Ahora (Madrid), 11 de agosto de 1933
Jamás podré olvidarlo. Era a la caída de una de estas tardes de sazón castellana. Un gañán, mano a la mancera del arado, iba por entre los surcos, detrás de la pareja de bueyes, hacia la linde en que el cielo y la tierra se juntan. Una ráfaga de luz solar poniente, no de incendio terrestre, iluminaba a los tres. El gañán, al hacer ensanchar el surco binándolo, cantaba. Cantaba una “arada”, con voz libre, voz de campo, sin más resonador ni altavoz que el cielo. Una “arada” charruna, de aire lento y arrastrado, que surcaba hacia la puesta del sol. Araba cantando el gañán, cantaba arando, y canto y labranza se confundían en la obra. Era el gañán un obrero, no un simple y mero trabajador. Porque trabajo condice a la causa, a la causalidad y es noción de servidumbre mientras que obra condice al fin, a la finalidad, y es noción de libertad. (Aunque de esto, que aquí queda acotado, más otra vez.) Y era la obra del gañán aquel, a su modo, una obra maestra. Preparaba al trigo su sepultura, su enterramiento, para resurrección.
Ahora, recordando a favor de cierta lectura aquéllo, escudriño una vez más en esa ya famosa doctrina de la llamada interpretación materialista ―mejor determinista, causalista, no finalista, no espiritualista― de la historia y en si se vive para sacar jornal o se saca jornal para vivir. Para vivir y cantar y hacer obra; para crear. Y en el campo para hacernos tierra, tierra de resurrección comunal. ¿Oirían la arada los finados y enterrados abuelos del gañán cantor, sus muertos seculares, la arada que era un requiebro a la madre tierra? Y aquel obrero, aquel labriego se re-creaba en su obra, en su labranza. No le empujaba a él, que empujaba aguijándoles, a sus bueyes, resorte económico, sino artístico, poético, religioso. Era un artesano de la tierra, un artista, no un siervo de la gleba. Y pensando en ello, soñándolo, pienso y sueño en el artesano, en su arte y su artesanía, y en el obrero que ante todo se paga de su obra. Y por eso canta porque con el canto se cobra y se re-cobra del trabajo. Y si se me dijera que también se entonan ―sólo que estos en coro y a grito pelado— himnos internacionales a la luz de incendios a mano airada, diré que en esos himnos la letra mata al espíritu. Y allí no suele haber bueyes sino máquinas.
La lectura que me ha traído estos recuerdos de campo y de obra, es la de las doctrinas nacionales de Walter Darré, ingeniero agrónomo, actual ministro de agricultura del Imperio alemán, ensalzador de la aldeanería como fuerza vital de la raza nórdica de la nueva nobleza de la sangre y del suelo, profeta de la primacía del campo y de la debelación de las grandes ciudades industriales, la del capitalismo y las amasadas masas proletarias. Predica la aversión a todo lo comercial y el desprecio al enriquecimiento monetario. La técnica del lucro —dice— ha cegado a los aldeanos; han vendido sus fincas y sus casas para enriquecerse más pronto y luego han perdido el dinero y se han hecho mendigos. “Es aldeano —dice Darré— quien hereditariamente arraigado al suelo por su linaje, cultiva su tierra y considera su trabajo como un deber para con su linaje y su pueblo. Es explotador agrícola quien cultiva su tierra sin estar hereditariamente arraigado al suelo y considera su trabajo como una tarea puramente económica y remuneradora.” Y pide una ley que permita a los que son verdaderamente aldeanos sobre su tierra o quieren llegar a serlo instituir su finca como bien aldeano hereditario, protegiéndolo en adelante contra la división, contra el adeudamiento y contra los apetitos de logro de un propietario puramente explotador.
Leyendo las doctrinas, más filosóficas que económcas, de Darré, el ministro de Agricultura del Imperio nacional-socialista alemán de hoy, y aun contando con todo lo que hay en ellas de generosa utopía basada en increíbles creencias seculares, he pensado en la diferencia que pueda haber entre asentar y arraigar labradores, entre asentamientos y arraigamientos. Y he pensado que el funcionario de trabajo, ingeniero de Estado —es decir, de estadística― puede llegar a ser un temible intermediario, sobre todo si tiene la cabeza llena de sociología determinista, de economía causalista. Porque ¿es el Estado el que ha de marcar finalidad al pueblo o éste al Estado? Y he vuelto a pensar en el retorno a la Edad Media a despecho de los que hablan de feudalismo sin saber lo que éste fue.
Uno de los secuaces de Darré, Walter zur Ungnad, dice: “¿Qué se harán las ciudades? Sólo las aldeas y las villas subsistirán. Se organizarán en torno del mercado, colonizando los alrededores y distribuyendo las tierras a sus habitantes. Les harán volver a ser burgueses agrícolas, que saquen su mantenimiento tanto de su trabajo en la villa como de su tierra.” Ensueños de arios de svástica aplanados por el industrialismo maquinal.
Y de otro lado, en la anhelante Rusia, la industrialización del campo, el amasamiento del mujic. Y aun quedan los que sueñan con una alimentación química, por píldoras sintéticas. El otro día me decía uno que la humanidad, que va a termitera, se alimentará, como los térmites, de madera. “Mejor de papel” —pensé—. “Nos comeremos las bibliotecas y los archivos.” Y entre tanto nos tupen el seso, nos le empapizan, con píldoras sintéticas ideales, con tópicos sociológicos, puro serrín. Y no sabemos ya cantar. ¿Quién ha oído cantar a alondra enjaulada en ciudad?
¡Ay, aquella arada de gañán castellano, en tarde sazonada, que surcaba el aire como el arado surcaba la tierra y aquella ráfaga de luz solar poniente que iluminó al obrero! Cayendo en meditar la lucha de hoy en el campo pensé que lo que va a hacer más falta es, invirtiendo un antiguo consejo, resignación en los ricos, en los señores, y caridad en los pobres, en los criados. ¿Aunque pobres? ¡Pobres todos!
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