Ahora (Madrid), 13 de febrero de 1935
Remedando, sin saberlo, a aquel inmortal maestro de escuela de la novela Tiempos difíciles (“Hard times”), del inmortal Carlos Dickens, maestro que repetía: “Hechos, hechos, hechos”, conocí un sujeto a quien no se le caía de los labios esta sentencia: “Cosas, cosas, cosas y no palabras.” Como si las palabras no fuesen cosas. Y como ahora, por otra parte, me encuentro con sujetos objetivos a quienes parece molestarles la palabra cosa, y como si no fuese más que una muletilla o un ripio, conviene recapacitar para sentir qué cosa haya dentro de la palabra cosa. Que equivale, sin duda, a lo que los filósofos escolásticos llamaron “ens”, o sea ente, vocablo que ha tomado entre nosotros un sentido vulgar bastante ridículo. Decir de uno que es un ente no es, de cierto, calificarle honrosamente. Y es que, en efecto, un ente es casi nada. Tan poco es como un ser. ¿Hay nada más vacío que esto de ser? Que lo es propiamente existir. En rigor podría suprimirse, sin grave perjuicio y tal vez con alguna ventaja, el verbo ser de nuestro lenguaje. Estorba más que el tan calumniado que. El verbo sustantivo resulta más adjetivo que el pronombre relativo. ¡Y no digamos nada de la esencia! Sobre todo desde que se habla de las esencias republicanas y de las monárquicas. Las esencias han de quedarse para la perfumería, como las especies —especias—para la especiería.
Alguna vez hemos leído: “las cosas y los seres”, queriendo decir lo inanimado y lo animado, como si las cosas no fuesen seres. Y otra vez: “los seres y los enseres”. Siempre huyendo de la cosa. Vengamos, pues, a ella.
Empecemos por Dios, la cosa de las cosas, “causa causarum”, que decían los escolásticos. Definirle es finarle; pero el viejo y venerable catecismo del P. Astete, S. J., que nos hacían en la España castellana y del Norte, intentaba definirlo —para los niños— diciendo que “Dios es una cosa lo más excelente que se puede decir ni pensar...” y lo que se sigue. Parece que después los jesuitas han hecho quitar lo de cosa, y han hecho mal. Acaso les ha parecido expresión sobrado popular. Y es, sin embargo, el verdadero y castizo romanceamiento del “ens realissimum”. ¿Le íbamos a llamar ente? ¿O ser? ¿El Ser Supremo? Esto no sabe a nada y huele a pedantería. No; Dios es cosa, y es cosa que no meramente es, lo que no es ser nada, sino que está. Hamlet, el irresoluto dudador, decía: “Ser o no ser” (to be or not to be), pero quien se está a lo que está no duda y se resuelve. Y Dios, nuestro Dios, el Dios Cosa, está y no meramente es. Es un Dios de estado divino y no de esencia divina.
Profunda distinción la que en castellano establecemos entre ser y estar; desconocida al francés. “Es enfermo” —il est maladif—, junto a “está enfermo”—il est malade. O: “Es borracho” —il est ivrogne—, frente a “está borracho” —il est ivre—. Cierto que nuestro verbo “ser”, del latín “sedere” —no de “esse”, sino en ciertas formas—, significa originariamente estar sentado; mas tiene un matiz que lo distingue de estar. “Seer” (sedere) es más bien asentarse y casi yacer, mientras que “estar” nos sugiere estar de pie. Aunque se puede y se suele estar echado. Mas nuestro Dios popular, la cosa del catecismo del P. Astete, S. J., es nuestro Padre, que está —no que es—en los cielos. Veámoslo.
De las oraciones han surgido los dogmas religiosos. Y la oración cardinal y radical del cristianismo evangélico es la que enseñó a sus discípulos el mismo Jesús, el Padrenuestro. En su original griego evangélico empieza, traducida al pie de la letra, así: “Padre nuestro, el en los cielos...” No hay verbo alguno, ni ser ni otro. Mas al traducirlo al latín de la Iglesia Católica se dijo: “Pater noster, qui es in caelis...”, esto es: “Padre nuestro, que eres en los cielos...”, y así dice en francés: “qui es”. Mas al venir al castellano se dijo: “Padre nuestro, que estás en los cielos...” Nuestro Padre celestial español está, y está de pie como nuestro Cristo popular está agonizando de pie, en la cruz, Y es curioso lo que pasa en el país vasco. En la iglesia parroquial de Hendaya podíamos leer, a los dos lados del altar mayor, la oración dominical, a un lado en francés y al otro en vascuence o eusquera. Y en la versión eusquérica dice de “Nuestro Padre (Aita guria) que es en los cielos”: zeruetan zarena, del verbo “izan”: ser. En cambio, en el país vasco-español se le reza diciendo que está (zaudena), del verbo “egon”: estar. Nuestro “Jaungoicoa” vasco-español está (dago) en los cielos; no se limita a ser, no es (da) en ellos. Y como la conocida expresión del juego del mus cuando se envida todo el resto al decir: “or dago”, quiere decir: “¡ahí está!”, solía yo decir que nuestro Dios, el de los vasco-españoles, es un Dios de órdago. El de los vasco-franceses es un Dios de “or da”, de “ahí es”. ¡Y no va poca diferencia!
Y el Dios que está y no meramente es, el Dios de estado y no de esencia, ocupa el espacio todo, está en todas partes y todo en cada parte; y si no es el espacio mismo objetivo o material, como quería aquel filósofo geómetra, es el espacio espiritual de las almas. Y basta de teologiquerías, que a más de un lector le sabrán a galimatías. Aunque de esos que llegan hasta a enfurecerse de que uno se preocupe de tales cosas —y tan cosas— no se debe hacer mucho caso. Aunque ladren y luego se pongan a aullar, porque acaban en gañir. “¡Cosas de ese hombre...!”, dirá acaso alguno de ellos. Y sí, cosas, cosas de este hombre que os las dice. Un hombre que tiene cosas es un hombre que tiene palabras sustanciales y estadizas, de las que se están y se quedan. Por lo cual quien tenga conciencia de estar diciendo algo de estado, estadizo, no debe acabar con el ritual “He dicho”, sino con un “¡Queda dicho!” Quedan dichas las cosas que se dicen, como dijo de su Historia Tucídides, “para siempre”.
“La cosa es que...”, solemos decir, y no es lo mismo que: “el caso es que...”, pues el caso es una caída, y la cosa es una causa. El caso se cae ; la cosa se tiene en pie. Y en cuanto al ser —o la esencia—, ¡qué peligros entraña! Enseñaba Hegel que el ser puro, el que no es más que ser, es la pura nada, y en este caso mental cayeron algunos de nuestros místicos. Muy cerca le anduvo San Juan de la Cruz, y mucho más cerca, aquel recio aragonés que fue Miguel de Molinos, el quietista. O acaso nihilista, o mejor nadismo. Y si alguna vez propuso el que esto os dice llamarle a esa doctrina “nadismo”, ¿no podríamos llamarle a lo que llaman nuestro realismo “cosismo”? Mas no; no vayan a decir que sigo en mis cosas. Y luego, ¡qué cerca se andan el nadismo y el cosismo! ¡Cómo se tocan y aun se compenetran! De un mismo manadero brotaron el nadismo de nuestra extrema mística y el cosismo de nuestra extrema picaresca: San Juan de la Cruz y Quevedo. Y luego, aquellas “cosillas sin peso ni tomo”, de que habló Santa Teresa.
“¡Cosas de España!”, solemos decir y dicen a las veces los extranjeros —sobre todo franceses— que nos estudian y conocen. Y las cosas de España suelen ser no pocas veces “châteaux en Espagne”. O sea castillos en el aire. Castillos que están, como Dios, en los cielos. Y en resolución, que cosas son palabras, pero palabras sustanciales que se están y no se las lleva el viento.
Y en tanto he vivido entrañadamente mientras he estado escribiendo esto, y aquí queda, aquí se está, por si el lector vive entrañadamente al leerlo. Así sea. O mejor: así esté. Y ojalá acertáramos todos a soñar en romance español las cosas de España. Sus seres y sus enseres y, sus estados.
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