Ahora (Madrid), 2 de enero de 1935
Me iba el último día de nochebuena por esas benditas calles madrileñas del Dios de España a cosechar impresiones y expresiones —para dártelas, lector— a contemplar cómo se pasa la vida voceando. Porque ese día, y sobre todo su noche suele serlo de vocerío. Aunque no como en mis tiempos de mocedad universitaria, hace ya más de cincuenta años, cuando por la noche entrábamos y salíamos por los cafés, en largas filas —y los mayores— metiendo ruido con toda clase de improvisados instrumentos domésticos de percusión. Era, como solía ser en Carnavales, una protesta contra la música. Luego ha venido el “jaz-band” y otros ruidos de negros —aun siendo blancos— más o menos... cubistas.
Fui a dar a la Plaza de Santa Cruz, tan típicamente madrileña y provinciana, del Madrid provinciano, sucesor del lugarón manchego, del Madrid que nunca tuvo mucho de cortesano. Fue por el contrario la Corte la que llegó a tener no poco de provinciana, y aun de lugareña. En esa Plaza de Santa Cruz se me ofreció todo el pueblo como un niño. Como un niño bonachón y bullanguero. Chicos y grandes rondaban a los Nacimientos, con sus pastorcitos y pastorcitas, con sus estrellas y cometas de papel. Y por allí, musgo y pedazos do corteza de alcornoque. Y zambombas y tamborcitos y todo género de instrumentos de ruido para espantar a los malos espíritus del pesimismo y de eso otro que han dado en llamar derrotismo y que no saben hablar si no de crisis. Y por allí los paveros ofreciendo sus pavos. Sólo que en medio de este ambiente de sana alegría provinciana y casi campesina, manchega, un sujeto que se me acerca y me ofrece casi al oído... ¡bicarbonato! Soy uno de los pocos españoles de profesiones liberales de hoy —burgueses, vamos al decir— que jamás lo he tomado, pero comprendí luego que lo que me ofrecía era otra cosa. Me dio pena la oferta. ¿Quién en aquel ambiente, junto a aquellos Nacimientos, podía pensar en eso que el matutero de malas drogas llamaba bicarbonato?
Me detuve ahí, bajo los soportales que de Santa Cruz van a la Plaza Mayor, a la entrada de la calle de la Fresa. Una triste calleja, solitaria en medio del barullo, y por la que no pasan vehículos ni alteran su sosiego las bocinas. Y es que en medio de ella se alza un farol protector. Ese farol defiende la tranquilidad de la calle de la Fresa, en que pueden jugar impunemente los niños. La calle apunta al Ministerio de Estado. Y me detuve a cavilar qué misteriosa relación simbólica puede haber entre la calle sosegada de la Fresa, señalando con su solitario farol protector al Ministerio de Estado de España y el menester internacional de éste. Y como no di con tal relación, seguí costeando la plaza Mayor, de una cortesanía tan provinciana, hacia la calle de Toledo. Y luego me encontré en la calle... Perial. ¡Así! Es que le habían quitado el Im..., inicial, y acaso los mismos que le descabezaron al caballo de la estatua ecuestre del rey —¡perdón, ex rey!— Felipe IV que se alza en medio de la plaza Mayor. Fui cavilando en ese im de imperial y de imperio y tampoco se me ocurrió nada. Y bajé a la calle de Toledo, hacia San Isidro donde era el término de mi correría y tenía mi quehacer. No en la Cátedral, sino en el Instituto.
Entré en la Catedral un momento. Típico templo jesuítico. No sé que ningún otro templo de los de la Compañía de Jesús haya pasado a ser catedral en España. Lo que más me llama la atención en la catedral matritense son todos aquellos balconcitos cerrados, todo lo que le hace más que un templo una especie de salón barroco para reuniones de la buena sociedad del Corazón de Jesús, de la buena sociedad burguesa y ...perial. Y me acordé allí dentro de cómo un domingo de Ramos un pobre cura loco mató de un tiro al obispo de Madrid cuando éste estaba bendiciendo y repartiendo palmas. Síntoma de sordas luchas intestinas de la Iglesia, y de algo como un preanuncio del soviet del proletariado eclesiástico. Y este estallido del proletariado del clero estalló precisamente en la creo que única catedral de tradición jesuítica. Y una catedral dedicada a San Isidro, el santo campesino, rural, labrador, el santo, por ende, menos jesuítico. Y me puse a pensar que así como hay en América —en Guatemala por lo menos— indígenas que adoran a dos dioses: al Dios Cruz, a Cristo, a quien adoran en poblado, en vida urbana, y al Dios propio, precolombino ―Tsultacá le llaman en cierta tribu guatemalteca— al que adoran en el campo, en los montes, fuera de lugares más o menos urbanizados, así hay aquí, entre los indígenas rurales y campesinos de España un Cristo propio, un Cristo campesino y rural, que fue seguramente el de San Isidro labrador, un Cristo en Cruz, agonizante, sangriento y desangrado, un Cristo laico, popular y luego de introducción reciente, para los salones de reunión de la buena sociedad pequeño-burguesa y aun pseudo-aristocrática otro Cristo, de origen francés y ...perial, borbónico: el del Sagrado Corazón, ya sin sangre. Cierto es que en iglesiucas de aldea se encuentra muchas veces una estatuilla de este segundo y reciente Cristo, y aun algún cromo, pero resulta algo pegadizo. O como lo que hace unos años encontró un amigo mío en una ermita de una ranchería de indios guaraníes, y fue un cromo de “La Lidia” representando a Mazzantini en traje de luces. ¿Qué podía representar, y con aquel traje, sino un santo? “Santos” se les llama vulgarmente a todas las estampas.
Y pensando en los dos Cristos, el popular, rural, tradicional e indígena, y el otro, el urbano, advenedizo y alienígena, me salí de la catedral matritense —no madrileña— con el recuerdo del episcopicidio, y fui al Instituto contiguo a la catedral, en el que tenía menester que cumplir. San Francisco de Borja y doña Leonor de Mascareñas fundaron en 1560 un colegio popular, gratuito, regido por jesuitas; en 1581 la Emperatriz doña Ana de Austria, hermana de Felipe II, dotó unas becas para ese Colegio, y en 1625 Felipe IV, por decreto, lo hizo Colegio Imperial —Reales Estudios— para la nobleza, ya no popular. Al disolver la Compañía Carlos III, el Colegio pasó a ser laico, pero más adelante volvieron a él en cierto modo los jesuitas. Y al fin del primer tercio del pasado siglo XIX, cuando la matanza, ya legendaria, de los frailes, las turbas endemoniadas asaltaron el Colegio Imperial y asesinaron en él a algunos jesuitas. Hoy el antiguo Colegio, hoy Instituto nacional, no es ni ...perial siquiera. Y muy en el fondo de esta historia, a ratos trágica, se ve a los dos Cristos, al indígena y nacional y al advenedizo e imperial, al de la llaga sangrienta y al del corazón sin sangre; al rural y al urbano, al rojo y gualdo y al azul y blanco.
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