jueves, 20 de julio de 2017

En la fiesta de San Isidro Labrador

El Sol (Madrid), 22 de mayo de 1932

Era el día de Pentecostés, de la Conmemoración de la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, que en este año ha coincidido, por providencial dispensación, con el de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, el 15 de mayo. San Isidro, Labrador de Madrid, cuando Madrid se labraba, cuando era tierra labrantía. Y como sigue siendo pueblo hoy por el pueblo es tierra y tierra de labranza.

Y ese día de Pentecostés y de San Isidro entróse uno —uno solo— en la calle de Toledo por la plaza Mayor. A la entrada y a la izquierda, en los soportales, este rótulo de una tiendecita de aquellas que soñó Galdós: “Fábrica de flores.” ¿Sería un agüero? Más adelante se le acercó a uno una anciana preguntándole: “¿Es por aquí la catedral, señor?” ¡La catedral! Trasciende a provincia, a pueblo provinciano. Y pasan donairosas y alegres —no se sabe sin con alegría republicana, pero sí popular— muchachitas en flor. El mocerío se enracima en los tranvías. Y uno —uno y solo— se siente preocupado entre oleadas de pueblo. Son los que fueron hace un siglo, hace siglos, son los que serán dentro de un siglo, dentro de siglos. Están sobre los regímenes y por debajo de ellos, en sus copas y en sus raíces. Y se siente uno pasar. Y ¡ay si pudiese guardar para siempre —¡para siempre!— este momento —¡coger el instante!— y hacerlo sempiterno! Y siente la enorme y trágica melancolía de esta vocación de cronista —de temporalista— de la eternidad cotidiana. El temporal pasa. Y al querer así acuñar en estampa esta sensación ¿no pierde uno su goce puro?

Salió uno a la calle de la Cava Baja. O mejor, entróse en ella, pues que salir es entrar. Posada del Dragón, Posada del León de Oro, Posada San Isidro, Flor de la Mancha.... Posadas, no hoteles. El pueblo allí se posa. Hotel, hostal, aunque propiamente hospedería, nos sabe a algo como hospital; es para enfermos de urbanidad, no de civilidad. Y por allí calle de Latoneros, y de Tintoreros, de gremios populares; nada de figurones o fantasmones, héroes o no. Una muchachita, en una portalada, le decía a otro: “... en mi pueblo...” Y al oírselo husmeaba uno tierra de labranza, heno mojado de rocío. Y luego, la Cruz de Puerta Cerrada que abre sus anchos y blancos brazos de piedra; una cruz pura, sola, sin Cristo. ¡Líbrenos Dios de bárbaros, sin tierra ni pueblo, a quienes se les ocurra derribarla!

La calle de la Cava de San Miguel, casas con recalzo en escarpe y grandes ventanas enrejadas, como en Cuenca. Y la plaza de San Miguel, con tristes acacias encallejonadas, algunas con florecicas blancas esmirriadas. ¿De fábrica? Y allí al lado, junto a un mercado de abastos, un “cine”. Las alegres mocitas callejeras no son estrellas de “cine”, sino estrellitas de calle, y como si chinarrillos, dulce y suavemente refulgentes, de Camino de Santiago. Y en la plazuela de Santiago. Y en la plazuela de Santiago, allí cerca, entró uno en aquella iglesuela insignificante, sin más cuño ni carácter que el de no tenerlo, y es bastante. Estaría desierta a no ser por un hombre de pueblo, todavía joven, que de rodillas sobre el asiento de paja de una silla reclinatorio, se enjugaba pudorosamente los ojos. Pintada en un pilar la roja cruz de Santiago, puñal ensangretado todo. Pero algo se preparaba, pues empezó un discreto trajín sacristanesco. Y al salir uno dio con un “auto” del que sacaban a un niño de días cuya cabecita desnuda derramaba, al sol de la tarde, serenidad por el recinto de la plazuela. Era que le llevaban a bautizarle al pie de la cruz roja de Santiago.

Salióse uno, y al doblar la iglesuela de la calle de Santa Clara, y en su otra esquina: “En esta casa vivió y murió Mariano José de Larra.” Y el año, hace cerca de un siglo. Y allí vive y muere; allí sigue viviendo su muerte trágica, su suicidio. Y uno soñaba religiosamente: ¿No siente? ¿Le siente a uno Larra? ¿Siente su tierra y su pueblo, su España? También él atesoró momentos huideros y los eternizó; eternizó la momentaneidad momentaneizando la eternidad. También él se bañó en oleadas del “hombre tierra” —que así, con estas mismas palabras, le llamó; también él, que era uno —otro—, se sintió solo en la común soledad española. Y el pueblo en torno de él se reía, jugaba, se holgaba, se regocijaba, se gozaba, aunque a las veces llorase y se desesperase; pasaba y se quedaba.

“¡Todo el año es Carnaval!", sentenció el suicida. Sí; pero todo el año es también Semana de Pasión, y es Pascua de Resurrección, y es Pascua de Pentecostés; todo el año es bajada del Espíritu Santo, del Consolador, para el que al espíritu se abre, para el que se abre al pueblo y a la tierra labrantía. Y todo el año es Navidad; en todo él nacen almas puras en cuyas frentes se alumbran los ocasos. Y uno se fue llevando en la hondura del alma la visión de la cabecita luminosa del nene a quien se le llevaba a cristianar al pie de la cruz roja de Santiago, del puñal ensangrentado todo, y la efigie del que en la otra esquina se quitó, hace cerca de un siglo, la vida solitaria. Y una grande, una enorme, una muy honda tristeza se le fundió, se le confundió a uno con una grande, una enorme, una muy alta alegría y se le llenó de serenidad el espíritu de pueblo y de tierra. Y es que al enchufarse y concadenarse una en otras las dos simas, la de dentro y la de fuera, se engendra el orden y el caudal de corriente pura, limpia y clara, se cuela entre zaborra y espumarajos y revoltijo de éstos y aquéllas. Que un bebedizo de sosiego no obra sino filtrado. Y hay que entregarse.

Fue el día de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, y el mismo día en que se conmemoraba la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

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