Ahora (Madrid), 6 de junio de 1933
—Sabe usted —me dijo uno que se empeña, no sé por qué, en decirse mi discípulo— todo el mal presente de España en el orden político viene de la falta de matización. No se matiza; todo es claroscuro violento, contrastes, como dijo usted estudiando el casticismo. Apenas hay más que extremistas...
—Extremosos, que no es lo mismo —le interrumpí.
—Bueno, extremosos o extremados. Y hay que aumentar los grupos, los matices...
—¿Y no traerá eso mayor confusión? —le dije.
—Confusión, efusión, infusión, difusión… —mormojeó, y luego en voz alta—: Hay que confundir, como dice aquel personaje de su novela de usted Niebla.
—Y usted, personaje mío —le repliqué—, confunde, y otros muchos con usted, lo que me oye. Pero vengamos al caso de la matización política; ¿qué es ello?
—Pues es —dijo— que entre un amigo mío y yo nos hemos repartido el trabajo de formar dos nuevos partidos legitimistas dinásticos...
—¿Monárquicos? —le pregunté.
—O monarquizantes o como usted quiera —me contestó—, pues no entiendo de eso.
—Ni los otros —le dije.
—Mi amigo se pronunciará por los herederos de los Infantes de la Cerda, si los hay y sean quienes fueren, y yo por los de don Amadeo de Saboya. Dos tradiciones, sabe usted, la una de hace siete siglos, me parece, y la otra de hace sesenta años. Hay que matizar la oposición al régimen. Espero que cerdistas y amadeístas consigamos suavizar asperezas extremosas. Y ante todo cerrar el paso a la demagogia.
—Novísimo estilo —le dije—. Pero ya verá usted cómo se echan a buscar, los unos y los otros, lo que hay detrás de ustedes. O dentro más bien.
—¿Dentro? ¡Nada! —mormojeó, y luego en voz alta—: Pero usted, maestro, qué es lo que cree que va a venir?
—¿Qué? Pues que al fin el instinto colectivo de conservación, la necesidad vital de dar una tregua a esta guerra civil agotadora, aunque para volver luego a ella ¡claro!, hará que el pueblo, rendido, se someta a eso que llaman por ahí nacionalismo, a un régimen en que una exigua minoría se haga casi totalidad, o un régimen totalitario, de Estado antiliberal, que acabe con lo que se llama clasismo, que uniforme a todos y a todos imponga una vida de privaciones materiales, intelectuales y hasta morales. O de otro modo, a un caciquismo, que es acaso todavía el régimen genuinamente español.
—Pero ¿y quién? —me preguntó fingiendo alarma.
—¿Quién? —le contesté—. Cualquiera, un nadie, un desconocido e inconocible. ¿Quién? Cualquier zascandil, cualquier badulaque, cualquier botarate fotogénico y con facultades histriónicas. Ya se encargará luego el pueblo rendido y encantado de reconocerle genio para que una generación futura se lo regatee y aun niegue y luego otra se lo vuelva a reconocer y así de seguida. ¿Quién? ¿Qué importa eso? “El mundo quiere ser engañado”, me ha oído usted repetir esta vieja sentencia latina. Pues bien; el pueblo quiere ser sometido y renuncia a la libertad para ganar seguridad y sosiego.
—Pero es el fascismo, o fajismo, como usted acostumbra decir…
—¿Y qué mas da el mote? ¿Es que hay hoy aquí mayores fajistas que esos denunciadores del fajo? ¿Esos a quienes otros llaman clasistas? Clasismo y fajismo son la misma cosa.
—¿Pero le parece a usted bien eso? —me preguntó.
—¡Ya salió aquello! —estrumpí malhumorado—. Cada vez que emito un juicio o siquiera un supuesto histórico se empeñan en que hago un juicio valorativo. A mí, liberal ante todo, puede parecerme eso mejor o peor; mas mi parecer no tiene que ver con mis pronósticos. No será usted de los que creen que se evita el estallido de una caldera rompiendo el manómetro, o de una tormenta rompiendo los barómetros. Y si me pareciese mal eso que preveo, ¿qué?
—Sí —acotó—, usted se atendrá a lo de que no hay mal que por bien no venga...
—Como no hay —le repliqué— bien que por mal no venga...
—¡Siempre la dialéctica! —mormojeó.
Y yo, en voz alta:
—Y lo que ustedes, los cuitados, llaman el pesimismo, y que es apechugar con la verdad por terrible que sea. “La verdad os hará libres”, dice la Escritura cristiana, y la verdad nos hace libres de esta vida.
—¿Hay otra? —me preguntó al oído.
—Dejemos eso —le contesté dándole un codazo—. Esta guerra civil para renovarse necesita de una tregua; a esta sístole, a esta contracción, tiene que suceder una diástole, una distracción.
—¿Distracción llama usted —me dijo— a ese régimen caciquil o fajista?
—Distracción en un respecto, contracción en otro. Pero créame que lo más probable es que vayamos a ello. A que conspiran los que más dicen oponerse a su venida. La lucha de clases acaba ahí. Y ahora puede usted dedicarse a formular el programa, bien matizado, del partido amadeísta y su amigo el del partido cerdista. ¡Y la de apuntados que tendrá el cerdismo! Y prepárense a que los otros, los clasistas, les llamen fascistas...
—¡Pero si esos majaderos no saben lo que es el fascio! —exclamó.
—No, ni ustedes tampoco —le repliqué—. Pero como ellos y ustedes, y clasistas y cerdistas y todos sienten la necesidad de unidad, de sosiego, de reposo y de sumisión, así, de sumisión, acabarán por someterse al grupo que represente cualquier zascandil, badulaque, botarate fotogénico con facultades histriónicas. Y si no aparece, lo inventarán entre todos.
—¿Y usted? —me preguntó.
—¿Yo? —le dije—. Yo me quedaré contemplando la historia y esperando... a la esperanza. Y con el temor de tener que morirme de risa, que es la peor muerte.
—Pero ¿cómo evitarlo? —murmuró.
—¿Cómo? —le dije encogiéndome de hombros—. Eso a ustedes, los actores y accionistas (republicanos, populares y ciudadanos) desde los cavernícolas a los tabernícolas pasando por el medio, accionarios o accionistas y reaccionarios o reaccionistas, a ustedes...
—Pero en principio… —insistió.
—En principio (en el principio era el verbo) todo está bien hasta el cerdismo, pero a la postre... A la postre me temo que acabaréis postrándoos todos a los pies del desconocido botarate fotogénico, todos, tradicionalistas y revolucioneros, los de la L. E. F. y los de la D. P. R. y los de la P. S. T. (¡pst!) y los de la R. I. P. y los de la Q. Q. y los de todas las demás monsergas iniciales...
—¡Es la vida! —sentenció bajando la cabeza.
Le di de espalda. Y allí sigue acechándome y enturbiándome con su mirada el porvenir, para hundirme aún más en zozobra malencónica.
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