El Sol (Madrid), 17 de abril de 1932
¿En qué recodo de esquina de España hallar sosiego seguro en estos nuestros tiempos seglares que se amontonan entrechocándose? Sosiego para recobrar huelgo, y después... ¿Después? ¡Sosiego! ¡Qué palabra tan nuestra, tan castellana!, de las que se paladean. “¡Sosegaos!”, solía decir Felipe II de España, el Prudente, a los que se estremecían ante su mirada de acero limpio y dulce. “¡Sosegaos!” Sosiego el del cartujo que se aceita para el viaje sin fin y se olvida, en puro pensar en ello, de que tiene que morirse, y le deja el orujo al cerdo —o al jabalí—, empeñado en hozar trufas en tierra. ¿Dónde hoy el sosiego íntimo en España? Que el sosiego no es fiesta, ni menos festejo, no es esparcimiento, sino recogimiento. El sosegado no se esparce, sino que se recoge. En la fiesta suele haber desasiego, que se trata de ahogar con la fiesta misma. El silencio del sosiego bizma al ánimo como no le bizma la música de la fiesta. Y si la muerte llega, según el inmortal coplero, “tan callando”, es porque con su silencio nos briza para el sueño de la eternidad. ¡Sosiego seguro y silencioso! ¿Dónde encontrarlo hoy?
¿Dónde? ¡En el seno mismo de la batalla inacabable! Pasé más de una docena de años de mi apretada mocedad trabajando en una obra, en una especie de epopeya de la guerra civil que brizó los ensueños civiles de mis años mozos, a que titulé Paz en la guerra, y dentro de aquel trabajo, que era también, a su modo, una guerra, hallé paz y el contento que la paz ganada en guerra trae consigo “Hay que trabajar, nada más que trabajar”—“Il faut travailler, rien que travailler”— le escribía el gran escultor Rodin al gran poeta Rilke. ¿Nada más que trabajar? Pero es que el trabajar, cuando no es trabajo servil, cuando no es maldición del Altísimo, es más que puro trabajo que busca fruto externo. Es rezo y es sumersión en las aguas del misterio del destino. Dar con el mazo es rogar a Dios y pedirle luz.
Porque otro poeta, el gran poeta civil de la Italia unificada, de la tercera Roma, Josué Carducci, dijo: “Meglio oprando obliar senza indagarlo questo enorme mister del universo”; esto es: “Mejor obrando, olvidar sin indagarlo, este enorme misterio del universo.” Obrar no es propiamente trabajar tan sólo, pues hay trabajos que se emprenden sin esperanza de rendir obra. Y son trabajos de desesperación, de maldición. Pero ¿es que cabe obrar, conseguir obra, crear algo, sin indagar, por el mero hecho de la operación, este enorme misterio del universo? ¿Es que todo trabajo fecundo no es una indagación de misterio? ¿Es que quien pone toda su conciencia en su propio trabajo, en el de su vocación, no está indagando el enorme misterio de su propio destino? Y en este trabajo se halla sosiego. Como la eternidad no está fuera del tiempo, sino en sus entrañas, así la paz está en las entrañas de la guerra y el sosiego en las de la revolución. Y he aquí cómo al revolver de los años, cuando voy frisando en los sesenta y ocho, me revuelvo a las meditaciones de cuando entraba en mis veinte en aquel mi Bilbao palpitante de los ecos de la contienda civil entre dos tradiciones españolas. Y la contienda sigue. Y sigue la guerra. Pero sigue también la paz.
¡Sosiego! ¡Sí, sosiego! En este trabajo, por ir haciendo la historia de nuestra España —nuestra si la hacemos nosotros—, cada uno según su vocación y su profesión, yo, procurando aclarar con la limpieza de nuestro lenguaje la limpieza de la obra que estamos obrando, en este trabajo, por ir haciendo la historia de nuestra España, el sosiego está en contemplar, en momentos de silencio y seguridad, la Historia ya hecha, en contemplar nuestra obra. ¡Y esto sí que es una fiesta del alma eterna! ¿Que aún queda por hacer? ¿Y quién nos quita ya lo hecho?
Seguimos haciendo a España, que es obra sin fin y obra de continuidad. En cualquier tarea que se nos presente, que nos imponga la Providencia divina, por ejemplo, en lo que se llama la reforma agraria, no se trata sólo, ni aun primeramente, del bienestar material y terreno del pueblo trabajador, se trata de ir formando a la patria para su último destino histórico. Y así, en el caso de esta reforma, se trata de una obra que cuadra al pueblo español como tal. Y aquí, donde vivo y escribo esto, al pueblo castellano. Y pienso, al contemplar las sosegadas encinas, flor de la roca, de los campos que ciñen a esta ciudad gloriosa de Salamanca, encina plateresca y arenisca también, pienso que en generaciones venideras puedan los nietos de nuestros nietos, al pie de esas encinas, no taladas por la ciega codicia de los roturadores, gustar sosiego pensando en nuestras obras de reforma.
Sí, disturbios, cargas, huelgas, atracos, refriegas... e infundios. Y ¿dónde y cuándo no? Lo que no excluye, sino que más bien incluye la íntima paz, la que cimenta la guerra, el sosiego entrañado. Y merced a esos inevitables disturbios, se nos va aclarando el enorme misterio de nuestro providencial destino histórico. Porque nunca hemos pensado más los españoles en lo que ha sido, en lo que es, en lo que será, en lo que podrá llegar a ser España —pensar en lo que pudo haber sido no es sino ocioso desvarío—, que pensamos ahora. Y lo pensamos haciéndola y por hacerla. Y esto sí que es continuar la historia de España —lo de Cánovas del Castillo, liberal, después de todo—, y esto sí que es restauración. En la que colaboran los que se proponen, torpe y ciegamente, estorbar el enraizamiento del régimen republicano, y que son, sin saberlo ni quererlo, la oposición de la República al Gobierno republicano.
¿En qué recodo de esquina de España —os decía— hallar seguro sosiego en estos nuestros tiempos de lucha civil? No en recodo de esquina, sino en medio de la plaza pública, recogiéndose cada cual, a sus horas, en medio del público esparcimiento. Y cuando nos llegue la que se viene “tan callando”, nuestra obra nos abrirá el enorme misterio del destino histórico de nuestra —¡nuestras!, ¡nuestra!— España.
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