lunes, 31 de julio de 2017

Discurso del Sr. Unamuno [en las Cortes]

El Sol (Madrid), 24 de junio de 1932

Muy bien, señores diputados; como sé muy poco de reglamento, que no lo he leído ni una sola vez, en toda esta discusión o pequeña refriega que ha habido aquí sobre si se presentó una enmienda a tiempo o no se presentó a tiempo, si fue antes o fue después de otra, yo no entro ni salgo; lo único que quiero hacer es, en apoyo de lo que he de decir, leer aquella enmienda y explicar luego cuáles fueron las razones que nos hicieron formularla.

La enmienda, que no pudo ser aceptada, según parece, porque se presentó después que ya se estaba discutiendo el artículo, la firmaban conmigo los Sres. Maura, Azcárate, Santa Cruz, Sánchez Román, Valdecasas, Giner de los Ríos y Sacristán. No fui yo quien la redactó; fue uno de estos señores. La enmienda dice así: “Los diputados que suscriben tienen el honor de proponer la siguiente enmienda al artículo 2.º del dictamen sobre el Estatuto de Cataluña: Artículo 2.º El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial de Cataluña para las relaciones oficiales de Cataluña con el resto de España, así como para la comunicación de las autoridades del Estado con las de Cataluña la lengua oficial será el castellano. Toda disposición o resolución oficial dictada por órganos regionales en Cataluña deberá ser publicada, y en su caso notificada en ambos idiomas. Dentro del territorio catalán, los ciudadanos tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades y funcionarios de la Generalidad. De los documentos públicos autorizados en Cataluña se expedirá copia en catalán a instancia de parte.”

Digo que la redacción no fue mía porque estas redacciones de artículos deben ser encomendadas a gente perita en jurisprudencia, y yo no es que no sea abogado, no soy ni siquiera licenciado en Derecho. Lo único que yo indiqué fue mi deseo de oponerme a una parte del dictamen de la Comisión, que es la que dice así: “Dentro del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su lengua materna, tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades y funcionarios de toda clase, tanto de la Generalidad como de la República.” Esto implica que si todos los ciudadanos tienen derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades de la República, estas autoridades de la República han de tener la obligación de conocer el catalán. Y eso, no. Que les convenga es otra cosa, es una cosa completamente distinta; pero obligación, de ninguna manera.

Por ejemplo: aquí se ha comentado una vez el caso de un gobernador de Cataluña que sabía el catalán porque era de una región donde se habla, y al dirigírsele en catalán dijo: “Eso no lo entiendo yo.” Hizo mal en decir que no lo entendía; pero en no admitirlo hizo bien; yo habría hecho exactamente lo mismo. Como funcionario de la República, del Estado entonces, yo no admito que se me dirijan en catalán.

Hay que tener cuidado, porque se habla de una imposición, y ahora puede venir otra, igualmente inadmisible. Si en un tiempo hubo aquello, que indudablemente era algo más que grosero, de “Hable usted en cristiano”, ahora puede ser a la inversa: “¿No sabe usted catalán? Apréndalo, y si no, no intente gobernarnos aquí.”

Hay algo que está por debajo de las leyes, y a mí lo que haya en el fondo en el orden legislativo no me importa grandemente. Creo saber algo de la forma en que van los idiomas cuando se ponen en lucha para fundirse; porque eso de las asimilaciones, son siempre mutuas: no hay uno que asimila al otro; son dos que se asimilan el uno al otro, y yo tengo mi idea de lo que haya de suceder. Naturalmente, es muy lógico que uno que vaya a vivir en Cataluña intente y haga todos sus esfuerzos para poder entenderse en la lengua de allá, entre otras cosas para poder penetrar mejor en el espíritu de aquellos con quienes tiene que convivir; pero lo que no se puede es ponerle en condiciones de que tenga que hacerlo por obligación. Se dice: es que si no lo hacen son inadaptables o inadaptados. Perfectamente; es una desgracia que un hombre sea inadaptado o inadaptable; pero cuando hay un inadaptado o inadaptable, hay que protegerle.

Esto no ocurre en otras partes. Aquí se citaba, por ejemplo, el caso del general Joffre, que en una ocasión llegó a Cataluña y no pudo entenderse con no sé qué autoridad que no sabía francés, y como él era catalán provenzal, se entendió en catalán. Perfectamente; pero ni al general Joffre ni a casi ningún catalán francés ni provenzal, ni paisano mío vasco, se le ocurrirá jamás en Francia pedir que su lengua sea oficial, ni siquiera en la región suya. ¡Ah! Es que Francia —me decía cierto día uno— es una República monárquica. Ya entendí bien, claro está, lo que quería decir esto de “monárquica”, y en ese sentido también lo soy yo; quería decir “unitaria”. Ahora parece que se trata de imponer el catalán, y a mí me parecería bien, y ojalá trataran de catalanizar a toda España. Aquí se hablaba de cuando intentaron esta obra en Galicia; también llegó aquella acción a Salamanca, y yo dije algunas veces: “¡Ojalá, ojalá quisieran ellos dirigirnos! Podría ser el Piamonte de España.”

Traigo esto a relación porque un publicista catalán, que es de los que más influyen en su pueblo, al hablar de que ellos no podían ser el Piamonte, decía que el Piamonte se puso al frente de la unidad italiana porque no había la cuestión de lenguas. Estaba, y está, completamente equivocado; en el Piamonte se hablaba, y aun sigue hablándose, como vernácula, una lengua tan distinta de la toscana, de la lengua oficial italiana, como puede serlo el catalán del castellano. La prueba es que el gran poeta piamontés Alfieri empezó hablando francés; luego, en su casa, con los criados y la gente del pueblo, piamontés, y ya muy tarde aprendió la lengua toscana. Me han dicho que ésta es una lucha de abogados. Perfectamente; supongamos que son luchas de abogados, ¿es que se puede hacer nada que dificulte o imposibilite el ejercicio de una profesión a un ciudadano español, castellano o catalán? Porque puede darse el caso, por absurdo y monstruoso que parezca, de que haya un catalán que diga: no quiero hablar en catalán. ¿Es que se le puede dificultar?

Muchas veces debajo de esto de la lengua hay un poco de lo que dice la Biblia del “shibolet”: ¡Pronunciadlo bien! ¡Cuidado! Claro que no es que se quiera hacer lo mismo que se hacía con los que no pronunciaban bien el “shibolet”, que era quitarles la vida. Sabido es que aquel pueblo, aunque era el elegido de Dios, era bastante bárbaro, y aquí no llegamos a esa barbarie, aunque no seamos los elegidos de Dios, Pero ¿es que eso se puede dificultar cuando hay dos pueblos, y el uno admite, no como imposición —eso yo lo creo—, sino libremente, por estimar que le conviene, la obligación de conocer el castellano? Como todos conocen el castellano, es natural. Pero ahora viene la segunda parte: ¿Obligación? Para nadie, ni allí, de conocer el catalán. Conveniencia, es otra cosa.

Claro es que se dirá: hay un número de gentes que todavía no saben bien el castellano. En efecto, habrá bastantes. Hace poco me decía un catalán —y tenía razón—: “¡Hombre! ¡En tantos siglos, los maestros castellanos no han sabido enseñar el castellano en Cataluña!” Y yo decía: “¿Cómo? ¡Ni en Castilla!” (Risas.) ¡No parece sino que los chiquillos de Castilla saben el castellano porque se lo han enseñado los maestros! (Risas.) Lo saben por otros cauces, y algunas veces, a pesar de los maestros. (Risas.) ¿Es una lucha de abogados? Yo lo único que digo es que me parece inadmisible que se imponga una cosa cualquiera por fuerza, como eso que dice el artículo de “tanto de la Generalidad como de la República”; es decir, que el funcionario de la República tenga que verse obligado a entender el catalán. Ahora se habla de cordialidad, se habla de cortesía; pero eso, por lo visto, no reza con esto de las lenguas. Que el que viva en Cataluña aprenda el catalán, a mí me parece bien. Si yo viviera allí, y no lo supiera, lo aprendería. ¡Naturalmente! No he vivido en Cataluña, y sin vivir en Cataluña, me he interesado en aprender el catalán; y es porque sacaba en ello una gran ventaja y un enriquecimiento del espíritu; porque había escritores catalanes que a mí me decían cosas que me interesaban, me convenían y hasta me recreaban, y era natural que lo aprendiera. Pero imposición obligatoria, no. Por eso, si se me dice: ¿Qué haría usted para defender el castellano en Cataluña?, yo diría: Aparte de que no necesita defensa, ¿qué haría yo para defender el castellano en Cataluña? No votar cosas de éstas, porque yo no hago mucho caso de esto. Es como lo de la Constitución: ya he dicho alguna vez, hablando de la Constitución, que me parecía una cosa de “papel”, y nada más. Por cierto que hace poco me preguntaron; ¡Pero, hombre! ¿Qué ciempiés es ese que hicieron ustedes? Y yo dije: No; cuatrocientos pies, y uno el que yo puse. (Risas.) Pero ¿que que he hecho yo para defender el castellano en Cataluña? Pues una cosa muy sencilla: decir en castellano cosas que interesa y gusta a los catalanes conocerlas dichas en castellano. Es la única forma noble y clara de defender una lengua. (Muy bien.)

Respecto a la suerte que hayan de correr la lengua castellana y la lengua catalana en Cataluña, yo tengo mis ideas, que no son del caso, porque estas no son cosas de legisladores, sino cosas de biología lingüística. Creo saber algo de esto, y sé que pueblo, lo que se llama pueblo, el campesino, no hay ninguno verdaderamente bilingüe; y cuando a un pueblo se le hace bilingüe, acaba, primero, por mezclar las dos lenguas; después, por combinarlas hasta fundirlas en una.

Pero esto no es cosa que tiene que ver con lo que examinamos: de eso se ha hablado muchas veces, y si yo he venido hoy a decir esto es porque me creía obligado con una parte de opinión española que espontáneamente (porque estoy recibiendo todos los días cartas y excitaciones) me ha querido hacer su vocero. No son los que me votaron, aun cuando sé que los que me votaron son también de esta opinión; no son los que me votaron. Yo no he venido aquí, afortunadamente para mí y afortunadamente para los partidos, representando a partido ninguno, absolutamente ninguno; por consiguiente, no podría hablar en ninguna forma de nada que se parezca a un voto imperativo, que además no le hay. Pero (y esto es lo que principalmente me interesa decir) cuando yo oía hablar aquí hace poco a alguien, explicando el voto de que venía a expresar la voluntad de los que le habían votado, no es bastante. Alguien podría decirme que no admite el voto imperativo. En efecto, a alguno, cuya enmienda se ha admitido, le he dicho yo que la mayoría, la inmensa mayoría de los de la provincia por donde ha salido diputado, está en contra de lo que él traía.

¡Que no están enterados! Eso de si están o no enterados... Cuando aquí se dice, se ha dicho alguna vez, que había que dar a conocer el Estatuto a los que están en contra, yo he pensado muchas veces que había que darlo a conocer a los que lo han votado, porque un Estatuto no se vota por articulado; se vota por una tendencia, pero por articulado no.

Y es lo que quería decir, porque todo lo demás está discutido. Hay una cosa que es mucho más grave; no que uno venga aquí a exponer la doctrina, que no parece correcta, del voto imperativo. He leído, y después me han confirmado, que en una conversación que el señor presidente del Consejo de ministros tuvo con el Sr. Maura, hablando de si tendría tantos o cuantos votos —los que sean, yo no me acuerdo—, hubo de decirle el señor Maura: “¿Está usted seguro? Porque yo sé que algunos faltarán.” ¿Se lo han dicho? A mí me han dicho, más de uno de los que van a votar, no que faltarán, sino que van a votar, no contra lo que creen que es la voluntad de sus electores, sino contra su conciencia, y eso es indigno. (Muy bien. Muy bien. Aplausos.) No hay disciplina de partido que pueda someter de esa manera la conciencia de un ciudadano; esto es verdaderamente indigno. Lo he oído alguna vez: votarán contra su conciencia, que no es contra el parecer de sus electores, sino contra su conciencia. No me han convencido.

¡Ah!, pero voy más lejos. En una ocasión recuerdo que algunos amigos catalanes se quejaban, con mucha razón, con muchísima razón, de que se les quisieran conceder las cosas así como por limosna, para quitarse de encima un pedigüeño inoportuno. En efecto, de ese modo no se puede aceptar; pero yo les digo si es que se pueden aceptar los votos de gentes que rinden la conciencia ante no sé qué esperanzas o qué temores. Conseguir de esa manera una victoria es algo que yo no aceptaría nunca. (Muy bien.) No se rinden por el convencimiento, sino por mantener una cierta disciplina. Y no hablemos de eso, de si corre o no corre peligro la República, porque eso no son más que camelos. (Risas.)

En el fondo, ya he dicho, tengo mi opinión respecto al asunto. Ahora, respecto a lo otro, a esa concepción de disciplina de partido, la disciplina de partido termina siempre donde empieza la conciencia de las propias convicciones, y yo digo que tan desdoroso es para los que rindan así su conciencia contra su convicción (y son varios los que me lo han dicho) como para los que aceptan este voto. No tengo más que decir. (Muy bien. Aplausos.)

domingo, 30 de julio de 2017

La batalla de Canas

El Sol (Madrid), 23 de junio de 1932

Para sacar de la historia de la antigua Roma sensaciones que me permitan sentir mejor la historia que estamos haciendo y viviendo, me puse a releer las Décadas de Tito Livio, y en latín, ¡claro!, para ir sintiendo en éste entrañas de nuestro castellano, el más latino de los romances, sin salvar el italiano. Pero mientras leía el pasado iba leyendo el presente eterno. Iba siguiendo la carrera de gloria de aquel cartaginés Aníbal, el más grande de los guerreros de la antigüedad, el que se formó en España, el debelador de Sagunto, el que invadió Italia escoltado por sus fieles hispanos. Era un semita africano, un fenicio, tan mediterráneo como los arios de Roma. La tragedia de Sagunto señala la causa contraria a la de la tragedia de Numancia. Mas de esto otra vez. Otra vez de si somos europeos o africanos.

Llegué en la lectura de las Décadas —¡cómo las había leído y comentado Maquiavelo!— a aquel libro XXII, en que se nos narra —y es narración clásica; esto es, de clase— la batalla de Canas, batalla clásica también, pues que su estudio es una de las principales lecciones de clase de estrategia en Alemania. Tropecé con una expresión que también se ha hecho clásica, y es la de la tropa que huye praeceps pavore, avanzando por miedo. “Huían hacia adelante”, dije yo en mi Paz en la guerra. Y en las contiendas civiles incruentas, en los debates políticos, ¡cuántas veces se avanza praeceps pavore, precipitándose por miedo a la reacción, o por miedo, que es peor, de ser tachados de reaccionarios! ¡Qué de huidas hacia adelante por pavor a la reacción! Y cerca de esa expresión anecdótica hallé otra que me detuvo la atención. Y es cuando, hablando del español, nos dice Tito Livio que hispano... punctim inagis quam caesim assueto petere hostem, que el español estaba acostumbrado —y sigue estándolo— a atacar al enemigo más a pinchazo que a corte. Quería decir que manejaba el puñal —sea la navaja— más que la espada. Lo peor ha sido cuando ha llegado a esgrimir la espada de Bernardo, que ni pincha ni corta. Pero nuestros pretendidos cirujanos de hierro, a lo Costa, se cuidan más de pinchar que de cortar, cuando la punción es más bien método exploratorio.

Seguí leyendo aquel clásico relato de aquella clásica batalla y de como Aníbal, flanqueado por sus fieles hispanos, iberos casi berberiscos —y berberiscos de meseta y páramo—, fue atrayendo a los romanos, que huían hacia adelante, al centro de su línea, mientras, extendiendo sus alas, como tenazas, los envolvió y los destrozó. El relato del estrago es conmovedor en el solemne latín paduano de Tito Livio. Y se queda uno pensando en otros combates, no ya con espadas, ni navajas, ni saetas, ni hondas, en que también los que atacan al centro se ven envueltos y destrozados.

¿Es que no estamos viendo a una mesnada aguerrida avanzar praeceps pavore, precipitada hacia adelante —¡adelante, siempre adelante!—, por pavor, por miedo a la reacción, y más por miedo a ser tachada de contemporizadora, y avanzar pinchando más que cortando al enemigo? La de interrupciones y apóstrofes punzantes, pero no cortantes, que estamos presenciando en una lucha a navajeo! Y no digamos cuando se trata de combatir ciertas creencias y prácticas a pinchazos —que no hacen sino irritar—, y no a cortes. O cuando se esgrime esa espada de Bernardo que es la ley de Defensa de la República. Y, mientras, los caudillos de la mesnada que avanza en defensa de la República, que se antoja en peligro, apenas si se percatan de que las alas del ejército enemigo, y aun sin contar con un Aníbal —¡qué sería con él!—, van, por fuera del cerrado valle de Canas, envolviendo a la mesnada. Rumores de la calle y de la campiña. Y es fatal cuando un gran murciélago —vampiro acaso— abraza al enemigo con sus alas y se lo apechuga.

En la lucha de la república romana contra el cartaginés, Aníbal contó aquélla con el admirable Quinto Fabio Máximo, el dictador que supo oponerse a las funestas impaciencias y osadías populares. Se le llamó cunctator, retardador, aunque mejor seria decir contemporizador, en el sentido de quien sabe dar tiempo al tiempo. Aquel precavido Fabio, que le decía a Paulo Emilio que no hay que esperar a la lección del resultado, del evento —la eventualidad—, que es el maestro de los tontos —stultorum iste magister est—, sino a la razón, que es inmudable. “Hay que tomar la medida antes que pase adelante, y luego ello dirá” —suele decirse. ¡Lo que enseña a este respecto el estudio de la reacción de Roma a la campaña de Aníbal! Y más cuando se observa la antipopularidad del espíritu fabiano. Al que se le suele llamar conservador. Y lo es; del tiempo. Cuyo derroche es el más desastroso de todos. Lo que se dice ganar tiempo suele ser perderlo. Mejor ahorrarlo, que luego rinde intereses, o “relieves”, como en tierras salamanquinas se dice.

Cuando oigo que hay que salvar la República, formar el cuadro para ello, me pregunto ahora, releído Tito Livio: “¿Es que recelan un Canas?” Y paréceme ver al cuadro avanzar por miedo, pinchando y no rajando, y sin ver las tendidas alas del enemigo que se despliegan en torno, fuera del cotarro. ¿Recelan un Canas? Afortunadamente, no tienen a un Aníbal en contra, aunque, desgraciadamente, tampoco a favor un Quinto Fabio Máximo contemporizador.

Aníbal venció en Canas derrotando a la república romana; pero perdió la guerra. ¿Por qué? Ya se lo predijo Maharbal al decirle: Vincere scis, Hannibal, victoria uti nescis— sabes vencer, Aníbal, pero no sabes usar de la victoria. Y me quedé, al leerlo, pensando en el abrazo de Vergara. Y en Capua. Y en aquel otro hecho de la restauración de la monarquía borbónica en el legendario Sagunto —después Murviedro, o, en su forma popular vernácula: Molvedre— mediterráneo. Hay que contar siempre con que nuestros cartagineses no saben valerse de sus victorias, aunque sí de las ajenas.

Y ahora: ¿fracasó Aníbal, el vencedor de Canas y vencido en Zama? Nadie fracasa en la Historia cuando en ella queda y deja su obra y su nombre. Hablar de fracasos es hablar por hablar y por no decir. Desatino afirmar que fracasó la política de los Reyes Católicos, o la de los Austrias, o la de los Borbones, o la de la Gloriosa setembrina de 1868, o la de la Restauración, o la de la Regencia, o la de la Dictadura. De esos fracasos estamos viviendo. Nuestros nietos vivirán de nuestro fracaso, del fracaso de esta república que estamos haciendo. Y, ya lo dijo Fabio: el resultado, la eventualidad, es el maestro de los tontos: Stultorum magister eventus est. De los cuerdos la razón.

sábado, 29 de julio de 2017

Sobre la embriaguez seca

El Sol (Madrid), 19 de junio de 1932

El que os va a decir es aguado y hombre de edad. Le conviene advertíroslo. Viene siguiendo con interés, como tantos otros, la lucha que en los Estados Unidos de Norteamérica libran entre sí los partidarios de la ley seca y los de digamos la húmeda. Y saltando por la impropiedad de los términos, pues que ciertamente el agua no es seca y en cambio se suele hablar de jerez seco, quiere llegar al fondo de la lucha en su aspecto moral y sanitario, y escudriñar si no es que los puritanos abstencionistas no se han equivocado al tomar por causa un efecto, aunque este efecto, a su vez, se haga causal. Quiere decirse que no es acaso el alcoholismo la causa de la degeneración y la criminalidad que van en aquellas tierras en aumento, sino que es un efecto de esa degeneración productora de criminalidad. O sea que no es tanto que el alcoholismo produzca taras cuanto que éstas lleven al alcoholismo. Que son sistemas nerviosos no preparados para la complejidad creciente de la actual civilización mecánica los que, sobreexcitados y a la vez abatidos, buscan en el alcohol un lenitivo a la vez que un engañoso excitante. ¡Qué viejo es aquello de ahogar en vino las penas! Las penas y las ansias desmedidas. Todo lo cual es, como suele decirse, de clavo pasado. Pero hay que andarse con cuenta con todo aquello que, como también suele decirse, de puro sabido se olvida. De donde que hay que recordar de contino lo demasiado consabido.

Sí; el pobre hombre arrastrado por esta civilización, por esta que se ha llamado la “caída del Occidente”, busca su refugio, como antaño en la fe religiosa, hogaño en el alcohol, en el opio o en otra droga estupefaciente, o sea estupidizante. Que puede ser una doctrina. Y así, cuando Lenin decretó que la religión es el opio del pueblo, había tenido buen cuidado de echar las bases de una nueva religión, de un nuevo opio, que tal es el bolchevismo. Y es, por otra parte, ocioso proscribir el uso de bebidas alcohólicas —o limitarlo—, estatuir una ley seca, para evitar la embriaguez y sus consecuencias si no se evita la que podría llamarse embriaguez seca. Que suele llevar al suicidio mental.

¿Es que esos chicuelos embriagados en seco que salen a cazar guardias de Seguridad o a quemar iglesias están borrachos de alcohol? ¡De alcohol, no! Si a los que provistos de un bidón de gasolina se van a las puertas de una iglesia con intento de convertir ésta en una llamarada se les preguntase por qué van a incendiarla, qué agravios tienen de la Iglesia, no sabrían responder mejor que un borracho perdido cualquiera. En el fondo, acaso se trata de una perturbación mental —o, mejor, tal vez demental—, como la que le llevó a Nerón a pegar fuego a Roma para declamar versos. Es una embriaguez, es una enfermedad, es una locura estética. Y, claro está, ética también. En las sombrías seseras de esa muchachada no hay una sola idea clara y bien contorneada. Lo que a muchos más nos abate respecto al porvenir de nuestra España son los síntomas de degeneración mental de una buena parte de su mocerío. Hay que haber asistido a una de esas reuniones, asambleas o conferencias en que se ponen a aplaudir, a aullar, a patear con motivo de cualquier soberana vaciedad. Y por debajo de esa triste dementalidad asoma una nueva resentimentalidad. A las veces, da todo ello risa de morirse. Y luego se ve la embriaguez seca. Junto a la cual hay también la borrachera de agua bendita, que es terrible.

“¡Afán de prisa!”, nos decía un observador. Y nos habló de esa muchachada, de ese mocerío que busca colocarse cuanto antes en la vida, colgarse de ella —o colgarse en ella—, obtener un destino. Y que se le antoja que sus mayores les cierran las entradas. La “gerontocracia”, que dijo antaño, allá por el 98, Mariano de Cavia, cuando los entonces relativamente jóvenes nos revolvíamos contra nuestros mayores, como ahora nuestros menores se revuelven contra nosotros. Es la ley sempiterna. Que si hay lucha de clases, y lucha de profesiones, y lucha de localidades, hay también lucha de edades. Lucha agudizada y aguzada por embriaguez seca.

El alcohol embota el entendimiento, y ese otro que podríamos llamar alcohol intelectual lo embota aún más. Y si dijereis, lectores, que el comentador se pone pesado, habrá que deciros que en todos estos estallidos populares lo que le hace más sufrir es el bajo cimiento ideal —de idea— de casi todos ellos. Y el rebajamiento mental de casi todos los caudillos de las conmociones populares. Parece como si por una trágica ley histórica se llegaran a dirigir, o por lo menos a representar, esas conmociones mentecatos exacerbados, retrasados o deficientes mentales, paranoicos, a las veces cretinos. Es una terrible selección. Diríase que un viento no ya de locura, sino de demencia, de idiotez, está agitando a estos pueblos borrachos de civilización mecánica.

“Es un agitador peligroso”, oímos. Y en seguida: “¿Es inteligente?”, y “si que sí”, al punto: “Pues no es peligroso con la peligrosidad a que usted alude.” La inteligencia no es peligrosa. El peligro está en la necedad. Y en la tontería. “Están envenenados con malas doctrinas”, oímos otras veces. Con malas doctrinas, no, porque si son doctrinas no son malas, en el sentido que se le quiere dar a la maldad. Lo malo es la no doctrina; lo malo es la vaciedad. Un error no hace tanto daño como una vaciedad, como una sentencia que parece decir algo y no dice nada. ¡La de hombres y la de pueblos que se han suicidado mentalmente —pavoroso suicidio— por palabras sin sentido!

Cuando se nos ha preguntado de fuera de España cuáles son las causas de la agitación antirreligiosa, por ejemplo, que sacude a una parte de nuestro pueblo hemos tenido que contestar que no lo sabemos bien, y lo que es peor, que tampoco lo saben los agitados y agitadores. Se dice que se dan a emborracharse los que tienen poco que comer; pero lo cierto es que se embriagan con vaciedades, con frases sin sentido, los que carecen de ideas o no las pueden digerir.

Y no seguimos, que el seguir nos apenaría aún más.

viernes, 28 de julio de 2017

Concepto y emoción

El Sol (Madrid), 16 de junio de 1932

¡Lo que es el hecho de la palabra, el hecho soberano, el hecho hacedor! Están discutiendo lo que llaman el hecho diferencial, y en rigor no discuten más que palabras, palabras diferenciales, y no es poco. ¡Pero qué palabras! Palabras cargadas y tupidas, más que de concepto, de emoción; palabras, más que conceptuales, emotivas. Y emocionales, si es que no emocionantes.

Claro está que lo conceptual puede ser emocional, y suele serlo. Porque hay la emoción del concepto. Emoción es de emover —o mover—, y concepto, de concebir, y no se concibe sin emoción, sin movimiento. Los grandes conceptistas —San Pablo, San Agustín, Quevedo entre nosotros, Pascal...— los grandes conceptuosos, han solido ser grandes emocionales. Así como los grandes dialécticos han solido ser grandes dialectales. Porque dialecto, aparte de esa idea vulgar que le cree un término algo despectivo y como si indicase un rango subordinado respecto a idioma o lengua, dialecto es lengua de conversación, de diálogo, no cuajada en formas rígidas de lenguaje oficial. Y la emoción de las palabras, su valor emotivo, suele provenir de su íntima dialéctica, de íntima contradicción, de que encierran una lucha, una contrariedad de sentidos, de que se prestan a opuestas interpretaciones, de que tienen historia. Ya que la historia la hace el juego dialéctico —y dialogal— de las contradicciones. ¿Hay nada más dialéctico —y más dialectal— que el que se llame generalidad a una mera particularidad?

Se discutían palabras: soberanía, autonomía, nación, estado... ¿Y sus conceptos? La emoción los oscurecía. Alguno de los discutidores llegó a decir que se trataba de rango. Es como cuando se habla de majestad —que quiso decir en un principio “mayoridad”, la cualidad de ser mayor—, en que pesa toda una tradición monárquica. Y esta misma palabra monarquía ha venido a adquirir tal sentido, que ya hay quien forja otra: monocracia. Para aplicarla, por ejemplo, a una República unitaria, como la francesa. Y así como antaño oíamos hablar de la consustancialidad de la patria con la Monarquía, hemos oído hablar de consustancialidad de la República con España. ¡Consustancialidad! ¡Y cómo nos suena este término a resonantes disputas teológico-escolásticas! La verdadera consustancialidad es la de la idea con la palabra. Que si se ha dicho que la idea es la palabra interior, lo mismo puede haberse dicho que la palabra es la idea exterior, la idea hacia fuera. Y una superficie es cóncava o convexa, según desde donde se la mire. Igual ocurre con derecha e izquierda. Y un buen sentido dialéctico le libra a uno de tomar partido, que es renunciar a ver y a sentir claro. Porque en un partido el concepto se convierte en lema; peor, en santo y seña.

“¡Hechos, hechos, hechos!”, decía aquel pedagógico maestro de escuela de Tiempos difíciles, de Dickens, y sus hechos eran, naturalmente, palabras. Porque lo que después se ha llamado lecciones de cosas, ¿qué ha solido ser sino lecciones de palabras? De cómo ha de llamarse a cada cosa y del modo de conocerlas por su nombre. Cuenta el Génesis (II, 19) que Jehová llevó los animales a Adán para que éste les diese nombre, “y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre”. Y en esto seguimos. Y por esto, por cómo se le ha de llamar a algo, seguimos peleándonos los hijos de Adán. Hay quien dice: “¡Pues llámele hache!”, como puede decir: “¡Llámele ene!” —¿no hablamos de enésima potencia?—, o “¡Llámele equis!”. Y en la mayoría de los casos esto sería lo más acertado: llamar equis. Pero se atraviesa la emocionalidad y el rango... Aunque para emoción, la más honda, la más recia, la más duradera, es la emoción de la equis. No ya emoción, sino conmoción. Nadie más emotivo que el escéptico. ¡Ay, la conmoción de la escepsis! No la hay mayor.

Empezamos refiriéndonos al llamado hecho diferencial —todos los hechos son diferenciales e integrales a la vez—, y decíamos que es una palabra, una denominación diferencial. Y en el caso histórico y concreto actual se reduce casi a un lenguaje diferencial. Con el que se trata, más que de conservar una concepción diferencial, de salvaguardar una emoción diferencial. Y de guardarla avaramente. Y aquí no podemos sino recordar lo que San Pablo, el gran conceptista, les decía a los corintios en la segunda de las epístolas que les dirigió (VIII, 1, 2): “Os hacemos saber, hermanos, la gracia de Dios dada a las iglesias de Macedonia, que en gran prueba de tribulación les quedó la abundancia de su gozo, y su pobreza en hondura les abundó en la riqueza de su sencillez.” O mejor sería traducir: simplicidad. Y es ciertamente un consuelo cuando se sufre la tribulación de la pobreza en hondura —y toda diferencialidad de espíritu no es sino pobreza en hondura, y además avara— poder sentirse abundado de riqueza de sencillez, de esa sencillez que se paga del rango de las denominaciones. Que ya dijo el Cristo: “¡Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es...!”, y no seguimos porque viene una palabra cuya emoción se trata de proscribir. Como no acabáramos la consabida bienaventuranza así: “... porque de ellos es la República de ultratumba”. La pobreza en espíritu suele ser pobreza en conceptos claros y firmes, aunque se compadezca con riqueza de sencillez. Que es lo que les suele ocurrir a aquellos en quienes las emociones diferenciales ahogan los conceptos integrales.

jueves, 27 de julio de 2017

“Acrece, replanta y da valor”

El Sol (Madrid), 12 de junio de 1932

Ahora que, más que nunca, anda en lenguas la lengua española —queremos decir, es claro, la castellana—, se me dirige un joven recordándome cómo en Italia se formó una Asociación Dante Alighieri, que no sabemos si subsiste y obra, para difundir fuera de Italia, y sobre todo donde hubiera colonias italianas, el italiano, para hacer de este idioma un idioma ecuménico o universal; esto es: imperial. Y propone que, a semejanza e imitación de ello, se forme aquí, en España, una Asociación Cervantes para la difusión y arraigamiento de la lengua española, no sólo entre las demás naciones de otras lenguas, sino en las que, teniéndola por nacional, la ven expuesta a graves acometidas. Y hasta, naturalmente, en la misma España.

Fiamos muy poco de semejantes Asociaciones, y menos en un pueblo tan poco asociativo como el nuestro. Competería más bien a organismos oficiales el cuidar de ese menester de cultura española. Promover, por ejemplo, la creación de escuelas españolas en países de otra lengua y ayudar a los muchos lectores de español que en Universidades, Liceos o academias particulares se cuidan, por ahí fuera, de difundir el mejor conocimiento de nuestra lengua. Y acaso ayudar también a los que con hábiles traducciones despiertan en otros pueblos el deseo de conocer mejor, y en su propia lengua, nuestra literatura.

Pero hay que principiar por el principio. Y es por difundir el mejor conocimiento de la lengua española en España misma. Si un pueblo aspira a que su lengua se haga ecuménica, universal, imperial, en una palabra, es dentro de sí, en su propio seno, donde tiene que dotarla de universalidad, de imperialidad. En este caso, el cultivo extensivo tiene que ir precedido del cultivo intensivo. Si queremos que los otros, los extranjeros, se muevan a aprender nuestra lengua para mejor entenderse con nosotros, lo primero es que digamos en ella cosas que merezcan ser sabidas, y ser sabidas en la misma forma en que se expresan. Recordemos la anécdota —histórica o legendaria— de aquel rey de Inglaterra que le preguntó a un cortesano si sabía español, y cuando el cortesano, algún tiempo después, le dijo que lo había aprendido ya, esperando, acaso, que ello le valiera algún cargo, el soberano le contestó: “Pues ahora podéis ya leer el Quijote en su propia lengua.” Una lengua, como la moneda, corre, logra curso universal, cuando es de oro de ley, sea cual fuere su cuño. El cuño no asegura curso forzoso. Aunque a las veces ocurra en lengua y en literatura algo parecido a lo que en economía monetaria se llama la ley de Gresham, o sea que la moneda mala expulsa del mercado a la buena. Así suele ocurrir no pocas veces con las malas traducciones, que expulsan a las buenas.

Y ¿por qué las malas traducciones, las de baja ley, expulsan a las buenas? Porque exigen menos atención. Que es a lo que se debe que una gran parte de lo que se llama obra de vulgarización sea obra de avulgaramiento. La gente quiere ahorrarse atención, sigue la línea del menor esfuerzo, y prefiere los escritos que le exijan menos esfuerzo para entenderlos.

Y así se llega a una lengua imprecisa, hecha de tópicos, de lugares comunes y de fatales definiciones. Y más en país como el nuestro, donde, como no se enseña a escribir —en nuestra segunda enseñanza están casi proscritos los ejercicios de redacción—, no se aprende a leer. Cierto es que los ejercicios de redacción, lo que en Francia llaman los devoirs —lo hemos dicho antes de ahora—, exigen un enorme trabajo a los maestros que han de corregirlos. Y donde no se enseña a escribir, no se enseña a leer, como donde no se enseña a bien hablar, no se enseña a bien oír y bien escuchar. De aquí que entre nosotros sean tantas las palabras que al cobrar un valor emocional, generalmente morboso, han perdido su validez conceptual.

¿Y la Academia? —se nos dirá—. Dejemos a la Academia con su lema de “limpia, fija y da esplendor”. La vida es otra cosa. Una lengua nacional, verdaderamente nacional, es la lengua de una nación, y una nación, que es un nacimiento —ciego o sordo “de nación” se llama entre el pueblo al que lo es de nacimiento—, que es un perpetuo nacimiento, es la que está de continuo naciendo, haciéndose —y deshaciéndose y rehaciéndose—, en perpetuo proceso constituyente y reconstituyente. Lo otro, lo que se entiende en general, bien o mal, por académico, es cosa del Estado: una lengua académica, oficial, es una lengua de Estado. Y si la nación es lo que de continuo nace, el Estado es lo que se está, lo constituido. Y si el Estado es lo que se está, también un estatuto es algo que se está, algo estatuido. Y lengua de Estado como lengua de estatuto no son propiamente, ni una ni otra, lenguas de nación, de nacimiento. El lema de una comunidad empeñada en que su verbo se difunda debería de ser éste: “acrece, replanta y da valor”.

“¿Qué hace usted —se me preguntaba no hace mucho— para defender nuestra lengua castellana?” Y hube de responder: “¿Que qué es lo que hago para defender nuestra lengua castellana? Pues decir y escribir en ella lo mejor que puedo, y cultivarla y precisarla, y rehacerla, y hacer que esté naciendo y renaciendo día a día, y arrancarla lo que puedo a lo más estadizo de su estado para volverla a su nación, a su nacimiento perpetuo. Y, como toda defensa tiene que ser ofensiva, con ella ataco para defenderla.” Así dije y lo repito. Si los que escribimos en español decimos en él cosas de sustancia universal y duradera que no pueden comprenderse bien sino en la lengua en que las decimos, en la lengua que las dice —y las piensa, pues es la lengua misma la que en nosotros piensa—, ya se moverán los demás a aprender esta nuestra lengua. Como yo me moví hace unos años obligado a aprender el danés para leer a Kierkegaard, cuyas obras no estaban por entonces traducidas por entero a otros idiomas, y lo que me permitió poder leer en su original además a Ibsen, Bjoernson, Hansum, Jacobsen y otros daneses y noruegos. Hasta el papel moneda, el billete de Banco, se defiende por el oro que tenga en caja el Banco que lo emita.

Hay que tener muy en cuenta que se piensa con palabras, o mejor, que se piensa palabras, y que sólo piensa bien el que se expresa bien, que nadie tiene más ideas que palabras y a la vez que la riqueza no es cosa de cantidad, sino de calidad, pues vale más una onza de oro que un montón de calderilla, y que lo que procede es acuñar oro de ley de lengua. Y a la vez que hay que luchar contra la pereza mental de las gentes, que conforme a esta nueva ley de Gresham de que decíamos dejan la moneda buena, por no ensayarla y comprobarla, y se quedan con la mala. Aunque en este respecto se nota un muy grande adelanto en la masa de los lectores españoles, que cada vez hacen más esfuerzos de atención para librarse de la terrible costumbre de hacer que se piensa con tópicos, lugares comunes, frases emocionales, sentencias litúrgicas, definiciones programáticas y toda clase, en fin, de camelos.

Y además, en otro respecto, de nosotros, los españoles, de cada uno de nosotros, aun sin asociación, depende que nuestra lengua llegue a gozar en las reuniones internacionales la misma consideración que el francés, el inglés y el alemán.

miércoles, 26 de julio de 2017

Orillas del Manzanares

El Sol (Madrid), 10 de junio de 1932

Cruzando los barrios bajos y pasando el barroco puente de Toledo, desde sobre cuyos pretiles San Isidro y Santa María de la Cabeza, su mujer, contemplan el Manzanares, bajóse uno, pian pianito, a pie, solo y escotero —era domingo— a ese “arroyo aprendiz de río”, que le dijo Quevedo. ¡Aprendiz siempre mozo! ¡Y cómo retozó en las praderas! ¡Pradera de San Isidro! Hace ya más de cincuenta años que uno, mozo también y aprendiz —como todavía—, se hizo retratar allí, al aire libre, junto a una barraca: Y ahora todavía tiovivos, columpios, gramófonos y olor a fritanga de churros para re-creación de ese buen pueblo bajo, eterno aprendiz. Allí al lado, el arroyo de Corte baja de la sierra por su vaguada tarareando, en una represa, la vieja serranilla, siempre joven, de su infancia. Y de la de Madrid.

Era el tránsito del siglo XVI al XVII, reinando Felipe III, cuando Lope de Vega cantó al Manzanares. En su comedia Santiago el Verde, “estación que hace Madrid a un soto”, el del Manzanares, “¿Pues no te deleita el ver / tantos coches tan bizarros, / tantos entoldados carros, / tanta gallarda mujer / y más locas las riberas / del humilde Manzanares / que están los soberbios mares / con sus naves y galeras? / ¿No ves entre estos espinos, / cubiertos de blancas flores, / tanta alfombra de colores / vistiendo rudos pollinos / que ayer con las aguaderas / traían agua y hoy pasan / ninfas de Madrid que abrasan / las aguas de sus riberas?” ¿Ninfas? Y hasta “las fregonas de Madrid, / con sus rostros sin afeites”. Y luego esta perla: “Manzanares claro / río pequeño, / por faltarle el agua, / corre con fuego.” Fuego de amoroso holgorio popular que enciende al soto.

Pasan dos siglos; es el tránsito del XVIII al XIX, reinando Carlos IV. El poeta —del pincel— es Goya. Por los campos de sus lienzos, frescura de praderas del Manzanares. En los de Velázquez, aposentador regio, palaciego de los Austrias, fondos de encinares de El Pardo abrillantados con luz de secano; en los de Goya, chispero borbónico, luz de regadío, de tapiz de pradera de San Antonio de la Florida. Diríase que había bañado en el desnudo Manzanares la majeza de su desnudez la duquesa Cayetana, la maja desnuda, dechado de la nobleza popular de aquel Madrid aristodemocrático de fines del XVIII. Por el puente del Rey, camino de la Casa de Campo, pasarían sobre el Manzanares, aprendiz de río, María Luisa con Godoy, y aparte, Carlos IV, de caza. Aprendices de destronados.

Pasa medio siglo. A mediados del XIX. Antonio de Trueba, mi paisano —¡que parece estarle viendo y oyendo!—, publica en 1852 su Libro de los cantares. Y canta: “Vosotros los que bajáis / el domingo por la tarde / a bailar en las alegres / praderas del Manzanares, / ¿no habéis visto en la Florida, / medio oculta entre el ramaje, / la pobre casita blanca / de Antón el de los Cantares? / Sobre su puerta, una parra / sus hojas pomposa esparce, / ora brindándome sombra, / ora racimos brindándome, / y a mi ventana se inclinan / los guindos y los perales / para que su dulce fruta / desde la ventana alcance. / En torno de mi casita / exhalan su olor fragante / siemprevivas y claveles, / azucenas y rosales, / y cuando el alba despunta, / música vienen a darme, / entre la verde enramada, / de mi ventana las aves....” Trueba llegó a Madrid a servir en una quincallería a sus quince años —uno llegó a estudiar carrera a sus dieciséis—, y quince después cantaba: “Quince años ha que discurro / por sus plazas y sus calles, / como mis padres honrado / y pobre como mis padres; / pero el amor de mi alma / tu noble villa comparte / con el valle solitario / donde me parió mi madre.” He aquí un modelo de la que Menéndez y Pelayo llamó, no sin dejo de ironía, “la honrada poesía vascongada”, tan honrada como el alma, la madre que la parió. Luego se fue Antón el de los Cantares, el aldeanito de Montellano; se fue de la villa de Madrid, villa aprendiza de Corte, donde se hizo hombre y poeta, a la villa de Bilbao, en donde uno, después de haber pasado como aprendiz por la villa aprendiza de Corte, le conoció y trató a él, a quien debió sus primeras lágrimas de poesía.

Hoy, en las orillas del Manzanares, ni espinos cubiertos de blancas flores, ni praderas goyescas, ni guindos, ni perales, ni apenas verdes enramadas. Corre el pobre arroyo aprendiz de río abrazando a algunos pequeños alfaques, reliquias de su libertad infantil, ceñida su vaguada por malecones y cinchado su lecho por taludes de cemento, pobre arteria esclerótica de riachuelo enfermo de decrepitud. Algunas ropas blancas a secar en las riberas urbanizadas, por donde de vez en cuando transcurren rebaños de ovejas, por la cañada de la Mesta, recuerdo de edad pastoril e idílica. Unos chicuelos, desnudos del todo, se bañan al sol regocijadamente, en el piélago de una hidroeléctrica —¡al agua gallipatos!—, y luego se irán a jugar a “¡manos arriba!”, con pistolillas de juguete y de fulminantes. Los “autos” no bajan a donde bajaban los “coches tan bizarros” y los “entoldados carros” de tiempo de Lope de Vega, ni el “río pequeño” corre ya con fuego. Ni mira ya al Alcázar —Madrid, castillo famoso—, ni al adarve de la Virgen de la Almudena. ¡Pobre arroyo que antes de haber aprendido a ser río cortesano, metropolitano, lo han canalizado! Ahora, el canalillo esclerótico, encintado en cemento, mira melancólico al rascacielos de la Telefónica. Y corre humilde bajo los ojos de los puentes del Rey, de Segovia y de Toledo, añorando la sierra, su nacimiento, y añorando la mar, su muerte. Que es una misma añoranza.

Baja de la sierra del Guadarrama, de las Pedrizas, donde “el duro invierno encanece / la sien greñuda a los montes” —decía en la misma comedia Lope de Vega—, y baja al llano propiamente manchego, pasando por la Villa aprendiza de Corte, entre serrana y llanera. Baja gimoteando suavemente a recordarle a Madrid su infancia popular. Baja y se arroja al Jarama, el de los “toros feroces”, y el Jarama lo lleva en sus brazos al Tajo. Y en brazos estremecidos del Tajo va a pasar este arroyo de Goya por la hoz del río de la imperial Toledo, la del Greco, del río que sacaba fuera el pecho en tiempos de D. Rodrigo. Y se enlazan dos tragedias, pues también el Manzanares, el que oyó los fusilamientos del 2 de mayo de 1808, el que vio brotar en sus orillas los trágicos caprichos goyescos cuando corría con fuego, sintió la tragedia de la vida. Y el Tajo lo lleva en sus brazos estremecidos a dejarlo, al pie de Lisboa, en la mar de los conquistadores de Indias. “Nuestras vidas son los ríos...” O aprendices de ríos. Las vidas de los hombres y las vidas de los pueblos. Que hasta cuando éstos parecen llegar a vejez —un pueblo no tiene edad— llevan el alma toda de su niñez. Aun entre cincho esclerótico de cemento corre sangre moceril, de fuego. O mejor, infantil y popular, que es lo mismo.

Soñando historia a orillas del Manzanares se siente la llaneza de llanura alta, de meseta, del Madrid llanero, manchego, popular, y se siente su alteza de altura serrana y la cortesía de pueblo bajo que aprende siempre, y la frescura y la claridad de sus praderías espirituales. ¡Y qué símbolo el del madroño —sin oso—, que hasta embriaga! ¡Llaneza, alteza, cortesía, frescura, claridad! ¡Y fuego! Y recuerdos de mocedad de aprendiz de hombre en Corte.

martes, 25 de julio de 2017

¿Lucha de clases?

El Sol (Madrid), 5 de junio de 1932

Pues todo esto de que os venimos diciendo nos trae como de la mano a la lucha de clases. ¡Y si sólo fuese de clases! Es lucha de todos contra cada uno, de cada uno contra todos. Cada cual, soberano. ¿De quién? ¿De sí mismo? No es dueño de sí quien tiene que ser servidor de los demás. Y de esa soñada soberanía nace un sentimiento no ya anarquista, sino antarquista; no liberal, sino libertino. Y es claro: el antarquismo lleva —reacción necesaria— al monarquismo de Estado. Que es el que da la verdadera libertad civil, la ciudadanía.

¿Pero qué es eso de clase? Se funden y confunden unas con otras. Gañán, colono o rentero, terrateniente... ¿Quién marca sus linderos? Cuando en el reino de las sombras de los que fueron se le aparece a Ulises la sombra de Aquiles —nos lo cuenta el canto XI de la Odisea—, le dice que preferiría ser un labriego a sueldo de un labrador desheredado, con escasos medios de vida, que no reinar sobre los muertos todos. Para Aquiles, lo peor que se puede ser sobre la tierra es criado de labrador pobre. Y esto nos da mucha luz sobre eso de las clases y de la clasificación.

En esa Constitución de papel que votamos, ¡pecadores! los representantes en Cortes del pueblo soberano —¿soberano?— español de hoy, hicimos constar que España es una República de trabajadores de toda clase. Y con esta coletilla, “de toda clase”, con que se quiso esquivar una declaración de lucha de clases, quedó lo de trabajadores más indefinido aún. Y luego, entre los trabajadores de toda clase, han de estar, ¡claro está!, los que trabajan en fijar las clases, en clasificar a los trabajadores, a los ciudadanos. Que por algo lo más propio del Estado es la estadística. Ya hay quien cree que si se publican libros es para que haga catálogos de ellos y haya bibliotecarios y archiveros. Que así es como se produce administración. La económica empieza por el listero. Junto a uno que trabaja tiene que haber otro que lo vigile, que le haga trabajar, uno que trabaje de ojo, como decía el moro. Que así se perfecciona y redondea la lucha de clases. El principal resultado del socialismo obrero ha sido el de crear una burocracia. Porque toda lucha exige una organización. Y luego viene la lucha contra esa organización.

¡Lucha de clases! Sí, y luego, lucha de profesiones, de gremios, unos contra otros, y lucha de localidades. Y cantonalismo económico. Que los obreros de este lugar, de este villorrio, no puedan ir a ofrecer su trabajo a otro lugar, a otro villorrio; que no puedan ir a hacer concurrencia a los de otro lugar, de otro villorrio. Que sean siervos adscritos a la gleba. Y así es como empieza lo de los maquetos —como los llamaban en mi tierra nativa—, lo de los forasteros, lo de los metecos, como con un nombre de tradición helénica y de renovación de los monarquistas de la Acción Francesa empezó a llamárseles en Barcelona. El enemigo es el forastero, el foráneo o foraño. Y tenemos por muy probable que de foraño —foráneo— derivó “huraño”. ¿Y cómo no? En un tiempo, cuando faltan brazos, se llama a los forasteros, a los maquetos, a las metecos, a los huraños, a que sean, como servidores —más bien siervos—, colaboradores en la producción, trabajando de mano mientras los otros, los que los emplean, trabajan de ojo; pero llega un momento en que esos forasteros llegan a ser concurrentes al consumo y surge la lucha. ¿De clases? No; sino de clasificación.

¡Lucha de clasificación! ¿Hecho diferencial? ¿Personalidad regional o municipal? ¡Bah! Mandangas y pedanterías de señoritos literatos o juristas. En el fondo, lucha de clasificación. Quién será bracero, alistado, y quien sera ojeador —trabajador de ojo—, listero. Vengamos, por ejemplo, a lo de la lengua. ¿Es que el sencillo aldeano quiere aprender en su lengua nativa? ¡Quiá! Es que el señorito, su listero, su ojeador, quiere enseñarle en ella para cobrarse de enseñársela. ¿Se le va a vasconizar a un vasco en vascuence mejor que en castellano? Ni mucho menos. Un vasco que no sabe más que castellano es mucho más vasco que un vasco qué no sabe más que vascuence. La vasconidad del vasco se descubre a sí misma y se ensancha y se enriquece como vasconidad mucho mejor con el castellano —y en otros casos con el francés— que no con el vascuence. Legión los pueblos que no se han descubierto a sí mismos sino merced a otra lengua que la materna. Pero hay el interés —interés que crea sentimientos— de los listeros, de los clasificadores del pueblo. Y son los listeros, los ojeadores, los clasificadores, los que andan al ojeo de hechos diferenciales. Para lo cual se dedican, entre otras cosas, a falsificar la historia. Sin que dejen de invocar la voluntad del pueblo, como si un pueblo sencillo, de braceros, de vividores —en el más noble sentido de este vocablo tan estropeado por el uso—, como si un pueblo de clase primordial tuviese voluntad, lo que se debe llamar voluntad. “Nihil volitum quin præcognitum”, no se quiere nada que no se preconozca, reza el aforismo escolástico. ¿Y se va a querer que exprese un pueblo su voluntad por sufragio, votando lo que no conoce, lo que no puede conocer? Hay lo que se ha llamado la fe implícita, la fe del carbonero en el orden religioso, y en el orden civil o político hay la votación implícita, la del carbonero.

¡Lucha de clases! ¡Lucha de clientelas! ¡Lucha de clasificación! Proletarios y burgueses, braceros y listeros, forasteros y nativos… Trabajadores de toda clase, en fin. Porque el burgués, el listero y el nativo también trabajan. También trabaja el señor para conservar su señorío.

¡Ojo, pues, y a ver claro! Única manera de poder sentir hondo. Aunque sea pena.

lunes, 24 de julio de 2017

Escuela y despensa únicas

El Sol (Madrid), 2 de junio de 1932

Suma y sigue. Porque nos peta continuar y ensanchar las consideraciones tan obvias que hacíamos en nuestro último comentario sobre lo que sobra o lo que falta. Consideraciones que a más de un lector le habrán parecido inspiradas en lo que se dice interpretación materialista de la Historia. ¿Pero lo es? ¿Dónde el materialismo? ¿Dónde la materia y dónde el espíritu? Muy en lo justo andaba aquel economista inglés que dijo que la economía y la religión son los dos ejes de la historia humana. Y acaso son uno solo. La llamada religión, una economía a lo divino, atenta a resolver el gran negocio —así le llaman los jesuitas— de nuestra salvación eterna, y la llamada economía política, una religión —lo es el bolchevismo— atenta a resolver el negocio de nuestra salvación temporal. Y entre las dos una estrechísima alianza.

Hablábamos de la recluta malthusiana de las Órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza para surtir de siervos pedagogos a la sociedad civil. Pero hay —se nos dirá— las otras Órdenes, las contemplativas, las dedicadas a la oración. También ellas cumplen una misión económica, o si se quiere económico-religiosa. Son asilos en que se refugian los náufragos de la vida, náufragos de nacimiento. Son los que permiten a los demás vivir con un poco, muy poco, más de anchura. De crisis económica surgieron en el siglo XIII las Órdenes mendicantes. Y quien lea atentamente nuestra literatura picaresca podrá darse cuenta de lo que significaban el monacato y la frailería cuando estalló la Reforma.

Hoy a la Iglesia sucede el Estado, y si aquélla, la Iglesia, fue una institución benéfico-docente, una institución benéfico-docente se está haciendo el Estado. Tiende a hacerse la escuela única y el asilo único. “Escuela y despensa”, que dijo nuestro Costa. Cuando oigáis hablar de eso de la escuela única fijaos en que no se trata, ni sólo ni principalmente, de que esté abierta la escuela a los hijos todos de los ciudadanos, cuanto de que sean funcionarios del Estado todos los instructores, todos los maestros. El Estado docente ha de atender tanto o más que a todos los que aprendan, a todos los que enseñen. Y a la vez el Estado se convierte en el único asilo, en la única despensa. Escuela única y despensa única. Y decidme, ¿son otra cosa el sovietismo y el fajismo? Y lo mismo da que el Estado surja de los Sindicatos únicos que de los Sindicatos libres. Las dos clientelas acaban por fundirse en una, única y... ¿libre? Libre, nunca.

Hay aquello que Carlos Marx llamaba el ejército de reserva del proletariado, el que había de mantener la que Lasalle llamaba ley férrea del salario, el ejército de esquiroles o rompe-huelgas. El de los obreros parados, que es de siempre, de los que con su paro mantienen esa ya mítica ley férrea. Y en cierto modo formaban parte de ese ejército económico la clerecía y el ejército militar. Para guardar la que se llamaba sociedad burguesa, o capitalista, sus capitales, sus caudales, tiene que rodearse de un verdadero ejército, diversificado; pero este ejército es el que llega un tiempo en que le consume tanta parte de caudal como el que trataba de guardar. La prima del seguro le cuesta tanto como el riesgo de que trata de asegurarse. Y es el proceso actual de expropiación del capitalismo. ¿Que los anarco-sindicalistas se preparan al asalto de expropiación? El remedio consiste en hacerlos guardias de asalto al servicio de los capitalistas. Es ya antiguo lo de que el matute se acaba haciendo celadores de consumos a los matuteros todos. Y así el asalto llega por otro camino.

Por los tiempos mismos en que nuestro Costa repetía su tópico de “escuela y despensa”, otro español típico, nuestro Ganivet, solía repetir otro tópico, y es que las revoluciones se evitan aumentando, universalizando la burocracia. Es el tópico central de la conquista del Reino de Maya por el último conquistador Pío Cid. Los señores serán despojados por sus criados. Pero figuraos que entra a conquistar el Reino —o República, es igual—, en vez de Pío Cid, que es una especie de Don Quijote, con una cabeza confusa, con un entendimiento brumoso, sobre un corazón y un sentimiento todos luz y nobleza, que entra una especie de Julián Sorel —el del Rojo y negro, de Stendhal—, es decir, una cabeza bien organizada, un entendimiento claro y cortante y frío, sobre un corazón torturado y resentido, y decidme lo que puede ocurrir. Aunque el resultado sería igual, pues no depende de la psicología de los conquistadores.

¡Lo que estamos pensando en estos días de disolución íntima de nuestro régimen histórico —disolución económica, disolución religiosa, disolución política, acaso disolución estética—, en nuestro Don Quijote, y en nuestro Íñigo de Loyola, y en nuestro Segismundo, y en nuestro Don Juan! Y andamos buscando en nuestra historia o en nuestra leyenda pasadas las figuras que correspondan al Yago shakespeariano o al Julián Sorel stendhaliano.

Nuestra España está entrando en el periodo disolutivo en que tan entrada está ya Europa, que va a un nuevo régimen económico-religioso. Hubo el Renacimiento, hubo la Reforma, hubo la Revolución. Ahora llega el Resentimiento y con él la escuela y la despensa únicas, el Reino de Maya.

domingo, 23 de julio de 2017

Respeto al pensamiento privado

El Norte de Castilla (Valladolid), 31 de mayo de 1932

Suele hablarse de la vida privada y de que hay que respetarla, que harto es que los hombres públicos estén expuestos a todos los ataques que puedan dirigirse a su vida pública. Pero no sabemos que se haya dicho algo de la inviolabilidad del pensamiento privado. Porque si el hombre público, el político, tiene su vida privada en la que se refugia de los sinsabores de la otra, el escritor público, el publicista, el literato, tiene también su pensamiento privado. Y no es decoroso asaltarlo. Lo que uno crea deber dar al público, a su público, se lo da, pero si algo quiere reservarse, ¿por qué ha de pretender forzarlo cualquier indiscreto?

Nos referimos concretamente a esa, ya verdadera legión, de reporteros, enquesteros ―o enquisedores, en rigor inquisidores― refitoleros y correveidiles que dan queriéndole sonsacar al escritor público, al publicista, su pensamiento privado. Apenas, por ejemplo, se pronuncian en las Cortes uno de esos discursos que en la jerga convenida se llama sensacional, cuando ya se le arriman a uno esos inquisidores, papelito y lápiz en mano, con aquello de: “¿qué le parece a usted?” Y si uno para sacudírselo dice que se reserva su juicio o que no le parece nada, le dan a la respuesta, no sin cierta malignidad, un sentido que no tiene. Lo hacen aparecer como un desdén hacia el objeto de la pregunta y no hacia la pregunta misma. Pero lo peor es cuando esos inquisidores no le preguntan a uno nada sino que se arriman, como confidentes policíacos, a un grupito en el que el escritor habla en privado con dos o tres amigos, para escamotearle un juicio privado. Y si luego uno lo rectifica, la cosa empeora aún más. El que esto escribe tiene que declarar por su parte que de cada docena de juicios u opiniones que se le atribuyen, lo menos ocho suelen ser casi totalmente fabricadas por otro y las otras cuatro trastornadas. Y que no se le cuelgue sino aquello que él, por su parte, y sobre su firma, emita. Y aun entonces no se ve libre de la mala interpretación. Y tiene que declarar también que no responde de casi ninguno de los dichos con que se le está tejiendo una especie de leyenda. Ha llegado a ver como citas suyas, y hasta entrecomilladas, sentencias que le han cogido enteramente de nuevas.

¡Y qué cosas se le preguntan al desgraciado que no puede tener pensamiento privado, o que no puede rehusarse a pensar sobre algo! Al que esto escribe se le preguntó qué impresión le habían producido las erupciones de ceniza de los volcanes andinos. Y contestó que protestaba indignadísimo contra la mala saña de esos volcanes, que era intolerable que una cordillera como la que separa dos pueblos tan nobles y tan inocentes como el chileno y el argentino, se vieran expuestos a la perversidad de esos titanes geológicos, que no creía que serviría querer tapar sus cráteres con grandes masas de cemento, pues los lanzarían como proyectiles… Y acabó recordando lo que Herman Melville, en su intensísima novela Moby Dick o la ballena blanca ―aún está por traducir―, dijo de la divinidad malévola que se complace en atormentar a los mortales, y aquello de Leopardi de que hay que despreciar al poder escondido que para común daño impera y a la infinita vanidad del todo. Algún tiempo después se le preguntó sobre el asesinato del hijo de Lihnberg, y contestó que eso era efecto de causas económico-sociales sujetas al determinismo histórico, y que era ocioso dejarse impresionar y menos indignarse por ello, que era uno de tantos reveses a que está expuesta la vida humana y… así por el estilo. Ni una ni otra respuesta se publicaron.

¿Y por qué no se publicaron ni una ni otra respuesta? ¿Es porque se las tomó por eso que los mentecatos llaman paradojas de Unamuno? No, ni mucho menos. Porque si los inquisidores las hubieran estimado paradojas habríanlas aprovechado muy satisfechos de acrecentar el caudal de las que se me cuelgan. Pero no es así. En cambio, en cuanto se les ocurre una majadería en seguida la califican de paradoja y la ponen a mi nombre. Porque es de observar que para todos aquellos que carecen de entendimiento dialéctico, que son incapaces de penetrar en el fuego íntimo y trágico de las contradicciones del pensamiento vivo ―el pensamiento que no es contradictorio en sí es pensamiento muerto―, para todos aquellos que presos del sentido común no han llegado a adquirir pensamiento propio, para todos aquellos que viven faltos de pensamiento privado, íntimo, intransferible, para todos estos son paradojas las majaderías que se les ocurren. Y ni aun estas suelen ser propias. Porque hay aquello que me decía un amigo: “Mi hijo Enriquito tiene un talento para decir tonterías...” En cambio, estos cuando quieren decir una tontería les resulta una vaciedad, una cosa que no quiere decir nada. Por lo cual a uno que con frecuencia me decía: “verá usted lo que quiero decir”, solía yo atajarle diciéndole: “Mire, amigo, a mí no me importa lo que usted quiere decir, sino lo que usted dice sin querer”. Porque es esto alguna vez se revelaba su pensamiento privado. Y hasta alguna verdadera paradoja, pero inconsciente, es claro.

¿Cuándo se nos respetará el pensamiento privado a los que por sino o por providencia estamos en esta tares de representar el pensamiento público?

sábado, 22 de julio de 2017

¿Qué sobra o qué falta?

El Sol (Madrid), 29 de mayo de 1932

Entre los tópicos —y a la vez trópicos— que de más curso gozaban en aquellos benditos tiempos de la siesta nacional monárquica, había dos que sonaban con frecuencia, y ¡eran el de “menos política y más administración”!, y ¡el de “menos doctores y más industriales”! Claro está que lo que llamaban administración no era sino política, generalmente mediana, y los industriales que pedían convertíanse en doctores en Industrias, pues éstas no se fundan así como así, con tópicos más o menos gacetables.

Nos trae ahora a las mientes este segundo tópico regeneracionista el grave problema —y esto de los problemas también es tópico— que se le presenta a España, como se les ha presentado a los demás pueblos civilizados, del pavoroso aumento del número de jóvenes que se dedican a las que se llaman profesiones liberales —¡liberales!— que ingresan en liceos y Universidades, que corren tras de lo que se llama un destinillo, que se preparan a funcionarios públicos, ya que esta República va a ser, no de trabajadores, sino de funcionarios públicos, de empleados. Es la proletarización de la llamada clase media, que entre nosotros apenas si ha existido hasta hace poco. Y hoy se nos aparece. ¡Y con qué aspectos!

“¡Sobran abogados! ¡Sobran médicos!”, oímos decir. Y se nos ocurre: ¿Y qué no sobra? Porque sería muy cómodo cerrar el paso a esas tristes profesiones liberales a los jóvenes que a ellas se arrojan por no saber qué otro camino emprender; pero lo que no sería tan cómodo es indicarles ese otro camino. Lo que hay que decir no es qué es lo que sobra, sino qué es lo que falta. Y acaso no van descaminados los que piensan a lo malthusiano, que lo que sobran son hombres, o si se quiere bocas. No van acaso descaminados los que en las últimas grandes guerras, y en las que aún han de venir, no ven sino una restricción malthusiana al excesivo aumento de la población humana que el genio de la especie —aquel de que hablaba Shopenhauer— lleva a efecto. Sí, ¿qué es lo que falta? Que nos lo digan los que dicen que sobran médicos o abogados o ingenieros o lo que sea; que nos lo digan.

Ahora, desde que nos dimos cuenta de que la crisis económica de España se debe en gran parte al analfabetismo y estamos rumiando aquel máximo tópico —y máximo trópico— de “escuela y despensa” del león enfermo de Graus, hemos venido a dar en que lo que más nos falta son maestros de escuela, y se empieza a abrir esta carrera a los más posibles para formar así el proletariado pedagógico. Y de este modo se podrá llegar a que una buena parte de la población viva de enseñar a leer, escribir y contar al resto de ella. Y otra parte, ¡claro está!, a divertirla. Porque hay que dar ocupación a todos.

Sabido es que en la decadencia del Imperio Romano, cuando se iba disolviendo una civilización y se acercaba la ruralización medieval, el pedagogo, el encargado de adoctrinar en letras a los hijos de los patricios solía ser un esclavo. Y se ha dicho que una de las causas de aquella disolución fue el que los patricios, los hacendados, los señores, hubiesen sido educados por sus esclavos. Y ese carácter de esclavitud, de esclavitud resentida —y a las veces rencorosa— persistió  por mucho tiempo en el pedagogo. Al pedagogo pagano sustituyó con el tiempo el pedagogo cristiano, el dómine, generalmente eclesiástico, el clérigo. Y el clérigo recibió toda la herencia espiritual del antiguo pedagogo a que sustituía. Y cuando de nuevo el pedagogo, el eterno pedagogo, se hace laico, ¿es que no sigue siendo, en el fondo, el antiguo pedagogo y el clérigo? ¡Ay de aquel inmortal Dómine Cabra, “clérigo cerbatana” del inmortal Quevedo! ¡Ay del martirio de San Casiano! ¡Ay del claustro de que salió la escuela! ¡Ay del proletario de las primeras letras!

¿Proletario? El pedagogo clérigo, en rigor, no era proletario, no tenía prole, porque el genio de la especie, la cordura subconciente del género humano le dictó el celibato obligatorio. Los que se fijan en que tan grande parte de los niños españoles que reciben enseñanza primaria lo hagan en colegios de frailes no recapacitan acaso en que ello se debe a que esos pedagogos han tenido que aceptar el celibato obligatorio, que es la marca de su esclavitud, de esa esclavitud inherente a su función docente. Y no hay persona observadora y reflexiva que no se haya percatado de que las llamadas órdenes religiosas se nutren de una recluta malthusiana, que van a engrosarlas aquellos que no hallarían una profesión con que poder criar una familia, una prole. O sea, ¡trágica paradoja!, que son los proletarios que no pueden tener prole y se tienen que dedicar a desasnar a lo prole ajena. Y si lográramos suprimir todos esos pedagogos monacales, todos esos esclavos del celibato malthusiano, y sustituirlos con pedagogos laicos, y ¡es claro!, padres de familia, proletarios de prole propia, ¿es que se resolvería el problema vital que palpita en el fondo de todo ello? El día en que lográramos que todos, absolutamente todos los niños españoles recibieran la primera instrucción obligatoria en escuelas regidas por maestros y maestras laicos, civiles, funcionarios racionales, sin celibato obligatorio, por supuesto, o sea proletarios propiamente dichos, ¿en ese día no surgiría otro problema? Es fácil que entonces se dijera: ¡sobran maestros! Porque habría que alimentarlos.

Me acuerdo la protesta que suscitó en cierta reunión de educadores cuando una vez sostuve que cuando una maestra pública se casa debe abandonar la enseñanza, pues no es posible que rija bien una escuela una mujer que tiene que concebir, gestar, parir y criar hijos propios, que una proletaria de prole propia no puede dedicarse a la prole ajena. En seguida se me echó en cara que abogaba por la docencia monacal. Y uno se me acercó luego y me dijo al oído: “¿Y qué le parecería a usted el celibato civil obligatorio?”

Empieza a hacerse España un pueblo de tinterillos, de funcionarios públicos, en vez de un pueblo de campesinos que venía siendo. El campesino huye del campo y, lo que es peor, lo aborrece. Y se empieza a oír el trágico tópico de “¡vuelta al campo!” ¡Qué fácil decirlo! Para que la gente vuelva al campo hay que hacer campo. ¿Es que sobra campo?, ¿es que falta campo?, ¿es que sobra gente?, ¿es que falta gente? ¿Es que España puede mantener a todos sus hijos?

“Y tú, ¿qué resuelves?” —se me dirá—. Yo no resuelvo nada; mi misión no es la de resolver. Mi misión es la de hacer que las gentes miren al fondo de los llamados problemas. No sé si sobra gente o falta tierra; pero si sé que falta valor para encarar la verdad.

viernes, 21 de julio de 2017

Imaginaciones

El Sol (Madrid), 26 de mayo de 1932

Innegable que pesa sobre una gran parte de la gente —y gente no es precisamente pueblo— un cierto estado de desasosiego común y contagioso, “¡Que se reviente de una vez!” “¡Se vive con el alma en un hilo” “¡Así no podemos seguir!” “¡Hay que salir de esto!” —se oye—. Y con ello friega de sentimientos y refriega de resentimientos encontrados y en choque. ¡Y luego rumores! “Se dice que...” Y no es que esperen lo inesperado, según el consejo de Heráclito de Efeso, con esperanza, sino que lo esperan o, mejor, lo aguardan con temor. “¿Qué va a pasar aquí?” —se preguntan—. Y tanto o más que en busca de Mesías andan en busca de profetas de Mesías. Todo lo cual es una enfermedad de la imaginación colectiva.

¡Imaginación! “Autos”, aviones mecánicos, “cines”, “radios”, gramófonos de altavoz..., no hay tiempo de enterarse de nada de lo que pasa, ni de lo que se queda, ni de entregarse a ello. “Agua pasada no mueve molino”, dice el consabido refrán del pueblo; pero mueve la mente del molinero. Y la mente del molinero es también molino, que mueve al otro. El que obra en la Historia necesita adquirir conciencia de su obra. Y la gente no digiere la historia que vive; no la digiere, sino que la rumia; no medita, sino que cavila. ¿Es que se vive demasiado de prisa? “¡Se vive!”, suele decirse con una cierta engañosa satisfacción. Pero ¿se vive o se experimenta?

¡Imaginación! Desde hace algún tiempo los adeptos de la novísima filosofía fenomenológica alemana han forjado un sustantivo para verter el germánico Erlebnis, y es el de: vivencia. Y empieza a sonar lo de vivencias. El verbo alemán erleben solíamos traducirlo por experimentar, pero se ha caído en la cuenta de la diferencia. No es lo mismo vivir que experimentar un malestar creciente, póngase por caso. Ni por otra parte la experiencia es la experimentación. Y en el fondo se trata de poder imaginarse, de poder soñar acaso, aquello que se vive. No se vive vida íntima espiritual, vida histórica —en cierto sentido podría decirse que vida religiosa—, sino pudiendo imaginarla, soñarla, en vivo. No por el entendimiento, no por el sentimiento, no por la voluntad vive el hombre vida humana, sino por la imaginación. Todo el poderío del ánimo consiste en imaginar lo que se ve. ¡Imaginar lo que se ve! “¡Quien lo creería..., si parece un sueño!” —se dice—, y cuando así se dice es que se está ante un verdadero sueño, ante una realidad espiritual. “¡Quién lo creería!...”, pero es que tan creencia como la de la fe es la de la razón, que si fe es creer lo que no vimos, razón es creer lo que vemos, creer en el sueño. Y crearlo al creer en él. Mas para ello hace falta ocio, vagar, ¿y dónde le hay hoy? La imaginación se cansa no de imaginar, sino de no poder imaginar, de que no le quede ocio para imaginar. Trabaja a destajo y nada produce.

¡Imaginación! La vivencia, la Erlebnis, la experiencia vital es algo imaginativo. Pero —ya lo hemos dicho— no es lo mismo experiencia que experimentación. Ni es lo mismo un hombre experto que un hombre experimentado. La experimentación nos trae a las mientes cuines (conejillos de Indias) y ranas de fisiólogos. Y acaso alumnos de laboratorios de pedagogía norteamericana. En la experimentación se trata de poner algo a prueba. Y consabido es el peligro de las probaturas, pues en probaturas se fue —dícese— la doncellez de la Juana. Y hace poco que un grupo de estudiantes universitarios —probablemente de la F. E. C.— se quejaba de que los profesores les habían tomado de cuines (cobayas) para experimentos políticos. Y lo que es indudable es que con la preocupación de que no hay tiempo que perder, de que hay qué acompasarse al ritmo de la vida moderna, menudean, acaso más de lo debido, los experimentos, los ensayos, las probaturas.

¡Imaginación! Cada vez que oímos hablar de emoción republicana, de fervor republicano, de conciencia republicana, nos imaginamos que el pueblo español no ha llegado todavía a imaginarse lo que sea una República. A lo sumo lo que hace ya años oíamos en Balaguer a un republicano catalán: “La República es una Iglesia en que todos son herejes.” Lo cual no carece de sentido, pues es una expresión del absoluto individualismo, rayano en el anarquismo, de la atomización de la soberanía. No de la soberanía popular, sino del montón de soberanías individuales. Y son casi los únicos, nuestros anarquistas ibéricos, los que se imaginan —y para ello hace falta bien poca y bien, pobre imaginación— una República así, en que todos sean herejes. Lo que no es, ¡claro!, una Iglesia herética. Pues una República en que todos fuesen soberanos, jamas llegaría a ser una República soberana.

¡Imaginación! Los ciudadanos españoles —de toda España— que el 12 de abril del pasado año de 1931 votaron por un nuevo régimen, por un cambio de régimen, ni se habían imaginado lo que pueda ser una República, ni ahora, después de los experimentos, de las vivencias si queréis, de las probaturas, se lo imaginan. “¿Para esto ha venido la República?” —se le oye exclamar a alguno que se cree lesionado en su soberanía individual, en su real y santísima gana.

¡Imaginación! Se le puede, sí, ayudar con obras de imaginería, pero de nada sirve sacar estas por plazas, plazuelas, calles y callejas cuando la procesión anda por dentro. Banderas tricolores, gorros frigios, himnos de Riego... ¡Bien!, pero... La imaginación, como la liturgia, suele cansar a la imaginación sin despertarla. Lo que hace es adormecerla.

—¡Ay, amigo! —me decía un coetáneo mío—; usted sabe cuánto deseé el cambio, aunque sólo fuese por cambiar de postura, pero si viera usted, aquí entre los dos, ya que nadie nos oye, cuánto echo de menos aquellos para mí apacibles tiempos de la Regencia, después del 98, en que ustedes se desataron, aquellos tiempos de apacible siesta comunal, cuando los caciques apacentaban al noble pueblo, y los Republicanos históricos colaboraban, con su discreta oposición, en la historia de la Regencia. Sí, sí; sé lo que me va usted a decir, pero...

Pero ¿qué le iba yo a decir? Mi profesión es imaginar y hacer que otros imaginen, y hasta hay quien se empeña en atribuirme el que me arrogo el papel de profeta, pero...
Hay toda una filosofía del “pero...”

jueves, 20 de julio de 2017

En la fiesta de San Isidro Labrador

El Sol (Madrid), 22 de mayo de 1932

Era el día de Pentecostés, de la Conmemoración de la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, que en este año ha coincidido, por providencial dispensación, con el de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, el 15 de mayo. San Isidro, Labrador de Madrid, cuando Madrid se labraba, cuando era tierra labrantía. Y como sigue siendo pueblo hoy por el pueblo es tierra y tierra de labranza.

Y ese día de Pentecostés y de San Isidro entróse uno —uno solo— en la calle de Toledo por la plaza Mayor. A la entrada y a la izquierda, en los soportales, este rótulo de una tiendecita de aquellas que soñó Galdós: “Fábrica de flores.” ¿Sería un agüero? Más adelante se le acercó a uno una anciana preguntándole: “¿Es por aquí la catedral, señor?” ¡La catedral! Trasciende a provincia, a pueblo provinciano. Y pasan donairosas y alegres —no se sabe sin con alegría republicana, pero sí popular— muchachitas en flor. El mocerío se enracima en los tranvías. Y uno —uno y solo— se siente preocupado entre oleadas de pueblo. Son los que fueron hace un siglo, hace siglos, son los que serán dentro de un siglo, dentro de siglos. Están sobre los regímenes y por debajo de ellos, en sus copas y en sus raíces. Y se siente uno pasar. Y ¡ay si pudiese guardar para siempre —¡para siempre!— este momento —¡coger el instante!— y hacerlo sempiterno! Y siente la enorme y trágica melancolía de esta vocación de cronista —de temporalista— de la eternidad cotidiana. El temporal pasa. Y al querer así acuñar en estampa esta sensación ¿no pierde uno su goce puro?

Salió uno a la calle de la Cava Baja. O mejor, entróse en ella, pues que salir es entrar. Posada del Dragón, Posada del León de Oro, Posada San Isidro, Flor de la Mancha.... Posadas, no hoteles. El pueblo allí se posa. Hotel, hostal, aunque propiamente hospedería, nos sabe a algo como hospital; es para enfermos de urbanidad, no de civilidad. Y por allí calle de Latoneros, y de Tintoreros, de gremios populares; nada de figurones o fantasmones, héroes o no. Una muchachita, en una portalada, le decía a otro: “... en mi pueblo...” Y al oírselo husmeaba uno tierra de labranza, heno mojado de rocío. Y luego, la Cruz de Puerta Cerrada que abre sus anchos y blancos brazos de piedra; una cruz pura, sola, sin Cristo. ¡Líbrenos Dios de bárbaros, sin tierra ni pueblo, a quienes se les ocurra derribarla!

La calle de la Cava de San Miguel, casas con recalzo en escarpe y grandes ventanas enrejadas, como en Cuenca. Y la plaza de San Miguel, con tristes acacias encallejonadas, algunas con florecicas blancas esmirriadas. ¿De fábrica? Y allí al lado, junto a un mercado de abastos, un “cine”. Las alegres mocitas callejeras no son estrellas de “cine”, sino estrellitas de calle, y como si chinarrillos, dulce y suavemente refulgentes, de Camino de Santiago. Y en la plazuela de Santiago. Y en la plazuela de Santiago, allí cerca, entró uno en aquella iglesuela insignificante, sin más cuño ni carácter que el de no tenerlo, y es bastante. Estaría desierta a no ser por un hombre de pueblo, todavía joven, que de rodillas sobre el asiento de paja de una silla reclinatorio, se enjugaba pudorosamente los ojos. Pintada en un pilar la roja cruz de Santiago, puñal ensangretado todo. Pero algo se preparaba, pues empezó un discreto trajín sacristanesco. Y al salir uno dio con un “auto” del que sacaban a un niño de días cuya cabecita desnuda derramaba, al sol de la tarde, serenidad por el recinto de la plazuela. Era que le llevaban a bautizarle al pie de la cruz roja de Santiago.

Salióse uno, y al doblar la iglesuela de la calle de Santa Clara, y en su otra esquina: “En esta casa vivió y murió Mariano José de Larra.” Y el año, hace cerca de un siglo. Y allí vive y muere; allí sigue viviendo su muerte trágica, su suicidio. Y uno soñaba religiosamente: ¿No siente? ¿Le siente a uno Larra? ¿Siente su tierra y su pueblo, su España? También él atesoró momentos huideros y los eternizó; eternizó la momentaneidad momentaneizando la eternidad. También él se bañó en oleadas del “hombre tierra” —que así, con estas mismas palabras, le llamó; también él, que era uno —otro—, se sintió solo en la común soledad española. Y el pueblo en torno de él se reía, jugaba, se holgaba, se regocijaba, se gozaba, aunque a las veces llorase y se desesperase; pasaba y se quedaba.

“¡Todo el año es Carnaval!", sentenció el suicida. Sí; pero todo el año es también Semana de Pasión, y es Pascua de Resurrección, y es Pascua de Pentecostés; todo el año es bajada del Espíritu Santo, del Consolador, para el que al espíritu se abre, para el que se abre al pueblo y a la tierra labrantía. Y todo el año es Navidad; en todo él nacen almas puras en cuyas frentes se alumbran los ocasos. Y uno se fue llevando en la hondura del alma la visión de la cabecita luminosa del nene a quien se le llevaba a cristianar al pie de la cruz roja de Santiago, del puñal ensangrentado todo, y la efigie del que en la otra esquina se quitó, hace cerca de un siglo, la vida solitaria. Y una grande, una enorme, una muy honda tristeza se le fundió, se le confundió a uno con una grande, una enorme, una muy alta alegría y se le llenó de serenidad el espíritu de pueblo y de tierra. Y es que al enchufarse y concadenarse una en otras las dos simas, la de dentro y la de fuera, se engendra el orden y el caudal de corriente pura, limpia y clara, se cuela entre zaborra y espumarajos y revoltijo de éstos y aquéllas. Que un bebedizo de sosiego no obra sino filtrado. Y hay que entregarse.

Fue el día de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, y el mismo día en que se conmemoraba la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

miércoles, 19 de julio de 2017

Serenidad

El Sol (Madrid), 20 de mayo de 1932

Observamos, no sin complacencia, por de contado, que empieza a desconfiarse de eso de la cordialidad y a sustituirlo por serenidad. La cordialidad, como todo lo que dice el corazón, es muy peligrosa para entenderse y enterarse —hacerse enteros— los hombres. Cierto es que, como decía Pascal y lo hemos repetido muchos, más o menos pascalianos, el corazón tiene sus razones; pero las razones del corazón, sobre todo las del corazón de la turba, suelen ser razones turbias y turbulentas. Con esas razones no se razona, no se “enrahona” bien. Y el corazón, además, y esto es lo peor, suele gustar andarse por encrucijadas y callejuelas y pasillos, en penumbras, y valerse de artes de seducción que huyen de la serenidad.

¡Serenidad! Sereno (“serenus”) es lo propio de la tarde, la “sera”, cuando es clara. En tierras de Castilla, en tierras de Salamanca al menos, las gentes del pueblo se reúnen a convivir, a conversar, a enterarse unas con otras, en las tardes serenas, cuando empiezan a nacer las estrellas, y a esa reunión se le llama “serano”. Y en las villas, cuando el velador nocturno da las horas a los acostados, les saluda acaso con un “¡Ave María Purísima!”; pero de ordinario al número de la hora añade un... “... y sereno” si el tiempo, si el cielo lo está. Y sabe el acostado que si se asomase a la ventana y recostándose en su alféizar mirase al cielo, vería sin nubes la estrellada, vería la verdad del mundo infinito, que de día, aunque esté sin nubes, encubre y tapa el sol, corazón turbulento de nuestro pequeño mundo. Ya dijo el poeta que “ese cielo azul que todos vemos ni es cielo ni es azul”. Aunque esto no sea más que una salida tropológlca. Pero para serenidad de noche, cuando se abre la inmensidad, cuando se abre el cielo, cuya visión le sobrecogía a Kant como la visión de su propia conciencia.

En Flandes, los veladores nocturnos, los serenos, lanzaban desde lo alto de una torre, a bocina, el “alles is stil!”: todo está tranquilo, que es, en otro sentido, nuestro “¡...y sereno!” Y en ese mismo Flandes, cuando empezaba a luchar contra el poder de nuestros Habsburgos, de los Austrias de España, en tiempo de aquel Carlos Quinto de Alemania, Primero de España, el nieto de nuestros Reyes Católicos, el que encarnó en Gante para empezar a vivir en Yuste, en aquel Flandes se celebró, y en Gante, un “landjuweel” en 1539, un concurso de “moralidades”, y fue el mismo Carlos Quinto quien propuso el tema tradicional: “¿Cuál es el mayor consuelo para un moribundo?” (Twelck den mensch stervende den meest troost es?, en flamenco.) Fue tal el escándalo de las respuestas —luteranizantes—, que se prohibió la lectura en la representación.

“¿Cuál es el mayor consuelo para un hombre moribundo?” El tema de Carlos Quinto decía “hombre” —mensch—; pero lo mismo cabe añadir pueblo. Aunque no se trata, ¡claro está!, de muerte física o material. El que hablaba de consuelo para un hombre moribundo —mensch stervende—, creía al hombre inmortal. Y aún más inmortal que un hombre —si es que cabe más y menos en inmortalidad— es un pueblo, es una nación. Y ¿cuál es el mayor consuelo para un hombre, para un pueblo agonizando, es decir, luchando por su inmortalidad? ¿Cuál es el mayor consuelo para un pueblo que en un momento de su historia, de su vida, siente que se le muere una forma de esa vida, siente que se tiene que trasformar si ha de seguir viviendo su inmortalidad histórica? El mayor consuelo es morir —o, mejor, transitar— al sereno, contemplando el cielo eterno de las estrellas. Su consuelo no ha de hallarlo en las turbulencias del corazón, no ha de hallarlo en una engañosa cordialidad, sino en la serenidad de la visión hitórica, sin nubes, ni brumas ni nebulosidades.

Y las peores nubes son las que más empañan la claridad del cielo de la historia, las que más enturbian —con pasiones de turba— la serenidad; son las nubes definitivas. Queremos decir las de definición. Porque nada más turbio que las definiciones, sobre todo las jurídicas, las políticas y las teológicas. Apenas si se salvan las definiciones geométricas o matemáticas y las logométricas o gramaticales. Y aun… ¿Pero las otras?, ¿las de los juristas? Qué de nebulosidades —y definitivas— en los conceptos de soberanía, autonomía, federación, delegación..., y tantos más. A las veces se puede aclararlos algo logométricamente, por análisis lingüístico, ¡mas aun así.… ¡Porque ha entrado tanta cordialidad turbia y turbulenta en la serenidad del lenguaje racional! ¡Tienen tantas resonancias emotivas las palabras!... ¡Sobre todo cuando se hacen motes! ¡Y cuando sirven a intereses de partidos y de particularismos!

A lo partido —y a un partido— se opone lo entero. Y esto de entero viene del latín “integrum”. Lo entero es lo íntegro; la “enteridad” —y con ello la entereza— es la integridad. Y aquí entra lo de integral e integralidad. Lo integral es lo enterizo, lo no partido; es también lo indiferenciado. Enterarse es integrarse, es completarse. Y cuando uno pierde su integridad, su enteridad y se le restituye la parte que perdió, se le reintegra, se le integra. Que también se dice, con otro derivado, que se le “entrega”. Y es curioso que habiendo derivados populares, romanceados, de “integrum”, en castellano, en portugués, en francés, en italiano, apenas si le hay en catalán. Porque, en rigor, en catalán “enter” es un castellanismo. La voz propiamente catalana es “sencer” (o, mejor acaso: “sencé”). Pero la concepción radical es otra. Porque “entero” es una cosa y dice relación a integración, y “sencer”, sincero, es otra, y dice relación a pureza. El que se integra, el que se entera —y no cabe integrarse sino en otros y con otros—, suele tener que perder su sinceridad, su pureza. Hasta cabría sostener que la sinceridad —que tira a conservar lo diferencial— se opone a la enteridad, a la integridad con otros. Y basta por hoy.

Tendremos que volver a esto, a considerar que el consuelo de perderse, de morir como pequeño todo “sincero”, puro, para renacer en una integración, en una enteridad superior, en un todo entero, el consuelo de tener que inmolar la sinceridad diferencial, particular, para hallarse más radical y hondamente uno mismo —mismo con otros—, ese consuelo estriba en la serenidad de contemplarse en el cielo estrellado y sin nubes de la historia universal. Al nosotros del “nos-otros solos” no le queda más que el pobre anejo del “-otros”. Y el otro, en rigor de sentido espiritual, aunque se quede sincero, puro, no es entero La consolación de la muerto de la sinceridad, de la diferencialidad, de la pureza, que es “avara pobreza” —ya lo dijo Dante—, está en la serenidad con que se afronta, haciéndole callarse al corazón, una muerte que es puerta de inmortalidad. Y es amor lo que nos dicta este consejo.

martes, 18 de julio de 2017

Hay que enterarse

El Sol (Madrid), 15 de mayo de 1932

Escapando, de momento al menos, al hoy tumultuoso, a fin de tomar fuerzas para el mañana, me remonté al ayer de hace un siglo, a la época aquélla en que Mariano José de Larra, Fígaro, dechado de periodista —de la “mala y diabólica ralea” que tanto atosigaba a don Marcelino—, escribía sus artículos en El pobrecito hablador. Me puse a leer los dos primeros: “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”, y la “Carta a Andrés”. Y me encontré al punto en el hoy y en el hoy más candente. Y me di cuenta de que el hoy es el ayer, y que acaso el ayer es el mañana. “Todo está lo mismo, parece que fue ayer”, dice un consabido dicho decidero. Y yo he dicho por mi parte, y hoy lo repito, que “cualquier tiempo pasado es mejor”. El ser pasado, su preteridad lo mejora. ¿Pero acaso está todo lo mismo?

Fígaro resumía su juicio respecto al público diciendo que “el ilustrado público gusta de hablar de lo que no entiende”. Y ponía en duda que sea público el que deja en las librerías las obras clásicas nacionales y “en las épocas tumultuosas quema, asesina, arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula”. Ese, sin duda, no es público, que es cosa de literatura, mas ni es pueblo, que es cosa de vida común, de civilidad. Y en la “Carta a Andrés” vuelve Fígaro al tema, aunque con un rodeo, al preguntarse: “¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?” Que es preguntarse si no se consume porque no se produce o no se produce porque no se consume. Lo que me recuerda aquella contestación de un querido amigo mío, hombre cultísimo, lector infatigable, que preguntándosele una vez por qué no escribía, respondió: “No soy más que lector; yo produzco consumo.” Y no era poco en un tiempo en que apenas leían sino los escritores —se leían unos a otros—, haciendo de la literatura coto cerrado. Sin que se pudiera decir por eso que ni los que leían supieran escribir ni tampoco que los que escribían supieran leer. A lo que hay que añadir que de nuestros Institutos de segunda enseñanza —ahora Liceos— se suele salir sin la menor educación de escritor, que un bachiller nuestro apenas si ha aprendido a redactar una carta. Nuestro profesorado de segunda enseñanza no conoce la tan pesada como generosa obra que le incumbe al de Francia con la tarea de tener que corregir los devoirs, los ejercicios escritos de los alumnos. Y a pesar de ello...

A pesar de ello hemos adelantado, y no poco, desde hace un siglo, desde los días en que Larra preguntaba quién es el público y si no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee. Y hemos adelantado, es decir, nos hemos civilizado merced a la Prensa. La Prensa ha hecho lo que no ha logrado hacer la enseñanza pública oficial. Y esto os lo dice un universitario que es a la vez un periodista, un escritor de hojas volantes. La Prensa ha hecho que el pueblo se haga público. Y el mismo don Marcelino hizo más por la ilustración popular con su obra de periodista, de apologista de la plaza pública, que con su obra universitaria, a la que nunca le tuvo gran apego.

La Prensa es la que más ha contribuido a hacer conciencia popular nacional. Con-ciencia, o si queréis con-sabiduría, a que los españoles con-sepan lo que les interesa. Que consaber es el camino para consentir. Y conviene, y más ahora, insistir en esto del consaber, del enterarse —enterarse es la forma romanceada del latinismo integrarse—, para librarnos del confuso sentido —muchas veces contrasentido— que se amaga en términos como el de “cordialidad”. Cuando de éste se abusa hay que recelar engaño. No concordia, ni discordia, sino con-ciencia. Que cada uno sepa lo que quiere y quiera lo que sabe; que cada uno sepa lo que da y lo que pide, sepa lo que concede y lo que niega.

Para enterarse, para integrarse, naturalmente, lo que hace falta es tener buenas entendederas, pero esto depende, naturalmente, también de las explicaderas de quien se nos dirige. Y es cosa de observación cotidiana lo de que aquellos que más se quejan de la incomprensión ajena suele ser porque no saben —o mejor, no quieren— darse a comprender. Y ni siquiera darse a entender. Que los que más presumen de hablar claro suelen ser los que hablan más oscuro. Desde luego no hay nada menos claro que las llamadas estridencias, como no sea ciertas sinceridades. Que con razón se ha dicho que hay una cierta sinceridad que está reñida con la veracidad.

A la Prensa le compete la labor de aclarar los problemas públicos —públicos y populares—, de enterar de ellos al pueblo. ¿La cumple? En general, sí. La Prensa española es hoy una de las más honradas, de las más veraces y de las mejor enteradas. Y de lo que debe cuidar es de no empeñarse en definir demasiado ni las instituciones ni los problemas, ni menos las personas. Aunque éstas, las personas, sean individuales o colectivas, son, gracias a Dios, indefinidas e indefinibles. No se define a una personalidad viva. Nadie osará definir a Felipe II, a Cisneros, a Calderón, a Cervantes, a Goya, a Prim... Acaso quepa definir —y lo dudo— a un radical socialista, pero a este concreto, individual, de carne, hueso y espíritu, a éste no lo define nadie. Ni se puede definir él mismo. Cabe definir la república, y la monarquía, y la dictadura, y la anarquía, que todo esto no es más que sociología, pero no cabe definir España, o Cataluña, o Vasconia, o Galicia, o Castilla, que son indefinibles.

Pero sobre esto de la definición, que tanto daño nos está haciendo, a favor de la pereza mental de los partidarios —que pues forman parte de un partido, en el que se definen, y no de un entero en el que se enterarían, no se enteran—, sobre esto he de volver. Y he de volver para insistir en que enterarse es indefinirse. Y si alguien me dijere que éstas no son más que logomaquias lingüísticas le diré que es, en gran parte, merced a ellas como he logrado redimirme de la servidumbre del santo y seña, de eso que llaman disciplina, y que de disciplina, de cosa de discípulo, del que discit o aprende, del que se entera, tiene muy poco si es que tiene algo. Y de aquí el que cuando se trata de resolver un asunto en que hay que enterarse, el mayor tropiezo para el enteramiento sea la falsa disciplina del partido. Un partidario no suele enterarse.

lunes, 17 de julio de 2017

Don Marcelino y la Esfinge

El Sol (Madrid), 10 de mayo de 1932

¡Siempre amarrado a lo mismo! Seguía rumiando el pasto amargo de mis inquisiciones sobre la íntima tragedia española engendradora de malcontentos, agraviados, resentidos, resquemorados, puntillosos, recelosos, desesperanzados y desesperados, cuando ha venido a dar a mis manos la nueva edición de la Historia de los Heterodoxos Españoles, de mi venerado maestro Menéndez y Pelayo, y cuyo sétimo y último volumen acaba de aparecer. ¡Y qué de actualidad! Porque parece de hoy la quijotesca batalla que don Marcelino libró hace más de medio siglo contra los campeones de la revolución liberal de España. ¡Qué obra de periodista! De periodista, sí.

¡Y no era chica la ojeriza que don Marcelino le había cobrado al periodismo! Escribiendo de Feijóo decía: “No quiero hacerle la afrenta de llamarle periodista, aunque algo tiene de eso en sus peores momentos, sobre todo por el abandono del estilo y la copia de galicismos.” En otro pasaje llama a los periodistas —que parecen ser los encantadores, malandrines y follones de Don Quijote— “mala y diabólica ralea nacida para extender por el mundo la ligereza, la vanidad y el falso saber”..., y sigue la tirada. En otro, hablando de los Desengaños del teatro español, de Moratín el padre, decía que “si no eran periódico ni salían a plazo fijo por lo menos deben calificarse de hojas volantes análogas al periodismo”. ¡Hojas volantes! ¡Hojas volantes las Epístolas de San Pablo, a quien un prelado de la Iglesia católica llamó periodista! ¡Y hojas volantes las páginas del libro, profundamente periodístico, de don Marcelino! ¡Hojas volantes! Y días, y años, y siglos volantes y volanderos. ¡Y lo que nos remeje el ánimo la relectura de la obra quijotesca antiliberal en este siglo al día tan macizo y apretado que se nos está volando!

En otro pasaje dice de Feijóo don Marcelino que fue “filósofo” sin duda, aunque no de la generosa madera de Santo Tomás, de Suárez o de Leibnitz, sino con esa filosofía sincrética y errabunda, a cuyos devotos se llama hoy “pensadores”... ¿Y él, don Marcelino? Él, el periodista que compaginaba en robustos volúmenes hojas volantes, pensador —o investigador más bien— sincrético y errabundo más que filósofo. Benedetto Croce ha visto muy bien que le faltó filosofía. Y yo, que fui su discípulo directo —y hasta oficial—, que le quería y le admiraba, tengo motivos para creer que la honda filosofía, la contemplación del misterio del destino humano, le amedrentó, y que buscó en la erudita investigación una especie de opio, un anestésico, un nepente, que le distrajera. No se atrevió a mirarle ojos a ojos humanos a la Esfinge, y se puso a examinarle las garras leoninas y las alas aguileñas, hasta a contarle las cerdas de la cola bovina con que se sacude las moscas de Belzebú. Le aterraba el misterio. Y por esto él, que tan hondamente sintió a Lope de Vega, no llegó a penetrar en todo el trágico sentido de Calderón, el de “la vida es sueño”. Y es que temía que este sueño le quitase el sueño.

En todo su juicio sobre el siglo XIX español, el de la revolución liberal, se ve que don Marcelino no logró penetrar en el fondo de él, no logró ver la agonía de una fe que se le antojaba sin heterodoxias apenas, no logró percatarse de todo lo que había, en que casi ningún español medianamente culto creyese que fuera de la iglesia no hay salvación, que el que se muere sin aceptar sus dogmas —ni aunque sean el de la existencia de Dios y la inmortalidad del alma— se condene por ello a penas eternas, ni pudiese creer en estas penas, y con ello ni en eternos goces. Don Marcelino no llegó a tocar el fondo de la tragedia espiritual nacional, nacida del Renacimiento, de la Reforma y de la Revolución, y que fue, no que nuestras clases cultas, burguesas, hubiesen perdido la fe en la religión católica como freno de malas pasiones, por temor al castigo y amor al premio de ultratumba, que esto no es más que ética o acaso política y carece de grande y eterna importancia, sino que habían perdido la fe rigurosamente religiosa, la esperanza más bien, como consuelo del delito mayor del hombre, que es, según Calderón, el de haber nacido. Don Marcelino no vio que la Iglesia católica española, la clerical, la de la Contra-Reforma, la jesuítica, se constituyó en policía, y no vio las desesperaciones a que conducía a los espíritus renacientes, reformados y revolucionados, la incertidumbre de su propio destino y de su vocación íntima. ¿Es que no vio toda la tragedia, por ejemplo, de aquel pobre don Benito Bails, matemático de fines del siglo XVIII, a quien se le dio su casa por cárcel por haberse confesado “reo de vehementes dudas sobre la existencia de Dios y la inmortalidad del alma?”

Empiezan ya a resucitarse juicios de don Marcelino en su periodística Historia de los Heterodoxos Españoles, y se parece querer proseguir en su incomprensión —¡y cuán comprensivo era en todo lo demás, y sobre todo en estética!— del último fondo de la revolución religiosa —que no fue otra cosa— de la España de los Borbones. No vio que la llamada Contra-Reforma, la española, llevaba en sí todo el jugo de la Reforma, la germánica y aun la ginebrina, contra que luchaba; no vio que la cruz de una cara es, a la vez, la cara de una cruz. Y aún siguen sus continuadores sin atreverse a mirar ojos a ojos humanos a la Esfinge. Y siguen hasta contándole las últimas cerdas que le han salido en la bovina cola con que sacude las moscas de Belzebú; siguen escudriñando los servicios que a la llamada “ciencia española” rinden estos o aquellos eruditos y diligentes padres espirituales y teocráticos; siguen sin querer comprender que la cruz no puede ser cetro de rey, y menos de rey de este mundo, sino símbolo de consolación dolorosa y acaso de esperanza desesperada; siguen sin querer darse cuenta de que la Policía —tal es la moral— es una cosa del César, y que de Dios es la religión, el sueño del divino sueño con que nos sueña.

Volveremos, pues, a nuestro —¡y tan nuestro!— don Marcelino y a sus voceros de hoy; ya que sus días de periodismo antiperiodístico han vuelto. Y aquí estamos con estas hojas volantes, que son estos nuestros comentarios... periódicos.