Ahora (Madrid), 9 de enero de 1935
Pero, hombre de Dios, ¿todavía le anda usted dando vueltas a eso de si los que llama intelectuales deben o no intervenir en política? Ahora, que al decir intelectuales quiere usted decir literatos. En el más alto y noble sentido de este epíteto, por supuesto. Y a ello he de contestarle que lo mejor acaso de toda literatura nacional ha sido literatura política y que lo mejor acaso de toda política ha sido literaria. No letrada, porque esto de letrado huele a abogacía. Y aunque la abogacía sea cosa de forma, formal, es de muy otra forma que la literaria.
El político de abogacía aboga por una política que podríamos llamar procesal. No suele entrar en ningún problema concreto. Los deja para los llamados técnicos, y no sé si con esto hace bien o hace mal, ¡porque los tales técnicos!... ¿No ha oído usted más de una vez a algunos de esos políticos procesales empezar un alegato diciendo: “No entro en la cuestión de fondo...”? Se atienen a la cuestión de forma. Pero la forma es fondo, y eso que llaman cuestión de fondo suele serlo de forma. Pero de otra forma que la cultivada —y a menudo muy bien cultivada— por esos políticos procesales, abogadescos. Es una forma que podríamos llamar sustancial. Forma sustancial del cuerpo llamaban los escolásticos al alma. Y la forma sustancial es espíritu, es soplo, es verbo. Y es... tono.
Aquí es, amigo mío, donde está el oficio del literato, del verdadero literato —poeta en estricto sentido, creador de formas—, que se siente llamado —es una vocación— a intervenir en política; el oficio de darla tono. O entono. El oficio de entonar la política, tan desentonada hoy y aquí entre nosotros. No es que debata de ella sin ton ni son —aunque con tonillo y sonsonete insoportables—; es que ha perdido toda dignidad tonal. O tonalidad digna. Y con el entono ha perdido el tino. Pues desentonar es desatinar. Puestas en tono digno, noble, las más contrapuestas doctrinas acaban por armonizarse y concordarse.
Para la eficacia del tono, para su elevación y hondura, nada vale más que tener la vocación de expresarse digna y adecuadamente. Hace poco leí en la autobiografía de Henry Adams —un libro norteamericano henchido de finuras— esta sentencia: “El hábito de la expresión lleva a la rebusca de algo que expresar; algo que queda como un residuo del lugar común mismo si se borra todo lugar común de la expresión.”
Y al punto me acordé de un muy conocido político actual de quien yo solía elogiar en las Constituyentes el cuidado que ponía en expresarse de un modo ceñido y elegante, con correcta precisión. “Pero si apenas dice nada...”, me objetaban. “El que se esfuerza en decir bien acaba siempre diciendo mucho, aunque sea en poco”, replicaba yo. Otra vez me dijeron: “Pero ¡es tan redicho!; se oye al hablar.” Y yo: “El que se oye al hablar es que tiene respeto a sus oyentes.” ¿O es que vamos a preferir a esos parla-a-puñados —así los llaman en Palencia— que sólo fían en el desentono, en las estridencias? ¡La forma, el entono, la dignidad verbal! Y aquí he de recordarle que cuando al poeta Mallarmé le hablaban de las ideas para los versos replicaba: “Los versos se hacen con palabras.” Verdad es que las palabras son ideas, esto es, visiones. Y más que visiones, sones vivos.
Recorra usted, amigo mío, la historia política de las naciones y dígame si los más grandes actos —actos quiere decir palabras, discursos— políticos de los más grandes caudillos de los pueblos no han sido piezas literarias, poéticas. Ahora me vienen a las mientes dos: el discurso que Tucídides pone en boca de Pericles en su oración —y que lo es— fúnebre por los muertos en Platea, y la brevísima oración —fúnebre también—- que Abraham Lincoln leyó en el campo de batalla de Getysburg en la guerra de secesión norteamericana. No ha llegado la lengua inglesa a tal pureza, elevación, hondura y sencillez expresivas. Son dos oraciones que entonan el destino civil de un pueblo.
Y ahora: ¿si debe usted intervenir en política? ¡Desde luego! ¿Con qué ideas? En esto, vertiendo algo lo de Mallarmé, le he de decir que la política, la educación civil de un pueblo —que no es otra cosa la política— no se hace con ideas, sino con palabras, en el más hondo y entrañado sentido de la palabra. Busque usted la expresión digna y encontrará el sentido profundo.
¡Y qué falta nos está haciendo aquí esto, en esta terrible avenida de chabacanería, que no se sabe por qué extremo es mayor! ¿Hay nada más bárbaro que la grosería del señorito “decente” —ya sabe usted lo que ahora quiere decir “decencia”— que se pone a gritar la religión, la patria, el orden, la tradición, la propiedad, la familia y todos sus demás lugares comunes con unos gritos que huelen a lugar común? En Francia ha solido haber panfletarios —libelistas— de extrema derecha y de extrema izquierda con ingenio cáustico y una cierta poética desenvoltura; pero ¿aquí? ¿Aquí? La zorra decente es tan indecente —en el recto sentido— como la otra. Y en cuanto a aullidos, no son los peores los de los lobos; son peores los aullidos de las zorras, que también se suelen poner a aullar, aunque no lo parezca.
Me acuerdo de los tiempos de los faroleros y de los memorialistas, cuando se preparaba la que se llamó Restauración, la de los señoritos castizos. Empezaba yo entonces mi educación civil. Y le digo a usted que ahora, en este tiempo de luz eléctrica, de máquinas de escribir y de muchos menos analfabetos; en este tiempo, en que se anuncia la Renovación de la raza —su día, el 12 de octubre, con inundación de ramplonería—; en este nuestro tiempo, el desentono es tal, que le dan a uno ganas de quedarse sordo. Y luego, ¡nuestra pobre madre lengua, nuestro noble y digno romance castellano, en lenguas de esas bocas desbocadas! Que manejen la porra o el garrote, pero ¡que se callen! ¡Que se callen!
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