El Sol (Madrid), 8 de agosto de 1931
Reposar con la vista el ánimo en la raya horizonte del mar Cantábrico, tratando de olvidar la realidad histórica presente de nuestra desgarrada España… ¿Realidad? Pero es que de la realidad y de los problemas reales ―los otros sin duda ideales― se está haciendo camelo. Bueno; y después de haber así reposado con el ánimo la vista en ese mar, meterme en la Colegiata de San Vicente de la Barquera, que atalaya el mar, y contemplar, embebido de esperanzas, la estatua marmórea del inquisidor Corro, recostado sobre su sepultura. Con la diestra sostiene la cabeza meditativa; la mano izquierda sobre el breviario, también de mármol, en que parece leer en silencio rezos de eternidad. ¿Qué es lo que lee? Porque el marmóreo breviario está en blanco. Como nuestro porvenir. Pero hay que volver a esto que es la vida, a esto que es el mundo, a esto que es la existencia que pasa.
“Hay que aislar al pesimista” ―decía D. Alfonso―. Y así cayó. Porque era él quien se aislaba para no oír malas nuevas. Prefería las buenas viejas. Atajaba a quien pretendía advertirle peligros. Quiso hacer del optimismo una profesión. Y el republicanismo que le sucede le imita en esto como en otras cosas. No sabe abrir el pecho a la esperanza sin cerrar los ojos a la realidad sin retórica ni programa. “Aquí no hay más que Jeremías”… ―me decía una vez el ex Rey―. El cual no tenía de Jeremías idea más clara que la tengan los que hablan, sin conocerlo, del bravo profeta que le enseñó a su pueblo que merecía el cautiverio.
¿Y el marmóreo inquisidor Corro, el que duerme en San Vicente de la Barquera? El inquisidor sigue enquisando, sigue inquiriendo. Y me parecía leer en sus soñadores ojos alabastrinos que decía: “¿Comprensión?, sí; pero para el engaño. Porque no respondéis a mis esfuerzos de comprensión, con veracidad. Como buenos chalanes que sois, no sois veraces. El toma y daca se basa en el engaño.” Y pensé que un buen Inquisidor es un comprensivo. Y luego me añadió Corro, el inquisidor: “¿Cordialidad?, sí; pero ante todo racionalidad.” Y pensé que tenía razón el inquisidor, porque hay una razón inquisitiva y hasta inquisitorial. ¿Teológica? Sea. Pocas cosas más racionales y hasta más racionalistas que una sincera teología.
Y salí pensando tristemente, jeremíacamente acaso, bajo el pardo cielo montañés, que no vamos a lograr la unidad espiritual ―que es la única que de veras importa― ni aun a costa de la unidad política. Porque hay quien no sabe hablar de sus libertades ―que a menudo nada tienen que ver con la verdadera libertad, con la libertad real y efectiva― sin herir en la cuerda más viva del corazón de quien quiere oírle cordialmente. “No hay peor sordo que el que no quiere oír” ―dice un dicho decidero―. “No hay peor resentido que el que no quiere entender” ―digamos.
Corro, y con él los demás inquisidores, trataron de salvar la unidad espiritual de España, poniendo a su servicio la razón de Estado. Fue su obra más política que propiamente religiosa. ¿Que fracasaron? Habría tanto que hablar de esto… Aunque sí, fracasa a la larga la Inquisición ortodoxa y la heterodoxa, y la católica y la protestante, y la racionalista atea y todas las inquisiciones. Todas, ¿eh?, todas, hasta la de los que hablan resentidamente de sus supuestas libertades perdidas. Que también ellos son inquisidores, también ellos han establecido su Santo Oficio diferencial, también ellos castran la comprensión de sus pueblos, también ellos les empapizan de leyendas.
Y rota la unidad espiritual viene la peor guerra civil: la de miradas, la de cuchicheos, la de retintines, la de motes, la de no poder verse y tenerse que mirar.
¿Comprensión mutua? ¿Cordialidad? ¿Unidad espiritual? El inquisidor Corro sigue haciendo como que lee en el marmóreo breviario en blanco. ¡Y cómo pesa el mar y sobre el mar el cielo!