El Sol (Madrid), 29 de mayo de 1932
Entre los tópicos —y a la vez trópicos— que de más curso gozaban en aquellos benditos tiempos de la siesta nacional monárquica, había dos que sonaban con frecuencia, y ¡eran el de “menos política y más administración”!, y ¡el de “menos doctores y más industriales”! Claro está que lo que llamaban administración no era sino política, generalmente mediana, y los industriales que pedían convertíanse en doctores en Industrias, pues éstas no se fundan así como así, con tópicos más o menos gacetables.
Nos trae ahora a las mientes este segundo tópico regeneracionista el grave problema —y esto de los problemas también es tópico— que se le presenta a España, como se les ha presentado a los demás pueblos civilizados, del pavoroso aumento del número de jóvenes que se dedican a las que se llaman profesiones liberales —¡liberales!— que ingresan en liceos y Universidades, que corren tras de lo que se llama un destinillo, que se preparan a funcionarios públicos, ya que esta República va a ser, no de trabajadores, sino de funcionarios públicos, de empleados. Es la proletarización de la llamada clase media, que entre nosotros apenas si ha existido hasta hace poco. Y hoy se nos aparece. ¡Y con qué aspectos!
“¡Sobran abogados! ¡Sobran médicos!”, oímos decir. Y se nos ocurre: ¿Y qué no sobra? Porque sería muy cómodo cerrar el paso a esas tristes profesiones liberales a los jóvenes que a ellas se arrojan por no saber qué otro camino emprender; pero lo que no sería tan cómodo es indicarles ese otro camino. Lo que hay que decir no es qué es lo que sobra, sino qué es lo que falta. Y acaso no van descaminados los que piensan a lo malthusiano, que lo que sobran son hombres, o si se quiere bocas. No van acaso descaminados los que en las últimas grandes guerras, y en las que aún han de venir, no ven sino una restricción malthusiana al excesivo aumento de la población humana que el genio de la especie —aquel de que hablaba Shopenhauer— lleva a efecto. Sí, ¿qué es lo que falta? Que nos lo digan los que dicen que sobran médicos o abogados o ingenieros o lo que sea; que nos lo digan.
Ahora, desde que nos dimos cuenta de que la crisis económica de España se debe en gran parte al analfabetismo y estamos rumiando aquel máximo tópico —y máximo trópico— de “escuela y despensa” del león enfermo de Graus, hemos venido a dar en que lo que más nos falta son maestros de escuela, y se empieza a abrir esta carrera a los más posibles para formar así el proletariado pedagógico. Y de este modo se podrá llegar a que una buena parte de la población viva de enseñar a leer, escribir y contar al resto de ella. Y otra parte, ¡claro está!, a divertirla. Porque hay que dar ocupación a todos.
Sabido es que en la decadencia del Imperio Romano, cuando se iba disolviendo una civilización y se acercaba la ruralización medieval, el pedagogo, el encargado de adoctrinar en letras a los hijos de los patricios solía ser un esclavo. Y se ha dicho que una de las causas de aquella disolución fue el que los patricios, los hacendados, los señores, hubiesen sido educados por sus esclavos. Y ese carácter de esclavitud, de esclavitud resentida —y a las veces rencorosa— persistió por mucho tiempo en el pedagogo. Al pedagogo pagano sustituyó con el tiempo el pedagogo cristiano, el dómine, generalmente eclesiástico, el clérigo. Y el clérigo recibió toda la herencia espiritual del antiguo pedagogo a que sustituía. Y cuando de nuevo el pedagogo, el eterno pedagogo, se hace laico, ¿es que no sigue siendo, en el fondo, el antiguo pedagogo y el clérigo? ¡Ay de aquel inmortal Dómine Cabra, “clérigo cerbatana” del inmortal Quevedo! ¡Ay del martirio de San Casiano! ¡Ay del claustro de que salió la escuela! ¡Ay del proletario de las primeras letras!
¿Proletario? El pedagogo clérigo, en rigor, no era proletario, no tenía prole, porque el genio de la especie, la cordura subconciente del género humano le dictó el celibato obligatorio. Los que se fijan en que tan grande parte de los niños españoles que reciben enseñanza primaria lo hagan en colegios de frailes no recapacitan acaso en que ello se debe a que esos pedagogos han tenido que aceptar el celibato obligatorio, que es la marca de su esclavitud, de esa esclavitud inherente a su función docente. Y no hay persona observadora y reflexiva que no se haya percatado de que las llamadas órdenes religiosas se nutren de una recluta malthusiana, que van a engrosarlas aquellos que no hallarían una profesión con que poder criar una familia, una prole. O sea, ¡trágica paradoja!, que son los proletarios que no pueden tener prole y se tienen que dedicar a desasnar a lo prole ajena. Y si lográramos suprimir todos esos pedagogos monacales, todos esos esclavos del celibato malthusiano, y sustituirlos con pedagogos laicos, y ¡es claro!, padres de familia, proletarios de prole propia, ¿es que se resolvería el problema vital que palpita en el fondo de todo ello? El día en que lográramos que todos, absolutamente todos los niños españoles recibieran la primera instrucción obligatoria en escuelas regidas por maestros y maestras laicos, civiles, funcionarios racionales, sin celibato obligatorio, por supuesto, o sea proletarios propiamente dichos, ¿en ese día no surgiría otro problema? Es fácil que entonces se dijera: ¡sobran maestros! Porque habría que alimentarlos.
Me acuerdo la protesta que suscitó en cierta reunión de educadores cuando una vez sostuve que cuando una maestra pública se casa debe abandonar la enseñanza, pues no es posible que rija bien una escuela una mujer que tiene que concebir, gestar, parir y criar hijos propios, que una proletaria de prole propia no puede dedicarse a la prole ajena. En seguida se me echó en cara que abogaba por la docencia monacal. Y uno se me acercó luego y me dijo al oído: “¿Y qué le parecería a usted el celibato civil obligatorio?”
Empieza a hacerse España un pueblo de tinterillos, de funcionarios públicos, en vez de un pueblo de campesinos que venía siendo. El campesino huye del campo y, lo que es peor, lo aborrece. Y se empieza a oír el trágico tópico de “¡vuelta al campo!” ¡Qué fácil decirlo! Para que la gente vuelva al campo hay que hacer campo. ¿Es que sobra campo?, ¿es que falta campo?, ¿es que sobra gente?, ¿es que falta gente? ¿Es que España puede mantener a todos sus hijos?
“Y tú, ¿qué resuelves?” —se me dirá—. Yo no resuelvo nada; mi misión no es la de resolver. Mi misión es la de hacer que las gentes miren al fondo de los llamados problemas. No sé si sobra gente o falta tierra; pero si sé que falta valor para encarar la verdad.
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