Ahora (Madrid), 21 de diciembre de 1934
Hace unos días concurrí aquí, en Madrid, a la inauguración de los actos con que la Academia de Medicina celebraba el segundo centenario de su fundación. Aunque otra Academia le haya disputado la primacía. Pláticas de Academias, de las que no hay que hacer mayor caso. Como no sea para distraernos de los tiempos que corren. Después he visto que se ha puesto una placa en la casa de la calle de la Montera donde primero se estableció la Academia de Medicina. El domicilio en que hoy se halla, y donde estuve ese día, es una especie de palacio que se edificó no hace muchos años sobre el solar en que estuvo antaño la Biblioteca Nacional. Y por ello la calle se llamaba calle de la Biblioteca. ¿Antaño? Un antaño para mí vital, un antaño que viví y sigo viviendo. Con más intensidad acaso que mi hogaño.
En 1880, a mis dieciséis años, llegué por primera vez a este Madrid de mis recuerdos de melancólico mozo provinciano. Llegué a soñar no recuerdo ya qué ensueños, no de gloria, no, sino de ahincado estudio en mi nativo rincón, en mi Bilbao, al abrigo de un hogar propio, con propia mujer —la que fue después y sigue siendo, ya muerta, mía—, hogar injertado en mi hogar materno. Era entonces mi ensueño. Mi madre y mi novia me alentaban desde lejos, desde Vizcaya, en mi carrera. Concurría a aquella Biblioteca Nacional, sobre todo cuando me puse a preparar mi tesis doctoral sobre la historia del problema del origen de la lengua eusquera o vascuence. ¡Qué horas de recogido trabajo en aquella biblioteca! Unos pobres tinteros de plomo y unas plumas de ave que se hincaban, después de usadas, en unas tacitas de loza llenas de perdigones. Y tener que ir casi siempre al encargado del índice, pues los libros que yo pedía, como no eran de los de pedido corriente, no los conocían los bibliotecarios de servicio diario. ¡El índice! Recuerdo a un cura adscrito a él que lo convertía, sobre todo para los jóvenes, en índice expurgatorio, pues si la obra pedida le parecía pecaminosa, negaba que la hubiera, o decía redondamente al peticionario. “Usted —acaso “tú”— no debe leer eso ; está prohibido.”
¡Años aquellos! No me han pasado, no, sino que me quedan dentro. De ellos sigo viviendo. Más de una vez me ha ocurrido cruzarme con algún joven estudioso, de dieciséis a veinte años, los que yo tenía —y sigo teniéndolos, mas algunos más— en mi mocedad madrileña. Y él acaso se me queda mirando, no sé si pensando en cuando él llegará a mi edad, a los setenta; pero yo sí que pienso, al cruzar con él la mirada, en cuando tuve su edad, y no digo sus años porque éstos son suyos, como de mí los míos. Y no quiero ni puedo cambiarlos por otros. Y me voy soñando en él, en ese joven estudioso y recogido, y me voy diciendo: “¿Qué sociedad se encontrará haber contribuido a hacer de aquí a cuarenta y seis años, hacia 1980?” Y me hundo en la contemplación —más que medición— del misterio de la irreversibilidad del tiempo. ¿Misterio? No; claridad suma. Sólo que donde no hay más que luz es como si hubiese tinieblas.
Y algunas veces me he puesto a indagar, como pesquisa de Policía secreta, la vida de alguno de los jóvenes que cruzan así sus miradas con la mía. Alguno he podido vislumbrar —basta verlo y ver cómo mira— que es, como yo era a su edad, un solitario, ni fu ni fa, quiero decir, ni de FE, ni de FUE, ni de JAP, ni de JONS, ni de TYRE, ni de requeté, ni socialista, ni comunista. Ni anarquista, aunque tal vez anárquico. O mejor, autárquico. Que así era yo en aquel tiempo. No empotrado en masa. No disfrazando en una disciplina fajista —de batallón y de parada— una indisciplina íntima. No buscando esconder en la audacia colectiva la cobardía individual. Y mejor que individual, personal. Labrábame yo entonces, momento a momento, punto a punto, mi propia personalidad. Iba labrando mi obra, que es mi persona de todos y para todos. No me adiestraba en el manejo de pistola ninguna, sino de la pluma. Alguna vez, de ave, de pluma que fue parte de ala de volar, para hincarla luego en aquellos inocentes perdigones de la biblioteca, que no mataron jamás ni a un pobre becafigo. Y eso que me crié entre rumor de acciones de guerra y oyendo estallar bombas sobre mi cabeza.
¡Bendito siglo XIX, el napoleónico, el liberal! Estúpido le ha llamado alguien. ¿Quién sabe si en 1980 no se le llamará al siglo XX loco o energuménico? En este siglo, que se anuncia anti-liberal, anti-individualista, ¡qué absurdas individualidades —no personalidades— se alzan como exponentes de colectividades sin juicio! ¿Es que cabe nada más impersonal, más borroso, que ese pobre Führer, un deficiente mental y espiritual? ¿Cómo puede fascinar a una masa humana —no digo pueblo— un sujeto de tan escandalosa ramplonería?
El pobre muchacho de mi ejemplo, el que cruza conmigo ejemplares miradas, éste aquí, que acaso me sueña a redro tiempo como un espejo pasado, no sabe que yo le sueño, al mirarle como me mira, tiempo adelante, espejando una sociedad en que se haya disuelto la personalidad humana. Aunque esto es imposible. Y más en España.
Y en estas contemplaciones —más que meditaciones, lo repito— me arranco de la obsesión del cine, de la sucesión de escenas temporales, y contemplo a los espíritus hacedores de historia, a las personalidades autárquicas, fuera de tiempo, en eternidad; no contemporáneos, sino coeternos. Y siento una lástima dolorosa por los que dicen: “¡Eso ya pasó a la Historia!”, para desdeñarlo. Cuando suele ser, no que eso pasó a la Historia, sino que entró en ella. ¿Y qué será de ese mozo aquí de mi ejemplo, que no es ni FE, ni FUE, ni JONS, ni JAP, sino que sueña en hacerse a sí mismo, en íntima disciplina, discípulo y maestro de sí mismo, escultor de su propia alma, que habría dicho nuestro Ganivet? ¿Tendrá que suicidarse como se suicidó éste? ¿O suicidarse intelectual y espiritualmente, que es peor?
Y ahora mira tú, mi mozo, mi compañero; tú, que me miras, al cruzarnos, con mirada de inteligencia, defiende y guarda tu mocedad, tu juventud. Defiéndela contra esa falsa juventud colectiva, de coro, de comparsa y de parada; defiende tu personalidad. Y cuando nos volvamos a cruzar en la calle, sábete que te tiendo una mirada de ayuda y de socorro. Y para que mantengas en el cimiento de tu alma el sentimiento de la vida continua, de que te hablaré otra vez.
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