín un mandón.

Hablaba hace poco de esto que se llama crisis de autoridad —es crisis de voluntad— con un pobre hombre aquejado de la congoja endémica hoy aquí y me decía: “Que manden unos u otros: los comunistas o esos que llaman fascistas, pero que manden ellos por sí y no tirando de los hilos, como a unos monigotes, a los mandantes —dijo mandantes y no mangantes—; que manden con la responsabilidad del mando. Y que sepamos a qué atenernos. Y que no se dé el caso que se me ha dado a mí de que una autoridad subalterna, al quejarme de una de sus resoluciones, evidentemente injustas, me dijese: Tiene usted razón, pero ¿qué quiere usted que le haga? A sus votos debo mi puesto, y he tenido que sufrir hasta que me llamasen, cara a cara, ¡hijo de tal!” Y como este pobre hombre, los que se quejan son ya legión. Y empiezan a formar legión. Sólo que tampoco encuentran el mandón. Y es que lo buscan entre mandarines. Y luego unos y otros se satisfacen con ponerse motes, con alimentarse de rumores. En tanto que la masa se desmanda. Y se desmanda por holgazanería mental. Porque hay que ver su espantoso vacío ideológico. Que no encubren las tonterías rimbombantes y retumbantes de sus guiones. Y ¿qué remedio? ¡Aguantar y aguardar!

El ensueño del joven español que piensa en la vida pública es lograr una posición. O sea, una colocación. Es escalar un puesto. Y, una vez en él, asentarse. Y, una vez asentado, que le dejen en paz, que no le jeringuen. ¿Mandar? ¡Quiá! Ocupar el puesto de mando. ¿Crear algo nuevo? No; soñar que lo hubiese creado. Y si el pobre mozo cae en la pedantería de la energía, de figurarse ser enérgico, entonces peor que peor.

Nuestros históricos hombres de acción lo han solido ser de acción instintiva, irreflexiva, juguetes del azar. Nuestra castiza energía se ha vaciado en la contemplación. Nietzsche dijo que España se agotó por osar demasiado. No; por soñar demasiado. Carducci habló de la afanosa grandiosidad española. Y Don Quijote, más que un héroe de voluntad, es un héroe de ensueño de ella. Nuestro más castizo pensador resulta Miguel de Molinos.

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