domingo, 30 de julio de 2017

La batalla de Canas

El Sol (Madrid), 23 de junio de 1932

Para sacar de la historia de la antigua Roma sensaciones que me permitan sentir mejor la historia que estamos haciendo y viviendo, me puse a releer las Décadas de Tito Livio, y en latín, ¡claro!, para ir sintiendo en éste entrañas de nuestro castellano, el más latino de los romances, sin salvar el italiano. Pero mientras leía el pasado iba leyendo el presente eterno. Iba siguiendo la carrera de gloria de aquel cartaginés Aníbal, el más grande de los guerreros de la antigüedad, el que se formó en España, el debelador de Sagunto, el que invadió Italia escoltado por sus fieles hispanos. Era un semita africano, un fenicio, tan mediterráneo como los arios de Roma. La tragedia de Sagunto señala la causa contraria a la de la tragedia de Numancia. Mas de esto otra vez. Otra vez de si somos europeos o africanos.

Llegué en la lectura de las Décadas —¡cómo las había leído y comentado Maquiavelo!— a aquel libro XXII, en que se nos narra —y es narración clásica; esto es, de clase— la batalla de Canas, batalla clásica también, pues que su estudio es una de las principales lecciones de clase de estrategia en Alemania. Tropecé con una expresión que también se ha hecho clásica, y es la de la tropa que huye praeceps pavore, avanzando por miedo. “Huían hacia adelante”, dije yo en mi Paz en la guerra. Y en las contiendas civiles incruentas, en los debates políticos, ¡cuántas veces se avanza praeceps pavore, precipitándose por miedo a la reacción, o por miedo, que es peor, de ser tachados de reaccionarios! ¡Qué de huidas hacia adelante por pavor a la reacción! Y cerca de esa expresión anecdótica hallé otra que me detuvo la atención. Y es cuando, hablando del español, nos dice Tito Livio que hispano... punctim inagis quam caesim assueto petere hostem, que el español estaba acostumbrado —y sigue estándolo— a atacar al enemigo más a pinchazo que a corte. Quería decir que manejaba el puñal —sea la navaja— más que la espada. Lo peor ha sido cuando ha llegado a esgrimir la espada de Bernardo, que ni pincha ni corta. Pero nuestros pretendidos cirujanos de hierro, a lo Costa, se cuidan más de pinchar que de cortar, cuando la punción es más bien método exploratorio.

Seguí leyendo aquel clásico relato de aquella clásica batalla y de como Aníbal, flanqueado por sus fieles hispanos, iberos casi berberiscos —y berberiscos de meseta y páramo—, fue atrayendo a los romanos, que huían hacia adelante, al centro de su línea, mientras, extendiendo sus alas, como tenazas, los envolvió y los destrozó. El relato del estrago es conmovedor en el solemne latín paduano de Tito Livio. Y se queda uno pensando en otros combates, no ya con espadas, ni navajas, ni saetas, ni hondas, en que también los que atacan al centro se ven envueltos y destrozados.

¿Es que no estamos viendo a una mesnada aguerrida avanzar praeceps pavore, precipitada hacia adelante —¡adelante, siempre adelante!—, por pavor, por miedo a la reacción, y más por miedo a ser tachada de contemporizadora, y avanzar pinchando más que cortando al enemigo? La de interrupciones y apóstrofes punzantes, pero no cortantes, que estamos presenciando en una lucha a navajeo! Y no digamos cuando se trata de combatir ciertas creencias y prácticas a pinchazos —que no hacen sino irritar—, y no a cortes. O cuando se esgrime esa espada de Bernardo que es la ley de Defensa de la República. Y, mientras, los caudillos de la mesnada que avanza en defensa de la República, que se antoja en peligro, apenas si se percatan de que las alas del ejército enemigo, y aun sin contar con un Aníbal —¡qué sería con él!—, van, por fuera del cerrado valle de Canas, envolviendo a la mesnada. Rumores de la calle y de la campiña. Y es fatal cuando un gran murciélago —vampiro acaso— abraza al enemigo con sus alas y se lo apechuga.

En la lucha de la república romana contra el cartaginés, Aníbal contó aquélla con el admirable Quinto Fabio Máximo, el dictador que supo oponerse a las funestas impaciencias y osadías populares. Se le llamó cunctator, retardador, aunque mejor seria decir contemporizador, en el sentido de quien sabe dar tiempo al tiempo. Aquel precavido Fabio, que le decía a Paulo Emilio que no hay que esperar a la lección del resultado, del evento —la eventualidad—, que es el maestro de los tontos —stultorum iste magister est—, sino a la razón, que es inmudable. “Hay que tomar la medida antes que pase adelante, y luego ello dirá” —suele decirse. ¡Lo que enseña a este respecto el estudio de la reacción de Roma a la campaña de Aníbal! Y más cuando se observa la antipopularidad del espíritu fabiano. Al que se le suele llamar conservador. Y lo es; del tiempo. Cuyo derroche es el más desastroso de todos. Lo que se dice ganar tiempo suele ser perderlo. Mejor ahorrarlo, que luego rinde intereses, o “relieves”, como en tierras salamanquinas se dice.

Cuando oigo que hay que salvar la República, formar el cuadro para ello, me pregunto ahora, releído Tito Livio: “¿Es que recelan un Canas?” Y paréceme ver al cuadro avanzar por miedo, pinchando y no rajando, y sin ver las tendidas alas del enemigo que se despliegan en torno, fuera del cotarro. ¿Recelan un Canas? Afortunadamente, no tienen a un Aníbal en contra, aunque, desgraciadamente, tampoco a favor un Quinto Fabio Máximo contemporizador.

Aníbal venció en Canas derrotando a la república romana; pero perdió la guerra. ¿Por qué? Ya se lo predijo Maharbal al decirle: Vincere scis, Hannibal, victoria uti nescis— sabes vencer, Aníbal, pero no sabes usar de la victoria. Y me quedé, al leerlo, pensando en el abrazo de Vergara. Y en Capua. Y en aquel otro hecho de la restauración de la monarquía borbónica en el legendario Sagunto —después Murviedro, o, en su forma popular vernácula: Molvedre— mediterráneo. Hay que contar siempre con que nuestros cartagineses no saben valerse de sus victorias, aunque sí de las ajenas.

Y ahora: ¿fracasó Aníbal, el vencedor de Canas y vencido en Zama? Nadie fracasa en la Historia cuando en ella queda y deja su obra y su nombre. Hablar de fracasos es hablar por hablar y por no decir. Desatino afirmar que fracasó la política de los Reyes Católicos, o la de los Austrias, o la de los Borbones, o la de la Gloriosa setembrina de 1868, o la de la Restauración, o la de la Regencia, o la de la Dictadura. De esos fracasos estamos viviendo. Nuestros nietos vivirán de nuestro fracaso, del fracaso de esta república que estamos haciendo. Y, ya lo dijo Fabio: el resultado, la eventualidad, es el maestro de los tontos: Stultorum magister eventus est. De los cuerdos la razón.

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