Ahora (Madrid), 9 de junio de 1933
Poquito a poco y callandito va haciéndose su vida —su vidita— de cada día este hombrecito de cada día, cotidiano, diario. No el llamado hombre del día —¡soberano engaño!— sino el verdadero hombre del verdadero día, del día eterno. Pues toda su vida es un sólo día y acaba por vivir la eternidad toda en ese sólo día que es su vida. El suceso del día, de cada día, es para él el hecho de siempre. Pero el suceso cotidiano, el que se repite, el de ayer y el de mañana. Su ayer es un mañana; su mañana es un ayer. “Es” y no “fue” en un caso; “es” y no “será” en el otro. ¿Es que hace tiempo para matarlo? Y para resucitarlo. El hombre de cada día está naciendo diariamente. Y cada mañana, al despertarse, y cada noche, al ir a dormirse, reza: “¡La vida nuestra de cada día dánosla hoy, Señor!”. Para él todos los días son domingos. No conoce el profundo amargo sentimiento que le reveló a Leopardi aquel su hermosísimo canto “El sábado en la aldea”. El hombre de cada día en la aldea, en el campo, o en la ciudad, en la calle, mira a las estrellas sin desesperación ni esperanza. Vive mirándolas. Y le ven las estrellas de cada noche.
Este hombre de cada día, cotidiano, no va a mítines —o “metingnes”— de ninguna clase y menos a oír a energúmenos, o poseídos, a extremosos de extremos o de medios. Ni a los otros. Quiere, por instinto, conservar la sanidad de su juicio cotidiano. ¿Es que es neutral? ¿Es que pertenece a la masa neutral? ¿Neutral, es decir, ni de uno ni de otro? No; más bien, en el fondo, y sin saberlo él mismo, “alterutral”, de uno y de otro. Está conforme con todos mientras no le rompan su día, y mientras de noche le dejen mirar a las estrellas. O a la luna.
¿Y para qué va a oír a esos mítines o metingnes? ¿Por curiosidad? Columbra, más bien husmea, que esa curiosidad puede pagarse muy cara, acaso con la vida. Y si luchan en él la curiosidad y el miedo vence éste. ¿Quién le mete a uno en apreturas y en líos? Hay que huir de aglomeraciones.
¿Que este hombre de cada día es un pobre hombre, es un tonto, dicho en redondo? No, no es un tonto. Será un pobre hombre, un pobre en espíritu, como aquellos a quienes en el arranque de su Sermón de la Montaña prometió el Cristo el reino de los cielos, o sea el día eterno, pero no es un tonto. Porque el tonto, si pobre en espíritu es rico en malicia. Еl tonto es receloso y por recelo se mete en todos los fregados. Va a ver si le conocen, si le descubren.
¿Hay una tontería inconciente? Acaso, pero entonces es algo patológico que merece otro nombre. Pero hay la tontería conciente, suspicaz, recelosa. Y ésta, tontería nativa, cuando se encona llega a ser una enfermedad peligrosa para los prójimos. ¿Es que el tonto se convence por sí de que lo es? Ah, no, pues entonces deja en cierto modo de serlo.
Cuenta Oliver Wendell Holmes en El autócrata de la mesa redonda —¿pero cuándo se traducirá esto al español?— de un pobre hombre a quien todo le salía mal y se desesperaba por ello hasta que un buen día cayó en la cuenta de que era porque andaba muy escaso de entendimiento y aquel día sintió un soberano alivio, un gran gozo de liberación al comprender que no era la culpa de él sino de Dios que no le dotó de más inteligencia. Descargó su responsabilidad y pudo, aunque en otro sentido —y esto añado yo a lo de Holmes—, lo de Don Juan Tenorio: “de mis pasos en la tierra responda el cielo y no yo!”
Pero este tonto resignado, que se descubre tal, no es propiamente un tonto aunque acaso algo más trágico. Suele ser a las veces el “desesperado”, esta denominación tan española y que ha pasado a otras lenguas. Mas hay otro desesperado, más enconoso y más peligroso y es no el que se descubre a sí mismo que carece de entendimiento y aún de sentido, sino el que descubre que los demás no le descubren entendimiento ni sentido algunos, que los demás le tienen por deficiente mental. Lo que produce eso que los psicoanalistas llaman ahora un complejo de inferioridad.
¡Y qué papel está jugando hoy este complejo en nuestra España! No sé si será verdad o no lo que un eminente psiquiatra español, hace años fallecido, me decía y es que en España se dan entre los anormales en mayor proporción que en otras parte el onanismo, la envidia y la manía persecutoria. Tres formas de una misma enfermedad. Que en tiempos medievales se llamaba también acedía.
No, el hombre de cada día, el sencillo hombre de cada día, no suele ser ni onanista ni envidioso ni se cree perseguido. Y no espero, ¡claro está!, que él me lo confirme. Porque ni el hombre de cada día me va a leer —¿para qué?— ni yo escribo para que él me lea. El hombre de cada día no lee nuestras cosas y hace bien. ¿Qué le vamos a decir que le importe y que no lo sepa? Y no es que no le importe nada, no. Si acaso alguna vez se detiene a oírnos es a oírnos hablar y no a oírnos decir algo. Le atrae el ritmo del lenguaje, acaso el timbre de la voz. El hombre de cada día, sobre todo en el campo, es el cabrero de Don Quijote. Y estos cabreros que oyen al Caballero al azar de los caminos, al aire libre, sin reclamo previo, sin licencia del alcalde, no se congregan en mitin como no estén tocados de esas terribles enfermedades. Que se encumbran en resentimiento.
Los hombres del día empiezan a sacar de su quicio eterno —eterno más bien que tradicional— a los hombres de cada día. Les están enfusando el terrible y fatídico morbo —un verdadero muermo— en que tanto y tan amargamente hurgó Quevedo.
Y ahora voy a releer el Diario de un escritor del profeta Dostoyeusqui.
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