miércoles, 28 de febrero de 2018

A propósito de una distinción dice Don Miguel de Unamuno

Ahora (Madrid), 19 de abril de 1935

Interrogado por un periodista don Miguel de Unamuno ha hecho, entre otras, las siguientes manifestaciones:

Ciudadano de honor

―He agradecido mucho esta distinción. Y la he aceptado porque estimo que en muchos casos la verdadera humildad consiste en aceptar estas cosas. Lo demás es soberbia. Al llegar a Madrid, después de asistir en París a la inauguración del Colegio Español, lo primero que he hecho ha sido visitar, para darles las gracias, al Presidente de la República y al Jefe del Gobierno. Por cierto que me veo en la necesidad, refiriéndome a lo del Colegio Español en la capital de la República francesa, de hacer un cumplido elogio de la labor que allí desarrolla el embajador de España, señor Cárdenas. Es un hombre no ya correcto, sino afectuoso, y que lleva las cosas muy bien, muy bien.

“La política que yo hago”

—¿Que si hago política activa? Según a lo que se llame política activa. Porque hay quien cree que eso es estar en un partido. Para mí es lo otro. Recuerdo que una vez, dirigiéndose a mí, me dijo Melquíades Álvarez: “Eso que usted hace, don Miguel, lo puede hacer un escritor, un filósofo, un pensador; pero no un hombre que aspire a gobernar.” Yо le contesté: “Es que yo no aspiro a gobernar: yo gobierno”.

Por qué fue al mitin “fajista” de Salamanca

—Sí. Ya me han dicho que se ha hablado bastante de mi asistencia al mitin organizado por Falange Española en Salamanca. Fui a ese mitin como voy a todos los que quiero. No asisto a aquellos actos a los que me invita la Empresa, sino a los que yo quiero ir. Cuando comenzó el mitin empezaron a tirarme de la lengua; pero yo, naturalmente, ni interrumpí ni hice caso alguno. A mí no me tira nadie de la lengua; tengo por costumbre contestar a lo que no se me pregunta y dejar sin respuesta a aquello que se me interroga. Pero ni yo les dije que los “fajistas” iban a conquistar a España ni cosa por el estilo. Primo de Rivera está bien. Es un muchacho que se ha metido en un papel que no le corresponde. Es demasiado fino, demasiado señorito y en el fondo tímido para que pueda ser un jefe ni mucho menos un dictador. A esto hay que añadir que una de las cosas más necesarias para ser jefe de un partido “fajista” es la de ser epiléptico.

No soy un piruetista

—Lo único que me dolió de todo esto fue un artículo de Roberto Castrovido, uno de los hombres más buenos que tiene España. Claro que ya estoy harto de eso de las piruetas y las contradicciones. Es igual que lo de las paradojas. Me lo cuelgan a mí porque quieren. Yo podría demostrar que desde hace cincuenta años sostengo los mismos puntos de vista. Lo que pasa es que aquí, en España, lo único que no se aguanta es mi posición radicalmente pesimista. “¿Qué opina usted del trigo, don Miguel?” “¡Ah, yo no puedo hablar de eso; yo, sabe usted, soy pesimista en todo!”

martes, 27 de febrero de 2018

¿Pasión política?

Ahora (Madrid), 9 de abril de 1935

En una de las muchas veces que me visitó aquí, en Salamanca, el gran poeta portugués Guerra Junqueiro —era de la frontera y en ella tenía una finca— venía de Madrid, donde había estado con su gran amigo don Nicolás Salmerón. “Está muy fuerte, muy animoso, muy entero —me dijo—; pero ¿ha conocido usted un hombre que junte a una más grande inteligencia una más absoluta incomprensión del arte? Divide los poetas en republicanos y monárquicos. Me quiso convencer de que Quintana fue el más grande poeta español del siglo XIX; me hizo leer la oda a la vacuna y, ¡es claro!, quedé vacunado de Quintana. Aquello es elocuencia rimada, abogacía; pero poesía, ¡no!” ¡Y había que oírle el tono y el timbre con que pronunciaba lo de “abogacía”!, que era en sus labios el término más despectivo. Era el sentimiento de que la abogacía —que no es sólo cosa de abogados ni siempre de ellos—y la poesía se repelen entre sí. Don Ángel Ossorio me entiende en qué sentido, él, que tanto gusta de ambas actividades. O pasividades.

¡Cuántas veces he recordado aquella conversación con Junqueiro! Y la he citado. Pero ahora me vuelve a cada paso a la memoria en esta desquiciada mentalidad revolucionaria —y contra-revolucionaria— española. Dementalidad más bien. Porque hoy ya tenemos poetas no monárquicos y republicanos, revolucionarios y reaccionarios, sino de cada partido; poeta fulanista, o zutanista, o menganista, o perencejista... Y en cuanto un artista, mejor o peor como tal, se produce en una obra de arte —sea, por ejemplo, una comedia— como no esperaban los de su bando, si el poeta es, como hombre político, de un bando cualquiera, ya están sus copartidarios y sus contrarios devanando el hilo en que ensartan el rosario de sus tonterías. Y dando con ello argumento a aquel comediógrafo o a otro cualquiera. Que si es un tránsfuga, que si un converso, que si no hay que fiarse de tales cambios, que qué es lo que busca, que si es despecho...

Una vez tuvo Pío Baroja la condescendencia —o debilidad— de acudir al Ateneo de Madrid a aguantar un interrogatorio de eso que llamaban crítica de masas. ¡Qué crítica y qué masa! O mejor: ¡qué voceros macizos! Porque la masa se callaba, ya que su lenguaje no es articulado. Estaba yo presente, y alguno de aquellos macizos señoritos del comimismo intentó meterse conmigo, que, por supuesto, me callaba como la masa. Escena de un cómico subido. Y al salir, uno de aquellos cuitados energúmenos —energúmenos fingidos, por supuesto— me decía: “¡A lo que no hay derecho es a sacar en una novela o en una comedia un comunista que no entiende de comunismo!” Y yo a él: “¿Y por qué no si el novelista o el comediógrafo quiere presentar el tipo medio del comunista, y éste no entiende de comunismo, como le pasa a usted?” Claro está que esto se aplica a cualquier otro acabado en ...ista. No le pude hacer entender que el artista no tiene por qué tomar sus personajes para predicar por ellos —por boca de ganso— una u otra doctrina o lo que sea. El pobre mozo es de esos que hablan de arte proletario y otros infundios así. Como “arte sano” o de “buena Prensa”. Pero acabó por darse a medio partido —aquel a que pertenece es ya menos que medio— y me dijo: “Bueno, lo de usted es escepticismo, pesimismo y, sobre todo, afán de paradojas y ganas de tenemos a los demás por mentecatos, o sea orgullo.” Y me callé como la masa.

Y ahora digo que si el teatro ha de ser tan sólo un reflejo de la realidad de la vida —que no es mi opinión— y se quiere reflejar en él la realidad de la vida política española actual, le conviene al autor cómico presentar en escena representantes de unos y otros partidos —anarquistas, comunistas, fajistas, derechistas, izquierdistas, centristas, monárquicos, republicanos (auténticos o de contrabando), clericales, laicistas, etc., etc.— que expongan cada uno, en defensa de su programa o credo (no creencia) y en ataque al de los adversarios, las respectivas mentecatadas y vaciedades que, en realidad, suelen exponer. Porque a todos o casi todos los del término medio, los de disciplina, les une en la lucha un común denominador: la mentecatez. Y que hablen de orgullo. O de insolencia.

La decadencia mental del hombre de término medio —en política sobre todo—es hoy en España espantosa. Las veces que he recordado aquel tremendo pasaje de Gustavo Flaubert —soberano artista y estupendo psicólogo— cuando en su Bouvard y Pécuchet nos dice de estos dos trágicos peleles: “Entonces una facultad lamentable se les desarrolló en el espíritu: la de ver la necedad y no poder tolerarla.” El texto francés dice “bêtise”, que acaso estaría mejor majadería o estupidez. Aunque estos términos despectivos suelen ser, en realidad, intraductibles. Como el ¡“abogacía”! de Junqueiro.

¿Es la pasión política lo que ha entontecido a todos esos cuitados? ¿Pasión? Según a lo que se le llame así. ¿Y política? Sigue el según. Como no cabe llamar pasión deportiva a la de los espectadores de un deporte incapaces de ejercerlo ellos. Mirones y no más. Y en otros la pasión, la supuesta pasión política, es la de los que en la política ven el medio de apostarse. Porque… ¡hay que vivir! Pasión ésta, verdadera pasión, aun respetable y digna. Mas hay otra, y es la de los que toman partido —uno u otro— por resentimiento. Ex fracasados o más bien ex futuros fracasados. Es decir, que no han llegado a fracasar por no dejarles entrar en acción el miedo al futuro fracaso, previsto y temido, y quedarse en la pasión. Pasión de resentido nativo, temperamental, trístisima especie, tan abundante entre nosotros. Y con raigambre patológica de excreciones, que no secreciones, espirituales internas. Reúma del alma que lleva hasta la perlesía anímica. ¡Da pena! ¡Qué colocación!

Y..., pero vale más no seguir por este camino, ¡que suele ser tan desconsoladora la verdad y tan difícil hallar consuelo en el engaño! Basta, pues, de bisturí en el tumor y... ¡a releer a Quevedo!

lunes, 26 de febrero de 2018

Visiones. Páramos y pantanos

Ahora (Madrid), 5 de abril de 1935

Otra vez páramo arriba, por las altas tierras palentinas, fronteras de León y de la Montaña, hacia Guardo. Habíalo visitado antes de la revuelta última de Asturias, la del 6 de octubre, que hasta Guardo llegó. Y aparte de esta adición histórica, es la segunda vez que se visita un lugar, una villa o ciudad, una tierra, cuando empieza uno a darse cuenta de ellos. Cuando el recuerdo primero ha echado raíces y al oreo de una nueva visita florece. Así nos suele ocurrir.

Subíamos como escoltando al Carrión —mi ya íntimo amigo—, que bajaba hacia la mar reflejando el azul del cielo y comprimiéndolo entre rala verdura. Primero, los cárcavos de sus riberas en escarpe. Pasada Saldaña, entramos en el páramo de Guardo, llamado del Nido por el nombre de un parador que se está parado, solitario, en medio de la desolada soledad del campo. Matujas, broza y algunos roblecitos enanos, canijos, embozados ahora en amarillo follaje muerto, como mortaja que les arrancará el aliento de la resurrección primaveral. Por allí, un lento rebaño de ovejas con su pastor. Este del páramo palentino ¿interrogará a la luna por su destino —el de ambos, de la luna y del pastor— como aquel errante por las estepas asiáticas que nos cantó Leopardi? La estepa asiática es el páramo castellano. Menos el nombre. ¡Este nombre ibérico —que lo es, y no latino— páramo! Uno de estos esdrújulos tan castizos y sonantes —sobre todo los acabados en a-o—, como páramo, cárcavo, cuérnago, muérdago, pícaro... Y en torno nuestro, la solemnidad del campo descampado, y cerrando el escenario, barrera del cielo, la cadena montañesa, ahora nevada sobre su desnudez rocosa, con sudario de invierno. Alli, el Espigüete, que reparte tres aguas, que van al Cantábrico, al Atlántico y al Mediterráneo, clavija hidrográfica de España.

Llegamos a Guardo. Otra vez el mismo y como si nada hubiese pasado en este trecho de tiempo. Otra vez el palacio —la casa grande— al pie del teso, con su pétreo frontal adornado de escudos señoriales que blanquean al sol, mientras su tradición se borra de la gente. Fui a la iglesia del pueblo. Entré en ella por sobre la losa sepulcral —ante la puerta de entrada— de un don Antonio Rodríguez, cuyo nombre sólo queda en la piedra, bruñida por las pisadas de los fieles. Y dentro, los cirios familiares funerarios, y en algún altar, flores de trapo ajadas y empolvadas. Al salir de allí, una anciana me mostró a lo lejos, sobre una cuchilla del terreno, el santuario del Cristo del Amparo. No quise preguntarle por los nuevos muertos; ¿para qué?

Los nuevos muertos, los de la revuelta de octubre, son tres: un guardia civil —sus compañeros, apresados—, un cura, al que no se le mató por tal, sino acaso por negociante, y un minero que, tendido en tierra, se dejó matar por no rendirse. Que por aquí pasó la tragedia. Y la población ha quedado diezmada, pues su décima parte —y la más útil, la productora, la de los mineros— está en el penal de Burgos; trescientos hombres en pueblo que no llega a tres mil habitantes. Y padres de familia los más y verdaderos proletarios, pues estos mineros son ricos en prole. Y los hijos, desvalidos, desamparados, a merced del socorro publico, privado, oficioso u oficial. Y en malos locales de enseñanza, ya que en la escuela pública se acuartela la Guardia civil aumentada.

Unas mujerucas charlaban en solana. ¿Comentarían la reciente historia local? No quise preguntarles por ella. En silencio se fragua la leyenda. ¿Oír? No iba yo allá de escribano ni de repórter. Ni hay más falsa leyenda que la de los autos judiciales. Nada de inquirir —inquisición— para sentenciar. Al presente más se le ve que se le oye. Se oye al pasado, y más cuando las ruinas hablan. ¿Escribir la historia de la última revuelta? Hasta ahora hemos tenido más escribanos que escritores. Como los escribanos de la revolución rusa que sacudieron las adormiladas imaginaciones de estos pobres mineros proletarios —de prole—, que no sabían por qué ensueño brumoso iban a matarse. Porque la profundidad trágica de la revuelta no consistió en sus escenas de muerte, incendio, saqueo y destrucción material, sino en la inconciencia de su finalidad. Es decir, en su fatalidad. Ni los señoritos de la revolución sabían lo que atizaban. Los parásitos de las entrañas del Leviatán habían llegado, como tales, a perder el seso, por inútil. Les bastaban sus estribillos doctrinarios, puros reflejos... sociológicos.Volvimos cruzando la divisoria entre el Carrión y el Pisuerga, que se juntan luego para rendirse al Duero, al padre Duero celtibérico. Fuimos bordeando los pantanos —“pántanos” les llaman muchos, dejándose llevar de la tendencia esdrujulizadora del habla castellana— del Carrión y del Pisuerga. Aquél, el del Carrión, el de Campo Redondo, estaba ahora en seco y para recebarse. En su lecho, algunos árboles pelados, a condena de muerte por ahogo, junto al viejo cauce del río. Del otro, del de Ruesga —pequeño afluente del Pisuerga—, divisamos un cabo. E iba uno pensando en el provecho público de los grandes pantanos de doctrina social, en evitación de riadas y de secas. De que nacen barbarie de revueltas y barbarie de represiones con sus sendas tradiciones. Pantanos que hagan de los páramos espirituales de secano senaras de regadío, mediante cuérnagos y acequias ideales.

Al volver a la ciudad nos detuvimos a contemplar —otra vez— la portada románica de la iglesiuca de Moharbes, pasamos a la vista del románico San Martín de Frómista y al pie de las ruinas del castillo de Monzón, mudos testigos los tres de una leyenda ya seca y amortajada. Ahora se empieza, allí cerca, a drenar y desecar la laguna de la Nava, criadero de mosquitos palúdicos. ¡Ay cuando la tradición se encenaga en tradicionalismo! Y ¡ay cuando le ahoga a uno su mortaja! Los pantanos de riego se ceban, y receban, y renuevan con aguas vivas y nuevas, de la nieve del año.

domingo, 25 de febrero de 2018

Cabilismo y caciquismo.―A H., señorito de la Revolución

Ahora (Madrid), 29 de marzo de 1935

Bueno, vamos a cuentas, señorito —sí, aunque protestes—, y voy a repetirte —“¿otra vez?”; ¡si, otra!— lo que ya me tienes oído. Ahora te agarras al crimen ese de Cantalejo en que unos “indígenas” cabileños mataron a unos médicos maquetos o metecos, para volver al tópico del caciquismo. Y conviene poner las cosas en claro.

Me has oído muchas veces hablar de la leyenda del caciquismo, pues éste tiene, como su historia, también su leyenda y su relación con lo del “agermanamiento”, que ya los romanos observaron en los iberos. Y sabes que cuando Joaquín Costa, santón, dirigió aquella información del Ateneo —hace ya treinta y cuatro años— sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual del Gobierno de España: urgencia y modo de cambiarla, de los sesenta y un informes que llegaron a ella —¡y de qué informantes!—, apenas en dos, en el de doña Emilia Pardo Bazán y en el mío, se intentaba explicar —lo que es justificar— el llamado caciquismo. Y no buscarle cambio. Por ello se me dijo y se ha vuelto a repetirme en casos análogos que es muy cómodo dedicarse a la diagnóstica desentendiéndose de la terapéutica. A lo que replico que más cómodo es dedicarse a la terapéutica desentendiéndose de la diagnóstica, que es dar en curandería. En que soléis dar vosotros, los... señoritos de la Revolución.

En aquel mi informe —de mayo de 1901— decía que el caciquismo acaso sea eso que se llama un mal necesario, “la única forma de gobierno posible, dado nuestro íntimo estado social”. Y luego: “Llego a creer que los más de nuestros pueblos necesitan caciques como necesitan usureros”. Y hoy, treinta y cuatro años después, lo corroboro. En cuanto a los caciques, tan los necesitan que los hacen, y a las veces, de sujetos los más opuestos al oficio. Necesitan un gestor, aunque luego, algunas veces, abuse de ellos. Y en cuanto a los usureros, hablaremos otro día, y de la función de las esclusas y los pantanos en la distribución del agua de riego. Por ahora, te remito a aquel mi informe.

En cuanto al crimen de que me hablas, no es cosa de caciquismo, sino de su progenitor, del cabilismo. O barbarie. Y el cabilismo tiene otro nombre, y es indigenismo. Cuando yo era niño y leía a Julio Verne recuerdo que adquirí la noción de que los “indígenas” eran peores que los salvajes. ¡Y toma tantas trazas el indigenismo! Una es la de aquella medida malamente supuesta socialista de la ley de Términos municipales. Contra la que les oí protestar a unos médicos rurales, antes adictos a la Dictadura, y que constituían un Sindicato médico, también de términos municipales. ¡Economía cerrada! ¡Indigenismo! A la que se adherían algunos... internacionalistas. Algún día te hablaré del internacionalismo cantonalista.

¡Indigenismo, regionalismo, cantonalismo! Y de los peores indígenas, los indígenas adoptivos... Pues se da el caso de que cuando los indígenas no encuentran otro tal que les haga de cacique, adoptan como indígena a un forastero. Y menos mal si se queda fuera. Pues el cacique se abona con la lejanía. El mejor, el de mayor extensión —y, por lo tanto, menor comprensión— de cacicato.

Y no es todo por términos municipales o comarcales, o provinciales o regionales; hay caciques de clases. Oligarquía decía Costa. Pero oligarquía no quiere decir siempre plutocracia. El sovietismo es una oligarquía. Y vosotros, los señoritos de la Revolución, ¿qué pretendíais sino establecer una oligarquía? Democracia, ¡no! El demos, el pueblo, no es clase ninguna. Y todo ello medra merced a la penuria de sentido nacional.

¿No estás viendo, por otra parte, esas luchas entre naranjeros, hulleros, trigueros, uveros, remolacheros, ganaderos y...?, sigue añadiendo. Y en medio de todo este desconcierto en que se disuelve la Patria, ¡te me vienes con ese manido tópico del caciquismo! Que es, sí, la barbarie, pero barbarie en que comulgan todos los partidos políticos, desde los de aquellos a quienes se llamó, con una frase justamente ya célebre, “los señoritos de la Regencia” hasta los partidos de los señoritos de la Revolución. Que también tiene, para su desgracia, sus señoritos como, para la suya, la Regencia los tuvo. Que el señoritismo, mellizo del indigenismo, mellizo del cabilismo —¡ahí es nada, el señorito de la cábila o del gremio!—, no es exclusividad ni de un lugar ni de una clase social. Recuerda aquello de nuestro Valle-Inclán cuando hablaba del cursi de blusa.

No, no hay que sacar las cosas de quicio ni atribuir la barbaridad cabileña de Cantalejo a supuesto caciquismo de ideología política. Ni sirve hacer leyendas, sean negras, blancas o blanqui-negras, es decir, ajedrezadas. Acaso la historia, la verdadera historia, no es ni blanca, ni negra, ni ajedrezada, sino gris. Y esto te lo dice aquel a quien tantas veces has acusado unas veces de escéptico y otras de pesimista.

Otra cosa me queda por advertirte, y es que cuando te ocupes en comentar barbaridades —o heroicidades— rurales, cabileñas, indigenistas, te andes con mucho cuidado tú, que no conoces el campo —ahora dan en llamarle agro— más que de lejos o de paso. Pues sueles desbarrar tanto como los señoritos de la otra banda. Y no vuelvas a pedirme terapéutica. Bueno será que te adiestres en la diagnóstica, dejando esa superficial patología de materialismo histórico. Estudia bien casos como ese de cabilismo —que a las veces llega a canibalismo—, de sindicalismo de términos municipales. Sanitarios, si quieres. ¡De sanidad burocrática, claro!

sábado, 24 de febrero de 2018

Otra vez con la juventud

Ahora (Madrid), 23 de marzo de 1935

No hace aún mucho me sentí obligado a publicar aquí mismo, en estas mismas columnas, unas amargadas reflexiones sobre la generación española de 1931, y he aquí que acabo de leer un muy bien sentido artículo de Paulino Massip titulado “El problema de la juventud”. No creo engañarme al suponer que lo haya yo suscitado en parte con el mío. De otros, ni quiero ni debo hablar. Massip da cuenta de que los partidos republicanos de contenido liberal y democrático no son capaces de atraer a las masas juveniles. Estas masas, en efecto, en cuanto masas —hay jóvenes que no son de masa—, repugnan lo que llaman el demo-liberalismo, aun sin conocerlo. El conocer exige estudio, y el estudio, sosiego, al que se opone la prisa de llegar. Y la pereza de pensar. “El joven es, en efecto —dice muy bien Massip—, por naturaleza un ser dogmático, intransigente y ambicioso de totalidad… Cuando cree que tiene razón, esta razón es absoluta, sin posibilidad de medias tintas ni de resta en beneficio de una imposible razón contraria.” El joven de masa, macizo —añado yo—, el joven personal busca enterarse, y esto le hace crítico —no de censurar, sino de cerner— y muchas veces... agnóstico.

Y luego escribe Massip estas hondas palabras: “A los veinte años se tiene la impresión —a menudo dolorosísima y muchas veces causa de que se malogren obras de hondos y lentos cimientos— de que la vida útil del hombre es, como decía el clásico, apenas un breve y fugaz vuelo. A los veinte años, la vida no da tiempo para nada. Y no porque la idea de la muerte ponga delante de los ojos una valla, no. El enemigo no es la muerte, sino la decrepitud, la invalidez. A los veinte años se considera a un hombre de treinta como un viejo, y a uno de cuarenta como un anciano. Tan es así que una de las grandes sorpresas de la vida es sentir cómo ésta se dilata a medida que se avanza por ella.” ¡Qué bien, amigo Massip, qué bien! Esto lo sabe el que ha vivido sin prisa de llegar; el que, por haber atesorado recuerdos, le rentan esperanzas a sus setenta años. Luego dice Massip que más que por una doctrina liberal, esto es, crítica, de libre examen, “los jóvenes se sienten arrastrados por programas que les enseñan a decir sí y no con el brazo extendido. Se acaba antes, se va más de prisa y satisfacen mejor las ansias exclusivistas. No hay que pensar, no hay que discutir, no hay que soportar la molestia tan deprimente de que el adversario tenga razón”. ¡Qué bien dicho, qué bien!

Mas eso no reza con los jóvenes de masa o de fajo, de brazo erguido y puño cerrado —como la mollera— o en teatral saludo, a la supuesta romana, presas en dementalidad comunista o fajista. Pude hace poco observarlo en una reunión a que se me invitó y acudí —¿por qué no?—, lo que aprovecharon sus monitores para arteramente echar a volar una especie que se apresuraron a telegrafiar, con canallesco alborozo, a América, y dio lugar a comentarios aquí de quienes no se informan bien antes —lo sentí por el de un nobilísimo, imparcialísimo y generoso amigo mío y coetáneo, veterano periodista—, especie que, según mi costumbre, no quise rectificar ni deshacer. ¿Para qué? ¿Que yo les dije: “Por ese camino se conquista España”? Mas ello me enseñará a no ponerme al habla con tales. Son como los otros, los de la otra banda, que salen con que ya no estoy con ellos. ¿Y cuándo? Ni cuando se figuraban estar conmigo. Pues al repetir lo mismo que decía yo decían otra cosa.

En una revista Critique fasciste —¿fascista y crítica?; ¡qué contrasentido!—, un periodista italiano reprochaba hace poco a los grupos juveniles franceses un exceso (¡¡así!!) de inteligencia, una información enciclopédica y brillante, pero ineficaz; una falta de frescor en el pensamiento. ¡El estribillo de consigna! Y esos estrumpidos contra el intelectualismo suelen serlo contra la inteligencia y suelen serlo por... ¡resentimiento! Como el que dice: “a otra cosa me ganarán, pero lo que es a bruto...”, y no es ni bruto, ¡qué va! Todo ese eficientismo, todo ese frescor —mejor, frescura— no es más que teatro. Y teatro de señoritos aficionados. Liturgias, emblemas, gestos... ¡Sainete!

Unos y otros. Los de los llamados extremos, que no lo son. Y los intermedios. Y ahora recuerdo que en cierta ocasión, unos de grupito litúrgico se me vinieron a pedir explicaciones de algo que les había dicho con un: “¿Qué quiso usted decir con eso?” Y yo: “Me parece que hablo claro; mas, pues son torpes de entendederas y para que no se me vengan con lo de paradojas y camelos, les diré que he querido llamarles mentecatos; ¿está claro?” Y se fueron, al parecer satisfechos de la aclaración y no hubo nada. Otra vez que les insulto. Más me han insultado, unos y otros, alguna vez con encomios de gancho. Y lo harto que está uno de que se enterquen en querer encasillarle y alistarle y en si está con Pérez, con López, con García, con Redondo o con Cuadrado... Pero ¿rectificarlos? ¡Quiá! ¿Para que le estén a uno tirando de la lengua a cada paso que dé? Serían capaces de llegar a su tracción rítmica, como los casos de ahogados. La vieja sentencia: “¡Deja decir y sigue tu camino!” ¡Y cómo los pudo confundir uno de especie al verlos en la montanera, al pie de las encinas!

¡Ay, amigo Massip, cuan difícil estudiar la realidad histórica y educar con el pensamiento crítico, con el libre examen —no confundirlo con el mal llamado libre pensamiento—, con criterio demo-liberal, la pasión de la verdad antes de lanzarse a la acción! ¿Desdén? ¡Ah, no!, que fuera de esas masas de sedicentes jóvenes, de hoz y martillo, o de yugo y haz de flechas, o de compás y escuadra, o de escapulario y cirio, o de cualquier otro cojín (y comodín) de esos para la pereza —por lo común, hija de deficiencia— mentales, fuera de esas masas viven, y sueñan, y sufren los verdaderos jóvenes de espíritu y no de edad tan sólo, y éstos son los que me preocupan y aun me acongojan. Buscan libertad, y verdad, y justicia —todo uno—, y poder mirarlas cara a cara, aunque sea para morir por ello, y no caudillo a quien atar. Los otros... ¡que se rasquen! ¿Está claro? Para ellos, nunca. Mas, en fin, la vida se dilata a medida que uno avanza por ella.

viernes, 23 de febrero de 2018

Intermedio lingüístico.―Algo de onomástica.―A una atenta lectora atenta.

Ahora (Madrid), 15 de marzo de 1935

Muy señora mía —pues no cabe mayor señorío que el de los lectores ni mayor señoría que la de las lectoras sobre un escritor que espiritualmente vive de ellos y de ellas—: Me pide usted que le diga algo a propósito de lo que el protagonista de mi “vieja comedia nueva” —así la he llamado— El Hermano Juan o el mundo es teatro, el que se dice ser la última encarnación de Don Juan Tenorio, les dice al casar a Elvira e Inés con sus prometidos cuando él se dispone a morir... teatralmente, de que cuando tengan hija la llamen castizamente “Dolores, Angustias, Tránsito, Perpetua, Soledad, Cruz, Remedios, Consuelo o Socorro..., es decir, si los tiempos no piden que la llaméis Libertad, Igualdad, Fraternidad, Justicia o... Acracia”. Y él el pobre Hermano Juan —¡pobre Don Juan!—, se presenta como padrino —o “madrino” mejor, o “nodrizo”—, ya difunto, de las pobres niñas venideras. Algo así como un patrono, pues el santo patrono o la santa patrona, aquel o aquella cuyo nombre nos impusieron en la pila, no aparece sino como un padrino o madrina celestial. Y este padrinazgo o patronazgo ejerce una señorial influencia sobre la suerte y la vida del sacado de pila.

No hace falta encarecer el dominio del nombre propio sobre el destino de una persona, y más de un personaje. Juan Wolfgang de Goethe, en su autobiografía —Poesía y verdad—, al hablar de bromas que se permitían algunos con su nombre —el de familia o apellido que diríamos—, nos dice que no es el nombre propio de una persona algo así como una capa que uno se cuelga y a la que se puede dar tirones y desgarrar, sino como un traje bien ajustado y basta como la piel misma con que se ha ido creciendo. Y aún hay más, y es que suele el hombre sentirse obligado al nombre que le impusieron y lleva. Cuando no le pesa, que sucede a menudo. Y si el nombre pesa sobre uno, pesa sobre los que con él le llaman. Y si se ha dicho que el que la nariz de Cleopatra hubiese sido más o menos larga habría cambiado el curso de la Historia, cabe decir con igual fundamento —sea el que fuere— que habría cambiado con el curso de la vida de un personaje histórico el de la Historia si ese personaje se hubiera llamado de otro modo que como se llamó. Cuántas veces no se dice una persona: “¡Mira que te llamas así!”

Y viniendo a lo de los nombres de mujeres entre nosotros, he de decirle, señora mía, que cuando estaba yo en París producía efecto en ciertas señoras el traducirles los nombres de mujer significativos entre nosotros. Pues es sabido que el número de nombres propios femeninos es en Francia mucho más limitado que entre nosotros y que hay unos pocos que se repiten. Figúrese lo que sentirían cuando les traducía Dolores, Angustias, Socorro, Remedios, Tránsito —o sea, Muerte—, Tormento, Amparo, Consuelo, Exaltación, Soledad... y tantos más así. Una señora hispanista que conocía el Quijote me habló de aquello de poner un nombre “alto, sonoro y significativo”, cuando ella creía que el nombre de pila no debe tener significado común concreto, sino ser dulce, —como Dulcinea, aunque aquí entra lo significativo— y armonioso o eufónico. “Pero, señora —le decía yo—, y sí uno al decir a su mujer ¡vida mía! O ¡alma mía! emplea su nombre propio, ya que Vida y Alma lo son”.

Fíjese que entre nosotros, los más de los nombres propios expresivos de cualidades elevadas son femeninos. Y son nombres sustantivos. Llamarse Prudencia o Constancia no es como llamarse Prudente o Constante. Por lo cual se hizo Prudencio y Constancio. ¡Qué diferencia de llamarse Clemencia a llamarse Clemente! Esos nombres propios femeninos son sustantivos, de sustancias, de ideas madres. Consuenan con la maternidad, sustancia histórica —espiritual— de la mujer. Llamarse Clemencia, verbigracia, no es como llamarse Clementina. Y algo de esto de ideas madres tienen ciertos nombres propios femeninos que celebran una “matria” —no patria chica—, nombres geográficos o toponímicos expresivos de alguna localidad o santuario donde se da culto a una advocación de Nuestra Señora. Así, Pilar, Covadonga, Guadalupe, Montserrat, Begoña, Nuria, Atocha… y tantos más así. Entre ellos, algunos que no son propiamente españoles, como Loreto, Saleta, Lourdes y otros. También estos nombres expresan algo así como ideas madres. No me acuerdo ahora de ningún nombre propio de varón de origen así toponímico, el de algún Cristo, por ejemplo. Como no se tome por tal el del apellido de un santo patrono, tal como Asís, Javier —de un nombre vasco, Echaverri, Casanueva, el del Castillo de San Francisco Javier—, Solano, Alcántara y otros por el estilo. Los nombres propios de tierras —montañas o lugares—, de tierra maternal, suelen, por lo común, quedarse para las mujeres, más maternalmente ligadas a la tierra, más “matriotas” que el hombre. Y por ello, más conservadoras.

En cuanto a los nombres propios femeninos insignificativos ―aunque algunas veces altos y sonoros—, oiga usted, señora mía, algunos de los que tengo recogidos no más en la provincia de Palencia. Y son: Onesífora, Teotista, Filiosa, Epafrodita, Olresciencia, Alaramelute, Einumisa, Sinclética... ¿A qué seguir? Y dejo otros que no son del todo insignificativos, como Presbítera, Simplicia, Perseveranda...

Ahora podríamos entrar en las abreviaturas o “pequeños nombres”, como les llaman en Francia, tales como los comunísimos: Lola, Tula, Nati, etc. Recuerdo de una a quien llamaban Rica, y al preguntar yo si era Ricarda, me contestaron que no, sino Enrica, ya que su padre se llamó Enrique. “¿Y por qué no Enriqueta?”, pregunté. Y la madre, algo bachillera, me replicó que no le gustaban esos nombres en -eta. Era de una región en que se masculinizan los nombres de mujeres, los maternos, y hay quienes se llaman Rito, Magdaleno, Margarito, Roso… Y es curioso que si hay nombres de flores entre mujeres, entre hombres no los recuerdo apenas.

¿Curiosidades? A las veces, algo más grave. Que si Goethe reprobaba a los que se permiten frívolamente jugar del vocablo y aun del concepto con los nombres propios de las personas o con sus apellidos, ¿qué diríamos de aquellos padres o padrinos que se divierten en ponerles a sus hijos o ahijados nombres de pila o combinaciones de ellos con el apellido que se presten luego a bromas? El denominar a uno, el llamarle con un nombre u otro, es algo más serio de lo que esos padres o padrinos frívolos se figuran. Por lo cual se explica la preferencia en ciertas familias por los nombres insignificativos para quien no conozca su etimología. Muy a menudo, nombres tradicionales en la familia. Y más si tienen resonancias bíblicas.

Y ahora, elevando el plano, tengo que repetir, señora mía, lo que ya he dicho antes de ahora, y es que a nuestra pregunta de “¿qué es eso?”, se nos responde casi siempre por cómo se le llama. Ser es llamarse —y que le llamen a uno—, y el nombre —otra vez más—, la sustancia espiritual de una cosa. Hasta en política, que suele ser el arte de degradar los nombres al vaciarlos de sentido histórico.

Que usted conserve, señora mía, muchos años su dulce nombre y que lo haga efectivo le desea
Miguel de Unamuno.

jueves, 22 de febrero de 2018

Confidencia. De propina

Ahora (Madrid), 8 de marzo de 1935

Al leer el otro día, en busca de alimento para mi trabajo, una gacetilla cualquiera... ¡Y qué de cosas suscitan las gacetillas! Croniquillas, desde luego. Y por ello, André Gide las colecciona. Que un gacetillero anónimo, un reportero modestísimo, puede ser, a su modo, un poeta épico y dramático y un historiador. Al leerla, pues, choqué con una frase hecha —o me chocó, ya que los choques suelen ser mutuos— y al punto me puse a deshacerla. Para rehacerla luego, ¡claro! La frase, trivial, está henchida de expresión inconciente, de un sentido casi en contrasentido con el etimológico. Dice que a un pobre chico “le propinaron una soberana paliza”. “¿Le propinaron?”, me dije. Propinar quiso decir brindar, darle a uno de beber —una medicina, verbigracia—, casi abrevarle. Y tiene, desde luego, relación con propina. Se le da a uno una propina en dinero para que eche un trago —empinando el codo, aunque empinar venga de otro radical que propinar—, para beber, “pour boire”, que se dice en francés, y “Trink geld” en alemán. ¿Propinar una paliza? ¡Bueno, adelante!

“... Una soberana paliza...” ¿Soberana? Al detenerme en esto por poco pierdo el hilo —si es que le tiene— de mi discurso. No lograba domeñar mi fantasía. Me acordaba de la soberana paliza mental que nos propinaron en las Constituyentes con el batiburrillo aquel de las soberanías. Y quise saltar por ello para rehacer la frase antes de hacerla polvo. Porque si con barro de tapial se hacen casas, y con ladrillo casas y hasta torres, con polvo de ladrillos es poco hacedero ello. Es como esos historiadores —por lo común, tradicionalistas— que quieren rehacer la historia con polvo de pasadas instituciones y creencias.

Al llegar acá le estoy oyendo a algún lector que se dice: “Pero, ¿a dónde va este hombre con este saltar de una palabra en otra, de una idea en otra idea? Esto parece más que una marcha, un baile”. Y así es. Y más ahora, que estamos en época de bailes y de fútbol. Y nosotros, los vascos, somos famosos por nuestra agilidad —ya dijo Voltaire que bailábamos en el Pirineo— y por el juego de pelota. ¿No hemos de pelotear con las ideas y con las palabras? Y bailar no es marcar paso de ganso, a la prusiana, para lo que hace falta método. Y método es camino. ¿Método de trabajo?

Veamos esto. Un bailarín y un futbolista son también trabajadores. De su clase, como los pide la República constitucional y soberana. Y yo soy trabajador de mi clase. En mi clase aprendí —y enseñé— a trabajar. ¿Que sin método? ¿Que en individualista anárquico? ¡Bah! Tengo que repetir aquello de que cuando le oí a don José Echegaray que se había dedicado, viejo ya, a la bicicleta por ser ésta el medio de locomoción eminentemente individualista, le atajé diciéndole: “No, don José; el medio de locomoción eminentemente individualista es caminar solo, a pie, descalzo y por donde no hay camino.” Pero; bailar?; ¿bailar en un tablado y ante un público? El tablado es camino todo él. Y el público contribuye al baile. Si es que, en cierto modo, no lo acompaña…

Y al ir ahora a fijar todo esto por escrito y para los demás, para mi público, detengo un momento, para leerlo, mi pluma estilográfica... ¿Pluma? Esta no sé si formó en ala de vuelo; pero de estilo, de estilete algo quiero que tenga. Y al detenerla, y después de leído lo antecedente, cierro los ojos y veo la sangre circular por mi retina, y oigo el rumor de ella por el pabellón de la oreja, y la siento palpitar en mi corazón. Me siento vivir, esto es: trabajar. Y trabajarme. Y siento que trabajamos juntos: nosotros, yo y mi público. Y yo de él. Y así se olvida uno que tiene que morirse. El trabajo —y más en común— hace olvidar que hay que morirse. Y de morirse, morirse de trabajo, de vida. Lo sublime de la muerte del Sócrates del Fedón platónico es que se murió comentando su muerte. Como aquel heroico médico que en su lecho de agonía explicaba su enfermedad a sus discípulos.

¡Trabajo en común! Aquella comunidad de los Hermanos de la vida común que fundó Gerardo de Groote de Deventer, en Flandes, a mediados del siglo XIV se componía de hombres que trabajaban y oraban, laicos, que sin poseer nada propio, rehusaban pedir limosna y proveía cada uno a su sustento por su trabajo, generalmente pedagógico y literario. Fundaron escuelas. Y la generación que educaron en ellas fue uno de los instrumentos más activos del Renacimiento. Mucho les debió la Universidad de Lovaina, fundada luego, en 1426. Y esos Hermanos recuerdan a aquellos primitivos cristianos de que nos habla el libro de los Hechos de los Apóstoles, que tenían todo en común. El tan mentado comunismo cristiano primitivo. El de los flamencos, más un comunismo espiritual que económico.

¿Comunismo espiritual, intelectual? No nos enredemos con lo de comunidad. Que puede una comunidad no ser comunista en el actual sentido corriente. Si es que tiene ya, después del abuso del vocablo, sentido algo claro. Desde luego, cuanto más se lo oye uno explicar a los sedicentes comunistas, menos lo entiende. Y dejando, pues, esto, hay que fijarse en que el público que atiende y sigue a un hombre público, escritor, orador, pensador, sentidor, poeta, forma una comunidad tácita con él y que trabajan y se comunican —más que se cambian— ideas y sentimientos. Siempre que el hombre público —el publicista en casos— no trabaje tan sólo para su sustento económico material —lo que suele decirse “pro pane lucrando”—, sino trabaje para vivir y hacer vivir espiritualmente, para ir olvidando la muerte suya y la de los que le atienden. Pensar, y hablar, y escribir como si uno hubiera de vivir para siempre y hubieran de vivir para siempre los que le oigan y le lean. Aquel gran maestro de historia —Tucídides— que dejó escrito arrogantemente que él escribía ¡“para siempre”! Y esto es verdadero trabajo, energía creadora.

Y al llegar a esto en mis reflexiones me entero de la muerte repentina de ese dechado de trabajadores y de periodistas que ha sido Dionisio Pérez, ejemplo de lo que podría llamarse eternidad cotidiana y comunidad de solitario. Y, casi al mismo tiempo que me entero de la muerte de ese compañero, leo en otra información sobre cosas de Rusia esta frase: “equipo de escritores de choque... para celebrar el plan quinquenal”, y me quedo pensando en ella, tan huera como lo de “crítica de masas”. Una comunidad de lectores no es, desde luego, una masa. Esa cosa informe que llamamos masa. Mas de esas vaciedades, otra vez.

Y aquí tienes, lector de nuestra comunidad, amigo nuestro, aquí tienes una propina de
Miguel de Unamuno.

miércoles, 21 de febrero de 2018

La generación de 1931

Ahora (Madrid), 2 de marzo de 1935

Cuando estaba ocupándome para mi trabajo —mi vocación— en cavilar y meditar la postura que la actual generación civil, la de 1931, toma respecto a las pasadas, la de 1868 y la de 1898 especialmente, visto a través de la biografía que de Castelar nos deja Benjamín Jarnés, una noche no logré reanudar la inconciencia del sueño en la soledad silenciosa de mi celda laica. Una tolvanera de ensueños y de fantasmas históricos me envolvía. Y entonces, para fijar algo, encendí la luz y, a mi modo, traté de cuajar todo aquel remolino en una comprimida expresión rítmica, en unos versos, viviente memorialín. Helos aquí:

                                                 La ciudad liberal bulle en holgorio;
                                                la Patria es libre ya; la gloria nace;
                                                un nombre llena la espaciosa plaza:
                                                                 ¡Constitución!

                                                Han corrido cien años, y sus nietos,
                                                rota la placa y rota la memoria,
                                                con otro nombre lañan la rotura:
                                                                 ¡Revolución!

                                                Y así la bola de la historia rueda,
                                                generación de las generaciones...
                                                —viva, pues, la definitiva— y todo
                                                                 generación.

Ocioso desarrollar esto en historia patria; lo de “¡Constitución o muerte será nuestra divisa!”, la época romántica, cuando a las plazas de las ciudades y villas que fueron antaño de los Comuneros se les rotuló: “de la Constitución”, y cuando, años adelante, estalló la revolución llamada la Gloriosa, y luego la primera, que no llegó a añeja república, y después ésta dicen que corriente revolución, con que se trata de lañar la rotura de la otra. Y por debajo, la eterna restauración que acompaña siempre a la eterna revolución —son lo mismo—, como se acompañan muerte y nacimiento. Y por debajo y, a la vez, por encima de ello, el eterno pleito de las generaciones. ¡Generación de generaciones y todo generación! o ¡vanidad de vanidades y todo vanidad! Así es la historia.

Y en el fondo de esta postura de la actual generación frente a las que le precedieron y de que ha venido, ¿qué es lo que hay? Y meditando —¡fantaseando más bien..., aunque es igual!— en ello, en la insatisfacción, en el desasosiego, en el despego de esta generación juvenil de hoy, aunque se disfrace de la mentirosa “giovinezza” del fajismo italiano, llego a vislumbrar el terrible cáncer espiritual que consumió a las generaciones monacales de la Edad Media, aquella pavorosa enfermedad que los escritores ascéticos y místicos llamaron acedia.

Y ahora una breve digresión lingüística. No podía faltarme. De un término griego que, en rigor, significa descuido, flojera, desgana, despego y otros así, hicieron los escritores eclesiásticos latinos su voz técnica: acedia, y de ella, en castellano, más bien literario que popular: acedia o acidia. En ambos casos, trisílabo y con el acento en la segunda sílaba. Que a las veces se confunde con acedía (el acento en la í), la cualidad de ser algo acedo o ácido, áspero, agrio y desapacible. La semejanza de sentido se prestó a confusión. Lo ácido o acedo suele producir a las veces —no siempre— desgana. Y basta de lenguajerías.

De lo que padece lo mejor, lo menos frívolo, lo más recogido de la actual generación juvenil es de acedia civil y en gran parte religiosa. De despego de vivir histórico, de tedio, de hastío, de aburrimiento. De aquella “noia” que tan hondamente cantó el hondísimo Leopardi, tratando de sobrellevarla, si es que no curarla, con el canto. Y esto a pesar de apariencias en contrario. Y del disfraz del deporte, donde éste no es señal de pueril deficiencia mental, lo que es frecuente. Porque deporte no es precisamente juego, ni un niño juguetón es por eso mismo deportivo. ¿O es que alguien cree que los llamados, por ejemplo, “exploradores” (boy-scouts) se divierten? No más que los monaguillos de coro.

Guardo testimonios de ese profundo hastío que consume a lo mejor acaso de la actual generación intelectual española. Se quejan del desierto espiritual en que tienen que trabajar. Y menos mal si encuentran consuelo y sentido de vida íntima en el camino, aparte del arribo a que lleve. Porque se van “cansando, cansando en este desierto”. ¿Verdad, amigo Jarnés? Y esto no es consecuencia de arribismo, ¡no! (Escribo arribismo con b, porque en español se escribe y debe escribirse arribar y no arrivar.) Los presos del hastío, los mejores, no padecen de arribismo. ¿Llegar? ¿Y qué es eso de llegar? Oigan una historia evangélica.

Aquel apóstol Tomás —Dídimo—, el de “tocar (no ver) y creer”, el prototipo del incrédulo de antemano, cuando Jesús les anunció que Lázaro había muerto sin estar Él, Jesús, allí y que iban allá, Tomás, henchido de celo, exclamó: “¡Vamos también nosotros para morir con Él!” Mas en otra ocasión, cuando el Maestro dijo: “Donde yo voy sabéis el camino”, Tomás le dijo: “Señor, no sabemos dónde vas; ¿cómo sabemos el camino?”; a lo que Jesús: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida.” Y llega el relato evangélico de la arribada del Cristo, de su aparición, ya resucitado, a sus discípulos, y cuando le dicen a Tomás que han visto al Maestro replica el apóstol que él no creerá si no le ve en las manos el agujero de los clavos y mete en éste el dedo y en el de la herida del costado. Y ocho días después cuenta que el Cristo se les presenta, cerradas las puertas, y hace que Tomás le meta la mano en el costado para que crea. Y al rendírsele el apóstol le dice: “Porque has visto has creído; dichosos los que sin haber visto creen.” Relato en que, aparte de lo de tocar, y ver, y creer, hay que pensar en lo del camino. En la fe en el camino, lleve adonde llevare y aunque no lleve a parte alguna, aunque no haya arribada. Pero, ¿es fácil acaso este consuelo en el caminar mismo, esta satisfacción en el trabajo por el trabajo mismo? ¿Y no es acaso éste la dificultad de este consuelo, el origen del hastío?

Por lo que hace a la generación intelectual española de hoy —llamémosla de 1931—, ¿sabe su camino, si es que no su meta?; ¿sabe no adónde va, sino por dónde va? Desde luego, en el casi fatal cambio de 1931, en el advenimiento del régimen republicano, no tuvo apenas parte esa generación. Ni otra cualquiera. Porque ese cambio no lo trajeron los hombres. Y es, desde luego, significativo que ninguno de los jóvenes de esa generación se encontró en primera fila ni jugó papel primordial. Acaso porque ninguno de ellos tenía conciencia —si no clara, por lo menos honda— de un nuevo ideal colectivo de destino histórico nacional ni un sentimiento de la unidad de ese destino. Lo que no se logra corregir con expansiones litúrgicas mal traducidas, sea del italiano, sea del ruso. La vacuidad de esas expansiones se nota por dondequiera en nuestra España. Deporte, no juego. Oímos lo que de la generación de los abuelos —de la de los padres de nosotros, los que hoy somos padres y abuelos— dicen los de esta generación: ¿qué dirán de ella sus hijos y sus nietos? Ya ellos mismos o se quejan o dan gritos para encubrir sus quejidos. Y hay rabadanes que apacientan a sus rebaños deportivos con herrén de vaciedades que no matan el hastío, que es hambre espiritual. Ni la otra, por supuesto; la de destinos, quiere decirse.

martes, 20 de febrero de 2018

Conversión y diversión.―A un converso que pretende convertirme

Ahora (Madrid), 26 de febrero de 1935

Me interesa su conversión, no lo dude. Creo que usted la cree sincera, aunque yo no sepa ya qué es sinceridad. Pero no se me venga con sermoncetes de converso estrenado y aun no bien entrenado. Y note que le llamo converso y no convertido. Este último término me huele mal; usted sabe por qué. Le tengo aversión.

Sí, ya sé que su conversión, sincera o no, es desinteresada. Quiero decir que no es... económica. Le sé limpio de corazón. Y de bolsillo. A usted no le alistan así. ¿Recuerda usted aquello del en un tiempo famoso don Antolín López Peláez, arzobispo que fue de Tarragona? Le andaba dando vueltas a lo de la Prensa católica y sostenía que para fundarla lo cardinal era dinero, dinero y dinero. Con él —decía— tendremos buenos periodistas y todo. ¿Cuáles? Los mismos que ahora nos combaten. Y hube de hacerle observar lo peligroso de semejante táctica. Porque el Demonio es tan sutil que así como cuando se le compra a un creyente para que escriba en incrédulo parece serlo redomado, así cuando se compra a un incrédulo para que lo haga en creyente siempre asoma la oreja y hasta el rabo. Esa es mala táctica. La buena Prensa hecha principalmente a fuerza de dinero pronto se hace mala. Los fieles que la leen acaban por oler hasta simonía.

No, usted no es de esos; usted es desinteresado. Desinteresado económicamente, quiero decir. Pero hay otro interés, y es el... literario. ¡Y ojo al Cristo! No sea que le haya llevado a usted a esa conversión que tanto me encarece algo de… —¿cómo se lo diré?— moda literaria. Porque empieza a no llevarse el agnosticismo. Dicen que es cursi. Y otros que aquí, en España, no es castizo. Y eso, amigo mío, no es propiamente religión. Como no es política la de los partidarios, tampoco es religión la de los religionarios. (¿No se dice “correligionario”?) Religionarios y no religiosos. Ande usted con cuenta. Recuerde a aquel fantástico y presuntuoso vizconde de Chateaubriand, el de El genio del cristianismo, que tanto daño hizo a la verdadera piedad cristiana. Y luego a Huysmans, a quien la dispepsia —la corporal y la espiritual— le llevó a un convento. Le faltaba gustar la lujuria mística. Y la litúrgica.

¡Cuidado con la literatura! Usted, en su sermoncete, me recuerda mi poema El Cristo de Velázquez. Vuelva usted a leerlo y mejor. Apareció sin imprimatur y sin censura eclesiástica. Aquello quiere ser poesía, pero sincera y en serio. Es decir, que no la di ni por teología ni menos por una confesión. Además, ¿sabemos acaso dónde acaba la poesía y empieza la verdad, o mejor, dónde acaba la verdad y empieza la poesía? Y recuerde también mi reciente novelita: San Manuel Bueno, mártir. ¡Las cosas que he tenido que oír a cuenta de ella! “Pero ¿en qué quedamos?”, me preguntó uno. Y le dije: “Usted, no lo sé; pero yo no quedo en nada, porque paso por todo.” No logré hacerle comprender lo que es quedarse y lo que es pasarse. El cuitado buscaba certidumbres. “¿Dónde ha visto usted eso?”, me dijo luego. Y yo a él: “¡Mírese bien por dentro!” Mas como no tiene dentro no vio nada.

Otra vez topé con uno de esos sujetos duros de mollera, de los que creen que llamarse es ser —“yo llamo al pan pan y al vino vino”, suele decir—, y que me espetó de sopetón esto: “Pero vamos a ver: ¿cree usted o no cree en la existencia de Dios?, porque quiero saber a qué atenerme.” Y yo de respabilón le respondí: “Verá, señor mío; para poder responderle a eso adecuadamente tendríamos que ponernos antes de acuerdo en qué entendemos por Dios, cosa nada fácil; después, qué por existencia —y por esencia—, ya muy difícil, y por último, qué por creer, y como esto es casi imposible, más vale que hablemos de otra cosa.” Lo que buscaba el muy mostrenco era poder clasificarme. Y usted sabe que huyo como de la peste de que se me quiera clasificar. O definir, que es igual.

Usted no es de éstos, lo sé. Pero usted ha caído en una moda. El tono de su sermoncete epistolar me lo dice. Allí no hay unción, aunque sí unto. Y garambainas. Leyéndola he recordado a un inteligentísimo hispanista francés, estudioso del Arcipreste de Hita, a quien le conocí en furor de agnosticismo —de desesperación agnóstica más bien— y de quien supe después que se convirtió y entró en la Trapa. Pero dejando la literatura. No sé que haya vuelto a escribir. A mí, ni una línea. Acaso rece por mí.

¡Cuidado con la literatura!, se lo repito. Con la literatura que no se da por tal, que no es honrada y sincera literatura. Y más cuidado aún con la política. Y sobre todo con la casticidad malamente literaria y peormente política. Nada de esas mandangas de la historia de los heterodoxos españoles.

¿Respeto por las creencias a que dice usted haberse convertido y a que me convida a que me convierta? Más que respeto. Pero, ¡por Dios vivo, que están ustedes, su cofradía, sus correligionarios no correligiosos, dando un terrible ejemplo de frivolidad! Los sencillos creyentes no acaban de tragarles a ustedes, y hacen bien. Se fían más de nosotros. Y es porque esos sencillos creyentes son como los cabreros de Don Quijote, y no como los carboneros de uno y de otro bando contrapuestos, de fe o de infidelidad implícitas. No hacen maldito el caso ni de jesuitas ni de masones, dos fantasmas o cocos.

¿Hipocresía? No; yo no le tacho a usted de hipócrita en el sentido vulgar y corriente de este epíteto. Pero en el sentido originario y primitivo, en el etimológico, ¡sí! Porque hipócrita quiere decir actor. Y usted me parece un actor; un actor sincero y acaso ingenuo, pero un actor. Usted está representando o, mejor, representándose a sí mismo en el escenario de su propia conciencia como converso. Se ve usted más interesante. Y éste es el interés desinteresado de que le hablaba. Ya sé que me dirá usted que vuelvo al tema de mi drama: El Hermano Juan o el mundo es teatro. ¿Qué quiere usted? Hay que insistir.

Por supuesto, tampoco le confundo a usted con esos presos de hipocresía cínica o de cinismo hipócrita, porque usted todavía no parece darse cuenta de que está nada más que representándose. Aunque, en rigor, ¿qué otra cosa hacemos todos ? Es lo primordial en la historia. Presumo que al leer este análisis de su sermoncete de converso me diga usted como el de marras: “Pero ¿en qué quedamos?” Y yo, como le dije, le digo a usted: “Usted no lo sé, pero yo no quedo en nada, porque paso por todo.” Y si a usted su conversión le divierte, si le sirve de diversión, ¡bien le venga! Así, converso, se creerá diverso de como era. Y no me meto en jugar del vocablo con convertido y divertido... Cada cual se divierte a su manera, y yo me divierto con conversiones como la de usted y con estos juegos de palabras, que es jugar al escondite. ¿Que esto no es serio? Pero ¿es que cree usted, amigo mío, que esos sermoncetes teatrales, más o menos castizos, sirven para convertir a la gente? ¡Bah! ¡Conversación no más! Si lograran siquiera divertirla de veras... El peligro es que se conviertan en astracanadas a lo divino. ¡Y ojo con Dios! Que no nos quita ojo. ¡Y basta!

lunes, 19 de febrero de 2018

Castelar, político

Ahora (Madrid), 22 de febrero de 1935

Cuenta Benjamín Jarnés en su Castelar, hombre del Sinaí cómo a una interrupción de éste le replicó Prim en el Congreso: “Si no es fácil hacer un rey, más difícil es hacer una república donde no hay republicanos.” Y Jarnés acota: “Republicanos no faltaban, pero en estado nebuloso.” Vamos, sí, no auténticos. La sentencia del hombre de la revolución setembrina, del que pedía destruir, “en medio del estruendo”, lo existente, no es tan acertada como aparece a primera vista. El hombre a quien no podemos llamar “de la batalla de Alcolea”, pues no estuvo en ella, hizo menos caso por la caída de la monarquía isabelina que Castelar con su artículo El rasgo y su acción subsiguiente de pluma y de palabra. El “hombre del Sinaí” hizo posible —posibilitó— una república donde no había republicanos y haciéndolos. Hay que leer en el excelente libro de Jarnés lo que podríamos llamar el testamento político de Castelar, cuando el hombre del Sinaí se hizo el hombre del Nebo, del monte en que murió Moisés —el que recibió en el Sinaí las tablas de la ley— mirando a la tierra de promisión, a cuyos linderos había llevado a su pueblo.

Lo más político, lo más patriótico, lo más abnegado y a la vez lo más republicano que hizo Castelar fue su valerosa conducta cuando el golpe de Pavía, el 3 de enero de 1874, al dejar la presidencia de aquella república, la que habían deshecho los “auténticos” de entonces. Con ello hizo posible la restauración republicana de cincuenta y siete años después, cuando la monarquía borbónico-alfonsina volvió a caer en las torpezas de la monarquía borbónico-isabelina de 1868. Castelar, con su magisterio político durante la llamada Restauración, fue haciendo los republicanos que pudieran hacer una república. Una república posible. Y tiene razón el conde de Romanones cuando en su Sagasta o el Político dice —y son palabras que Jarnés recoge y reproduce— que “el sufragio, con el Jurado y la ley de Asociaciones, convertían la monarquía española de derecho en la más liberal de Europa, con gran satisfacción de Castelar, que así lo había impuesto como condición para no combatir a la institución monárquica, aun sin dejar de ser republicano. Sagasta le escuchó, y desde aquel momento el gran tribuno quedó convertido en mentor no sólo del Gobierno, sino de la Corona”. Y así fue cómo Castelar, más que otro alguno, fue haciendo los republicanos que pudiesen restaurar la república. ¿Han traído luego estos republicanos la república? No, ciertamente. Cuenta Jarnés que Castelar alguna vez dijo: “La reina ha fundado verdaderamente en España la libertad. Si Alfonso XII hubiese vivido, él hubiera traído la revolución”. Pero la ha traído después —esa que llaman pomposamente revolución— su hijo Alfonso XIII. Es lo que ha traído la república, posibilitándola los discípulos de Castelar, el posibilista.

Jarnés pasa casi por alto el otro gran acto político y patriótico de Castelar, que fue el licenciamiento de sus huestes y el consejo de que colaboraran en la monarquía. Sobre ello ha dado nuevos esclarecimientos —y en estas mismas columnas de AHORA— Melchor Almagro San Martín en su precioso ensayo sobre Castelar y, sobre todo, con la carta —magnífica— que éste dirigió al padre del ensayista. De aquellos posibilistas salieron luego los reformistas, con lo de la accidentalidad de las formas de gobierno, y del reformismo salieron los que supieron aprovechar el instinto políticamente suicida de Alfonso XIII para restaurar la república. ¿La castelarina?, ¿la posible? Así pareció en un principio. Después se han colado en ella los mismos elementos que acabaron con la del 3 de enero de 1874.

Jarnés no se contiene de comentar zumbonamente el ocaso de Castelar, hombre ya del Nebo y no del Sinaí, cuando “el gran actor positivista” —así le llama— da por implantada “una era octaviana, risueña, bajo el signo de Ceres”. “¡Qué delicioso espectáculo!”, exclama el zumbón. “Le quedaba un ocaso espléndido, pero a España le quedaba todo —casi todo— por vivir”, añade. Pues bien, ¡no!: a España le quedaba aprender bien la lección del gran tribuno, es decir, del gran político y gran pensador. Pensador, ¡sí! Porque se piensa política y vitalmente con metáforas. Ni son más que metáforas las fórmulas sociológicas y las metafísicas. Dice Jarnés que “bien puede decirse que todo en la vida de Castelar es oratoria, que todo —libros, cartas, charlas, artículos— forma parte de un enorme, gigantesco discurso”. Cabal; de una enorme, de una gigantesca lección política, de un enorme, de un gigantesco acto político. Porque —volvamos al Evangelio de San Juan— en la palabra, en el discurso está la vida, y la vida es la luz de los hombres.

“No era, pues, un genial político —sentencia Jarnés—: era un excelente retórico.” Ambas cosas. Y luego: “Era un hombre europeo sumergido en la fosca España del siglo XIX.” ¡Pobre España del siglo XIX, y cómo la ponen! Y después: “Sus discursos fueron siempre ruidosamente aplaudidos, nunca silenciosamente meditados.” ¿Está de ello seguro el zumbón biógrafo? El hombre del Sinaí y luego del Nebo hizo meditar a muchísimos españoles —no todos europeos— desde “el carro triunfal de sus metáforas”.

Lo que ha sentido profundamente Jarnés es que Castelar —que le ha ido ganando según le biografiaba— vivió para la política y no de la política, sino de su pluma y de su palabra. No buscó cargos políticos bien retribuidos y hasta los rehusó. Ni aceptó cargos de consejero en lo que tenía conciencia de no poder aconsejar, por estar fuera de sus facultades. Y trabajó, trabajó sin descanso. Y no sólo para sustentar su vida privada. Al acabar su excelente obra, dice Jarnés: “El verdadero Castelar está aquí: en el hombre de cada día, laborioso y fértil. Justamente el Castelar desconocido.” ¿Desconocido? ¡No! Y será más y mejor conocido ese hombre de cada día —siempre el verdadero hombre es el de cada día, el del pan nuestro de cada día— merced a libros como éste de Benjamín Jarnés. ¡España se lo pague!

En el último párrafo de su libro escribe Jarnés: “Ahí está el ataúd del hombre del Sinaí, esperando que lo rodeen generales..., etc.” Y yo, querido amigo Jarnés, digo que ahí está el sepulcro del hombre del Nebo esperando que le hagan guardia patriotas españoles, europeos, liberales, demócratas, republicanos, que aprendan de su ejemplo a trabajar cada día y a dar cada día el pan “sobresustancial” de la palabra a sus compatriotas. Lo de “sobresustancial” es del Padrenuestro según el Evangelio. Y la palabra es pan sobresustancial de vida y luz que alumbra a los hombres. Y todo esto, nada menos que todas unas metáforas; como Castelar, nada menos que todo un gran político.

Meditar y considerar la historia patria y sus hombres es hacer historia, y es hacer patria, y es hacer hombres de ella, históricos y patriotas.

domingo, 18 de febrero de 2018

Castelar, orador

Ahora (Madrid), 20 de febrero de 1935

En la colección de “Vidas españolas e hispano-americanas del siglo XIX” (Espasa-Calpe, S. A.) ha publicado Benjamín Jarnés un muy significativo estudio sobre Castelar, hombre del Sinaí, que así se titula el libro. Muy significativo de la actitud de la juventud actual, de la generación del siglo XX frente a los hombres del XIX, y representada por uno de los más representativos, más comprensivos y más agudos de los de esta generación. Mi impresión de intermediario —Castelar fue de la generación de mis padres y Jarnés lo es de la de mis hijos— es de que Jarnés se encaró con Castelar llevando todos los prejuicios de sus coetáneos respecto a éste y a su tiempo espiritual, y según ha ido estudiándolo y dejándose ganar del espíritu castelarino ha ido rectificando esos prejuicios, mas sin declarárselo del todo a sí mismo. El personaje se le ha ido imponiendo. Como a mí se me impuso el Augusto Pérez de mi Niebla. Y de aquí las tan vitales, tan fecundas, tan sugestivas contradicciones que rebosan del excelente libro de Jarnés.

Ya en el título mismo: ...hombre del Sinaí, aparece el fecundo prejuicio. Y al principio de la obra dice Jarnés “de la personalidad castelarina” —que no es lo mismo que Castelar, ¿eh?— esto: “Yo en él veo, ante todo, un gran escritor. Después, su elocuencia, su oratoria política y de otros órdenes...” ¿Escritor? No, sino orador por escrito. Castelar no escribió sus discursos, pese a las apariencias, sino que habló, pronunció sus escritos. “No conoció la espontaneidad, no fió nunca su oratoria a la improvisación”, dice Jarnés. Y ¿qué es improvisar? ¿Es que no improvisó sus cartas, tan oratorias? Jarnés: “Cuentan de él que iba desparramando por las tertulias jirones del próximo discurso.” Y yo: es que lo iba improvisando, y no en el papel. Y cuando escribía hablaba con la pluma. Como Santa Teresa, aunque con otra retórica: alicantina y no avileña. El escritor, el específico escritor, era Valera, a quien tan a menudo acude Jarnés; Valera, el crítico, el escéptico, el de la zumba, el que, aunque sintiera la poesía —hasta compuso poemitas en verso—, no la hacía. Y también a Valera el escritor, el escéptico, el zumbón, se le impuso Castelar como se le ha impuesto a Jarnés.

Se habla a las veces de retórica contraponiéndola en cierto modo a la poesía. No Jarnés hogaño, creo, como ni antaño Valera. Si se refiere el juicio a esa quisicosa que llaman poesía pura, pase, pero la poesía pura es como el agua destilada, impotable —agria es la que nos apaga la sed y no H2O—, o como el oro puro que no se amoneda porque se gastaría. El agua potable necesita sales y el oro acuñado aleación de cobre. La retórica es sal y cobre para la poesía, la hace vividera y la acuña. “No esperamos de Castelar —dice Jarnés— ningún acto elocuente por sí mismo.” ¿Que no? Aparte de que sus grandes oraciones fueron actos —una de ellas su artículo “El rasgo”—, sus actos de gobierno, políticos, fueron elocuentísimos. Y siguen hablándonos. Ya lo veremos

Al principio de su penetrante estudio de escritor se ocupa Jarnés, siguiendo informes de Charles Benoist, de la voz de Castelar. ¡Singular acierto, seguro sentido de escritor! ¡La voz! Pero la voz espiritual; lo íntimo del verbo; el son por el que se va a la visión, el soplo o espíritu por el que se va a la idea. Dos veces le oí yo —yo que os hablo de esto— a Castelar; una siendo yo mozo, en el Paraninfo de la Universidad de Madrid; le oí materialmente y olvidé luego el timbre físico de su voz. Pero volví a oírle, y esta vez el espíritu de su voz, en Elda, donde él se crió, cuando al tener yo que hablar en la celebración del centenario de su nacimiento, hube de recitar, leyéndolos, algunos de sus más sentidos o íntimos recuerdos de niñez y de mocedad. Sentí que su espíritu encarnaba en el mío, en mi voz su voz. Y una vez más comprendí todo el sentido recóndito de aquellas palabras con que se abre el Evangelio de San Juan, de que Dios era el Verbo, y en el Verbo estaba la vida y la vida es la luz de los hombres. El verbo, la palabra, llevado por el son, el espíritu. Y por el son a la visión, lo repito. Vi la Elda espiritual por el son castelarino. Castelar me representó a su pueblo.

¿Un actor? Sin duda. Y su vida acción. Un gran actor actual, un gran político y orador, ha hablado del placer de crear. Y yo acoté: el placer de crearse. Y de recrearse. Y el placer de representar —a su pueblo— y de representarse. (Castelar no escribió para el teatro.) El pueblo, para Castelar, era público, nos dice Jarnés. ¿Y para qué hombre público no lo es? El pueblo que no es público está fuera de la historia; no tiene espíritu humano. Y como gran actor Castelar se nos aparece —nos lo dice Jarnés— como un Narciso. El público es su espejo, no siempre terso y claro. Jarnés aprovecha mucho y bien cierta autobiografía en que Castelar habla de sí mismo en tercera persona, una autobiografía de una encantadora e ingenua infantilidad. ¿Egolatría? ¿Egotismo? No; Castelar no se ve a sí mismo —¿y quién?— sino que ve el Castelar que se forja su público, su personalidad pública. Pocos menos introspectivos que Castelar; no es hombre de diario íntimo. Y por eso Jarnés le niega intimidad. Pero ¿qué es ésta? ¿Sabe Jarnés, sé yo, quienes somos?

Jarnés, que echa de menos ciertas intimidades de Castelar —intimidades eróticas—, descubre la infantilidad del grandísimo tribuno. Y dice de su biografía de Eva y de su canto a la madre: “¿Qué encantadora Dulcinea habrá quedado escondida para siempre invisible, en el corazón recatado y silencioso del casto célibe Castelar?”, dice Jarnés. Eva, le digo yo, la mujer madre, la que da la vida. “La mujer le persiguió —añade— quizá toda la vida por no haber sabido —o por no haber podido— entregar toda su vida a una mujer.” ¿Y qué es una mujer? Castelar, enmadrado desde su infancia —con algo espiritualmente del complejo de Edipo—, no encontró, o no pudo encontrar, la esposa madre, que siendo madre suya —como lo fueron su madre doña María Antonia Ripoll y su hermana Concha— le hiciera padre de hijos de la carne. Padre o acaso madre también. Su voz era una voz femenina, nos dice Jarnés. Una voz maternal, aclaro yo. “Por eso —arguye Jarnés— coqueteaba, se escuchaba a sí misma, zigzagueaba tanto, alcanzaba niveles pasionales de aquella altura; atraía y cautivaba, sin empujar a la acción.” ¿Que no? A la acción y a la pasión. La voz de Castelar ha fraguado lo mejor acaso de la acción patriótica de la España que salió de la Revolución del 68. Castelar es una de las personas madres de la España liberal, democrática y republicana. Y hay maternidades muy viriles.

Pero ahora dejo esta pluma a que se me calle. Otro día, después de un breve descanso, os diré de Castelar, persona madre de nuestra España republicana y cómo salvó a la república española, cómo posibilitó —él formuló el posibilismo— la resurrección de esa república, el hacer una república donde no hay republicanos, que creía tan difícil Prim, el de que había que destruirlo todo “en medio del estruendo”. Vamos a ver al político, amigo Jarnés. Me falta improvisar otro artículo.

sábado, 17 de febrero de 2018

Intermedio lingüístico. Cosas de España

Ahora (Madrid), 13 de febrero de 1935

Remedando, sin saberlo, a aquel inmortal maestro de escuela de la novela Tiempos difíciles (“Hard times”), del inmortal Carlos Dickens, maestro que repetía: “Hechos, hechos, hechos”, conocí un sujeto a quien no se le caía de los labios esta sentencia: “Cosas, cosas, cosas y no palabras.” Como si las palabras no fuesen cosas. Y como ahora, por otra parte, me encuentro con sujetos objetivos a quienes parece molestarles la palabra cosa, y como si no fuese más que una muletilla o un ripio, conviene recapacitar para sentir qué cosa haya dentro de la palabra cosa. Que equivale, sin duda, a lo que los filósofos escolásticos llamaron “ens”, o sea ente, vocablo que ha tomado entre nosotros un sentido vulgar bastante ridículo. Decir de uno que es un ente no es, de cierto, calificarle honrosamente. Y es que, en efecto, un ente es casi nada. Tan poco es como un ser. ¿Hay nada más vacío que esto de ser? Que lo es propiamente existir. En rigor podría suprimirse, sin grave perjuicio y tal vez con alguna ventaja, el verbo ser de nuestro lenguaje. Estorba más que el tan calumniado que. El verbo sustantivo resulta más adjetivo que el pronombre relativo. ¡Y no digamos nada de la esencia! Sobre todo desde que se habla de las esencias republicanas y de las monárquicas. Las esencias han de quedarse para la perfumería, como las especies —especias—para la especiería.

Alguna vez hemos leído: “las cosas y los seres”, queriendo decir lo inanimado y lo animado, como si las cosas no fuesen seres. Y otra vez: “los seres y los enseres”. Siempre huyendo de la cosa. Vengamos, pues, a ella.

Empecemos por Dios, la cosa de las cosas, “causa causarum”, que decían los escolásticos. Definirle es finarle; pero el viejo y venerable catecismo del P. Astete, S. J., que nos hacían en la España castellana y del Norte, intentaba definirlo —para los niños— diciendo que “Dios es una cosa lo más excelente que se puede decir ni pensar...” y lo que se sigue. Parece que después los jesuitas han hecho quitar lo de cosa, y han hecho mal. Acaso les ha parecido expresión sobrado popular. Y es, sin embargo, el verdadero y castizo romanceamiento del “ens realissimum”. ¿Le íbamos a llamar ente? ¿O ser? ¿El Ser Supremo? Esto no sabe a nada y huele a pedantería. No; Dios es cosa, y es cosa que no meramente es, lo que no es ser nada, sino que está. Hamlet, el irresoluto dudador, decía: “Ser o no ser” (to be or not to be), pero quien se está a lo que está no duda y se resuelve. Y Dios, nuestro Dios, el Dios Cosa, está y no meramente es. Es un Dios de estado divino y no de esencia divina.

Profunda distinción la que en castellano establecemos entre ser y estar; desconocida al francés. “Es enfermo” —il est maladif—, junto a “está enfermo”—il est malade. O: “Es borracho” —il est ivrogne—, frente a “está borracho” —il est ivre—. Cierto que nuestro verbo “ser”, del latín “sedere” —no de “esse”, sino en ciertas formas—, significa originariamente estar sentado; mas tiene un matiz que lo distingue de estar. “Seer” (sedere) es más bien asentarse y casi yacer, mientras que “estar” nos sugiere estar de pie. Aunque se puede y se suele estar echado. Mas nuestro Dios popular, la cosa del catecismo del P. Astete, S. J., es nuestro Padre, que está —no que es—en los cielos. Veámoslo.

De las oraciones han surgido los dogmas religiosos. Y la oración cardinal y radical del cristianismo evangélico es la que enseñó a sus discípulos el mismo Jesús, el Padrenuestro. En su original griego evangélico empieza, traducida al pie de la letra, así: “Padre nuestro, el en los cielos...” No hay verbo alguno, ni ser ni otro. Mas al traducirlo al latín de la Iglesia Católica se dijo: “Pater noster, qui es in caelis...”, esto es: “Padre nuestro, que eres en los cielos...”, y así dice en francés: “qui es”. Mas al venir al castellano se dijo: “Padre nuestro, que estás en los cielos...” Nuestro Padre celestial español está, y está de pie como nuestro Cristo popular está agonizando de pie, en la cruz, Y es curioso lo que pasa en el país vasco. En la iglesia parroquial de Hendaya podíamos leer, a los dos lados del altar mayor, la oración dominical, a un lado en francés y al otro en vascuence o eusquera. Y en la versión eusquérica dice de “Nuestro Padre (Aita guria) que es en los cielos”: zeruetan zarena, del verbo “izan”: ser. En cambio, en el país vasco-español se le reza diciendo que está (zaudena), del verbo “egon”: estar. Nuestro “Jaungoicoa” vasco-español está (dago) en los cielos; no se limita a ser, no es (da) en ellos. Y como la conocida expresión del juego del mus cuando se envida todo el resto al decir: “or dago”, quiere decir: “¡ahí está!”, solía yo decir que nuestro Dios, el de los vasco-españoles, es un Dios de órdago. El de los vasco-franceses es un Dios de “or da”, de “ahí es”. ¡Y no va poca diferencia!

Y el Dios que está y no meramente es, el Dios de estado y no de esencia, ocupa el espacio todo, está en todas partes y todo en cada parte; y si no es el espacio mismo objetivo o material, como quería aquel filósofo geómetra, es el espacio espiritual de las almas. Y basta de teologiquerías, que a más de un lector le sabrán a galimatías. Aunque de esos que llegan hasta a enfurecerse de que uno se preocupe de tales cosas —y tan cosas— no se debe hacer mucho caso. Aunque ladren y luego se pongan a aullar, porque acaban en gañir. “¡Cosas de ese hombre...!”, dirá acaso alguno de ellos. Y sí, cosas, cosas de este hombre que os las dice. Un hombre que tiene cosas es un hombre que tiene palabras sustanciales y estadizas, de las que se están y se quedan. Por lo cual quien tenga conciencia de estar diciendo algo de estado, estadizo, no debe acabar con el ritual “He dicho”, sino con un “¡Queda dicho!” Quedan dichas las cosas que se dicen, como dijo de su Historia Tucídides, “para siempre”.

“La cosa es que...”, solemos decir, y no es lo mismo que: “el caso es que...”, pues el caso es una caída, y la cosa es una causa. El caso se cae ; la cosa se tiene en pie. Y en cuanto al ser —o la esencia—, ¡qué peligros entraña! Enseñaba Hegel que el ser puro, el que no es más que ser, es la pura nada, y en este caso mental cayeron algunos de nuestros místicos. Muy cerca le anduvo San Juan de la Cruz, y mucho más cerca, aquel recio aragonés que fue Miguel de Molinos, el quietista. O acaso nihilista, o mejor nadismo. Y si alguna vez propuso el que esto os dice llamarle a esa doctrina “nadismo”, ¿no podríamos llamarle a lo que llaman nuestro realismo “cosismo”? Mas no; no vayan a decir que sigo en mis cosas. Y luego, ¡qué cerca se andan el nadismo y el cosismo! ¡Cómo se tocan y aun se compenetran! De un mismo manadero brotaron el nadismo de nuestra extrema mística y el cosismo de nuestra extrema picaresca: San Juan de la Cruz y Quevedo. Y luego, aquellas “cosillas sin peso ni tomo”, de que habló Santa Teresa.

“¡Cosas de España!”, solemos decir y dicen a las veces los extranjeros —sobre todo franceses— que nos estudian y conocen. Y las cosas de España suelen ser no pocas veces “châteaux en Espagne”. O sea castillos en el aire. Castillos que están, como Dios, en los cielos. Y en resolución, que cosas son palabras, pero palabras sustanciales que se están y no se las lleva el viento.

Y en tanto he vivido entrañadamente mientras he estado escribiendo esto, y aquí queda, aquí se está, por si el lector vive entrañadamente al leerlo. Así sea. O mejor: así esté. Y ojalá acertáramos todos a soñar en romance español las cosas de España. Sus seres y sus enseres y, sus estados.

viernes, 16 de febrero de 2018

Los amigos

Ahora (Madrid), 8 de febrero de 1935

Vengo publicando aquí, en estas mismas columnas de AHORA, Amigos míos, unas que intitulo “Cartas a los Amigos” y que lo son a sendos, a las veces supuestos Amigos, en quienes simbolizo a otros muchos. Con ello me evito el corresponder privadamente a quienes me preguntan algo, distrayéndome de mi menester público, —de publicista—, ya que, como decía un jesuita, el que se dedica al púlpito tiene que descuidar, si es que no abandonar, el confesonario. ¡Y, por otra parte, es tan enojoso tener que volver a repetir —para que lo entienda acaso uno del pelotón de los torpes— lo que se ha dicho cientos de veces y lo que tal vez puede el preguntón encontrarlo en cualquier manual o enciclopedia, en cualquier abrevadero de ciencia en extracto! Sí, yo padecí antaño de epistolomanía —y con esto correspondo a uno de los preguntones—; pero hoy ni me es posible. Hay que pensar las respuestas y ni me dejan tiempo de pensarlas. Como no haga uno lo que el político al por menor: decir primero la cosa y pensarla luego. O sea, apuntar después de haber disparado. Para que luego les ocurra lo que al apóstol Simón Pedro, que al oír la voz del gallo “se echó a llorar" (Marc., fin XIV).

Pero ahora me dirijo a los Amigos, desconocidos míos los más de ellos; a los Amigos, a los que formamos una tácita comunidad y comunión —sin comunión no hay comunidad—, que no secta, ni partido, ni unión de partidos; esas uniones que sólo sirven para desunir más, como todo lo que se produce desde fuera. Ni nos alistamos los Amigos, ni suscribimos programa alguno, ni aceptamos jefaturas. Ni nos preocupa el problema electoral de la representación proporcional. Ni aquello otro de minoritarios y mayoritarios por una parte y minimalistas y maximalistas por la otra. Todas estas estadísticas de la opinión tienen muy poco o apenas si tienen nada que ver con la conciencia pública civil. Que no es lo que se llama opinión pública. Y así, al leer yo últimamente que “ha cambiado el estado de la conciencia política” —española, se entiende—, y luego que hay que devolver a nuestra República “la sustancia y el estimulo del 14 de abril” y devolver al país la plena confianza que en ella tenía en dicho 14 de abril —palabras tomadas de un político sincero y leal—, sé al punto que en aquella fecha no había conciencia republicana ni anti-republicana en España, ni aquel movimiento mal llamado revolucionario tuvo sustancia alguna ideal ni el país confianza. Que la expectación —y hasta si se quiere esperanza— no es confianza sin más. No; nosotros, los Amigos —Amigos ahora de la República en cuanto Amigos de España—, no fiamos en partidos, ni en uniones de partidos, ni en proporcionalidades de sufragio, ni en jerarquías, ni en dogmas. Nos atenemos —¿no es así, Amigos míos?— a nuestra privada inspiración íntima —que es algo más que el libre examen— y al sentimiento de comunión y comunidad. De solitarios si se quiere.

Ya estoy oyendo lo que en silencio se dice uno de vosotros que conoce mis aficiones y preocupaciones y el curso de mis estudios, al ver esto de los Amigos —así, con mayúscula—, y lo de la privada inspiración íntima, y lo de la falta de jerarquía y de dogmas, y es: “Esto trasciende a los cuáqueros (“quakers”) o tembladores —de “quake”, temblar—, a aquellos inspirados, a menudo energúmenos o poseídos, pero pacíficos, apóstoles de la paz y de la absoluta franqueza, que se llamaron y se llaman aún a sí mismos los Amigos, “the Friends”. Y así es, Amigo mío. Esto trasciende a “the Friends”, a los Amigos, a los cuáqueros o tembladores, que, sobre todo desde Penn, tan honda huella han dejado, siendo tan pocos y tan recogidos, en la conciencia pública religiosa y civil de los pueblos anglosajones. Dejando aparte sus innegables extravagancias exteriores, Los Amigos, los cuáqueros, sabían adentrarse en la intimidad de la conciencia comunal pública e interpretarla. Y sabían —lo que vale mucho más— darse cuenta de la inconciencia civil pública. Y ojalá que entre nosotros, en nuestra España, los republicanos auténticos —¿no se dice así?— del 14 de abril supieran darse cuenta de la inconciencia política de lo más de nuestro pueblo y se aplicaran a curarla. ¿Cómo? ¿Con propaganda? ¿Con mítines? ¡Fío tan poco en ellos!

Un Amigo, un cuáquero, fue aquel John Bright, que tan hondo influyó en la política inglesa, llegando a ser ministro, aunque no adscrito a ningún partido. Su sinceridad, su lealtad, su franqueza fueron proverbiales. Nadie le ganó a decir las verdades que se dice que no deben decirse. Conservó la sustancia de aquella costumbre cuáquera de tutear a todo el mundo. Y es que no se cuidó de hacer partido ni de servir a clientela electoral alguna. Aunque hay en política algo más perturbador que la clientela de los afiliados.

Hay, sí, en política algo más perturbador que los afiliados, que la clientela de los partidarios, de los que van a buscar puestos, y es la clientela de espectáculo, la de aquel público que acude a las asambleas y mítines políticos como a una función de cine sonoro. Porque hay una política de cine y de radio. Falta, por tanto, de intimidad. Una política de campaña electoral a la mala norteamericana que puede llegar a producir el caudillo histriónico. Y de aquí mí creciente horror a tomar parte en mítines políticos. Últimamente me he rehusado hasta a dar conferencias. Las gentes del montón creen que una conferencia tiene más eficacia que un artículo —que uno de estos artículos—, que se lee a solas y sin teatralidad. Hasta hay quien cree que una palabra oída vale más que una palabra leída y afirmada por la firma de quien la escribe. Y no digamos nada del valor de la conversación intima. Y, sin embargo, esta acción recatada es acaso la más lenta, pero es la más profunda.

Hubo entre nosotros un varón señero que rehuyó esa acción espectacular, que no tomaba parte en mítines, que no habría aceptado para su obra ni el cine ni la radio y que dejó, sin embargo, en la conciencia civil de nuestro pueblo, en lo íntimo de la política y sin haberse adscrito a ningún partido, una profundísima marca. Este varón señero fue don Francisco Giner de los Ríos. Tenía mucho de los Amigos, pero de un Amigo español, castiza y clásicamente español, aunque haya necios que le diputen por un precursor de lo que llaman neciamente la anti-España. Que suele ser la intra-España.

Escribo esto como un acto de comunión. De comunión con muchos solitarios que sirven con su íntima acción cotidiana a despertar la conciencia civil de nuestro pueblo y que deploran la política de cine y radio. Sin poner por ello en duda ni la buena fe, ni la sinceridad, ni la lealtad de los otros que nos son también Amigos en el corriente sentido.

jueves, 15 de febrero de 2018

Intermedio lingüístico. Bajo, sobre y desde el barbarismo

Ahora (Madrid), 6 de febrero de 1935

No hace mucho ocupé aquí algo más de dos medias columnas con una consulta sobre si debe decirse y escribirse médula o medula que me dirigió un escritor sevillano. A mi respuesta le puse flecos y caireles. Ni era la primera vez que se me requería a semejante menester. Que no debo rehusar siempre. ¿Tengo derecho acaso a defraudar la curiosidad de mis lectores y la confianza que en me ponen? De ordinario, puedo remitirles a cualquier manual —muchas veces pedal— de gramática o de lexicografía, pero como presumo que a lo que vienen a mí es en busca de los flecos y caireles, es de mi deber satisfacerles. Y ahora se trata de un nuevo caso.

Desde Calahorra, en la Rioja, me escribe un don Angel Díez Oliván sometiéndome un punto muchas veces aclarado, y es si oficialmente es correcto decir “bajo el punto de vista” en vez de “desde el punto de vista”. La tertulia —encantadoras tertulias de casinos lugareños— calificó la frase de “bajo, etc.” de barbarismo. Mas he aquí que mi consultante lee en la prensa que don Santiago Alba emplea el giro igual al que como el contertulio calagurritano descalificado, y de aquí que el señor Díez Oliván se pregunte si “bajo el punto de vista” “es —copio su carta— un barbarismo como creí en un principio”. Vamos a ello y a qué es eso de “barbarismo”.

Aunque el presidente del Congreso de los Diputados no sea, por serlo, autoridad lingüística —ni siquiera es académico todavía—, es, sin embargo, un castellano de expresión muy propia, ceñida, correcta y castiza en nuestro romance, y si empleaba ese giro, es de creer que sabría por qué. Mas lo que presumo es que el reportero que le hizo emplearlo debió de traducirlo a su propio uso reporteril. Como no fuese que a don Santiago, por contagio, se le escapase uno de tantos barbarismos parlamentarios, algunos de feliz ocurrencia, y que acaban por prevalecer. Y por otra parte, el presidente de la Cámara, que habla desde lo alto de su poltrona y desde ella puede mirar hacia abajo a sus presididos, puede, con entera propiedad, decir “bajo mi punto de vista” ya que el suyo, su punto de vista, está —especialmente— por encima de los puntos de vista de los diputados.

Al que desde lo alto de una cumbre mira a lo hondo de un valle, le cabe decir que ve a éste “bajo su punto de vista”, como al que desde lo hondo del valle mira a lo alto de la cumbre le cabe a su vez decir que lo mira “sobre su punto de vista”. Y ambos dirán bien si dicen que lo ven “desde su punto de vista”. Que tan desde es el “bajo” como el “sobre”. No es el caso de otra expresión desatinada, y es la de decir: “bajo la base”. Con lo que quedamos en que lo de “bajo el punto de vista” podrá ser eso que las gramáticas y los diccionarios llaman barbarismo, pero no es, en ciertos casos, un contrasentido.

A propósito de esto de “bajo” o “desde”, conviene tener en cuenta —lo repito— que tan “desde” puede ser el “bajo” como el “sobre”. Como por otra parte lo mismo se puede ir —parlamentariamente sobre todo— desde la izquierda a la derecha que desde la derecha a la izquierda. ¡Qué estropicios exegéticos traen estas metáforas espaciales (no especiales)! En un breve ensayo que titulé: “La vertical de Le Dantec” (aquel ateo profesional y biólogo) y que figura en mi libro Contra esto y aquello —desgraciado título este segundo, el del libro, que me ha hecho aparecer como lo que no soy (yo me he forjado gran parte de mi leyenda negra)— me burlaba del ingenuo racionalista que suponía que hay líneas verticales de arriba abajo y otras de abajo arriba —las líneas—, que recuerda lo del higienista —catedrático, ¡claro!— que enseñaba en clase que las calles cuesta abajo son más higiénicas que las calles cuesta arriba… Cuando se sale uno de la geometría pura para meterse en esas impurezas fisiológicas de arriba y abajo, delante y detrás, derecha e izquierda, todo pensamiento se trastorna. Y se cae en lo de aquel que se preocupaba de si Madrid está más cerca de Barcelona que Barcelona lo está de Madrid. O si Levante es izquierda y Poniente derecha, o al revés. Acertijos encajados en la pereza mental política corriente, a la que tanto le cuesta elevar como bajar la mirada.

En latín, “altus, a, um” quiere decir alto o profundo, según de donde se mire. Para el que mira a una sima desde el borde cimero de ella, la sima es profunda, y para el que la mira desde el fondo de ella, es alta. En latín, en uno y otro caso, alta. Y nos queda en la expresión “alta mar”, que quiere decir “mar profunda”. Aunque la profundidad de una mar no aumente según nos alejamos de la costa, no siendo en primeros trechos. Y viniendo a metáforas, podemos decir que los pensamientos profundos son elevados; que el que ahonda se encumbra.

Y ahora, a lo de “barbarismo”. Que según el Diccionario manual (no muy de mano) e ilustrado (quiere decirse que con estampitas) de la lengua española de la “Real (perdón, lector republicano auténtico; la edición es de 1927) Academia Española” es: “vicio del lenguaje que consiste en pronunciar o escribir mal las palabras, o emplear vocablos impropios”. ¡A ver! ¿vicio? Vicio se le llama por aquí (Salamanca) al abono, y los barbarismos han abonado nuestro romance. ¿Vocablos impropios? ¿En qué consiste la propiedad? ¡Barbarismo! Los bárbaros sacaron del latín los romances como del viejo Imperio Latino hicieron el Sacro Romano Imperio; los bárbaros cristianizados hicieron las lenguas vulgares. Los mismos hispano-romanos eran, en rigor, unos bárbaros. Los bárbaros, analfabetos o iletrados, re-crearon nuestros idiomas al cobrar conciencia de ellos, que es más que cobrar simple conocimiento; que es, además, tener de ellos sentimiento, de los idiomas en que se siente y se piensa. Y así el que con plena conciencia de lo que quiere decir “bajo el punto de vista”, empleara este giro desde su punto de oído, lo emplearía con perfecta propiedad. Y sin hacer caso a como hablen las autoridades. Por lo cual me permito recomendar a los de la tertulia de Calahorra y a los de otras por el estilo, que se esfuercen por cobrar, no ya conocimiento, sino sentimiento —y consentimiento— de su lengua madre —madre de su pensamiento— y lo antepongan al uso de los que están sobre ellos así como al de los que están bajo ellos. Y piensen que el pueblo bajo puede mirar hacia arriba y acertar en propiedad. Y que en rigor hay iletrados más entrañadamente cultos que los llamados cultos, que aquellos de que tan desaforadamente se burló Quevedo, el más grande zahondador y desentrañador de nuestro bárbaro romance castellano. Y basta por hoy, pues he de tener que volver a esta mi tarea —tarea política también— de hacer pensar a mis compatriotas en conciente y entrañado romance castellano.

Y, por fin, gracias a don Angel Díez Oliván y a sus contertulios de Calahorra por haberme dado ocasión de escribir un artículo sin paradojas —digo: me parece...—, como las llaman los que no saben lo que quiere decir paradoja. Es que lo he escrito bajo mi punto de vista y de oído lingüísticos, el de que hay que abonar con vicio el romance maleado por los cultismos, ya que contra maleza, abono. Hasta parlamentario. Y ahora a conmoverme con otras cosas, después de haber aflojado la cuerda de la ballesta. Ya la templaré tensa para que entone.


Santiago Alba publicó el 8 de febrero esta contestación a Unamuno:

De don Santiago Alba a don Miguel de Unamuno

6 febrero 1935.
Excmo. señor don Miguel de Unamuno.
Mi querido y admirado don Miguel:

Acabo de saborear su delicioso “Intermedio lingüístico” en AHORA de ahora. Y no resisto a la tentación de dialogar en público con usted. Desde nuestras inolvidables charlas en París, cuando usted, al final de un almuerzo, me regalaba con el postre de sus maravillosos sonetos, apenas si mi espíritu ha podido alguna vez disfrutar de cerca su amena y aleccionadora literatura. Sea bien venida.

Es usted conmigo, una vez más, muy benévolo en su juicio. Pero me ofrece, generoso y hábil, disculpas para un pecado que yo jamás he cometido. No, yo no he dicho nunca, ni en los escaños rojos, ni desde el sillón presidencial, “bajo el punto de vista”, como me atribuye su comunicante de Calahorra. No tiene mérito alguno mi limpieza habitual de lenguaje. Yo hablo como hablan el castellano en Salamanca y en Zamora, en las ciudades y en las aldeas, los profesores y los campesinos. Es un instinto, más que una lección recitada.

Ha adivinado usted el origen de la equivocación que se discute. Echémosle la culpa a los reporteros —esta vez con razón—, a quienes usted alude. Gente moza, culta y simpática, Pero que a veces, por acabar pronto, no repara en la fidelidad de la referencia. Ahora, insistentemente, se empeña en repetir a troche y moche el vocablo “sugerencia”, y lo pone también en mis labios y lo coloca, un día y otro día, en las informaciones de Cámara. Por si acaso surge en la Rioja o en la Mancha otro académico espontáneo, conste desde ahora que tampoco he dicho nunca “sugerencia”. Y que desde esta “poltrona” ―para la que usted tiene una benevolencia tan noble— he proclamado mi aversión al terminillo. Pero... ¡ni por esas! Sigue la sugerencia circulando, día y otro día, de un lado para otro. ¡Ayúdeme usted ahora a exterminarla!

Conste de nuevo mi gratitud para usted. Salvo todos mis respetos a la Academia Española. Pero lo que usted escribe respecto a mi humilde prosa vale tanto para mí como un diploma de aquélla.

A su mandar, mi querido y respetado don Miguel. Siga fuerte y optimista deambulando por esa carretera de Zamora, que evocábamos con melancolía marchando juntos por la avenida de los Campos Elíseos o la ruta de Versalles. Le estrecho las manos con profunda e invariable devoción.

miércoles, 14 de febrero de 2018

De Don Miguel de Unamuno sobre Ramón de Basterra

El Sol (Madrid), 30 de enero de 1935

Sr. D. Pedro Mourlane Michelena.

En efecto, mi querido amigo. Como dice usted en las columnas dedicadas en EL SOL de ayer ―hoy, 28-1― dedicadas a nuestro Ramón de Basterra, la carta que me pedía que contribuyese a tal homenaje ―contribución para mí obligatoria― llegó a mi poder tan tarde, que no habría podido sino a lo más enviarle cuatro líneas telefónicas y mal improvisadas. De nuestro Basterra, del Basterra de nuestra Bilbao de España, debería hablar con sosegada emoción.

Leí con agradecimiento ―¡así!― cuanto usted y los otros cinco dijeron de nuestro poeta. Poeta, es decir, creador. Y creador ―o recreador, que es lo mismo― de lengua. Forjador, como nuestros antiguos ferrones, de un idioma vascocastellano tan acerado como flexible. Un idioma poético ―creativo― con que nuestro pueblo sacará a luz entrañas que no habría podido sacar con nuestro milenario vascuence de abolengo. Hemos conquistado el romance castellano; pero lo hemos conquistado no para nosotros, sino para los españoles todos. Quiero decir para todos los que hablan este idioma imperial, incluso los filipinos del último canto de Rizal, esos filipinos a quienes ganó para la civilización universal nuestro Miguel López de Legazpi.

Luchó Basterra amorosamente ―hasta con furia de amor― con este maravilloso idioma romance, en lucha en que las discordancias se hacen concordancias vizcaínas. Hay acaso secretos en el romance castellano que nosotros, los vascos, podemos descubrir mejor que los castellanos mismos. Secretos cantábricos y pirenaicos.

No soy yo, amigo Mourlane, quien debería escudriñar todo lo que el espíritu vasco ha dado y sigue en dar a nuestro común idioma universal castellano ―escrúpulos de pudor y hasta de lo que de modestia me quede me lo vedarían―; pero aun así y todo, lo haré algún día. Y no se trata ya de aquel puro, sencillo, clarísimo y trasparente castellano de nuestro Trueba ―las Encartaciones de Vizcaya en que él mamó su lengua es una de las comarcas en que mejor se ha hablado siempre la lengua española―, del Trueba de la “honrada poesía vascongada”, que dijo, no sin dejo socarrón, D. Marcelino; se trata de otro nuevo castellano, del de nuestra Bilbao, de nuestra milagrosa Bilbao, de la Bilbao que le dio a Basterra, como me ha dado a mí, lo mejor de nuestro empuje creativo. Al pie de una vieja ferrería vizcaína habría que entonar las aceradas estrofas de Basterra, de hierro vizcaíno, largo ya en obras de palabra.

Aun me queda que decir. Siempre queda.

Y en tanto, en memoria de aquel poeta de cuyos íntimos dolores nos condolimos, le envía un abrazo, Miguel de Unamuno.