domingo, 4 de febrero de 2018

El cuarto aniversario de la fundación de “Ahora”―Palabras de Don Miguel de Unamuno en la fiesta anual de Ahora

Ahora (Madrid), 25 de diciembre de 1934

Es ya costumbre establecida en nuestra Casa —y aspiramos a que, andando el tiempo, se convierta en tradición— que una vez todos los años, coincidiendo con el aniversario de la publicación del primer número de nuestro periódico, se reúnan en una fiesta íntima, invitados por el director-propietario de AHORA, cuantos forman la Redacción y el cuerpo de colaboradores del periódico, así como los jefes de las secciones administrativas e industriales de la Empresa. Es una fiesta exclusivamente nuestra, que, no obstante su carácter íntimo, adquiere de año en año mayor brillantez, indicio claro de la pujante expansión de nuestro periódico y de la suma de personalidades que en él concurren. Unos ciento cincuenta redactores y colaboradores de AHORA se sentaron a la mesa el domingo en el Hotel Nacional bajo la presidencia de nuestro querido director, don Luis Montiel, que tenía a derecha e izquierda a don Miguel de Unamuno y Azorín.

A los postres pronunció unas breves palabras nuestro distinguido colaborador don Mariano Marfil sobre la significación ponderada e imparcial de AHORA, y don Miguel de Unamuno regaló a los comensales con una de sus más felices y jugosas disertaciones. En el tono menor de una charla íntima, el maestro Unamuno dijo algo sobre el tono y la decencia de la vida española que debe ser divulgado. A continuación reproducimos las palabras de nuestro insigne colaborador.

Le contestó en breves frases el subdirector de AHORA, don Manuel Chaves Nogales, que señaló la parte que en el mejoramiento intelectual y espiritual de la opinión pública podía caber a nuestro periódico.

Finalmente, don Luis Montiel, director-propietario de AHORA, dio las gracias a todos por el esfuerzo puesto por cada uno en la obra común y se mostró orgulloso de que AHORA haya llegado a ser la gran tribuna que las máximas mentalidades españolas pudieran desear.

“Segar y afilar la hoz”

—Yo tampoco —comenzó diciendo don Miguel— he podido preparar la improvisación. Las improvisaciones son lo más difícil de preparar. No basta querer prepararse. Yo he tenido alumnos que se estaban preparando toda la vida y nunca hacían nada. Es lo mismo que la siega. Una vez había unos segadores preocupados unos de segar rápidamente la mies, mellaban su hoz en seguida, y no hacían más que derribar; otros afilaban a cada momento la hoz. Al fin, ni unos ni otros ganaban su jornal. Hay que saber afilar la hoz y segar al mismo tiempo.

Digo todo esto, porque ahora nos hemos reunido, yo un poco por accidente, pues estoy en Madrid desempeñando la función terrible de presidir un Tribunal de oposiciones a cátedras, que es algo que hay que ver. Sobre todo, con los cuestionarios enciclopédicos que se hacen ahora. Estoy aquí, pasando unos días, arrancado un poco a aquella relativa soledad de Salamanca. Y digo relativa porque muchas veces cuando estoy solo es cuando más acompañado me encuentro y cuando más presentes tengo a los demás. Desde allí me entero más de las cosas que cuando estoy entre la gente.

Vine el año pasado a una fiesta análoga a ésta, en que una porción de compañeros comimos juntos. Comer juntos tiene su sentido. Creo que comiendo juntos se digiere mejor, aunque yo he digerido siempre bien.

AHORA, verdadera tribuna

Desde que se me invitó a colaborar en AHORA, me he encariñado con este periódico, porque en él he encontrado una verdadera tribuna. Digo tribuna, porque en Italia, los predicadores predican en largas tribunas, por las que se pasean mientras hablan. Me acuerdo de que en Roma, en el año 89, había un famoso agustino que se paseaba y daba grandes puñetazos en la baranda de la tribuna. Una cosa muy teatral. No es como aquí, donde predican en púlpito, metidos en un cajoncito. Eso es terrible. A mí, púlpito, no; tribuna.

La modesta decencia

Y no es que yo quiera la tribuna para dar puñetazos en la baranda. Yo no doy grandes puñetazos. Me contento con refrenar naturales tendencias manteniéndome en una modesta decencia, porque las decencias también las hay modestas e inmodestas. Esto me recuerda una cosa de aquel pobre Roso de Luna, el teósofo, que hablaba del “modesto cometa que he tenido la honra de descubrir”. Yo procura verter, en cuanto puedo, unas modestas ideas que se me ocurren. Es decir, que no sean dogmáticas, porque el dogma me molesta bastante.

La elevación del tono

Aquí he encontrado una tribuna y creo haber podido hacer mella, influir en una parte de mis compatriotas. Y, sobre todo, levantar un poco algo que hay que levantar, que es el tono. No importa el contenido de las cosas. La cuestión es el tono. Hoy se está viviendo en España en un desentono verdaderamente terrible. Se habla sin ton ni son, con sonsonete. Se ha desencadenado una cantidad de malas pasiones y de resentimientos que da pena, y lo mismo da que se defiendan unos u otros principios. Acaso todo sea verdad y se armonice aún con lo más distinto. Todo depende de la forma; que es el verdadero fondo. Yo nunca he podido saber lo que es el fondo. Todo son formas enchufadas unas en otras, como aquel juguete japonés que consiste en una cajita muy bonita, de laca. Se abre y dentro hay otra caja; luego, otra, y otra, y la última está vacía. Y lo triste es llegar a la última. Yo, que ya he pasado de los setenta años —y me está muy bien el decirlo—, voy acercándome un poco a la última caja, a la que está vacía, ¡Bah! Puede ser que en el vacío de esa última caja deje algo… No quiero divagar, aunque divagar es lo mejor. Va pasando el tiempo. Matar el tiempo es una de las mejores ocupaciones que puede haber, sobre todo cuando se crea algo. Crear es el mejor modo de pasar el tiempo. El mismo Dios creó el mundo para matar la eternidad. Estaba aburrido, no tenían nada que decirse sus tres personas... y se le ocurrió crear el mundo. ¿Con qué finalidad? Yo creo que el mundo no tiene finalidad. Eso de que Dios creó el mundo para el hombre… Yo tengo un nieto —que es hoy mi amo, el que manda en mí— que tiene cinco años. Yo también los tengo..., con sesenta y cinco más. A este chico le ha dado ahora por dibujar. Hace unos dibujos fantásticos, se ha enorgullecido y ha llegado a decir que dibuja mejor que su abuelito. Esto me ha molestado un poco porque hay dos cosas de que presumo, y son: dibujar regularmente y leer muy bien. Él dice: “Yo dibujo mejor”, y hace unas cosas caprichosas. “¿Qué es eso?”, le pregunto. Y no lo sabe. Lo mismo pasa con el mundo. “¿Qué es esto”. Dios no lo sabe. Somos los hombres quienes le damos un sentido y una finalidad que no tiene. Pero hay que darle finalidad a las cosas…

Ideas careadas

Y como por este camino no acabaría y quiero acabar, diré que aquí nos hemos reunido cada uno con nuestras ideas. Y menos mal si tenéis ideas y no son las ideas las que os tienen a vosotros, porque eso es lamentable. Sobre todo, hay algunas que son terribles... Hay quien tiene una idea que se le ha careado, se le forma un flemón... y es tremendo cuando tienen que sacarle la idea.

Estamos haciendo un periódico que tiene un sentido de España

Aquí estamos haciendo un periódico que, como decía Marfil, tiene un sentido de España y sobre todo, vuelvo a repetir, de mantener un tono, un tono elevado, un tono de una modesta decencia. Y nada más. Perdonad. Uno se va distrayendo ya demasiado, y menos mal que, a pesar del tiempo, todavía conserva uno cierta frescura de imaginación y, a pesar del pesimismo, cierto buen humor. Cuando uno no ha tenido nunca la mala costumbre de fumar, ni la de tomar bicarbonato, ni la de tener fiebre, conserva la cabeza muy despejada y muy sana.

En una ocasión llegó un psiquiatra a verme. Yo sabía que este hombre había dicho que yo era un esquizofrénico. Le pregunté: “¿Usted no ha encontrado nunca entre sus pacientes algún guasón, alguno que se dedicara a tomarle el pelo?” “Hombre, eso no es tan fácil”. “Pues le diré a usted una cosa —insistí—. Usted me calificó de esquizofrénico y resulta que yo era un guasón, un hombre que se estaba divirtiendo. Yo no sé cuántos hombres de veras sanos de la cabeza hay en España, pero si hay uno, soy yo, que tengo la cabeza sobre los hombros”.

Y ahora, aclararé esto: sólo está despierto el que tiene conciencia de que está soñando, y sólo está cuerdo el que tiene conciencia de su locura, y como yo tengo conciencia de mi locura, estoy mucho más cuerdo que la mayoría de los hombres.

El nivel medio de la cultura en España

Y ahora debo decir una cosa. En estos días precisamente estoy, como he dicho, presidiendo un tribunal de oposiciones. He presidido ya varios y es una cosa terrible; pero lo que he observado ahora es que el nivel medio de la cultura ha subido extraordinariamente. Unos saben más, otros menos, pero ninguno tiene la manía de llenar el máximo de tiempo. Dicen lo que saben, y cuando no saben, no rellenan los huecos con camelos. Redactan bien y algunos muy bien. ¡Ah! Esto es otra cosa. Como venga una juventud así, podemos esperar algo. Están mejor enterados y no son aquellas oposiciones de mi tiempo, con aquellas luchas y aquellas trincas que eran algo verdaderamente terrible. Lo estoy pasando muy bien. Voy todas las tardes y me encuentro mejor que en las Constituyentes, desde luego, porque hay una enorme diferencia. Estas gentes se conducen bien y leen bien. Yo estoy convencido de que leer bien es una de las cosas más importantes. Precisamente en estos días recordaba yo que cuando fui discípulo oficial de don Marcelino Menéndez y Pelayo nos leyó en clase el prólogo de la Historia del levantamiento y guerra de Cataluña en tiempos de Felipe IV, y salimos todos a comprar el libro para releerlo. Hay que saber que don Marcelino era un formidable lector, uno de los mejores lectores que he conocido. El que lee una cosa bien, no necesita que se la comenten. Lo que hay que saber es enseñar a leer, leyendo. Estando yo en el Consejo de Cultura se quiso formar expediente a un pobre señor catedrático, muerto ya, el cual me decía: “Hombre, ¿cómo usted, catedrático de Universidad, va a clase a leer un libro?” ¡Ah! Si el libro es bueno y se lee bien, ya se hace mucho más que la mayoría de los catedráticos. Yo he comprobado que hay gentes que leen una cosa y no se enteran, pero si se les lee en voz alta se enteran. Leen con los ojos y no con los oídos.

En eso he visto que se ha mejorado y he quedado muy satisfecho. Estamos ante una generación formada ya de otro modo, la cual no será una generación que empiece por ahí a mostrar una inmodesta decencia y a aullar desentonadamente. Porque hasta el aullido puede ser entonado. Se puede aullar con tono, y hay quien ni siquiera sabe aullar.

Y nada más. Ya nos volveremos a encontrar en la vida. Aún no sé el tiempo que me queda de vida. Me ofrezco a todos en lo que me puedo ofrecer. Va pasando el tiempo, viene una juventud estudiosa y espero que, al fin, consigamos que este país entre en una vida un poco más gravemente alegre, un poco más serena y un poco más resignada también.

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