El Sol (Madrid), 16 de junio de 1932
¡Lo que es el hecho de la palabra, el hecho soberano, el hecho hacedor! Están discutiendo lo que llaman el hecho diferencial, y en rigor no discuten más que palabras, palabras diferenciales, y no es poco. ¡Pero qué palabras! Palabras cargadas y tupidas, más que de concepto, de emoción; palabras, más que conceptuales, emotivas. Y emocionales, si es que no emocionantes.
Claro está que lo conceptual puede ser emocional, y suele serlo. Porque hay la emoción del concepto. Emoción es de emover —o mover—, y concepto, de concebir, y no se concibe sin emoción, sin movimiento. Los grandes conceptistas —San Pablo, San Agustín, Quevedo entre nosotros, Pascal...— los grandes conceptuosos, han solido ser grandes emocionales. Así como los grandes dialécticos han solido ser grandes dialectales. Porque dialecto, aparte de esa idea vulgar que le cree un término algo despectivo y como si indicase un rango subordinado respecto a idioma o lengua, dialecto es lengua de conversación, de diálogo, no cuajada en formas rígidas de lenguaje oficial. Y la emoción de las palabras, su valor emotivo, suele provenir de su íntima dialéctica, de íntima contradicción, de que encierran una lucha, una contrariedad de sentidos, de que se prestan a opuestas interpretaciones, de que tienen historia. Ya que la historia la hace el juego dialéctico —y dialogal— de las contradicciones. ¿Hay nada más dialéctico —y más dialectal— que el que se llame generalidad a una mera particularidad?
Se discutían palabras: soberanía, autonomía, nación, estado... ¿Y sus conceptos? La emoción los oscurecía. Alguno de los discutidores llegó a decir que se trataba de rango. Es como cuando se habla de majestad —que quiso decir en un principio “mayoridad”, la cualidad de ser mayor—, en que pesa toda una tradición monárquica. Y esta misma palabra monarquía ha venido a adquirir tal sentido, que ya hay quien forja otra: monocracia. Para aplicarla, por ejemplo, a una República unitaria, como la francesa. Y así como antaño oíamos hablar de la consustancialidad de la patria con la Monarquía, hemos oído hablar de consustancialidad de la República con España. ¡Consustancialidad! ¡Y cómo nos suena este término a resonantes disputas teológico-escolásticas! La verdadera consustancialidad es la de la idea con la palabra. Que si se ha dicho que la idea es la palabra interior, lo mismo puede haberse dicho que la palabra es la idea exterior, la idea hacia fuera. Y una superficie es cóncava o convexa, según desde donde se la mire. Igual ocurre con derecha e izquierda. Y un buen sentido dialéctico le libra a uno de tomar partido, que es renunciar a ver y a sentir claro. Porque en un partido el concepto se convierte en lema; peor, en santo y seña.
“¡Hechos, hechos, hechos!”, decía aquel pedagógico maestro de escuela de Tiempos difíciles, de Dickens, y sus hechos eran, naturalmente, palabras. Porque lo que después se ha llamado lecciones de cosas, ¿qué ha solido ser sino lecciones de palabras? De cómo ha de llamarse a cada cosa y del modo de conocerlas por su nombre. Cuenta el Génesis (II, 19) que Jehová llevó los animales a Adán para que éste les diese nombre, “y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre”. Y en esto seguimos. Y por esto, por cómo se le ha de llamar a algo, seguimos peleándonos los hijos de Adán. Hay quien dice: “¡Pues llámele hache!”, como puede decir: “¡Llámele ene!” —¿no hablamos de enésima potencia?—, o “¡Llámele equis!”. Y en la mayoría de los casos esto sería lo más acertado: llamar equis. Pero se atraviesa la emocionalidad y el rango... Aunque para emoción, la más honda, la más recia, la más duradera, es la emoción de la equis. No ya emoción, sino conmoción. Nadie más emotivo que el escéptico. ¡Ay, la conmoción de la escepsis! No la hay mayor.
Empezamos refiriéndonos al llamado hecho diferencial —todos los hechos son diferenciales e integrales a la vez—, y decíamos que es una palabra, una denominación diferencial. Y en el caso histórico y concreto actual se reduce casi a un lenguaje diferencial. Con el que se trata, más que de conservar una concepción diferencial, de salvaguardar una emoción diferencial. Y de guardarla avaramente. Y aquí no podemos sino recordar lo que San Pablo, el gran conceptista, les decía a los corintios en la segunda de las epístolas que les dirigió (VIII, 1, 2): “Os hacemos saber, hermanos, la gracia de Dios dada a las iglesias de Macedonia, que en gran prueba de tribulación les quedó la abundancia de su gozo, y su pobreza en hondura les abundó en la riqueza de su sencillez.” O mejor sería traducir: simplicidad. Y es ciertamente un consuelo cuando se sufre la tribulación de la pobreza en hondura —y toda diferencialidad de espíritu no es sino pobreza en hondura, y además avara— poder sentirse abundado de riqueza de sencillez, de esa sencillez que se paga del rango de las denominaciones. Que ya dijo el Cristo: “¡Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es...!”, y no seguimos porque viene una palabra cuya emoción se trata de proscribir. Como no acabáramos la consabida bienaventuranza así: “... porque de ellos es la República de ultratumba”. La pobreza en espíritu suele ser pobreza en conceptos claros y firmes, aunque se compadezca con riqueza de sencillez. Que es lo que les suele ocurrir a aquellos en quienes las emociones diferenciales ahogan los conceptos integrales.
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