Ahora (Madrid), 9 de abril de 1935
En una de las muchas veces que me visitó aquí, en Salamanca, el gran poeta portugués Guerra Junqueiro —era de la frontera y en ella tenía una finca— venía de Madrid, donde había estado con su gran amigo don Nicolás Salmerón. “Está muy fuerte, muy animoso, muy entero —me dijo—; pero ¿ha conocido usted un hombre que junte a una más grande inteligencia una más absoluta incomprensión del arte? Divide los poetas en republicanos y monárquicos. Me quiso convencer de que Quintana fue el más grande poeta español del siglo XIX; me hizo leer la oda a la vacuna y, ¡es claro!, quedé vacunado de Quintana. Aquello es elocuencia rimada, abogacía; pero poesía, ¡no!” ¡Y había que oírle el tono y el timbre con que pronunciaba lo de “abogacía”!, que era en sus labios el término más despectivo. Era el sentimiento de que la abogacía —que no es sólo cosa de abogados ni siempre de ellos—y la poesía se repelen entre sí. Don Ángel Ossorio me entiende en qué sentido, él, que tanto gusta de ambas actividades. O pasividades.
¡Cuántas veces he recordado aquella conversación con Junqueiro! Y la he citado. Pero ahora me vuelve a cada paso a la memoria en esta desquiciada mentalidad revolucionaria —y contra-revolucionaria— española. Dementalidad más bien. Porque hoy ya tenemos poetas no monárquicos y republicanos, revolucionarios y reaccionarios, sino de cada partido; poeta fulanista, o zutanista, o menganista, o perencejista... Y en cuanto un artista, mejor o peor como tal, se produce en una obra de arte —sea, por ejemplo, una comedia— como no esperaban los de su bando, si el poeta es, como hombre político, de un bando cualquiera, ya están sus copartidarios y sus contrarios devanando el hilo en que ensartan el rosario de sus tonterías. Y dando con ello argumento a aquel comediógrafo o a otro cualquiera. Que si es un tránsfuga, que si un converso, que si no hay que fiarse de tales cambios, que qué es lo que busca, que si es despecho...
Una vez tuvo Pío Baroja la condescendencia —o debilidad— de acudir al Ateneo de Madrid a aguantar un interrogatorio de eso que llamaban crítica de masas. ¡Qué crítica y qué masa! O mejor: ¡qué voceros macizos! Porque la masa se callaba, ya que su lenguaje no es articulado. Estaba yo presente, y alguno de aquellos macizos señoritos del comimismo intentó meterse conmigo, que, por supuesto, me callaba como la masa. Escena de un cómico subido. Y al salir, uno de aquellos cuitados energúmenos —energúmenos fingidos, por supuesto— me decía: “¡A lo que no hay derecho es a sacar en una novela o en una comedia un comunista que no entiende de comunismo!” Y yo a él: “¿Y por qué no si el novelista o el comediógrafo quiere presentar el tipo medio del comunista, y éste no entiende de comunismo, como le pasa a usted?” Claro está que esto se aplica a cualquier otro acabado en ...ista. No le pude hacer entender que el artista no tiene por qué tomar sus personajes para predicar por ellos —por boca de ganso— una u otra doctrina o lo que sea. El pobre mozo es de esos que hablan de arte proletario y otros infundios así. Como “arte sano” o de “buena Prensa”. Pero acabó por darse a medio partido —aquel a que pertenece es ya menos que medio— y me dijo: “Bueno, lo de usted es escepticismo, pesimismo y, sobre todo, afán de paradojas y ganas de tenemos a los demás por mentecatos, o sea orgullo.” Y me callé como la masa.
Y ahora digo que si el teatro ha de ser tan sólo un reflejo de la realidad de la vida —que no es mi opinión— y se quiere reflejar en él la realidad de la vida política española actual, le conviene al autor cómico presentar en escena representantes de unos y otros partidos —anarquistas, comunistas, fajistas, derechistas, izquierdistas, centristas, monárquicos, republicanos (auténticos o de contrabando), clericales, laicistas, etc., etc.— que expongan cada uno, en defensa de su programa o credo (no creencia) y en ataque al de los adversarios, las respectivas mentecatadas y vaciedades que, en realidad, suelen exponer. Porque a todos o casi todos los del término medio, los de disciplina, les une en la lucha un común denominador: la mentecatez. Y que hablen de orgullo. O de insolencia.
La decadencia mental del hombre de término medio —en política sobre todo—es hoy en España espantosa. Las veces que he recordado aquel tremendo pasaje de Gustavo Flaubert —soberano artista y estupendo psicólogo— cuando en su Bouvard y Pécuchet nos dice de estos dos trágicos peleles: “Entonces una facultad lamentable se les desarrolló en el espíritu: la de ver la necedad y no poder tolerarla.” El texto francés dice “bêtise”, que acaso estaría mejor majadería o estupidez. Aunque estos términos despectivos suelen ser, en realidad, intraductibles. Como el ¡“abogacía”! de Junqueiro.
¿Es la pasión política lo que ha entontecido a todos esos cuitados? ¿Pasión? Según a lo que se le llame así. ¿Y política? Sigue el según. Como no cabe llamar pasión deportiva a la de los espectadores de un deporte incapaces de ejercerlo ellos. Mirones y no más. Y en otros la pasión, la supuesta pasión política, es la de los que en la política ven el medio de apostarse. Porque… ¡hay que vivir! Pasión ésta, verdadera pasión, aun respetable y digna. Mas hay otra, y es la de los que toman partido —uno u otro— por resentimiento. Ex fracasados o más bien ex futuros fracasados. Es decir, que no han llegado a fracasar por no dejarles entrar en acción el miedo al futuro fracaso, previsto y temido, y quedarse en la pasión. Pasión de resentido nativo, temperamental, trístisima especie, tan abundante entre nosotros. Y con raigambre patológica de excreciones, que no secreciones, espirituales internas. Reúma del alma que lleva hasta la perlesía anímica. ¡Da pena! ¡Qué colocación!
Y..., pero vale más no seguir por este camino, ¡que suele ser tan desconsoladora la verdad y tan difícil hallar consuelo en el engaño! Basta, pues, de bisturí en el tumor y... ¡a releer a Quevedo!
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