El Sol (Madrid), 10 de mayo de 1932
¡Siempre amarrado a lo mismo! Seguía rumiando el pasto amargo de mis inquisiciones sobre la íntima tragedia española engendradora de malcontentos, agraviados, resentidos, resquemorados, puntillosos, recelosos, desesperanzados y desesperados, cuando ha venido a dar a mis manos la nueva edición de la Historia de los Heterodoxos Españoles, de mi venerado maestro Menéndez y Pelayo, y cuyo sétimo y último volumen acaba de aparecer. ¡Y qué de actualidad! Porque parece de hoy la quijotesca batalla que don Marcelino libró hace más de medio siglo contra los campeones de la revolución liberal de España. ¡Qué obra de periodista! De periodista, sí.
¡Y no era chica la ojeriza que don Marcelino le había cobrado al periodismo! Escribiendo de Feijóo decía: “No quiero hacerle la afrenta de llamarle periodista, aunque algo tiene de eso en sus peores momentos, sobre todo por el abandono del estilo y la copia de galicismos.” En otro pasaje llama a los periodistas —que parecen ser los encantadores, malandrines y follones de Don Quijote— “mala y diabólica ralea nacida para extender por el mundo la ligereza, la vanidad y el falso saber”..., y sigue la tirada. En otro, hablando de los Desengaños del teatro español, de Moratín el padre, decía que “si no eran periódico ni salían a plazo fijo por lo menos deben calificarse de hojas volantes análogas al periodismo”. ¡Hojas volantes! ¡Hojas volantes las Epístolas de San Pablo, a quien un prelado de la Iglesia católica llamó periodista! ¡Y hojas volantes las páginas del libro, profundamente periodístico, de don Marcelino! ¡Hojas volantes! Y días, y años, y siglos volantes y volanderos. ¡Y lo que nos remeje el ánimo la relectura de la obra quijotesca antiliberal en este siglo al día tan macizo y apretado que se nos está volando!
En otro pasaje dice de Feijóo don Marcelino que fue “filósofo” sin duda, aunque no de la generosa madera de Santo Tomás, de Suárez o de Leibnitz, sino con esa filosofía sincrética y errabunda, a cuyos devotos se llama hoy “pensadores”... ¿Y él, don Marcelino? Él, el periodista que compaginaba en robustos volúmenes hojas volantes, pensador —o investigador más bien— sincrético y errabundo más que filósofo. Benedetto Croce ha visto muy bien que le faltó filosofía. Y yo, que fui su discípulo directo —y hasta oficial—, que le quería y le admiraba, tengo motivos para creer que la honda filosofía, la contemplación del misterio del destino humano, le amedrentó, y que buscó en la erudita investigación una especie de opio, un anestésico, un nepente, que le distrajera. No se atrevió a mirarle ojos a ojos humanos a la Esfinge, y se puso a examinarle las garras leoninas y las alas aguileñas, hasta a contarle las cerdas de la cola bovina con que se sacude las moscas de Belzebú. Le aterraba el misterio. Y por esto él, que tan hondamente sintió a Lope de Vega, no llegó a penetrar en todo el trágico sentido de Calderón, el de “la vida es sueño”. Y es que temía que este sueño le quitase el sueño.
En todo su juicio sobre el siglo XIX español, el de la revolución liberal, se ve que don Marcelino no logró penetrar en el fondo de él, no logró ver la agonía de una fe que se le antojaba sin heterodoxias apenas, no logró percatarse de todo lo que había, en que casi ningún español medianamente culto creyese que fuera de la iglesia no hay salvación, que el que se muere sin aceptar sus dogmas —ni aunque sean el de la existencia de Dios y la inmortalidad del alma— se condene por ello a penas eternas, ni pudiese creer en estas penas, y con ello ni en eternos goces. Don Marcelino no llegó a tocar el fondo de la tragedia espiritual nacional, nacida del Renacimiento, de la Reforma y de la Revolución, y que fue, no que nuestras clases cultas, burguesas, hubiesen perdido la fe en la religión católica como freno de malas pasiones, por temor al castigo y amor al premio de ultratumba, que esto no es más que ética o acaso política y carece de grande y eterna importancia, sino que habían perdido la fe rigurosamente religiosa, la esperanza más bien, como consuelo del delito mayor del hombre, que es, según Calderón, el de haber nacido. Don Marcelino no vio que la Iglesia católica española, la clerical, la de la Contra-Reforma, la jesuítica, se constituyó en policía, y no vio las desesperaciones a que conducía a los espíritus renacientes, reformados y revolucionados, la incertidumbre de su propio destino y de su vocación íntima. ¿Es que no vio toda la tragedia, por ejemplo, de aquel pobre don Benito Bails, matemático de fines del siglo XVIII, a quien se le dio su casa por cárcel por haberse confesado “reo de vehementes dudas sobre la existencia de Dios y la inmortalidad del alma?”
Empiezan ya a resucitarse juicios de don Marcelino en su periodística Historia de los Heterodoxos Españoles, y se parece querer proseguir en su incomprensión —¡y cuán comprensivo era en todo lo demás, y sobre todo en estética!— del último fondo de la revolución religiosa —que no fue otra cosa— de la España de los Borbones. No vio que la llamada Contra-Reforma, la española, llevaba en sí todo el jugo de la Reforma, la germánica y aun la ginebrina, contra que luchaba; no vio que la cruz de una cara es, a la vez, la cara de una cruz. Y aún siguen sus continuadores sin atreverse a mirar ojos a ojos humanos a la Esfinge. Y siguen hasta contándole las últimas cerdas que le han salido en la bovina cola con que sacude las moscas de Belzebú; siguen escudriñando los servicios que a la llamada “ciencia española” rinden estos o aquellos eruditos y diligentes padres espirituales y teocráticos; siguen sin querer comprender que la cruz no puede ser cetro de rey, y menos de rey de este mundo, sino símbolo de consolación dolorosa y acaso de esperanza desesperada; siguen sin querer darse cuenta de que la Policía —tal es la moral— es una cosa del César, y que de Dios es la religión, el sueño del divino sueño con que nos sueña.
Volveremos, pues, a nuestro —¡y tan nuestro!— don Marcelino y a sus voceros de hoy; ya que sus días de periodismo antiperiodístico han vuelto. Y aquí estamos con estas hojas volantes, que son estos nuestros comentarios... periódicos.
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