Ahora (Madrid), 27 de mayo de 1933
Una vez aprobada ya la ley llamada de Confesiones y Congregaciones religiosas, hay unos que esperan y otros que temen que para 1934 sean sustituidos los frailes y monjas que actuaban en enseñanza pública por maestros y maestras, o sea el clero pedagógico de la Iglesia por el clero pedagógico del Estado. El que esto escribe ha sido y sigue siendo contrario al ya famoso artículo 26 de la Constitución, que no votó, y cuya revisión espera, así como es contrario a la última ley, que tampoco ha votado. Mas ahora no va a tratar de esto ni de exponer contrariedades, sino de discurrir un poco sobre las consecuencias que la medida antiliberal y anticultural puede traer consigo.
Habría sido, sin duda, no ya justo, sino más eficaz, que el Estado, declarado laico, organizara sus enseñanzas de tal modo, que hiciera difícil la vida de las Congregaciones religiosas dedicadas a enseñar. Lo que, claro que con tiempo, habría sido muy fácil. Porque si la enseñanza pública, la del Estado, no era buena, no era mejor la de los religiosos. En una y en otra de lo que se trataba solía ser no pocas veces de tener acorralados a los niños —para que no dieran guerra en casa, se decía— y la diferencia estaba en los corrales. Los de las Órdenes solían ser —no siempre— mejores materialmente. Pero en cuanto al espíritu no se enseñaba en estos últimos mejor ni la religión. Que apenas si se enseñaba. Como no se llame instrucción a ciertos ejercicios rutinarios y maquinales de piedad.
Durante siglos la Iglesia Católica de España ha vegetado sometida al Estado y durmiendo bajo su protección. O mejor dominio. Últimamente el maestro de escuela tenía la obligación de enseñar, mejor o peor, el Catecismo, lo que le permitía al cura descuidarlo y dedicarse a vigilar si el maestro hacía lo que él abandonaba hacer. De lo que podría yo contar no poco. El cura se preocupaba de ver si el maestro llevaba o no los niños a misa —que no le era obligatorio—, pero no de suplir sus deficiencias.
Ahora, con el nuevo régimen, parece que loa padres católicos se aprestan a crear escuelas no regidas por Congregación alguna, administradas y controladas por los padres mismos —padres seglares— y en que maestros titulados —religiosos o no— den enseñanza religiosa bajo la ley civil. Y estas escuelas se podrán llamar religiosas laicas.
¿Laicas? Desde luego. Porque laico, en cierta oposición, relativa a eclesiástico, quiere decir popular, nacional. Y en esas escuelas religiosas —católicas si se quiera— laicas podrá llegar a enseñarse, y por la enseñanza a reformarse —quiéranlo o no sus fundadores— la religión popular, nacional, española. ¿Cristiana? ¿Católica? No entremos ahora en esto. La religión popular española tiene mucho de cristiana, tiene algo de católica, pero junto a ello un arraigado y acaso desarraigable fondo pagano con su arte, su liturgia, su magia, su milagrería y su superstición. Y quien sabe si con una enseñanza inteligente, en competencia con la del Estado no ya laico —porque el Estado aún no lo es— no logrará la escuela religiosa laica depurar todo eso y sacar la limpia ganga espiritual.
La enseñanza tradicional religiosa en España, de una rutina, de un maquinismo y de una inespiritualidad fatales, culminaba en aquella famosísima expresión del Catecismo del P. Astete: “eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante: doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” Era la enseñanza principalmente de la fe implícita, de la fe del carbonero. No sé de escuela en que se leyera y menos se comentara el Evangelio. Había que ir curando al niño de la posible tentación del libre examen y de la herejía. Y de toda inquietud religiosa. Que por su parte los maestros —unos y otros— no sentían. De donde resultaba una fe que no era tal. ¿Cambiará esto ahora? ¿La enseñanza religiosa de la Iglesia frente a la de un Estado que se declara sin religión logrará dar a los que en España sigan confesándose cristianos católicos una conciencia clara de su fe y hacer ésta explícita?
Por otra parte la escuela nacional, popular, laica no podrá menos que ser religiosa. Eso de la neutralidad es un disparate mayúsculo. Y otro disparate mayor pretender que el niño escoja por sí su religión o su irreligión. No se puede enseñar a hablar, a leer, a escribir, a pensar —y por lo tanto a sentir— en castellano, en lengua popular y nacional de España, sin enseñar religión popular y nacional española. La religión popular, nacional, laica de España ha informado nuestro lenguaje. Es consustancial con él. Si nuestra religión es un lenguaje para hablar con nuestro Dios, nuestro lenguaje es una religión para hablarnos. Frases, locuciones, giros, hasta irreverencias, blasfemias y herejías, sin contar los inevitables textos clásicos, están henchidos no ya de religiosidad, si no de religión. Y si se les toma a la cabeza del espíritu y no al pie de la letra nos llevan al alma del alma de esa religión. Y hay ¡claro está! un libre examen del lenguaje. ¿Que este libre examen llevaría a confusión y dispersión? El que se empeñe en hablar de un modo absolutamente individual y rebelde lleva el castigo de que no le entiendan, y el que no puede conversar no puede convivir. Pero hay un grado de individualidad, de herejía si se quiere, lingüistica que contribuye más que nada al enriquecimiento, a la re-creación del lenguaje común. Por algo Lutero y Calvino, los dos grandes heresiarcas de la Reforma, fueron dos grandes re-creadores, avivadores, de sus respectivas lenguas nacionales, el alemán y el francés. Las herejías religiosas nacionales han renovado siempre los lenguajes nacionales y con ellos la nacionalidad. Recuérdese a Juan Hus de Bohemia. Sólo que esas herejías no se traducen.
No, la reforma religiosa, así como la lingüística, no se traducen. Cada pueblo la hace en su propia religión y en su propia lengua. Y por eso cuando decimos que la enseñanza pública de la Iglesia Católica de España y la del Estado que se confiesa inconcientemente sin religión, tendrán forzosamente, a sabiendas y a queriendas o sin saberlo ni quererlo, que contribuir no ya a la re-forma sino hasta a la re-fundición —y re-fundación— de la religión popular, laica, nacional, española, no queremos decir que se haya de traducir al español tal o cual reforma extranjera y lo que es peor arcaica ya y gastada. Esa religión, ¿cómo será? No nos demos de profetas. Pero bueno será recordar lo que el gran profeta ruso Dostoyesqui decía hace sesenta años, en 1873, de que el pueblo ruso si no conocía el Evangelio ni las bases de la fe ortodoxa conocía al Cristo y le llevaba en su corazón para la eternidad. Hasta los rusos incrédulos o agnósticos, agrego yo, hasta los desesperados que no creían o creían no creer, hasta los que vivían presos de la terrible realidad científica y objetiva.
En resolución que ahora, separados Estado e Iglesia, y teniendo ambos que hacerse laicos, populares —repito que este Estado actual republicano todavía no es laico, no es popular, aunque llegará a serlo— se verán obligados a refundir, más aún que a reformar, la religión popular, laica, que llegará a ser nacional y a la vez universal, o sea católica, en el primitivo, genuino y propio sentido de este término tan desgastado y tan abusado. Y se acabará, es de esperar, el tipo de los ateos que van a misa como protesta contra el Estado sin religión.
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