El Sol (Madrid), 24 de junio de 1932
Muy bien, señores diputados; como sé muy poco de reglamento, que no lo he leído ni una sola vez, en toda esta discusión o pequeña refriega que ha habido aquí sobre si se presentó una enmienda a tiempo o no se presentó a tiempo, si fue antes o fue después de otra, yo no entro ni salgo; lo único que quiero hacer es, en apoyo de lo que he de decir, leer aquella enmienda y explicar luego cuáles fueron las razones que nos hicieron formularla.
La enmienda, que no pudo ser aceptada, según parece, porque se presentó después que ya se estaba discutiendo el artículo, la firmaban conmigo los Sres. Maura, Azcárate, Santa Cruz, Sánchez Román, Valdecasas, Giner de los Ríos y Sacristán. No fui yo quien la redactó; fue uno de estos señores. La enmienda dice así: “Los diputados que suscriben tienen el honor de proponer la siguiente enmienda al artículo 2.º del dictamen sobre el Estatuto de Cataluña: Artículo 2.º El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial de Cataluña para las relaciones oficiales de Cataluña con el resto de España, así como para la comunicación de las autoridades del Estado con las de Cataluña la lengua oficial será el castellano. Toda disposición o resolución oficial dictada por órganos regionales en Cataluña deberá ser publicada, y en su caso notificada en ambos idiomas. Dentro del territorio catalán, los ciudadanos tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades y funcionarios de la Generalidad. De los documentos públicos autorizados en Cataluña se expedirá copia en catalán a instancia de parte.”
Digo que la redacción no fue mía porque estas redacciones de artículos deben ser encomendadas a gente perita en jurisprudencia, y yo no es que no sea abogado, no soy ni siquiera licenciado en Derecho. Lo único que yo indiqué fue mi deseo de oponerme a una parte del dictamen de la Comisión, que es la que dice así: “Dentro del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su lengua materna, tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades y funcionarios de toda clase, tanto de la Generalidad como de la República.” Esto implica que si todos los ciudadanos tienen derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades de la República, estas autoridades de la República han de tener la obligación de conocer el catalán. Y eso, no. Que les convenga es otra cosa, es una cosa completamente distinta; pero obligación, de ninguna manera.
Por ejemplo: aquí se ha comentado una vez el caso de un gobernador de Cataluña que sabía el catalán porque era de una región donde se habla, y al dirigírsele en catalán dijo: “Eso no lo entiendo yo.” Hizo mal en decir que no lo entendía; pero en no admitirlo hizo bien; yo habría hecho exactamente lo mismo. Como funcionario de la República, del Estado entonces, yo no admito que se me dirijan en catalán.
Hay que tener cuidado, porque se habla de una imposición, y ahora puede venir otra, igualmente inadmisible. Si en un tiempo hubo aquello, que indudablemente era algo más que grosero, de “Hable usted en cristiano”, ahora puede ser a la inversa: “¿No sabe usted catalán? Apréndalo, y si no, no intente gobernarnos aquí.”
Hay algo que está por debajo de las leyes, y a mí lo que haya en el fondo en el orden legislativo no me importa grandemente. Creo saber algo de la forma en que van los idiomas cuando se ponen en lucha para fundirse; porque eso de las asimilaciones, son siempre mutuas: no hay uno que asimila al otro; son dos que se asimilan el uno al otro, y yo tengo mi idea de lo que haya de suceder. Naturalmente, es muy lógico que uno que vaya a vivir en Cataluña intente y haga todos sus esfuerzos para poder entenderse en la lengua de allá, entre otras cosas para poder penetrar mejor en el espíritu de aquellos con quienes tiene que convivir; pero lo que no se puede es ponerle en condiciones de que tenga que hacerlo por obligación. Se dice: es que si no lo hacen son inadaptables o inadaptados. Perfectamente; es una desgracia que un hombre sea inadaptado o inadaptable; pero cuando hay un inadaptado o inadaptable, hay que protegerle.
Esto no ocurre en otras partes. Aquí se citaba, por ejemplo, el caso del general Joffre, que en una ocasión llegó a Cataluña y no pudo entenderse con no sé qué autoridad que no sabía francés, y como él era catalán provenzal, se entendió en catalán. Perfectamente; pero ni al general Joffre ni a casi ningún catalán francés ni provenzal, ni paisano mío vasco, se le ocurrirá jamás en Francia pedir que su lengua sea oficial, ni siquiera en la región suya. ¡Ah! Es que Francia —me decía cierto día uno— es una República monárquica. Ya entendí bien, claro está, lo que quería decir esto de “monárquica”, y en ese sentido también lo soy yo; quería decir “unitaria”. Ahora parece que se trata de imponer el catalán, y a mí me parecería bien, y ojalá trataran de catalanizar a toda España. Aquí se hablaba de cuando intentaron esta obra en Galicia; también llegó aquella acción a Salamanca, y yo dije algunas veces: “¡Ojalá, ojalá quisieran ellos dirigirnos! Podría ser el Piamonte de España.”
Traigo esto a relación porque un publicista catalán, que es de los que más influyen en su pueblo, al hablar de que ellos no podían ser el Piamonte, decía que el Piamonte se puso al frente de la unidad italiana porque no había la cuestión de lenguas. Estaba, y está, completamente equivocado; en el Piamonte se hablaba, y aun sigue hablándose, como vernácula, una lengua tan distinta de la toscana, de la lengua oficial italiana, como puede serlo el catalán del castellano. La prueba es que el gran poeta piamontés Alfieri empezó hablando francés; luego, en su casa, con los criados y la gente del pueblo, piamontés, y ya muy tarde aprendió la lengua toscana. Me han dicho que ésta es una lucha de abogados. Perfectamente; supongamos que son luchas de abogados, ¿es que se puede hacer nada que dificulte o imposibilite el ejercicio de una profesión a un ciudadano español, castellano o catalán? Porque puede darse el caso, por absurdo y monstruoso que parezca, de que haya un catalán que diga: no quiero hablar en catalán. ¿Es que se le puede dificultar?
Muchas veces debajo de esto de la lengua hay un poco de lo que dice la Biblia del “shibolet”: ¡Pronunciadlo bien! ¡Cuidado! Claro que no es que se quiera hacer lo mismo que se hacía con los que no pronunciaban bien el “shibolet”, que era quitarles la vida. Sabido es que aquel pueblo, aunque era el elegido de Dios, era bastante bárbaro, y aquí no llegamos a esa barbarie, aunque no seamos los elegidos de Dios, Pero ¿es que eso se puede dificultar cuando hay dos pueblos, y el uno admite, no como imposición —eso yo lo creo—, sino libremente, por estimar que le conviene, la obligación de conocer el castellano? Como todos conocen el castellano, es natural. Pero ahora viene la segunda parte: ¿Obligación? Para nadie, ni allí, de conocer el catalán. Conveniencia, es otra cosa.
Claro es que se dirá: hay un número de gentes que todavía no saben bien el castellano. En efecto, habrá bastantes. Hace poco me decía un catalán —y tenía razón—: “¡Hombre! ¡En tantos siglos, los maestros castellanos no han sabido enseñar el castellano en Cataluña!” Y yo decía: “¿Cómo? ¡Ni en Castilla!” (Risas.) ¡No parece sino que los chiquillos de Castilla saben el castellano porque se lo han enseñado los maestros! (Risas.) Lo saben por otros cauces, y algunas veces, a pesar de los maestros. (Risas.) ¿Es una lucha de abogados? Yo lo único que digo es que me parece inadmisible que se imponga una cosa cualquiera por fuerza, como eso que dice el artículo de “tanto de la Generalidad como de la República”; es decir, que el funcionario de la República tenga que verse obligado a entender el catalán. Ahora se habla de cordialidad, se habla de cortesía; pero eso, por lo visto, no reza con esto de las lenguas. Que el que viva en Cataluña aprenda el catalán, a mí me parece bien. Si yo viviera allí, y no lo supiera, lo aprendería. ¡Naturalmente! No he vivido en Cataluña, y sin vivir en Cataluña, me he interesado en aprender el catalán; y es porque sacaba en ello una gran ventaja y un enriquecimiento del espíritu; porque había escritores catalanes que a mí me decían cosas que me interesaban, me convenían y hasta me recreaban, y era natural que lo aprendiera. Pero imposición obligatoria, no. Por eso, si se me dice: ¿Qué haría usted para defender el castellano en Cataluña?, yo diría: Aparte de que no necesita defensa, ¿qué haría yo para defender el castellano en Cataluña? No votar cosas de éstas, porque yo no hago mucho caso de esto. Es como lo de la Constitución: ya he dicho alguna vez, hablando de la Constitución, que me parecía una cosa de “papel”, y nada más. Por cierto que hace poco me preguntaron; ¡Pero, hombre! ¿Qué ciempiés es ese que hicieron ustedes? Y yo dije: No; cuatrocientos pies, y uno el que yo puse. (Risas.) Pero ¿que que he hecho yo para defender el castellano en Cataluña? Pues una cosa muy sencilla: decir en castellano cosas que interesa y gusta a los catalanes conocerlas dichas en castellano. Es la única forma noble y clara de defender una lengua. (Muy bien.)
Respecto a la suerte que hayan de correr la lengua castellana y la lengua catalana en Cataluña, yo tengo mis ideas, que no son del caso, porque estas no son cosas de legisladores, sino cosas de biología lingüística. Creo saber algo de esto, y sé que pueblo, lo que se llama pueblo, el campesino, no hay ninguno verdaderamente bilingüe; y cuando a un pueblo se le hace bilingüe, acaba, primero, por mezclar las dos lenguas; después, por combinarlas hasta fundirlas en una.
Pero esto no es cosa que tiene que ver con lo que examinamos: de eso se ha hablado muchas veces, y si yo he venido hoy a decir esto es porque me creía obligado con una parte de opinión española que espontáneamente (porque estoy recibiendo todos los días cartas y excitaciones) me ha querido hacer su vocero. No son los que me votaron, aun cuando sé que los que me votaron son también de esta opinión; no son los que me votaron. Yo no he venido aquí, afortunadamente para mí y afortunadamente para los partidos, representando a partido ninguno, absolutamente ninguno; por consiguiente, no podría hablar en ninguna forma de nada que se parezca a un voto imperativo, que además no le hay. Pero (y esto es lo que principalmente me interesa decir) cuando yo oía hablar aquí hace poco a alguien, explicando el voto de que venía a expresar la voluntad de los que le habían votado, no es bastante. Alguien podría decirme que no admite el voto imperativo. En efecto, a alguno, cuya enmienda se ha admitido, le he dicho yo que la mayoría, la inmensa mayoría de los de la provincia por donde ha salido diputado, está en contra de lo que él traía.
¡Que no están enterados! Eso de si están o no enterados... Cuando aquí se dice, se ha dicho alguna vez, que había que dar a conocer el Estatuto a los que están en contra, yo he pensado muchas veces que había que darlo a conocer a los que lo han votado, porque un Estatuto no se vota por articulado; se vota por una tendencia, pero por articulado no.
Y es lo que quería decir, porque todo lo demás está discutido. Hay una cosa que es mucho más grave; no que uno venga aquí a exponer la doctrina, que no parece correcta, del voto imperativo. He leído, y después me han confirmado, que en una conversación que el señor presidente del Consejo de ministros tuvo con el Sr. Maura, hablando de si tendría tantos o cuantos votos —los que sean, yo no me acuerdo—, hubo de decirle el señor Maura: “¿Está usted seguro? Porque yo sé que algunos faltarán.” ¿Se lo han dicho? A mí me han dicho, más de uno de los que van a votar, no que faltarán, sino que van a votar, no contra lo que creen que es la voluntad de sus electores, sino contra su conciencia, y eso es indigno. (Muy bien. Muy bien. Aplausos.) No hay disciplina de partido que pueda someter de esa manera la conciencia de un ciudadano; esto es verdaderamente indigno. Lo he oído alguna vez: votarán contra su conciencia, que no es contra el parecer de sus electores, sino contra su conciencia. No me han convencido.
¡Ah!, pero voy más lejos. En una ocasión recuerdo que algunos amigos catalanes se quejaban, con mucha razón, con muchísima razón, de que se les quisieran conceder las cosas así como por limosna, para quitarse de encima un pedigüeño inoportuno. En efecto, de ese modo no se puede aceptar; pero yo les digo si es que se pueden aceptar los votos de gentes que rinden la conciencia ante no sé qué esperanzas o qué temores. Conseguir de esa manera una victoria es algo que yo no aceptaría nunca. (Muy bien.) No se rinden por el convencimiento, sino por mantener una cierta disciplina. Y no hablemos de eso, de si corre o no corre peligro la República, porque eso no son más que camelos. (Risas.)
En el fondo, ya he dicho, tengo mi opinión respecto al asunto. Ahora, respecto a lo otro, a esa concepción de disciplina de partido, la disciplina de partido termina siempre donde empieza la conciencia de las propias convicciones, y yo digo que tan desdoroso es para los que rindan así su conciencia contra su convicción (y son varios los que me lo han dicho) como para los que aceptan este voto. No tengo más que decir. (Muy bien. Aplausos.)
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