El Sol (Madrid), 19 de junio de 1932
El que os va a decir es aguado y hombre de edad. Le conviene advertíroslo. Viene siguiendo con interés, como tantos otros, la lucha que en los Estados Unidos de Norteamérica libran entre sí los partidarios de la ley seca y los de digamos la húmeda. Y saltando por la impropiedad de los términos, pues que ciertamente el agua no es seca y en cambio se suele hablar de jerez seco, quiere llegar al fondo de la lucha en su aspecto moral y sanitario, y escudriñar si no es que los puritanos abstencionistas no se han equivocado al tomar por causa un efecto, aunque este efecto, a su vez, se haga causal. Quiere decirse que no es acaso el alcoholismo la causa de la degeneración y la criminalidad que van en aquellas tierras en aumento, sino que es un efecto de esa degeneración productora de criminalidad. O sea que no es tanto que el alcoholismo produzca taras cuanto que éstas lleven al alcoholismo. Que son sistemas nerviosos no preparados para la complejidad creciente de la actual civilización mecánica los que, sobreexcitados y a la vez abatidos, buscan en el alcohol un lenitivo a la vez que un engañoso excitante. ¡Qué viejo es aquello de ahogar en vino las penas! Las penas y las ansias desmedidas. Todo lo cual es, como suele decirse, de clavo pasado. Pero hay que andarse con cuenta con todo aquello que, como también suele decirse, de puro sabido se olvida. De donde que hay que recordar de contino lo demasiado consabido.
Sí; el pobre hombre arrastrado por esta civilización, por esta que se ha llamado la “caída del Occidente”, busca su refugio, como antaño en la fe religiosa, hogaño en el alcohol, en el opio o en otra droga estupefaciente, o sea estupidizante. Que puede ser una doctrina. Y así, cuando Lenin decretó que la religión es el opio del pueblo, había tenido buen cuidado de echar las bases de una nueva religión, de un nuevo opio, que tal es el bolchevismo. Y es, por otra parte, ocioso proscribir el uso de bebidas alcohólicas —o limitarlo—, estatuir una ley seca, para evitar la embriaguez y sus consecuencias si no se evita la que podría llamarse embriaguez seca. Que suele llevar al suicidio mental.
¿Es que esos chicuelos embriagados en seco que salen a cazar guardias de Seguridad o a quemar iglesias están borrachos de alcohol? ¡De alcohol, no! Si a los que provistos de un bidón de gasolina se van a las puertas de una iglesia con intento de convertir ésta en una llamarada se les preguntase por qué van a incendiarla, qué agravios tienen de la Iglesia, no sabrían responder mejor que un borracho perdido cualquiera. En el fondo, acaso se trata de una perturbación mental —o, mejor, tal vez demental—, como la que le llevó a Nerón a pegar fuego a Roma para declamar versos. Es una embriaguez, es una enfermedad, es una locura estética. Y, claro está, ética también. En las sombrías seseras de esa muchachada no hay una sola idea clara y bien contorneada. Lo que a muchos más nos abate respecto al porvenir de nuestra España son los síntomas de degeneración mental de una buena parte de su mocerío. Hay que haber asistido a una de esas reuniones, asambleas o conferencias en que se ponen a aplaudir, a aullar, a patear con motivo de cualquier soberana vaciedad. Y por debajo de esa triste dementalidad asoma una nueva resentimentalidad. A las veces, da todo ello risa de morirse. Y luego se ve la embriaguez seca. Junto a la cual hay también la borrachera de agua bendita, que es terrible.
“¡Afán de prisa!”, nos decía un observador. Y nos habló de esa muchachada, de ese mocerío que busca colocarse cuanto antes en la vida, colgarse de ella —o colgarse en ella—, obtener un destino. Y que se le antoja que sus mayores les cierran las entradas. La “gerontocracia”, que dijo antaño, allá por el 98, Mariano de Cavia, cuando los entonces relativamente jóvenes nos revolvíamos contra nuestros mayores, como ahora nuestros menores se revuelven contra nosotros. Es la ley sempiterna. Que si hay lucha de clases, y lucha de profesiones, y lucha de localidades, hay también lucha de edades. Lucha agudizada y aguzada por embriaguez seca.
El alcohol embota el entendimiento, y ese otro que podríamos llamar alcohol intelectual lo embota aún más. Y si dijereis, lectores, que el comentador se pone pesado, habrá que deciros que en todos estos estallidos populares lo que le hace más sufrir es el bajo cimiento ideal —de idea— de casi todos ellos. Y el rebajamiento mental de casi todos los caudillos de las conmociones populares. Parece como si por una trágica ley histórica se llegaran a dirigir, o por lo menos a representar, esas conmociones mentecatos exacerbados, retrasados o deficientes mentales, paranoicos, a las veces cretinos. Es una terrible selección. Diríase que un viento no ya de locura, sino de demencia, de idiotez, está agitando a estos pueblos borrachos de civilización mecánica.
“Es un agitador peligroso”, oímos. Y en seguida: “¿Es inteligente?”, y “si que sí”, al punto: “Pues no es peligroso con la peligrosidad a que usted alude.” La inteligencia no es peligrosa. El peligro está en la necedad. Y en la tontería. “Están envenenados con malas doctrinas”, oímos otras veces. Con malas doctrinas, no, porque si son doctrinas no son malas, en el sentido que se le quiere dar a la maldad. Lo malo es la no doctrina; lo malo es la vaciedad. Un error no hace tanto daño como una vaciedad, como una sentencia que parece decir algo y no dice nada. ¡La de hombres y la de pueblos que se han suicidado mentalmente —pavoroso suicidio— por palabras sin sentido!
Cuando se nos ha preguntado de fuera de España cuáles son las causas de la agitación antirreligiosa, por ejemplo, que sacude a una parte de nuestro pueblo hemos tenido que contestar que no lo sabemos bien, y lo que es peor, que tampoco lo saben los agitados y agitadores. Se dice que se dan a emborracharse los que tienen poco que comer; pero lo cierto es que se embriagan con vaciedades, con frases sin sentido, los que carecen de ideas o no las pueden digerir.
Y no seguimos, que el seguir nos apenaría aún más.
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