Ahora (Madrid), 8 de agosto de 1933
Estos días nos viene interesando la alarma que produce en la Europa civilizada el desarrollo que está cobrando lo que llaman ya deficiencia, ya degeneración mental. Es una gravísima crisis del espíritu público. Del espíritu decimos aunque la opinión general —sobre todo la de los técnicos especialistas— sea que las causas de tal crisis son de orden corporal o somático, causas patológicas de fácil diagnóstico. Sin que se excluya, aunque acaso no se le dé toda la importancia que merece, al efecto del choque en la conciencia pública y popular de la tragedia de la gran guerra que estalló en 1914 y de todas sus revoluciones concomitantes y consiguientes. La deficiencia mental, el rebajamiento de comprensión, que hoy en todo el mundo civilizado se observa, ha de ser debido en gran parte —en su mayor parte, creemos— a la fatiga del espíritu colectivo que no ha podido ir al paso de los acontecimientos. El linaje humano no ha podido digerir la historia trágica, la tragedia histórica, de estos últimos veinte años. Se han producido hechos que la conciencia pública no ha podido consumir y de aquí un déficit mental que es tal vez la causa principal de esa mentada deficiencia mental que se observa sobre todo en la juventud. La cual no acierta a darse cuenta de la realidad histórica que tiene que vivir. Y así que los mozos que cuentan hoy esa edad, los criados unos y los más mozos de ellos engendrados en este trágico período de pesadilla universal parecen tener una mentalidad de niños de cinco años. Los más brillantes, los más imaginativos, los más inspirados, se nos aparecen como casos de precocidad infantil, de esa monstruosidad de los niños precoces de cinco a siete años, que suelen ser casos de anormalidad.
Algo parecido produjo el tremendo ramalazo que sacudió a Europa con las guerras napoleónicas, que no fueron si no el cumplimiento de la gran Revolución francesa, la de la burguesía del siglo ХVШ. Los criados y engendrados durante aquella épica tragedia de la historia universal humana fueron luego los románticos. Románticos en todos los órdenes, literario, artístico, científico, religioso, político, social... De allí salió el socialismo, el marxista y el otro. De allí brotaron todas las utopías sociales que dieron su floración máxima en 1848. De allí brotó el más genuino y más generoso revolucionarismo, el de Mazzini, y de allí brotó también la romántica pedantería cientificista —que no quiere decir lo mismo que científica— de la llamada interpretación materialista de la historia que culminó en la primera Internacional, de Marx y Engels, dos románticos y dos utopistas. Tanto, por lo menos, como Proudhon o como Saint Simon. En el orden literario el producto acaso más genuino de aquella sacudida fue Stendhal y entre las ficciones de éste aquel Julián Sorel de su novela El rojo y el negro. Julián Sorel es el símbolo del romanticismo social napoleónico. ¿Y era un degenerado? ¿Era acaso un deficiente mental?
Después de haber anotado estos puntos preñados de significación y de alcance históricos vengamos a nuestra España de hoy. La otra, la de 1808, no escapó al gran ramalazo de la Revolución y del Imperio franceses. Nuestra guerra de la Independencia, seguida de nuestras guerras civiles, fueron su consecuencia. Así se hizo la España moderna. Y de esta otra última sacudida, ¿hemos escapado? Ciertamente que no. España se ha visto cojida y arrastrada en el huracán que podríamos llamar socialista de la Gran Guerra de 1914 como se sintió cojida y arrastrada en el huracán romántico napoleónico de 1808. Y esto aun antes, mucho antes, de 1914. Lo que simboliza nuestro 1898, el desastre colonial, el acto de Santiago de Cuba, es un prodroma de lo que estamos pasando.
Aquella sacudida de 1898 produjo, entre otras cosas, lo que se ha llamado la generación de entonces, pero ¿dónde está, con caracteres destacados, la generación de 1914, o la de 1921? ¿Qué característica, qué estilo, qué tono da a esta nuestra España de hoy, supuesta republicano-socialista, la mocedad actual, la de los que ahora cuentan al rededor de los veinte años? Al que esto escribe le hace esa mocedad la impresión de, lo mejor niños precoces, pero los más retrasados mentales, mozalbetes que no saben digerir la realidad histórica en que viven. La ignorancia histórica de esos chicos, de los chicos de las juventudes de partido, es abrumadora. No saben nada de lo que han hecho sus padres e hicieron sus abuelos. ¿Y los tópicos revolucionarios de que se tupen? Vaciedad de vaciedades y todo vaciedad. Y dejando de lado, por supuesto, los que se alistan en tal o cual partido, para hacerse carrera política, los aspirantes siquiera a concejales, los mozos de partido. De esto no hablamos.
No nos referimos, claro está, a esas otras violencias materiales, agresiones a pistola, incendios, motines, atracos, y todo lo demás porque mucho, acaso lo más, de esto procede de otra deficiencia mental, de verdadera degeneración mental originada de causas morbosas fácilmente diagnosticables. Y para cuya cura no estaría de más la esterilización que por ahí fuera se preconiza ahora. ¿Pero cómo se va a esterilizar a imaginaciones infantiles que toman palabras hueras por ideas llenas? ¿Cómo se va a curar a los que se embriagan con los términos de revolución, dictadura, fajo, tradición, sin tener concepto alguno maduro y asentado de lo que esos términos puedan valer en realidad histórica?
Y después de estas reflexiones, más bien programáticas e indicativas, sobre la enfermedad que aqueja a nuestra mocedad, su dificultad —en ciertos casos incapacidad— de darse cuenta de lo que está pasando, de cobrar conciencia del momento eterno que vivimos, después de esto dejemos lugar para aclaraciones puntuales y casuales.
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