martes, 31 de octubre de 2017

Es para volverse loco

El Norte de Castilla (Valladolid), 12 de agosto de 1933

Es para volverse loco el darse a cavilar si es que los más de nuestros prójimos no se están volviendo tales. ¡La cantidad de alucinados, la legión creciente de los que no comprenden la realidad histórica en que viven, sino como cosa de función de magia, de tramoya! Por donde quierea ven, según sean unos u otros, jesuitas, masones, judíos, comunistas, fascistas… y por su parte los que deberían tener la cabeza fresca y sana, andan con eso de los sospechosos y los peligrosos. Y como si ello fue cosa de doctrinas y de predicaciones de las llamadas sociales. Y como el Gobierno debe repartir sus persecuciones, le es menester proceder contra los de un extremo para que los del otro no le acusen de parcialidad. Aunque para esto ha inventado el cómodo truco de que ambos extremos se entienden.

¿Conspiraciones? Nunca hemos creído en la peligrosidad de ellas. Los que en conspiraciones se meten suelen ser unos pobres ilusos a los que explotan unos cuantos vivos ―no demasiados vivos― que van a sacarse unos cuartejos y a los que se arriman unos cuantos jovenzuelos, deportistas de la revolución, aficionados a la tramoya. ¿Quién ignora el ridículo proceso de todas las conspiraciones revolucionarias para derribar a la Monarquía borbónica, incluso las que acabaron en sangre? La Monarquía no acabó por ellas.

La Monarquía borbónica, la de Alfonso XIII, la de la Dictadura de Primo de Rivera y sus sucesores, como, por la conciencia de sus culpas, se sentía impotente, huyó. Huyó de miedo. Huyó ante unas elecciones municipales que ni prepararon ni organizaron los conspiradores de la tan cacareada revolución; huyó ante unas elecciones en que el pueblo, harto de aquel desasosiego, buscó un cambio. Acogió con cierto entusiasmo la huida de los que huyeron y con expectativa la entrada de los que los sustituyeron. “¡Veamos lo que venga!”, se dijo. Pero los que salieron de la cárcel para ocupar el Poder público no habían tenido en la organización de aquellas elecciones del 12 de abril de 1931 más parte que cualesquiera otros ciudadanos adversarios de la Dictadura monárquica. Y esos mismos que ocuparon el Poder y que habían andado en conjuras y conspiraciones saben mejor que nadie la futilidad e ineficacia de ellas; saben bien que no vienen por ese camino los cambios de regímenes y de Gobiernos. ¿O es que los conspiradores contra la Monarquía toman en serio los complots que descubren o que inventan? O que provocan. ¿Es que toman en serio esos juegos infantiles de unos deportistas formados en el cine? No, eso no puede ser.

¿Que se está formando una tormenta pública encima de eso que llaman el régimen y no es tal régimen? Sin duda. La tormenta se forma encima y en contra de lo que llaman la revolución. Y con ello apenas tiene nada que ver ni monarquismo, que escasamente hay, ni republicanismo, que tampoco le hay. Y si la Monarquía; conciente de sus culpas, huyó ante unas elecciones populares, no tendría nada de extraño que la flamante revolución de izquierdas ―que no es República― huyera también ante otras elecciones, conciente de las tonterías que acumula. Por lo menos las teme. Y el miedo, que es lo que más enloquece y entontece, le hace cometer nuevas locuras y nuevas tonterías. Y ver por donde quiera fantasmas, trasgos, endriagos, encantadores y brujos.

¿No habéis oído, lectores, cómo muchos de esos alucinados por el miedo, atribuyen al dinero de un potentado de los negocios esas conspiraciones que se fingen? Cuando en pleno Parlamento se dijo por gobernantes que o la República acababa con un millonario o éste acababa con la República, comprendimos el peligro que corría un régimen entregado a perturbados mentales, de semejante calaña. Perturbación que aunque se dé en hombres de cierto talento, acusa una cierta deficiencia mental. Y luego hemos podido ver que esos gobernantes alucinados por el miedo, los que de unas Cortes, también en su mayoría alucinadas, arrancaron aquella disparatada ley llamada de Defensa de la República, que esos gobernantes han ido acumulando torpezas sobre torpezas. Persiguiendo fantasmas y sin ver los peligros reales.

Y que no invoquen a la República, porque ésta, la República, no es todavía nada en España. La Monarquía, espiritualmente, dejó de ser; la República todavía no ha sido. No tiene tradición aún. Y hay que hacerla. Y los oficiantes de este régimen todavía no nos han dicho lo que entienden por República. Cada vez que oímos decir: “¡Hay que gobernar en republicano!”, nos decimos: “¿Y qué es eso?” Verdad es que tan socorrida frase ―tópico huero― se suele esgrimir contra los sedicentes socialistas y como si éstos no se declararan también republicanos. Aunque a las veces digan éstos, los sedicentes socialistas, que si la República no les da lo que quieren se lo tomarán de otro modo y aun estableciendo la dictadura del proletariado. Lo que no pasa, claro, de otro tópico de muchachos deportistas del revolucionarismo y no pocos de ellos tan deficientes mentalmente como los que declaraban que si no se acaba con un hombre, este hombre acaba con el régimen de los declarantes.

Es para volverse loco el pensar si lo estarán todos esos que se creen llamados a hacer lo que llaman revolución. ¿Locos? Pero hay dos clases de locuras, una por deficiencia y otras por excedencia mental.”El sueño de la razón engendra monstruos”, dijo Goya.

lunes, 30 de octubre de 2017

Canto de arada

Ahora (Madrid), 11 de agosto de 1933

Jamás podré olvidarlo. Era a la caída de una de estas tardes de sazón castellana. Un gañán, mano a la mancera del arado, iba por entre los surcos, detrás de la pareja de bueyes, hacia la linde en que el cielo y la tierra se juntan. Una ráfaga de luz solar poniente, no de incendio terrestre, iluminaba a los tres. El gañán, al hacer ensanchar el surco binándolo, cantaba. Cantaba una “arada”, con voz libre, voz de campo, sin más resonador ni altavoz que el cielo. Una “arada” charruna, de aire lento y arrastrado, que surcaba hacia la puesta del sol. Araba cantando el gañán, cantaba arando, y canto y labranza se confundían en la obra. Era el gañán un obrero, no un simple y mero trabajador. Porque trabajo condice a la causa, a la causalidad y es noción de servidumbre mientras que obra condice al fin, a la finalidad, y es noción de libertad. (Aunque de esto, que aquí queda acotado, más otra vez.) Y era la obra del gañán aquel, a su modo, una obra maestra. Preparaba al trigo su sepultura, su enterramiento, para resurrección.

Ahora, recordando a favor de cierta lectura aquéllo, escudriño una vez más en esa ya famosa doctrina de la llamada interpretación materialista ―mejor determinista, causalista, no finalista, no espiritualista― de la historia y en si se vive para sacar jornal o se saca jornal para vivir. Para vivir y cantar y hacer obra; para crear. Y en el campo para hacernos tierra, tierra de resurrección comunal. ¿Oirían la arada los finados y enterrados abuelos del gañán cantor, sus muertos seculares, la arada que era un requiebro a la madre tierra? Y aquel obrero, aquel labriego se re-creaba en su obra, en su labranza. No le empujaba a él, que empujaba aguijándoles, a sus bueyes, resorte económico, sino artístico, poético, religioso. Era un artesano de la tierra, un artista, no un siervo de la gleba. Y pensando en ello, soñándolo, pienso y sueño en el artesano, en su arte y su artesanía, y en el obrero que ante todo se paga de su obra. Y por eso canta porque con el canto se cobra y se re-cobra del trabajo. Y si se me dijera que también se entonan ―sólo que estos en coro y a grito pelado— himnos internacionales a la luz de incendios a mano airada, diré que en esos himnos la letra mata al espíritu. Y allí no suele haber bueyes sino máquinas.

La lectura que me ha traído estos recuerdos de campo y de obra, es la de las doctrinas nacionales de Walter Darré, ingeniero agrónomo, actual ministro de agricultura del Imperio alemán, ensalzador de la aldeanería como fuerza vital de la raza nórdica de la nueva nobleza de la sangre y del suelo, profeta de la primacía del campo y de la debelación de las grandes ciudades industriales, la del capitalismo y las amasadas masas proletarias. Predica la aversión a todo lo comercial y el desprecio al enriquecimiento monetario. La técnica del lucro —dice— ha cegado a los aldeanos; han vendido sus fincas y sus casas para enriquecerse más pronto y luego han perdido el dinero y se han hecho mendigos. “Es aldeano —dice Darré— quien hereditariamente arraigado al suelo por su linaje, cultiva su tierra y considera su trabajo como un deber para con su linaje y su pueblo. Es explotador agrícola quien cultiva su tierra sin estar hereditariamente arraigado al suelo y considera su trabajo como una tarea puramente económica y remuneradora.” Y pide una ley que permita a los que son verdaderamente aldeanos sobre su tierra o quieren llegar a serlo instituir su finca como bien aldeano hereditario, protegiéndolo en adelante contra la división, contra el adeudamiento y contra los apetitos de logro de un propietario puramente explotador.

Leyendo las doctrinas, más filosóficas que económcas, de Darré, el ministro de Agricultura del Imperio nacional-socialista alemán de hoy, y aun contando con todo lo que hay en ellas de generosa utopía basada en increíbles creencias seculares, he pensado en la diferencia que pueda haber entre asentar y arraigar labradores, entre asentamientos y arraigamientos. Y he pensado que el funcionario de trabajo, ingeniero de Estado —es decir, de estadística― puede llegar a ser un temible intermediario, sobre todo si tiene la cabeza llena de sociología determinista, de economía causalista. Porque ¿es el Estado el que ha de marcar finalidad al pueblo o éste al Estado? Y he vuelto a pensar en el retorno a la Edad Media a despecho de los que hablan de feudalismo sin saber lo que éste fue.

Uno de los secuaces de Darré, Walter zur Ungnad, dice: “¿Qué se harán las ciudades? Sólo las aldeas y las villas subsistirán. Se organizarán en torno del mercado, colonizando los alrededores y distribuyendo las tierras a sus habitantes. Les harán volver a ser burgueses agrícolas, que saquen su mantenimiento tanto de su trabajo en la villa como de su tierra.” Ensueños de arios de svástica aplanados por el industrialismo maquinal.

Y de otro lado, en la anhelante Rusia, la industrialización del campo, el amasamiento del mujic. Y aun quedan los que sueñan con una alimentación química, por píldoras sintéticas. El otro día me decía uno que la humanidad, que va a termitera, se alimentará, como los térmites, de madera. “Mejor de papel” —pensé—. “Nos comeremos las bibliotecas y los archivos.” Y entre tanto nos tupen el seso, nos le empapizan, con píldoras sintéticas ideales, con tópicos sociológicos, puro serrín. Y no sabemos ya cantar. ¿Quién ha oído cantar a alondra enjaulada en ciudad?

¡Ay, aquella arada de gañán castellano, en tarde sazonada, que surcaba el aire como el arado surcaba la tierra y aquella ráfaga de luz solar poniente que iluminó al obrero! Cayendo en meditar la lucha de hoy en el campo pensé que lo que va a hacer más falta es, invirtiendo un antiguo consejo, resignación en los ricos, en los señores, y caridad en los pobres, en los criados. ¿Aunque pobres? ¡Pobres todos!

domingo, 29 de octubre de 2017

Deficiencia mental

Ahora (Madrid), 8 de agosto de 1933

Estos días nos viene interesando la alarma que produce en la Europa civilizada el desarrollo que está cobrando lo que llaman ya deficiencia, ya degeneración mental. Es una gravísima crisis del espíritu público. Del espíritu decimos aunque la opinión general —sobre todo la de los técnicos especialistas— sea que las causas de tal crisis son de orden corporal o somático, causas patológicas de fácil diagnóstico. Sin que se excluya, aunque acaso no se le dé toda la importancia que merece, al efecto del choque en la conciencia pública y popular de la tragedia de la gran guerra que estalló en 1914 y de todas sus revoluciones concomitantes y consiguientes. La deficiencia mental, el rebajamiento de comprensión, que hoy en todo el mundo civilizado se observa, ha de ser debido en gran parte —en su mayor parte, creemos— a la fatiga del espíritu colectivo que no ha podido ir al paso de los acontecimientos. El linaje humano no ha podido digerir la historia trágica, la tragedia histórica, de estos últimos veinte años. Se han producido hechos que la conciencia pública no ha podido consumir y de aquí un déficit mental que es tal vez la causa principal de esa mentada deficiencia mental que se observa sobre todo en la juventud. La cual no acierta a darse cuenta de la realidad histórica que tiene que vivir. Y así que los mozos que cuentan hoy esa edad, los criados unos y los más mozos de ellos engendrados en este trágico período de pesadilla universal parecen tener una mentalidad de niños de cinco años. Los más brillantes, los más imaginativos, los más inspirados, se nos aparecen como casos de precocidad infantil, de esa monstruosidad de los niños precoces de cinco a siete años, que suelen ser casos de anormalidad.

Algo parecido produjo el tremendo ramalazo que sacudió a Europa con las guerras napoleónicas, que no fueron si no el cumplimiento de la gran Revolución francesa, la de la burguesía del siglo ХVШ. Los criados y engendrados durante aquella épica tragedia de la historia universal humana fueron luego los románticos. Románticos en todos los órdenes, literario, artístico, científico, religioso, político, social... De allí salió el socialismo, el marxista y el otro. De allí brotaron todas las utopías sociales que dieron su floración máxima en 1848. De allí brotó el más genuino y más generoso revolucionarismo, el de Mazzini, y de allí brotó también la romántica pedantería cientificista —que no quiere decir lo mismo que científica— de la llamada interpretación materialista de la historia que culminó en la primera Internacional, de Marx y Engels, dos románticos y dos utopistas. Tanto, por lo menos, como Proudhon o como Saint Simon. En el orden literario el producto acaso más genuino de aquella sacudida fue Stendhal y entre las ficciones de éste aquel Julián Sorel de su novela El rojo y el negro. Julián Sorel es el símbolo del romanticismo social napoleónico. ¿Y era un degenerado? ¿Era acaso un deficiente mental?

Después de haber anotado estos puntos preñados de significación y de alcance históricos vengamos a nuestra España de hoy. La otra, la de 1808, no escapó al gran ramalazo de la Revolución y del Imperio franceses. Nuestra guerra de la Independencia, seguida de nuestras guerras civiles, fueron su consecuencia. Así se hizo la España moderna. Y de esta otra última sacudida, ¿hemos escapado? Ciertamente que no. España se ha visto cojida y arrastrada en el huracán que podríamos llamar socialista de la Gran Guerra de 1914 como se sintió cojida y arrastrada en el huracán romántico napoleónico de 1808. Y esto aun antes, mucho antes, de 1914. Lo que simboliza nuestro 1898, el desastre colonial, el acto de Santiago de Cuba, es un prodroma de lo que estamos pasando.

Aquella sacudida de 1898 produjo, entre otras cosas, lo que se ha llamado la generación de entonces, pero ¿dónde está, con caracteres destacados, la generación de 1914, o la de 1921? ¿Qué característica, qué estilo, qué tono da a esta nuestra España de hoy, supuesta republicano-socialista, la mocedad actual, la de los que ahora cuentan al rededor de los veinte años? Al que esto escribe le hace esa mocedad la impresión de, lo mejor niños precoces, pero los más retrasados mentales, mozalbetes que no saben digerir la realidad histórica en que viven. La ignorancia histórica de esos chicos, de los chicos de las juventudes de partido, es abrumadora. No saben nada de lo que han hecho sus padres e hicieron sus abuelos. ¿Y los tópicos revolucionarios de que se tupen? Vaciedad de vaciedades y todo vaciedad. Y dejando de lado, por supuesto, los que se alistan en tal o cual partido, para hacerse carrera política, los aspirantes siquiera a concejales, los mozos de partido. De esto no hablamos.

No nos referimos, claro está, a esas otras violencias materiales, agresiones a pistola, incendios, motines, atracos, y todo lo demás porque mucho, acaso lo más, de esto procede de otra deficiencia mental, de verdadera degeneración mental originada de causas morbosas fácilmente diagnosticables. Y para cuya cura no estaría de más la esterilización que por ahí fuera se preconiza ahora. ¿Pero cómo se va a esterilizar a imaginaciones infantiles que toman palabras hueras por ideas llenas? ¿Cómo se va a curar a los que se embriagan con los términos de revolución, dictadura, fajo, tradición, sin tener concepto alguno maduro y asentado de lo que esos términos puedan valer en realidad histórica?

Y después de estas reflexiones, más bien programáticas e indicativas, sobre la enfermedad que aqueja a nuestra mocedad, su dificultad —en ciertos casos incapacidad— de darse cuenta de lo que está pasando, de cobrar conciencia del momento eterno que vivimos, después de esto dejemos lugar para aclaraciones puntuales y casuales.

sábado, 28 de octubre de 2017

La revolución de dentro

Ahora (Madrid), 1 de agosto de 1933

Aun sin tener que acatar la concepción materialista —o más bien determinista— de la historia, la de que son las cosas las que llevan a los hombres y no éstos a ellas, hay que rendirse al sentido histórico que nos enseña cómo la libertad política se abre campo a pesar de los hombres. Y hoy que España, el alma colectiva española, busca su verdadera libertad, bueno es detenerse a considerar en qué paso estamos.

La monarquía se hundió en España por sí sola, sirviéndose de la dictadura. Pero fue, por otra parte, un ramalazo del huracán que arrasó otros tronos, los de Portugal, Grecia, Alemania, Austria, Turquía... La monarquía se hundió en España dejando vacíos de autoridad, de legalidad, de tradición… Había que llenarlos. La república empezó siendo un vacío, apenas nada más que un nombre. El pueblo ingenuo que votó en aquellas inolvidables elecciones municipales del 12 de abril, que votó contra el régimen monárquico de la dictadura, no sabía que habría de ser un régimen republicano. No había en general en España conciencia republicana. Mucho menos esa quisicosa que llaman fervor republicano o emoción republicana. El republicanismo español era algo puramente negativo. Y al erigirse el nuevo régimen el pueblo o no dijo nada o sólo dijo: “Y esto, ¿qué es?”

Tres doctrinas, sin embargo, se presentaron a dar aliento de vida al nuevo régimen: el regionalismo o mejor federalismo, principalmente catalán; el socialismo, y el jacobinismo laicista. Las tres caben, doctrinalmente, en una monarquía. Ha habido en la historia —y aún hay— monarquías federales, monarquías socialistas y monarquías laicistas. Ninguna de esas doctrinas va ligada, por necesidad dialéctica, al republicanismo. Éste se queda siendo una forma histórica vacía de contenido propio, sin nada que no quepa también en rigor, en una monarquía democrática. Todo lo cual, siendo de clavo pasado, hay que pedir perdón al lector de tener que recordárselo. Pero es que hay tantas cosas que de puro sabidas se olvidan...

Procedióse a forjar una Constitución republicana, la de una república semi-federal —federable—, semi-socialista y semi-jacobina. Y entre tanto se hablaba de revolución, de una revolución que apenas hay quien sepa en qué consiste y los que menos lo saben, son los sedicentes revolucionarios. Mas la verdadera revolución, la honda, la de la conciencia pública, se iba y se va abriendo camino por más dentro de las capas que podríamos llamar políticas de la población española. La verdadera revolución, el ascenso a la conciencia pública ciudadana de los íntimos anhelos del pueblo, esta revolución se hace fuera de los partidos políticos. Los programas de éstos, de los partidos políticos organizados, con sus comités y sus congresos, no le dicen nada al pueblo. La llamada masa neutra empieza a hacerse, bajo el acicate revolucionario, una conciencia histórica. Que es política, aunque no de partido alguna Una conciencia española. Y reviven viejas tradiciones.

¿Revolución? La hay, indudablemente, pero en forma de lo que suele llamarse reacción. ¿Contra el nuevo régimen? Más bien para hacerlo de veras nuevo. La reacción —y ciego ha de ser el que no la vea— va contra el semi-socialismo, contra el semi-federalismo y contra el semi-jacobinismo. España, la conciencia histórica española, al despertar, trata de recobrarse y unirse haciendo cesar la lucha llamada de clases, la lucha de intereses y sentimientos particulares —regionales, comarcales, locales— y la lucha de confesiones. Y se presenta un caso que por designarlo con un término extranjero, y aun sin traducirlo, parece algo traducido también. Nos referimos al llamado fascismo. ¡Tabú, tabú! Ya está nombrado el Coco. El Coco y el comodín.

Eso que los revolucionarios de mentirijillas, los semi-revolucionarios, llaman al fascismo, el fascio español, ni ellos saben lo que es ni lo saben los que a sí mismos, aquí en España, se llaman fascistas. Ese fascismo que un Gobierno que parece entontecido persigue como si se tratara de una terrible organización clandestina y anti-republicana es algo tan pueril, tan inocente, tan ridículamente deportivo que da pena. Sus manifiestos, sus manifestaciones, las hojas que raparte, sus ejercicios litúrgicos, darían que reír si no diesen pena por el rebajamiento mental que delatan. No sabe uno de qué sorprenderse más, si de la tontería de esos chiquillos deportistas que juegan al fajo, o de la tontería gubernamental y policíaca que anda a su caza. Porque, señor ministro, lo más desconsolador de este triste periodo de desconcierto es la estupidez —tal es la palabra— con que procede el cuerpo de seguridad. No estamos seguros de la sanidad mental de ese cuerpo. Cuerpo sin alma.

Pero, ah, es que bajo ese fascismo de tramoya, de opereta bufa, bajo esos desahogos de una mozalbetería de cine sonoro, hay algo que está cobrando conciencia seria. Los presuntos fajistas —los que se creen serlo y aquellos a quienes la tontería gubernamental supone tales— no saben lo que el fajo llegue a ser, más que los republicanos del 12 de abril sabían lo que habría de ser la república de los “semis”. Tan inconcientes los unos como los otros.

“¿A dónde vamos?” —suelen preguntarse los españoles que se inquietan de serlo. A donde nos lleve la historia. Que no es la política de los partidos, si no la del pueblo. A donde nos lleve el Hado —otros le llaman Providencia— que en la historia es ley de libertad. Para rehacerse España, para re-nacionalizarse, tiene que libertarse de una lucha de clases que no es de tales clases, de una lucha de comarcas que no sienten sino sus intereses particulares, de una lucha de confesiones que apenas si tienen conciencia de lo que confiesan. Y sobre todo para rehacerse España tiene que comprender que el pueblo se hace su historia por encima y por debajo de la política de los partidos, de los concejales, diputados provinciales o a Cortes, gobernadores, directores generales, ministros y... toda la caterva.

Hemos creído deber exponer todo esto por la alarma que nos produce ver que a la tontería de los deportistas del semi-fascismo responde la tontería gubernamental y policíaca dedicada a inventar ridículas conjuraciones. Y al exponerlo no hacemos obra de político —y menos de político de partido ¡Dios nos libre de ello!— sino de contemplador de la historia. Hemos querido, lector, presentarte lo que descubrimos detrás de esa semi-revolución de semi-socialistas, semi-federalistas y semi-jacobinos. ¿Que a qué nos sumamos? A sentir la historia y a comprenderla y acatarla. Y por lo que al que esto te cuenta, lector, hace a esperar si en el hundimiento de tantas creencias consoladoras, de tantos santos engaños avivadores, le queda la esperanza de que el alma de su alma perdure, aun sin conciencia, en el alma renacida de la España eterna.

viernes, 27 de octubre de 2017

Unión Nacional de Españoles, U. N. E.

Ahora (Madrid), 28 de julio de 1933

Vendaval —“vent d'aval”, viento de abajo o de tierra—, vendaval de saña viene aterrando por campos y plazas los ánimos de los compuestos ciudadanos de la clase media, de los legítimos republicanos. De toda esa locura, lo más razonado son los atracos. Hasta el que se le mate a uno para mejor poder robarle o para asegurar el robo tiene sentido, y no lo tiene el que se mate por eso que llaman ideas. El crimen de Jódar, degollar a un niño para que bebiendo su sangre se cure un salvaje, es caso de superstición inhumana, sanguinaria, pero no es de otra especie el intentar pegar fuego a una iglesia. Matar para matar el hambre se comprende; ¿pero dañar por supersticiones religiosas o anti-religiosas? Y ello no es cosa de fieras, pues las fieras no odian. El lobo que devora a un cordero no le odia. Y no es fácil vigilar estos estallidos de locura contra-natural. No son los que cometen esos delitos veteranos de la delincuencia, avezados a ésta, sino que son novicios, principiantes. Es un vendaval de locura. Toda inducción racional marra al querer juzgar a unos chiquillos que apedrean un escaparate de librería porque se les dijo que en él hay libros fajistas. Eso del santo y seña de “fascio” es un deporte de salvajería demental.

Todo ello está haciendo reaccionar —¡gracias a Dios!— a los hombres de juicio sano, de sentido social y racional, a los que componen la tan asendereada y calumniada clase media, nervio y tuétano de la patria. Esa pobre clase media, la de los modestos patronos, los tenderos, los artesanos, los obreros libres y no a jornal, los maestros de taller y sus compañeros, todos los pequeños burgueses a quienes no se les clasifica entre los proletarios asalariados.

¡Qué mito ése de las clases y de su lucha! ¿Dónde acaba el burgués y empieza el proletario? Todo eso vino a nosotros de países fuertemente industrializados, de una economía que está muy lejos de haber alcanzado España. Pudo traducirse, en cuanto a lengua, del alemán —o acaso de la traducción francesa— al español Das Kapital —“El capital”—, de Karl Marx; pero no ha logrado traducirse su contenido ideológico o científico, y no ha logrado traducirse porque los fenómenos económico-sociales que estudió Marx en su obra capital no guardan paridad con el proceso de la economía de nuestra España. La lucha entre un capitalismo poderoso y una masa proletaria apenas si se ha dado en nuestra patria. Nuestra economía continuó durante mucho tiempo siendo casi medieval ¿Y qué ha ocurrido? Pues que al querer traducir al español el contenido ideal del marxismo sólo se obtuvo un verdadero fantasma.

No sin un hondo sentido, cuando ocurrió la escisión entre Marx y Bakunin, entre los socialistas ortodoxos y los anarquistas, los más de los representantes españoles de la masa obrera se fueron con Bakunin, con el anarquista ruso, porque las condiciones económicas de España se parecían más a las de la Rusia de entonces que a las de Alemania, y aún más Inglaterra, sobre cuyo estado económico basó Marx sus estudios y sus profecías. Se fundó la primera Internacional de trabajadores por Marx y Engels —el día mismo en que nació quien esto os cuenta— frente a otra verdadera Internacional: la del capitalismo industrial y financiero. Ambas Internacionales, sin sentido ni sentimiento de patria —y ambas dominadas por elementos judaicos—, no podían tener adecuada representación en nuestra España, donde las dos supuestas clases, la de los burgueses y la de los proletarios, eran profundamente nacionales. El patrono español y el obrero español eran españoles, nacionales, y sentían más la solidaridad nacional entre ellos que sus sendas solidaridades con capitalistas y con proletarios extranjeros. Y es que España era en su casi totalidad lo que llamamos clase media, pequeña clase media, pequeña burguesía, del campo o de la ciudad. El internacionalismo aquí no fue más que una pedantería. Harto le costaba a España defender su pobre industria a fuerza de derechos de aduanas, y ello tanto en bien de los fabricantes como de sus obreros.

Ahora, al empezar los funcionarios de trabajo —que no trabajadores— a querer implantar en España, con una pedantería burocrática que pone espanto, procedimientos de la doctrina internacionalista, se encuentran frente al sentimiento nacional del verdadero pueblo trabajador español, que abarca patronos y obreros, burgueses y proletarios. No cabe traducir al español los acuerdos de esos Congresos internacionales, de una enrevesada escolástica sociológica. Mayormente cuando los traductores apenas si conocen la realidad concreta española.

Empieza —¡gracias a Dios!, lo repito— a cuajar un sentimiento colectivo nacional de los verdaderos trabajadores de toda clase, que comprenden que nada tienen que hacer aquí ni el capitalismo ni el proletarismo, traducidos —y mal traducidos— del socialismo internacionalista. Empieza a sentirse que si ha de salvarse la economía nacional y con ella la sana convivencia, tiene que ser por métodos de cooperación. Empieza a sentirse que sólo una Unión Nacional de Españoles —industriales, comerciantes, empleados, obreros— puede sacarnos del atasco en que nos están metiendo los fanáticos del mito de la lucha de clases.

Mas lo que nos va a dar más quehacer es cortar ese vendaval de saña demente que viene arrasando todo contento de vivir por campos y por plazas; es curar esa locura de atracadores, incendiarios y furiosos de toda clase que están jugando a una revolución de cine sonoro, pero con víctimas. ¿Unión General de Trabajadores? No, sino Unión Nacional de Españoles.

jueves, 26 de octubre de 2017

En defensa del régimen

El Norte de Castilla (Valladolid), 25 de julio de 1933

“¡Proletarios de todos los países, uníos!” Les dijeron a los obreros, a los jornaleros, hace sesenta años los fundadores de la primera Internacional Obrera y quedó con ello proclamada la lucha de clases.

Primero, proletarios. ¿Qué es eso de proletarios y en qué se distingue del llamado burgués? Hoy apenas hay quien lo sepa a ciencia cierta. Lo del proletariado es uno de tantos tópicos para cubrir el vacío ideal y mental: Es como lo de las clases. ¿Quién las define y, sobre todo quiénlas clasifica? ¡Y llaman pensar realidades a eso, a rumiar palabras sin sacarles el jugo!

¿Y los proletarios de todos los países, contra quién hablan de unirse? Porque los hombres no se unen sino los unos contra los otros. Pues contra los burgueses de todos los países, contra los capitalistas. Y luego todo aquello de la ley férrea del salario, y lo del ejército de reserva del proletariado, y la concentración de la propiedad cada vez en menos manos y... el resto de la mitología marxista. Mitología a la que, como a todas las mitologías ―religiosas, políticas, científicas, estéticas...― le ha llegado su crisis merced a la crítica.

En toda esa mitología no entraba por nada el sentimiento, y con el sentimiento el concepto de patria y de patriotismo. Para los proletarios míticos de la Internacional, no había de haber patria. Aunque una Internacional supone naciones, éstas no habían de ser sino expresiones geográficas. La nación, la patria, era una categoría burguesa, capitalística. El proletario de una nación cualquiera había de sentirse más solidario con el de otra nación que no con el burgués, su convecino, su pariente acaso, de su nación misma. La convivencia en espacio, en tierra, en solar, no había de significar gran cosa.

Y llegaron las guerras entre naciones, a las veces disputándose mercados, y, sobre todo, llegó la gran guerra de 1914 ¿y qué ocurrió? Pues ocurrió que los proletarios de Alemania se sintieron más solidarizados con los burgueses alemanes que con los proletarios franceses, y éstos más solidarizados con los burgueses de Francia que con los proletarios alemanes. ¿Por razón económica? ¿Por intereses económicos? Sin duda, pero no sólo por ello. Por eso, sí, pero no sólo por eso. Sintieron que una gran nación es una gran empresa industrlal, agrícola, financiera, y que a patronos y obreros de ella les une un lazo mucho más fuerte que el que pueda unir a los patronos de las diversas naciones o a los obreros de ellas entre sí. Sintieron que la nacionalidad, que la ciudadanía es históricamente más esencial que la clase, que entre dos alemanes, por ejemplo, patrono y obrero, hay más comunidad esencial que entre dos obreros, alemán el uno y el otro francés, o entre dos patronos, alemán y francés. El proteccionismo lo pedían unos y otros., patronos y obreros, éstos para su trabajo y aquellos para su capital.

Esto en el aspecto estrictamente económico, que en el otro, en el político, en el social, en el sentimental, el mito internacionalista no ha podido sostenerse. De donde ha nacido el nacionalsocialismo, el socialismo nacionalista, tan socialismo como el internacionalista. Han llegado a sentir que la lucha de clases dentro de una misma nación debilita a ésta en su lucha económica con otras naciones. Si aquí, en España, por caso, llegase a establecerse un comunismo agrario, las comunidades agrícolas no podrían competir con la producción extranjera. Y es, hay que referirlo, que una comunidad nacional, de convecinos, de ciudadanos, es más esencial y más natural que un sindicato de clases.

Y aun dentro de una misma nación, cuando ésta no está bien unificada, bien nacionalizada, bien solidarizada, ¿no vemos caso algo análogo? ¿Quién no ha podido observar en regiones, en comarcas, en lugares, hasta en aldeas, la hostilidad del supuesto proletario indígena contra el proletario forastero? ¿Qué quiere decir en la mayoría de los casos, eso de esquirol? Y así es como se han formado dentro de la clase obrera ―de la llamada clase obrera, que ni siempre es clase ni siempre obrera― diferentes subclases o categorías. En rigor clientelas. Y a los obreros cualificados, artesanos, hombres de oficio determinado, han venido a oponerse ―así, a oponerse― los simples braceros, los sin oficio, muchas veces sin domicilio fijo, los condenados al paro.

Y llega un momento en que todos tienen que sentir ―que es más aún que comprender― que lo que hay que organizar no es una de esas llamadas organizaciones de clase, sino la Nación misma, y que el proclamar que el proletariado ha de servir a la burguesía para destruirla es la mayor insensatez de la ignorancia política. Por esas doctrinas ―si es que merecen tal nombre― de la pedantería marxista se va a parar a otra burguesía, la del funcionarismo socialista de estado.

Una nación es un verdadero sindicato natural de producción y de consumo, y tiene que cuidar de que las luchas de distribución, de reparto de producto no empeoren la producción misma. ¿Cabe locura mayor, pongamos por caso, de que los obreros den en restringir su rendimiento? Todo lo expuesto, que es de clavo pasado, que carece de originalidad, nos aclara un curioso fenómeno de mentalidad colectiva, y es el de que estén despotricando contra los fajos y el fajismo precisamente los que los están trayendo.

Y además de todo, ¿qué importa el mote que le pongan a uno todos esos sedicentes defensores de un régimen que no saben ni lo que es régimen ni lo que es defensa?

miércoles, 25 de octubre de 2017

El estilo nuevo

Ahora (Madrid), 21 de julio de 1933

Al deslizarse uno, zigzagueando y soslayándolas, por entre pequeñas tragedias diarias; al rozar con la pena nuestra de cada día, lo que más desconsuela es no hallar campo para las ideas eternas de justicia y de humanidad. Y vase uno a la campiña. En torno el espacioso campo colorido, el divino espacio real, pardo en el hondo, azul en el colmo y lleno de aire vivo su claustro natural. Respírase allí la España divina y eterna. La espaciosa voz del reposo campesino, con su estilo milenario, nos sosiega. ¿Estilo? De pronto, como una puñalada trapera, le hiere a uno el recuerdo dolorido de una expresión de la caverna parlamentaria: ¡el nuevo estilo! ¡El nuevo estilo!

¿Qué saben de estilo esos convencionales de las interrupciones, de las votaciones nominales, del quórum y de la guillotina? ¿Qué saben de estilo los que con sus estiletes están disecando a España? Ellos, a busca de electores futuros, tienen que defender y no enmendar aquello en que tienen conciencia de haber acertado mal; pero uno, a busca de lectores a quienes dar la verdad, debe, en conciencia, servir a la íntima disciplina de la entereza moral, que está sobre todos los partidos y sus miserables intereses.

En la sesión parlamentaria del día 14 de este mes de julio hubo una declaración del ministro de Trabajo que arroja un haz de luz sobre el nuevo estilo. Y fue que, al dolerse un señor diputado de las irregularidades y la parcialidad del Poder público en contra de los patronos, el ministro replicó: “Hay veces que es preciso obrar así, para evitar desórdenes públicos.” O sea que, para evitar desórdenes públicos, para satisfacer a los desordenadores y revoltosos, hay que faltar a la justicia y, a las veces, a la humanidad.

¿Quién no recuerda aquella terrible sentencia de uno de los presuntos dirigentes de la revolución cuando, acusado de no haber impedido la quema de los conventos, dijo que todos éstos no valían la vida de un buen republicano? Con lo cual canonizó de buenos republicanos a los petroleros. ¿Y qué, si, con achaque de evitar desórdenes, se los provoca para poder faltar a la justicia y a la humanidad, en contra de los supuestos enemigos del régimen, o sea del Gobierno? ¿Es acaso moral azuzar a una mozalbetería envenenada y entontecida en contra de una tonta manifestación callejera de trapos para proceder contra unos ilusos protestantes? ¿No sería medida de mejor gobiemo meter en cintura a esa chiquillería vocinglera que grita contra el fajo —el fascio— sin saber lo que el fajo es?

El que esto os dice argüía no hace mucho a un gobernante en contra de la procedencia de una medida que se le había encomendado y él aceptó, y por toda respuesta obtuvo la siguiente: “Es verdad, tiene usted razón; pero, ¿qué le vamos a hacer?; ¡es la política!” Pues bien; no, amigo mío, no; eso no es política. No es política rendir la conciencia a disciplina de partido cuando se sabe que la supuesta política del partido no obedece más que al puntillo de defenderla y no enmendarla.

Como tampoco es política ni es disciplina supeditar la verdad y la justicia a intereses de partido. Y lo digo porque cuando decidí con unas palabras de verdad y de justicia en el Parlamento un pleito electoral —el de la aprobación de un acta—, se me dijo que había herido intereses de partidos. En ninguno de ellos me había matriculado; mas aun cuando lo hubiese hecho, jamás habría faltado a mi deber de ser veraz y justo por dar aumento a una mayoría. Y el curso posterior de los acontecimientos ha venido a darme la razón. Y a demostrar cómo la dictadura de la mayoría parlamentaria no ha hecho sino alejar del régimen y desaficionarles de él a los que lo habían recibido y acatado con esperanza y confianza.

Otra vez más: “Procure siempre acertarla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defenderla y no enmendarla.” Y a esto se dice: “¡es la política!” o “¡es la revolución!” Y menos mal cuando con honradez se procuró acertarla; pero ¿y si no? ¿Hay quien de buena fe pueda creer que procura, con honradez, acertar el que asegura que no adoptaría medida alguna que mereciese el aplauso de sus adversarios y que no admite consejos? No, esto no es procurar acertar, sino empeño de vengarse o de satisfacer no se sabe qué tenebrosos sentimientos. ¡Y a eso se le llama defender el régimen!

Y déjense de todos esos tan socorridos estribillos de “batalla a la República”, “contra-revolución”, “monarquizantes” y demás monsergas en que nada se estriba. Cúrense de las alucinaciones de la manía persecutoria y del menoscabo mental de antojárseles que jamás se ganará al régimen a los españoles todos. Que si la República haya de ser renación de España lo será como comunidad una y entera, sin división ni de clases, ni de confesiones, ni de profesiones, ni de castas, ni de orígenes, ni de ciudadanías. División en derechos y en deberes, entiéndase bien.

¿Política?, ¿revolución?, ¿renovación de España?, ¿estilo nuevo? No; todo eso no es sino desconcierto. Y luego el miedo a que las mismas garantías que se han visto, por bien parecer —hipocresía—, obligados a fijar, esas pobres garantías constitucionales, se pretenda hacer efectivas y a dificultarlo. Como si los ineludibles recursos y revisiones dependieran de un Tribunal que nace mancillado y moribundo, y no de unas elecciones populares que acaben con Código de papel. Código que no es da la República. Pues si Cánovas del Castillo, autor de la Constitución monárquica de 1876, habló de constitución interna española, hay una forma republicana de ésta que no es la que a trompicones se fraguó en la Cámara para encauzar la presunta revolución que la ha hecho trizas. Ni su régimen es el íntimo del pueblo español. Constitución esa tricolor —morado de cardenales— hecha ya pelota de papel. Y gracias que la tan cacareada soberanía de las Cortes ni es la del pueblo ni la representa.

Pronto habrá que raspar, en bien de España una y entera, y de su régimen, las trazas del estilo nuevo, y no reformar, sino refundir su código fundamental.

martes, 24 de octubre de 2017

Por el alto Duero

Ahora (Madrid), 18 de julio de 1933

Huir, huir de la lóbrega caverna legislativa y a correr, al sol, tierras castellanas, trasespañolas, ante Palencia, Burgos y Soria. A remontarse uno.

Primera parada en Lerma, en la espaciosa plaza del palacio ducal que con uno de sus brazos ciñe al pueblo. Abajo, en el valle, entre verdor, fluye el Arlanza, rojo de siena. Y otra parada luego en Covarrubias, a ver su iglesia —un celebrado tríptico en ella— y el museo parroquial. En aquella sepulcros de supuestos condes soberanos de “Castiella la gentil” —Doña Sancha, el rey Fernán Núñez— y en el museo, entre más remotas antiguallas, un sable curvo, especie de alfange, que dicen fue del cura Jerónimo Merino, el famoso guerrillero, otro salido de la casta del Cid, como el Empecinado. Mas para el magín hambriento de ensueño sosegado aquel claustro —al cura le recordaba el de San Juan de los Reyes— claustro humilde, pobre, pequeño, laya de corral gótico, donde sobre yerba yacen siglos vacíos e iguales. De allí a otro claustro, éste ya espléndido, el de Santo Domingo de Silos.

Hacía más de diecinueve años, en la semana santa de 1914, que había visitado Silos en busca de reposo. El mismo claustro, con el mismo ciprés que busca, por sobre las arcadas, luz del cielo; la misma cigüeña, los mismos monjes. En el álbum del monasterio dejé entonces la primera redacción de donde salió para mi poema “El Cristo de Velázquez” —que fraguaba entonces— el pasaje que dice: “¡Conchas marinas de los siglos muertos / repercuten los claustros las salmodias / que olas murientes en la eterna playa, / desde el descielo de la tierra alzaron / al más del mundo trémulas, pidiéndole / por el amor de Dios descanso en paz!” Y desde aquel verano de 1914, en que empezó mi mayor batalla, ni un sólo día de verdadera paz. ¿Y descanso? Peor sería cansarse de descansar, que es devorador aburrimiento claustral.

Siguiendo riberas del Arlanza, tras una parada en las ruinas del monasterio —otro— de San Pedro de Arlanza, a dormir en Quintanar de la Sierra, donde el río nace. Y tras implácido sueño, sin ensueños, a la tierra de los pinares, a Salas de los Infantes y luego al nacimiento del Duero.

El Duero, el padre Duero, padre de Castilla y de León. Hay un breve trecho en él en que se le abocan por la derecha, unidas, aguas que de Burgos tomó el Arlanzón, de Palencia el Carrión, de Valladolid el Pisuerga, y, por la izquierda, de Segovia el Eresma, de Avila el Adaja. Ya más crecido, “essa agua cabdal” —que dijo Berceo— espeja a Zamora, y van luego a ella caudales de León por la derecha y de Salamanca por la izquierda. Y entra en Portugal. Esta vez fui a verle, a soñarle visto, en su cuna, en Duruelo.

Duruelo, esto es “Duriolu”, Duerillo, el Duero niño recién nacido. Una humilde aldea donde el río del Cid, el de los guerrilleros, el del romancero, balbuce vagidos entre peñascos y se le unen dos riachuelos. Encima de Duruelo, de su pobre caserío, asomaba, tras unas cumbres peladas, el pico pelado del Urbión como repujado en el cielo desnudo, pelado de nubes. Levanta allí el río —que es el cauce— su raicilla más larga, su rendal (cordón umbilical en técnica), caucecillo de agua que baja de las cumbres del Urbión. Y al poco trecho empieza a trabajar, en los pinares. Mas antes quise coger en ensueño, contemplando al Urbión desnudo, no el estado, el estar, de Castilla, si no su esencia, su ser. ¡El estado y la esencia, el estar y el ser! Si Castilla, si España es buena, nada se da que esté mala, pues ya se sacudirá el estado para rehacerse en comunidad. ¿Y... los que fueron y duermen el sueño de los idos nos recuerdan a nosotros, sus sucesores y herederos, sus venideros? ¿Y nosotros recordaremos, cuando ya pasados, a los que nos sobrevengan y sucedan? ¡Eterna vanidad del mañana! Mejor acaso el olvido en el hoy. Que la lanzadera del tiempo va del pasado al porvenir y vuelve del porvenir al pasado, a redrocurso, en flujo y reflujo. La historia nos hace abuelos de nuestros abuelos, nietos de nuestros nietos.

En Covaleda, en pleno pinar, una Sierra Nueva —así se rotula— que nos ofrece fábrica casi paleontológica, uno de esos artefactos que el vapor y ahora la electricidad arruinan. En un pequeño salto del Duero niño una aserradora mecánica, a la que hay que ayudar con el pie, por pedales. Y allí pensamos en esos Saltos del Duero —más bien hasta ahora del Esla— con su formidable poderío eléctrico, que acabará con estas venerables reliquias de la industria pasada castellana. En estas sierras primitivas se producía demasiado serrín y lo más de él iba a perderse al río. Por lo cual solían decir los de Quintanar de la Sierra, donde el Arlanza es rico en ricas truchas serranas, que las truchas pinariegas del Duero sabían a serrín, truchas aserrinadas. ¡Quién sabe...! El seso de los ciudadanos —concientes. ¡claro!— de las ciudades fabriles en que se asierran programas políticos, ese seso suele saber a serrín sociológico. Se... so... su... sa… El Duero niño susurra, en siseo de sierra, vagidos infantiles, ciñe a Soria y cruza luego la desolación de la escombrera castellana. ¡Santo padre Duero! Sobrio y austero Duero, de cuya cuenca se salió el salido Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, llamando, por pregón en tierras de Castilla a los que quisieran salir de pobres —“quien quiere perder cueta e venir a vitad”—y enriquecerse a costa de moros en Valencia. Y dejaron sus humildes hogares serranos, aquellos cruzados de la indigencia.

Un hogar serrano, pinariego. Una cocina rematada en chimenea cónica que corona al tejado. Sobre armazón de madera, con sus cuadrales, se monta una especie de gran cesto entretejido de barda de pino verde recubierto de barro y encalado y que se abre al cielo por agujero que recibe luz y agua de lluvia y por donde sale el humo que antes cura los jamones. Allí, bajo la chimenea, el hogar, y junto a él los escaños en que, en mesillas de sube y baja, hacen por la pobre vida y la sueñan los sorianos pinariegos. Un pequeño claustro doméstico también. En invierno por el respiradero entra nieve. Y pensé lo que cuando el Cid Campeador llamó a riqueza a sus convecinos, “salidos" como él, serían las barracas de los moros de la huerta de Valencia, de “Valencia la casa”, “Valencia la clara”, “Valencia la mayor”, “Valencia la grand”. ¡Pobre Soria!

Los de páramos numantinos bajaron a costas saguntinas. Desde los siglos les recordaban ánimas de romanos y de cartagineses.

De Soria, de sus pinares, salieron en nuestros tiempos hombres roblizos y animosos, trabajadores de verdad —de madera de esencia y no de papel de estado— a hacer fortuna, y no contra moros, en las Américas y remigrados han renovado su solar nativo. Basta visitar Vinuesa, donde terminé esta mi correría por las tierras del Cid, a las que fui huyendo de la caverna legislativa y para sacudirme el serrín de sus aserramientos político-programáticos.

lunes, 23 de octubre de 2017

Segadores

Ahora (Madrid), 12 de julio de 1933

Contemplando hace unos días en Madrid el celebrado cuadro de Gonzalo Bilbao La siega, sol providente sobre revuelto oro de espigas, recordaba aquel terrible relato —cuadro también éste, pero literario— del torturante y torturado escritor portugués Fialho d'Almeida de la siega en el Alemtejo, que me hizo leer por primera vez Guerra Junqueiro. No conozco en literatura alguna un relato más alucinante y más asfixiante. Al terminarlo siéntese el lector tan anonadado como los “ceifeiros” —así se titula el relato: Ceifeiros, esto es: segadores— mismos del Alemtejo y comprende aquello de que: “Comienza entonces el pavoroso espectáculo de la naturaleza y el hombre torturados a fuego para expiar el crimen de haber la una dado fruto y el otro insistir en vivir de él.” Y esta sentencia del formidable relato de Fialho d'Almeida me llevó a recordar el pasaje de La retama, el inmortal canto de Leopardi, en que éste lamenta cómo los hombres, en vez de unirse en social cadena contra la Naturaleza, “madre en el parto, en el querer madrasta”, se entretienen en luchar entre sí, unos contra otros. Y de aquí vine a parar a cómo a los horrores naturales de la siega a mano en tierras calcinadas como las del Alemtejo, han venido a sumarse otros horrores sociales, los de una salvaje —no ya bárbara— lucha de unos siervos contra otros, de unos menesterosos contra otros. Y he pensado qué cuadro podría pintarse, qué relato podría escribirse, de unas parejas de la guardia civil —o guardias de asalto— arrojando de un campo de siega a los pobres segadores que allí trabajaban a cuenta de unos pobres —así, pobres— amos, pequeños labradores, colonos menesterosos, para satisfacer a una clientela de parados, inscritos en bolsas de holganza, que jamás cogieron una hoz en la mano.

Solían venir a segar a estas tierras de Castilla segadores gallegos, portugueses, serranos, que se llevaban a sus pobres hogares sendos montoncitos de duros con que hacer menos duro el invierno. Volvían extenuados del terrible trabajo. Y es conocida aquella exclamación de Rosalía, la poetisa, cuando exclamó: “Castellanos de Castella / trata de ben os gallegos / cando van van como rosas / cando venen como negros.” Y no eran, no, los castellanos de Castilla los que trataban mal a los gallegos, era el sol implacable —no en todas partes como el del Alemtejo— que los torturaba y les chupaba la sangre, ennegreciéndoles las rosadas caras. Luego han venido las máquinas segadoras, pero a éstas se les ha puesto en parte el veto, porque ahorran no ya brazos, sino jornales, y lo que se quiere es jornales para brazos caídos, y tanto más subidos los jornales cuanto más caídos los brazos. Este año han tenido que volverse a su Galicia cuadrillas de segadores gallegos, considerados como siervos de famoso ejército de reserva del proletariado de la mitología marxista, porque el otro ejército de reserva, el de la bolsa de la holganza de los parados, exigía jornales para los que ni saben ni quieren ni pueden segar. Y luego a esta hueste cantonalista de electores les hablan sus caudillos de servidumbre de la gleba, de feudalismo —¡feudalismo en España!— y de otros tópicos mitológicos adquiridos en cualquier oficina del trabajo de Madrid. Y se entercan, con la tozudez de un fanatismo ciego, en esa salvaje ley, de inspiración electorera, de términos municipales.

“¡Bon cop de fals!”, buen golpe de hoz, canta la famosa canción catalana de los segadores —Els segadors—, la canción del odio de la guerra civil cantonalista, la canción del odio al forastero, al meteco, al inmigrante, al peregrino. ¡Ay cuando el colaborador al trabajo se convierte en concurrente al consumo! ¡Qué profundo sentido en eso de que los segadores hubieran llegado a ser símbolo de una encarnizada guerra civil, de origen económico en gran parte!

Gonzalo Bilbao pintó un cuadro más bien gozoso, una fiesta de trabajo a sol andaluz—¡aquel segador que se enjuga el sudor de la frente, serenamente, con el dorso de la mano!—; Rosalía pidió que se tratara bien a los segadores gallegos que venían a hacer su temporada de trabajo veraniego; Fialho d'Almeida trazó en una de las más grandiosas visiones que se hayan escrito en lengua alguna la lucha del hombre contra la terrible madrasta Naturaleza; la canción de guerra catalana llevó la siega a la comunidad humana civil de los “ceifeiros”, hizo “segadors”.

¿Qué es eso ahora, en las condiciones actuales de Castilla, de esta pobre Castilla empobrecida, en escombros, qué es eso de servidumbre de la gleba y de explotación del obrero por parte del señorío? Lo que hay que averiguar es lo que puede dar la avara Naturaleza. Lo que hay que averiguar es si podrán reformar a la naturaleza, al campo, esos funcionarios de Estado asentados por esta república de funcionarios de toda clase, de funcionarios de trabajo que no de trabajadores. ¡El ejército de reserva del proletariado! ¿Y el ejército de reserva del funcionarismo de Estado?

¡El Estado! El Estado es el origen de toda libertad —“fuera del Estado no hay libertad” se dice— y es el origen de toda servidumbre. ¿Y qué es el Estado? ¿es la sociedad? ¿es la comunidad? ¿es el pueblo? El Estado, dejándonos de camelos jurídicos, ha venido a significar la facción, el fajo, de los que usufructúan, o usurpan el poder público. El Estado ni siembra ni siega; entroja lo que recaudan sus listeros de segadores. Lo entroja y devora luego lo que le dejan las mermas y los gorgojos.

¡Pobre España nuestra! ¡Pobre España entregada a una presunta y sedicente revolución que lo revuelve todo sin constituir ni asentar nada; pobre España lanzada a una lucha no de clases —¡de clases, no!— si no de clientelas electorales de parados; pobre España, donde en la agonía del liberalismo democrático agoniza la vieja noble artesanía, la de aquellos obreros que del menester de su oficio hacían rendimiento religioso al bien común y no mera miserable ganapanería; pobre España donde se están segando odios sembrados a voleo; pobre España nuestra!

domingo, 22 de octubre de 2017

Notas a Lucano

Ahora (Madrid), 4 de julio de 1933

Mi trato último con Lucio Anneo Séneca me ha llevado, como de la mano, a su pariente Marco Anneo Lucano, de la misma familia —gens— Annea, de Córdoba. Y apenas vuelto de Mérida y recogido en esta mi librería de Salamanca, eché mano de un viejo ejemplar de la Farsalia, entre cuyas hojas dejé, hace ya años, no pocas notas y acotaciones manuscritas. El ejemplar es de Padua y de 1721. Y he aquí que lo primero con que topo en él es con una frase que, en mi Comentario “Séneca en Mérida”, confundí tomándola como de Virgilio. Es la que dice: “etiam periere ruinae” (IX, 969), “¡perecerán hasta las ruinas!” ¿Qué demonio me trastornó la memoria induciéndome a esa confusión? El mismo que me ha inducido varias otras veces a confusiones parecidas —y aun más graves—: un demonio que se me antoja actúa en España, tierra de improvisadores, más que en otras partes. Pero una vez rectificado ese desliz y puesto en claro que fue otro español —uno es Séneca— quien dijo que “hasta las ruinas perecerán”, me puse a repasar mi antiguo repaso de la Farsalia de Lucano, y, ¡cómo, al repasarlo, resucitó la historia actual de nuestra España, cómo revivió lo que estamos viviendo!

Ya en el primer verso de su celtibérica epopeya nos habla Lucano de guerras más que civiles —“bella… plus quam civilia”— y es expresión felicísima que se ha repetido mucho. “Los primeros muros (de Roma) se regaron con sangre de hermanos”, se dice poco más adelante. Y aquí está este cordobés cantando al vencido, a Pompeyo, y execrando, pero admirando, al vencedor, a César, al instaurador del cesarismo, que no es ni más ni menos que el fajismo: “La causa vencedora —nos dirá Lucano— plugo a los dioses, pero la vencida a Catón.” A Catón, una especie de Don Quijote romano y pagano. Y Lucano, el celtíbero, se prosterna ante el que supo desafiar al Hado, ante el esforzado Catón de Utica, que se suicidó por no rendirse al cesarismo, al estatismo. Dechado noble, sobre todo en esta gloriosa agonía del liberalismo a que asistimos.

¿También se tiñeron de sangre en guerra más que civil, hermanal, aquellas tierras de la Bética —“ultima mundi” (IV, 147), que no sería forzado traducir por “Extremadura”— hacia Córdoba, y las causas de aquella guerra? La primera el Hado, la Fatalidad, la Suerte, “la envidiosa seguida de los hados y el estar negado a los dioses el mantenerse mucho tiempo”, se entiende que en paz y en reposo. Y basta con esta primera causa; ¿para qué más? Es la causa primera de todas las revoluciones, empezando por las de los astros. Es la historia misma.

¿Y en cuánto a los hombres? Tienen que seguir al Hado que les arrastra. No les fue posible la neutralidad: “unos siguen al Grande (Pompeyo) o a las armas de César; sólo Catón será jefe de Bruto”, el tiranicida. “A cada cual le arrebatan sus causas a los malvados combates” (II, 252), cada cual toma partido y con el partido armas por motivos que él se fragua, por antojos, mas en rigor arrastrado por la fatalidad, y esto aun cuando crea que lo hace por abrirse camino en la carrera civil, o sea política. No se suele tomar partido ni por fe, ni por razón, ni por conciencia; el partidario no suele ser ni un creyente —aunque sea fanático—, ni un razonador, ni un concienzudo. Cuando hay que defender una suprema injusticia suele decir: “¡es la política!” —broquel, no de bárbaros, sino de salvajes—, o aquello otro de que “la política no tiene entrañas”. Y quien no las tiene es el que lo dice. ¡O “es la revolución”! Y esto sin comentario.

¿Y César? ¿O sea el Estado, el Estado todopoderoso y absorbente? César necesita enemigos para ejercer su actividad guerrera, le daña el que le falten enemigos —“sic hostes mihi desse nocet” (III, 364)—, y así, cuando no los encuentra los inventa, u hostiga a los resignados a que se le rebelen. Duro trance cuando se nos rinde a primeras aquel contra quien vamos. Hay que provocarle a que nos provoque. Y acudir luego a una ley de supuesta defensa. Aquella guerra, más que civil, azotó también campos hispánicos, campos celtibéricos. “Aprenderás que no huyen a la guerra los que saben sufrir la paz”, hace decir a Pompeyo, Lucano. Y a la guerra fueron los “fieros iberos”, los “duros iberos”, los conterráneos de Lucano, “creyendo que no habían hecho nada mientras quedase algo por hacer”. Pobres. ¡Terrible “fecunda pobreza”! ¿Y su religión, entonces? “Añade terror no conocer a los dioses a que se teme” (III, 416). Y allá fueron, prontos a no morir sin matar, a no perder la muerte (“non perdere letum”). ¡Pobres, pobres! “El vencer era peor”. ¡Pobres! “Hesperia —o sea España— está erizada de cambroneras, sin arar por muchos años, y les faltan manos a los campos que las piden”(I, 28 y 29). Entonces. ¿Y ahora? ¿Les faltan manos a los campos que las piden? A estaciones sobran manos y todo el año sobran bocas para el pan que pueden dar esos campos esquilmados. ¿Y el arado? El daño que ha hecho, y seguirá haciendo, si Dios no lo remedia, ese arado —aún queda, en rincones retirados, el romano— que araña en el pellejo de la roca o en el páramo. Y sin poder sufrir la paz, huyen los pobres a la guerra.

En los tiempos que cantó Lucano, los soldados, los cesarianos, se revolvieron contra la civilidad degenerada —“degenerem... togam”— y contra el reinado del Senado —“regnumque Senatus”—. Y el reinado del Senado era la República. Y en cuanto triunfó la revolución cesariana, se le siguió llamando República al Imperio y siguió el Senado. O, como si dijéramos, las Cortes. Todas estas ambiguas y equívocas distinciones entre Monarquía y República no existían entonces. ¿Y en cuanto al cesarismo, imperialismo —o napoleonismo—, qué más da de dónde surge? La suprema encarnación de la Revolución Francesa fue Napoleón. Por otra parte, la dictadura de una facción es tan cesarista como la de un hombre. Y no importa que los cesarianos anden disfrazados de civiles; Que en estas guerras más que civiles, los que parecen civiles no lo son. Y menos mal si llegan a bárbaros sin quedarse en salvajes. Que hay medidas gubernativas, como esa de los cantones o términos municipales, que no son sino salvajería de facción de tribu cabileña. La comunidad bárbara es más universal. Y no se preocupa miserablemente de clientelas electorales. Alberga más humanidad.

¡Es la suerte! ¡Es la fatalidad! ¡Es la política! Dios sobre todo, digamos. O bien: ¡es la Historia! Es la Historia que florece en Farsalias como la de Lucano, uno de los creadores del mito de César y de su mitología. Mito que vale tanto como relato, como nombre. “¡Nullum est sine nomine saxum!”, “no hay una piedra sin nombre” en la Troade, dice Lucano (IX, 969). Y aquí, en su España, dijo no sé quién, “que no hay un palmo de tierra sin una tumba española.” Sobre todo en España. Y si hasta las ruinas perecerán, ¿no han de arruinarse las tumbas? Antes las cunas.

He ido a buscar en esas dos cuartillas de letra apretada —como patitas de moscas, que se dice—, que guarda mi vieja Pharsalia patavina, un relativo consuelo para las congojas que constriñen mi espíritu a la visión de esta guerra, más que civil, que desvela los campos erizados de jarales y cambroneras y he sentido que soplaba sobre mí el aliento del Hado. He recordado a Pompeyo, a César, a Catón. Luego a Don Quijote. Y luego me he repetido: ¡Sueños españoles de Dios!

sábado, 21 de octubre de 2017

La invasión de los bárbaros

Ahora (Madrid), 28 de junio de 1933

No bien acababa de dictarme mi último Comentario aquí, en torno a las ruinas romanas de Mérida, cuando vino a caer en mis manos la traducción inglesa que de un soneto de Quevedo hizo la poetisa Felicia D. Hernans. Fui enseguida a buscar el original castellano de Quevedo, y me encontré con que era a su vez traducción de un soneto francés de Joaquín Du Bellay, el de la Pléyade. Ha ido el soneto fluyendo de lengua en lengua y restaurándose. El texto castellano, el nuestro, el quevediano, dice así: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas; / cadáver son las que ostentó murallas / y tumba de sí propio el Aventino. / Yace, donde reinaba, el Palatino; / y limadas del tiempo las medallas, / más se muestran destrozo a las batallas / de las edades que blasón latino. / Sólo el Tíber quedó, cuya corriente, / si, ciudad, la regó, ya sepoltura / la llora con funesto son doliente. / ¡Oh Roma!; en tu grandeza, en tu hermosura, / huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura.”

Permanece y dura lo fugitivo, lo huidero; se queda lo que pasa. Lo que fluye, como un río y un soneto vivo, se asienta. El Tíber parece durar más que las minas de Roma. ¿N o será que sólo parece? Hay, sí, ruinas de riachuelos, esos carcavuezos —por qui los llaman “cahorzos”— en que se rompe su vena en el estiaje, pero se recomponen. Los ríos, con altos y bajos, siguen espejando en su cauce ruinas. El agua pasa, la imagen queda.

Fuimos a Mérida desde esta Salamanca en que sueño la pesadilla de esta historia actual de guerra civil. Civil y rural. Al salir de la ciudad contemplé el puente romano sobre el Tormes, afluente éste al Duero, rio celtibérico. Al Duero va a dar, mediante el Pisuerga, el Carrión, en cuyas riberas soñó Jorge Manrique lo de que “nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar”. Y el Duero mismo acaso sueña y, desde luego, canta. La canción del Duero llamó Julio Senador a uno de sus libros proféticos, el más inspirado acaso, como a otro le llamó Castilla en escombros. Dos títulos, dos hallazgos. El Duero canta y briza a los escombros de Castilla, que empiezan a hacerse polvo.

Pasamos la divisoria entre las dos cuencas, la del Duero y la del Tajo, cruzando en Béjar el Cuerpo de Hombre, que canta, en caída, la ruina de una industria. Entramos en Extremadura, teatro hoy de extremosidades y de lucha, no de clases —hay que repetirlo—, si no de cábilas, de lugares, hasta de barrios; de cotarros en todo caso. Cantonalismo y guerra al meteco, al forastero. En redondo tierras de pastos; desoladas las más. El sol las azotaba. Y luego, a cruzar el Tajo en Cañaveral. Riberas escuetas y desnudas por donde fluye, llevando recuerdos de minas, el río antaño imperial. Si es que puede ser imperial un río no navegable. Y, sin embargo, de su cuenca salieron los grandes conquistadores imperiales de Ultramar. Divisábamos unos machones perdidos en el cauce del río, raigones de las minas de algún puente que fue yugo de ese cauce.

Luego, a remontar otra vertiente y a entrar en la cuenca del Guadiana, el primer “guad” o “wad”, río en árabe. Guadi-ana es el río Ana, nombre que los romanos, tomándolo de los celtíberos sin duda, daban al que pasa en Mérida bajo un puente romano. Que no es ruina porque la utilidad imprescindible de su función le libra de llegar a serlo. Como el acueducto viviría de haber tenido que llevar agua. Los ríos, como las cigüeñas, viven trasmitiéndose con la vida el ánima.

Ahora que en esta trasmisión —tradición— de vidas, de almas, de ensueños, de pasiones, suele haber también minas. Se arruinan creencias, instituciones, leyes, costumbres, civilizaciones. ¿No estamos acaso asistiendo al derrumbe de una civilización? ¿No será una verdad lo del derrumbe del Occidente, de Spengler? La otra ruina, la de la civilización pagana greco-romana llevó a Europa al recojimiento y la reconstrucción —restauración— de la Edad Media. Esta de ahora, ¿a qué nos llevará?

Contemplando esos campos, teatro de una nueva e incipiente invasión de los bárbaros, recordaba cómo en aquellos remotos siglos los bárbaros renovaron la vida del espíritu. Los de ahora, hambrientos de pan y de justicia, pero más aún de venganza, cumplen una obra providencial cuya finalidad desconocen y que les llevará tal vez a lo contrario de lo que se figuran. Si bien, ¿qué se figuran? ¡Cualquiera se pone a escudriñar en los recovecos del alma de nuestros castizos celtíberos amoriscados, erizados de reconcomios y de suspicacias! ¡Cualquiera traduce las oscuras intuiciones del anarquista conservador que es nuestro campesino, ansioso de rematar al señorito para suplantarle como tal! Y lo de: “Cuándo querrá Dios del cielo / que la tortilla se vuelva, / que los pobres coman pan / y los ricos coman yerba.” Y lo que les dijeron de las hoces los cabecillas de la revolución oral que no saben segar.

Por donde quiera un aliento de invasión bárbara. Y sin dar a este apelativo de bárbaro ningún sentido, ni despectivo ni denigrativo. Barbarie es la acción directa: barbarie es la revolución. Pero la verdadera, la de abajo, la que no se pierde en programas ideológicos o sociológicos, ni radicales ni socialistas; la limpia de pedanterías marxistas —¡clasistas, pase!—, la que no son capaces de controlar los supuestos directores que nada dirigen. Se han éstos empachado tanto de revolución oral —verbal, nominal—, que no les va a ser hacedero despacharse de ella en hechos, que se quedan para los genuinos bárbaros, sin ideología. Pues, ¿qué es eso de socialistas, comunistas, sindicalistas, anarquistas? Y no digamos republicanos, porque esto si que no les dice nada a los puros y meros bárbaros. El apuntarse en una u otra cosa, alistarse en tal o cual partido, no quiere decir si no formar clientela, fajo. Como de nada sirve que la superioridad —¡vaya superioridad!— dicte tal o cual fallo, porque los bárbaros no lo cumplen cuando les contraría. Los bárbaros comprenden que una revolución constitucional no es tal revolución —que revolver no es constituir; que no es ni barbarie, si no ruinosa oquedad—.

Aquella providencial invasión de los bárbaros que arruinaron al Imperio Romano acabó, en el campo, en feudalismo; en las ciudades y villas, en gremialismo. ¿ Y ésta? Los agüeros a la vista están.

Escúrrese el Guadiana al pie de las ruinas romanas de Mérida, y queda lo que se escurre, lo que pasa; queda la historia.

viernes, 20 de octubre de 2017

Séneca en Mérida

Ahora (Madrid), 22 de junio de 1933

“¡Ay, ay, huideros, Póstumo, Póstumo, se escurren los años!”, cantó Horacio, y Lucano* cantó: “¡Hasta las ruinas perecerán!” Pero es al contemplar las ruinas, en que muerden los siglos, cuando se nos antoja que los años, lejos de huir escurriéndose, quédanse y se fijan, pues nada como una ruina robusta da la sensación de permanencia. En ella suele abrigarse vida al seguro. En las pingorotas de los grandes raigones que del antiguo acueducto de Mérida —Emérita Augusta— quedan anidan cigüeñas, que vuelven cada año. Las mismas de hace siglos. Que si el pueblo campesino cree inmortales a los vencejos, ¿por qué no las cigüeñas? Sus cuerpos perecerán acaso, pero sus ánimas son las mismas, benditas, de las cigüeñas del Imperio Romano y del Visigótico y del Arábigo. Y las ánimas de las ruinas tampoco perecen, sobre todo cuando lo son de construcciones construidas, como las romanas, a durar para siempre mientras dure historia. Para las cigüeñas de Mérida que avizoran en redondo el campo, ¿qué es lo que ha cambiado en España? Hay en torno a Mérida, en campos ibéricos, luchas como las que arrastraron la ruina de la civilización cesárea pagana, la de Séneca el cordobés. ¿Ruina? En ella siguen anidando nuestros espíritus civiles; de ella, de esa ruina, se hizo nuestro derecho.

Más triste que las ruinas en sus asientos nativos, en sus solares, es el museo en que se hacinan sus cachos ornamentales. En el Museo —cementerio arqueológico— de Mérida nos cabe soñar lo que hubo de haber sido Emérita Augusta. Hay ánima en las estatuas truncas. Al mirar aquella testuz de robusto toro romano soñaban en el escueto y enjuto bisonte ibérico de Altamira. Que no hay para soñar como las ruinas. ¡Qué de ruinas, de ensueños, no se fragua uno al mirar, cara al cielo, ruinas de nubes! Museo viene de musa y dice poesía, creación. Poesía de las ruinas que crean y re-crean, que se crean y se re-crean, se rehacen.

El teatro de Mérida, a cielo abierto de España. Ha sido desenterrado —¡tanta tradición hispano-romana por desenterrar!— gracias, sobre todo, al benemérito Mélida, y hoy, al sol, nos habla de un secular pasado de grandeza. Todo lo que se hizo a durar para siempre vuelve a ser restaurado, de una o de otra manera; sólo perecen las ruinas que se construyeron como tales, a queriendas o sin quererlo. Decíame una vez un campesino señalando a una vieja pequeña ciudad que columbrábamos a lo lejos —sus torres cortaban el horizonte—: “¿qué quiere usted esperar de una ciudad así, perdida en medio del campo?”, y como yo le acotara: “¡y tan llena de ruinas!”, agregó: “desde que las construyen.” Y éstas son las que perecen en seguida, mordidas por recursos y revisiones de breves años, si es que no, a lo mejor, de breves meses. Sobre lo que se hace a la romana, para durar en la historia, sin prisas, resbalan huideros los años. Mas en las ruinas de nacimiento ni anidan cigüeñas ni respiran ánimas.

En ese teatro romano de Mérida desenterrado al sol, se ha representado la tragedia Medea del cordobés Lucio Aneo Séneca. La desenterré de su latín barroco para ponerla, sin cortes ni glosas, en prosa de paladino romance castellano, lo que ha sido también restaurar ruinas. De las del latín imperial cesáreo surgieron los romances, las lenguas neo-latinas, en que anidaron espíritus cristianizados, mas sin perder su paganía, su aldeanería. El alma popular, laica, dio nueva vida, revivió al paganismo al cristianizarlo y arrancarlo de augures, pontífices y vestales. Los bárbaros restauraron el paganismo al cristianizarlo. Y así es como las ruinas del latín, del latín cesáreo virgiliano, no han perecido. Pretendí con mi versión hacer resonar bajo el cielo hispánico de Mérida el cielo mismo de Córdoba, los arranques conceptistas y culteranos de Séneca, pero en la lengua brotada de las ruinas de la suya. El suceso mayor se ha debido a la maravillosa y apasionada interpretación escénica de Margarita Xirgu que en ese atardecer ha llegado al colmo de su arte. Sobre el escenario de piedras seculares, bajo el cielo de ocaso, se cernía pausadamente una cigüeña, la misma de hace veinte siglos. Y me sonreí —por dentro ¡claro!— de los aviones mecánicos, que acabarán en ruinas e irán a parar a museos arqueológicos del porvenir.

¿Y el público popular —laico— iletrado —no inculto—, el público del campo y de la calle? Todo debía de sonarle a música. Debía de sentir ruinas de tradiciones seculares enterradas bajo el solar de su alma comunal. La función era algo de solemnidad litúrgica, algo así como una misa civil y pagana. ¿Que no entendían aquellas arrebatadas truculencias de la pasión de Medea? ¿Que no entendían aquellas relaciones mitológicas de Séneca, a quien algunos soñadores le han querido dar como profeta que vaticinó el descubrimiento de América en un pasaje de su Medea? Tampoco entiende bien ese público la mitología cristiana de la misa y cantada en latín, pero le repercute en las ruinas de creencias que lleva en el fondo del alma y que con el canto litúrgico se le restauran. Y además el atavío y el porte de los coros de la comparsa de los actores, los soldados que al final salen, le deben de recordar los de las procesiones castizas de antiquísimo abolengo pagano. Que el catolicismo español popular, laico, ha recibido la verdura cristiana sobre roca pagana. Luego rocío del cielo y aguas soterrañas.

En cuanto a la tragedia de Medea nada debo decir hoy aquí de la pasión de la terrible maga —bruja— desterrada que antes de desprenderse de sus hijos, los sacrifica, vengadora, a un rencor infernal. Hay en esa pasión, tremenda, que tan bien comprendió el cordobés Séneca, maestro de Nerón, mucho de la tremenda pasión que agita las más típicas tragedias de la historia de nuestra España. ¿Inhumanidad? ¿Hay algo más humano que ella?

Al salir de Mérida las cigüeñas del acueducto seguían desde sobre las pingorotas de sus ruinas avizorando el campo. Luego, cuando vaya a entrar el invierno, se volverán al África. Y allí oirán acentos no romanos que también saludaron al sol en estas mismas tierras.

* En el artículo original, Unamuno escribe Virgilio. En un artículo posterior corregirá el error.

jueves, 19 de octubre de 2017

La lengua de fuego se pone en la tierra

Ahora (Madrid), 20 de junio de 1933

Huir de la Capital del Estado, de la gran Ciudad urbana, de la ex Corte de España y, sobre todo, de su Cámara —con sus camarillas—, reñidero de partidos y facciones; huir de sus pasillos tragicómicos. Partidos que se agitan fuera de los cuidados de los pueblos de la nación. Uno se llama agrario; agrario y no campesino. Alguna vez hemos oído allí hablar del agro. Culteranismo puro. ¡El campo! ¡La tierra! ¡La tierra de pan llevar! Y huir de la ex Corte y, sobre todo, de su Cámara, para refugiarse en la vieja ciudad campesina, aldeana, noblemente aldeana, con sus torres del color dorado del trigo, trigueña, ceñida de eras donde huele a tamo en época del cernimiento —crisis— de las parvas.

En el camino de la huida, rodeado de verdura, bastidores del campo, cerrando el horizonte montañas sosegadas que dicen paz. Llegó el atardecer; iba a ponerse el sol. De una nube negra bajaba, y al verlo mi nietecito exclamó: “Mira: esa nube saca la lengua.” Una lengua que parecía ensangrentada. ¿Habría, acaso, lamido sangre? ¿Iba, acaso, a lamerla? Era lengua de sangre y de fuego, de sangre de fuego y de fuego de sangre. Quema la sangre y sangra el fuego.

Y huyendo de luchas —de luchas inciviles—, ir tal vez a caer en campo de otras luchas más inciviles aún. ¿Lucha de clases? De clases no, sino de profesiones, de cábilas, de cantones, de clientelas. ¿Clasismo? Clasismo no, sino cantonalismo. Otro cantonalismo que aquel de 1873, pero tan destructor. Por una parte, la vieja lucha entre Caín, el labrador, y Abel, el ganadero; pero por otra parte, la lucha entre labradores y labriegos, colonos y jornaleros, entre pequeños de España. ¿Qué es eso de la grandeza? ¿Qué es eso del señorío de los grandes? La lucha no está ya ahí, sino entre sembradores y segadores. El que ara, el que siembra, ama la tierra; el que sólo siega la mies, y por jornal, la aborrece. No quiere tierra; ¿para qué?; quiere jornal. Y por muy dentro de su ánimo, quiere arruinar al labrador. Es el resentimiento del siervo.

Cuando alguna vez se les ha dicho: “¡Entrad en la finca, segad la mies y lleváosla!”, no lo han querido. Saben muy bien que no podrían sacarle el valor del jornal que no les puede dar el labrador. ¿Qué saben ellos de vender y de comprar? Los pobres labriegos saben llevar a cabo las operaciones mecánicas, arar como los bueyes o las mulas; pero qué es lo que conviene cultivar, cuándo, dónde y cómo se adquieren las primeras materias, y cuándo, dónde y cómo se vende el producto, de esto apenas saben nada. Y viven bajo una tradición engañosa de una engañosa riqueza de la tierra. Imagínanse que son injusticias de economía política lo que son fatalidades de economía natural. A las veces protestan contra el hecho de que se deje inculto lo que en rigor es incultivable. Y que si se empeña alguien en cultivarlo sólo logrará depreciar el valor medio de todo lo demás.

Y luego se habla —se habla— de reparto. Se les habla de él. Pero, ¿es que saben lo que quieren repartirse? ¿Es la tierra? ¿Es su producto, sin tener que producirlo ellos mismos? El bueno de Joaquín Costa, espíritu hondamente tradicionalista, estudió el colectivismo agrario de la antigua España. Pero, ¿es que ellos se sienten colectivistas? ¿Cómo y por qué acabaron las tierras comunales ? ¿No fueron acaso los pueblos mismos, reacios a formarse en comunidades, los que acabaron con ellas? ¿No se las repartieron entre los vecinos y luego cada uno vendió en cuanto pudo su porción? Muchos de esos ya hoy míticos latifundios, ¿se constituyeron por donaciones regias o por abandono de las comunidades populares? Se repite lo de Plinio de que los latifundios perdieron a Italia; pero habría que ver si le perdieron los latifundios o si éstos no fueron una consecuencia de una perdición que obedeció a otras causas. Porque las nociones de causa y de efecto, en el sentido mecánico, en la concepción materialista de la historia, son extremadamente falaces. Y Dios sabe si hoy no vamos acercándonos en esto de la economía rural, como en otras cosas, a una nueva Edad Media. Y luego lo que llamó Marx el ejército de reserva del proletariado, que le hay en el campesino, y tantas rosas más.

¿Revolución? Sin duda; pero no la que creen estar haciendo los políticos, sino la que se hace ella sola y sufren los pueblos. No la que creen dirigir desde la Cámara de la ex Corte los técnicos de la revolución, pedantes de socialismo —o lo que sea— agrario los más de ellos, que sin estadísticas, sin informaciones, persiguen quimeras. ¿Hay, por ejemplo, nada más disparatado que confiscar tierras de la llamada grandeza sin tener un concepto justo y claro de lo que la grandeza sea? “¡Es la revolución!”, dicen. Sí; también fue —dicen— la revolución aquello de la quema de las iglesias y los conventos. Y así se está quemando a España, como si las cenizas pudiesen servir luego de abono. Es una economía, sin duda.

Y recordaba al ver ponerse el sol, lengua de fuego, sobre esta tierra sufrida de Castilla los años en que recorríamos estos campos predicando la revolución agraria y creyendo despertar el sentimiento de colectividad, de comunidad. Y ahora sentimos que lo que se despierta es el sentimiento de cantonalismo, de anarquismo. Y recordaba aquella campaña cuando desapareció un municipio entero, cuando las vacas y las ovejas se comieron a los hombres —según la ya típica expresión—, para venir ahora a comprender que cuando no son las reses las que echan, las que obligan a emigrar a los hombres —Abel, el pastor, arroja a Caín el labrador—, son los hombres los que se devoran los unos a los otros. Y a esto, a que los hombres se devoren los unos a los otros, es a lo que llamamos revolución.

La lengua de fuego se puso en la tierra castellana.

miércoles, 18 de octubre de 2017

Dostoyeusqui, sobre la lengua

Ahora (Madrid), 16 de junio de 1933

¡Hoy viernes, día 9, gracias a Dios! Gracias a Dios que con esto de la crisis de Gobierno y acaso de Parlamento, se limpia uno de ciertos malsanos escozores y rompiendo cuartillas ya escritas en que aparecen efectos del sarpullido, se cuida de volver, sin esperar a que la crisis se resuelva —abriendo otra— a regiones más serenas. Terminaba mi anterior Comentario, el de “Los hombres de cada día”, diciéndoos, lectores, que iba a releer el Diario de un escritor, del profeta Dostoyeusqui. Y así lo hice. Y ahora en vez de comentar pasajes de ese Diario que me llevarían a derrames de malhumorada amargura, quiero detenerme en uno en que hablaba de la lengua, de la lengua rusa descuidada y estropeada por los rusos —sobre todo aristócratas—, turistas en el extranjero, empeñados en hablar una jerga afrancesada, que no francés. Lo que dice en ese pasaje Dostoyeusqui no es muy original en cuanto a concepto, pero lo es en cuanto a expresión, y la ver-dadera originalidad no estriba en el concepto, sino en la expresión. No se crean ideas, sino expresiones. Y vengamos al pasaje que, desgraciadamente, he de traducirlo de una traducción francesa, pues no sé ruso.

“La lengua es, sin duda, la forma, el cuerpo, la envoltura del pensamiento —inútil explicar por el momento lo que es el pensamiento.” Así escribía el profeta ruso, y yo digo que la lengua no es la forma, el cuerpo o la envoltura del pensamiento, sino que es el pensamiento mismo. No es que se piense con palabras —u otros signos, como los pictóricos y los plásticos—, sino que se piensa palabras. Cuando Descartes se dijo aquello de: “Je pense donc je suis” —y como se lo dijo a sí mismo en francés, antes de traducirlo al latín, en francés lo cito—, debió añadir, o... “je suis je” o mejor “moi”, o “je suis pensée”. Pienso luego soy yo o luego soy pensamiento. Es decir, lenguaje, palabra.

“La lengua —prosigue Dostoyeusqui— es dicho de otro modo, la palabra última y definitiva del desarrollo orgánico. De donde resulta claro que cuanto más rica sea esa materia, lo mismo que las formas de pensamientos escogidas para expresarla, seré más dichoso en la vida, responsable para conmigo mismo y para con los otros, comprensible para mí mismo y para los demás y seré más dueño y más vencedor, diré también más pronto lo que tenga que decir y comprenderé más hondamente lo que he querido decir; seré más fuerte y más tranquilo de espíritu, y, naturalmente, seré más inteligente.”

Esto no tiene desperdicio. Y se siente que era la lengua misma rusa —que es, como toda lengua viva, una religión—, la que en Dostoyeusqui decía, esto es, pensaba así.

Y prosigue: “El hombre, aunque pueda pensar con la rapidez del relámpago, no piensa, sin embargo, jamás, con tanta rapidez como habla. ¿Por qué? Porque se ve obligado a pensar en una cierta lengua. Y de hecho podemos no tener conciencia de pensar en una lengua cualquiera, pero no dejar de ser así, y si no pensamos con palabras, es decir, pronunciándolas mentalmente, pensamos, en todo caso, por la fuerza elemental de esa lengua en que hemos escogido pensar, si cabe expresarse así.”

¡Cuánta doctrina en este sencillo pasaje! Los más hablan más de prisa que piensan, sin ir cobrando conciencia de las palabras. Cuando hace unos días un orador en las Cortes distinguía entre su intención y su expresión al hablar, recordé una cosa que acostumbro a repetir cuando alguien me dice: “verá usted lo que quiero decir” y es: “no me importa tanto lo que usted quiere decir como lo que uno dice sin querer”. Y no pocas veces lo que uno dice sin querer es lo que la lengua, arca de la tradición nacional, quiere que diga.

¡Arca de la tradición nacional! Aquí está la base. La lengua encierra toda la tradición de un pueblo, incluso las contradicciones de esa tradición, toda su religión y toda su mitología. Y no es posible enseñarle a un niño a que cobre conciencia de la lengua en que piensan sus padres y piensan sus compañeros sin que cobre conciencia de esa tradición, de esa religión, de esa mitología. No se puede enseñar a la juventud a que piense en su lengua nacional, en su lengua patria, en la lengua que le hace el pensamiento, sin guiarla a que haga juicios de valor sobre la tradición en esa lengua expresada.

En la escuela primaria lo que hay que enseñar es ante todo a leer, a escribir y a contar, y lo demás de añadidura. O mejor lo demás se aprende leyendo y oyendo leer. Un buen maestro es ante todo un buen lector. Leer es esforzarse en adquirir conciencia de lo que se dice.

La lengua nacional, la lengua patria, la lengua popular, esto es: laica —hay que repetir a cada paso que laico no quiere decir sino popular—, es la sustancia de la tradición popular, de la religión popular.

Hay, sin embargo, una expresión de Dostoyeusqui a la que hay que oponer reparo y es cuando habla de “esa lengua en que hemos escogido pensar, si cabe expresarse así”. No, el niño —ni el grande— no ha escogido pensar en la lengua en que piense, como no ha escogido patria. Ni es más que un desatino pretender que hasta que el niño no puede escoger la lengua en que ha de pensar, no se deba darle juicios valorativos sobre la lengua en que, por herencia y ámbito, piensa. Si el niño, por ejemplo, oye el nombre de Dios, el de Cristo, el de su Madre, aunque sea en blasfemias, es locura pretender escamotear el valor de esos nombres. La llamada neutralidad en estos casos no es más que un caso de estupidez. Y de la peor estupidez, que es la estupidez laicista, teniendo en cuenta que laicista no es laica, sino todo lo contrario.

Más adelante el niño aprende una cierta jerga científica —a las veces pseudo-científica—, la de los libros de texto, y aquí entra para el maestro otra tarea. ¿Se piensa en esa jerga? Indudablemente, pero muy de otro modo que en la lengua popular, tradicional, vital. En la lengua tradicional, con su tesoro religioso y mitológico, se piensa con las entrañas, entrañadamente, se piensa y se siente, pero… ¿en la otra? ¿Hay acaso quien crea que esas teorías de economía política en fórmulas que se dice científicas —¡y cómo redondean la boca al pronunciar este epíteto los políticos económicos y sociológicos!— cabe pensarlas como se piensa las ingenuas relaciones mitológicas que se recibieron, después de la leche de los pechos, de las palabras de la boca de nuestra madre?

La lengua es la tradición viva, popular, laica, y hay que santificar sus nombres, sus palabras. Y lo otro es estupidez “populista” acaso —pase el vocablo—, pero antipopular.

martes, 17 de octubre de 2017

Los hombres de cada día

Ahora (Madrid), 9 de junio de 1933

Poquito a poco y callandito va haciéndose su vida —su vidita— de cada día este hombrecito de cada día, cotidiano, diario. No el llamado hombre del día —¡soberano engaño!— sino el verdadero hombre del verdadero día, del día eterno. Pues toda su vida es un sólo día y acaba por vivir la eternidad toda en ese sólo día que es su vida. El suceso del día, de cada día, es para él el hecho de siempre. Pero el suceso cotidiano, el que se repite, el de ayer y el de mañana. Su ayer es un mañana; su mañana es un ayer. “Es” y no “fue” en un caso; “es” y no “será” en el otro. ¿Es que hace tiempo para matarlo? Y para resucitarlo. El hombre de cada día está naciendo diariamente. Y cada mañana, al despertarse, y cada noche, al ir a dormirse, reza: “¡La vida nuestra de cada día dánosla hoy, Señor!”. Para él todos los días son domingos. No conoce el profundo amargo sentimiento que le reveló a Leopardi aquel su hermosísimo canto “El sábado en la aldea”. El hombre de cada día en la aldea, en el campo, o en la ciudad, en la calle, mira a las estrellas sin desesperación ni esperanza. Vive mirándolas. Y le ven las estrellas de cada noche.

Este hombre de cada día, cotidiano, no va a mítines —o “metingnes”— de ninguna clase y menos a oír a energúmenos, o poseídos, a extremosos de extremos o de medios. Ni a los otros. Quiere, por instinto, conservar la sanidad de su juicio cotidiano. ¿Es que es neutral? ¿Es que pertenece a la masa neutral? ¿Neutral, es decir, ni de uno ni de otro? No; más bien, en el fondo, y sin saberlo él mismo, “alterutral”, de uno y de otro. Está conforme con todos mientras no le rompan su día, y mientras de noche le dejen mirar a las estrellas. O a la luna.

¿Y para qué va a oír a esos mítines o metingnes? ¿Por curiosidad? Columbra, más bien husmea, que esa curiosidad puede pagarse muy cara, acaso con la vida. Y si luchan en él la curiosidad y el miedo vence éste. ¿Quién le mete a uno en apreturas y en líos? Hay que huir de aglomeraciones.

¿Que este hombre de cada día es un pobre hombre, es un tonto, dicho en redondo? No, no es un tonto. Será un pobre hombre, un pobre en espíritu, como aquellos a quienes en el arranque de su Sermón de la Montaña prometió el Cristo el reino de los cielos, o sea el día eterno, pero no es un tonto. Porque el tonto, si pobre en espíritu es rico en malicia. Еl tonto es receloso y por recelo se mete en todos los fregados. Va a ver si le conocen, si le descubren.

¿Hay una tontería inconciente? Acaso, pero entonces es algo patológico que merece otro nombre. Pero hay la tontería conciente, suspicaz, recelosa. Y ésta, tontería nativa, cuando se encona llega a ser una enfermedad peligrosa para los prójimos. ¿Es que el tonto se convence por sí de que lo es? Ah, no, pues entonces deja en cierto modo de serlo.

Cuenta Oliver Wendell Holmes en El autócrata de la mesa redonda —¿pero cuándo se traducirá esto al español?— de un pobre hombre a quien todo le salía mal y se desesperaba por ello hasta que un buen día cayó en la cuenta de que era porque andaba muy escaso de entendimiento y aquel día sintió un soberano alivio, un gran gozo de liberación al comprender que no era la culpa de él sino de Dios que no le dotó de más inteligencia. Descargó su responsabilidad y pudo, aunque en otro sentido —y esto añado yo a lo de Holmes—, lo de Don Juan Tenorio: “de mis pasos en la tierra responda el cielo y no yo!”

Pero este tonto resignado, que se descubre tal, no es propiamente un tonto aunque acaso algo más trágico. Suele ser a las veces el “desesperado”, esta denominación tan española y que ha pasado a otras lenguas. Mas hay otro desesperado, más enconoso y más peligroso y es no el que se descubre a sí mismo que carece de entendimiento y aún de sentido, sino el que descubre que los demás no le descubren entendimiento ni sentido algunos, que los demás le tienen por deficiente mental. Lo que produce eso que los psicoanalistas llaman ahora un complejo de inferioridad.

¡Y qué papel está jugando hoy este complejo en nuestra España! No sé si será verdad o no lo que un eminente psiquiatra español, hace años fallecido, me decía y es que en España se dan entre los anormales en mayor proporción que en otras parte el onanismo, la envidia y la manía persecutoria. Tres formas de una misma enfermedad. Que en tiempos medievales se llamaba también acedía.

No, el hombre de cada día, el sencillo hombre de cada día, no suele ser ni onanista ni envidioso ni se cree perseguido. Y no espero, ¡claro está!, que él me lo confirme. Porque ni el hombre de cada día me va a leer —¿para qué?— ni yo escribo para que él me lea. El hombre de cada día no lee nuestras cosas y hace bien. ¿Qué le vamos a decir que le importe y que no lo sepa? Y no es que no le importe nada, no. Si acaso alguna vez se detiene a oírnos es a oírnos hablar y no a oírnos decir algo. Le atrae el ritmo del lenguaje, acaso el timbre de la voz. El hombre de cada día, sobre todo en el campo, es el cabrero de Don Quijote. Y estos cabreros que oyen al Caballero al azar de los caminos, al aire libre, sin reclamo previo, sin licencia del alcalde, no se congregan en mitin como no estén tocados de esas terribles enfermedades. Que se encumbran en resentimiento.

Los hombres del día empiezan a sacar de su quicio eterno —eterno más bien que tradicional— a los hombres de cada día. Les están enfusando el terrible y fatídico morbo —un verdadero muermo— en que tanto y tan amargamente hurgó Quevedo.

Y ahora voy a releer el Diario de un escritor del profeta Dostoyeusqui.

lunes, 16 de octubre de 2017

La clase y el fajo. Matizaciones

Ahora (Madrid), 6 de junio de 1933

—Sabe usted —me dijo uno que se empeña, no sé por qué, en decirse mi discípulo— todo el mal presente de España en el orden político viene de la falta de matización. No se matiza; todo es claroscuro violento, contrastes, como dijo usted estudiando el casticismo. Apenas hay más que extremistas...

—Extremosos, que no es lo mismo —le interrumpí.

—Bueno, extremosos o extremados. Y hay que aumentar los grupos, los matices...

—¿Y no traerá eso mayor confusión? —le dije.

—Confusión, efusión, infusión, difusión… —mormojeó, y luego en voz alta—: Hay que confundir, como dice aquel personaje de su novela de usted Niebla.

—Y usted, personaje mío —le repliqué—, confunde, y otros muchos con usted, lo que me oye. Pero vengamos al caso de la matización política; ¿qué es ello?

—Pues es —dijo— que entre un amigo mío y yo nos hemos repartido el trabajo de formar dos nuevos partidos legitimistas dinásticos...

—¿Monárquicos? —le pregunté.

—O monarquizantes o como usted quiera —me contestó—, pues no entiendo de eso.

—Ni los otros —le dije.

—Mi amigo se pronunciará por los herederos de los Infantes de la Cerda, si los hay y sean quienes fueren, y yo por los de don Amadeo de Saboya. Dos tradiciones, sabe usted, la una de hace siete siglos, me parece, y la otra de hace sesenta años. Hay que matizar la oposición al régimen. Espero que cerdistas y amadeístas consigamos suavizar asperezas extremosas. Y ante todo cerrar el paso a la demagogia.

—Novísimo estilo —le dije—. Pero ya verá usted cómo se echan a buscar, los unos y los otros, lo que hay detrás de ustedes. O dentro más bien.

—¿Dentro? ¡Nada! —mormojeó, y luego en voz alta—: Pero usted, maestro, qué es lo que cree que va a venir?

—¿Qué? Pues que al fin el instinto colectivo de conservación, la necesidad vital de dar una tregua a esta guerra civil agotadora, aunque para volver luego a ella ¡claro!, hará que el pueblo, rendido, se someta a eso que llaman por ahí nacionalismo, a un régimen en que una exigua minoría se haga casi totalidad, o un régimen totalitario, de Estado antiliberal, que acabe con lo que se llama clasismo, que uniforme a todos y a todos imponga una vida de privaciones materiales, intelectuales y hasta morales. O de otro modo, a un caciquismo, que es acaso todavía el régimen genuinamente español.

—Pero ¿y quién? —me preguntó fingiendo alarma.

—¿Quién? —le contesté—. Cualquiera, un nadie, un desconocido e inconocible. ¿Quién? Cualquier zascandil, cualquier badulaque, cualquier botarate fotogénico y con facultades histriónicas. Ya se encargará luego el pueblo rendido y encantado de reconocerle genio para que una generación futura se lo regatee y aun niegue y luego otra se lo vuelva a reconocer y así de seguida. ¿Quién? ¿Qué importa eso? “El mundo quiere ser engañado”, me ha oído usted repetir esta vieja sentencia latina. Pues bien; el pueblo quiere ser sometido y renuncia a la libertad para ganar seguridad y sosiego.

—Pero es el fascismo, o fajismo, como usted acostumbra decir…

—¿Y qué mas da el mote? ¿Es que hay hoy aquí mayores fajistas que esos denunciadores del fajo? ¿Esos a quienes otros llaman clasistas? Clasismo y fajismo son la misma cosa.

—¿Pero le parece a usted bien eso? —me preguntó.

—¡Ya salió aquello! —estrumpí malhumorado—. Cada vez que emito un juicio o siquiera un supuesto histórico se empeñan en que hago un juicio valorativo. A mí, liberal ante todo, puede parecerme eso mejor o peor; mas mi parecer no tiene que ver con mis pronósticos. No será usted de los que creen que se evita el estallido de una caldera rompiendo el manómetro, o de una tormenta rompiendo los barómetros. Y si me pareciese mal eso que preveo, ¿qué?

—Sí —acotó—, usted se atendrá a lo de que no hay mal que por bien no venga...

—Como no hay —le repliqué— bien que por mal no venga...

—¡Siempre la dialéctica! —mormojeó.

Y yo, en voz alta:

—Y lo que ustedes, los cuitados, llaman el pesimismo, y que es apechugar con la verdad por terrible que sea. “La verdad os hará libres”, dice la Escritura cristiana, y la verdad nos hace libres de esta vida.

—¿Hay otra? —me preguntó al oído.

—Dejemos eso —le contesté dándole un codazo—. Esta guerra civil para renovarse necesita de una tregua; a esta sístole, a esta contracción, tiene que suceder una diástole, una distracción.

—¿Distracción llama usted —me dijo— a ese régimen caciquil o fajista?

—Distracción en un respecto, contracción en otro. Pero créame que lo más probable es que vayamos a ello. A que conspiran los que más dicen oponerse a su venida. La lucha de clases acaba ahí. Y ahora puede usted dedicarse a formular el programa, bien matizado, del partido amadeísta y su amigo el del partido cerdista. ¡Y la de apuntados que tendrá el cerdismo! Y prepárense a que los otros, los clasistas, les llamen fascistas...

—¡Pero si esos majaderos no saben lo que es el fascio! —exclamó.

—No, ni ustedes tampoco —le repliqué—. Pero como ellos y ustedes, y clasistas y cerdistas y todos sienten la necesidad de unidad, de sosiego, de reposo y de sumisión, así, de sumisión, acabarán por someterse al grupo que represente cualquier zascandil, badulaque, botarate fotogénico con facultades histriónicas. Y si no aparece, lo inventarán entre todos.

—¿Y usted? —me preguntó.

—¿Yo? —le dije—. Yo me quedaré contemplando la historia y esperando... a la esperanza. Y con el temor de tener que morirme de risa, que es la peor muerte.

—Pero ¿cómo evitarlo? —murmuró.

—¿Cómo? —le dije encogiéndome de hombros—. Eso a ustedes, los actores y accionistas (republicanos, populares y ciudadanos) desde los cavernícolas a los tabernícolas pasando por el medio, accionarios o accionistas y reaccionarios o reaccionistas, a ustedes...

—Pero en principio… —insistió.

—En principio (en el principio era el verbo) todo está bien hasta el cerdismo, pero a la postre... A la postre me temo que acabaréis postrándoos todos a los pies del desconocido botarate fotogénico, todos, tradicionalistas y revolucioneros, los de la L. E. F. y los de la D. P. R. y los de la P. S. T. (¡pst!) y los de la R. I. P. y los de la Q. Q. y los de todas las demás monsergas iniciales...

—¡Es la vida! —sentenció bajando la cabeza.

Le di de espalda. Y allí sigue acechándome y enturbiándome con su mirada el porvenir, para hundirme aún más en zozobra malencónica.