Heraldo de Aragón (Zaragoza), 28 de mayo de 1933
Conté en una de las reuniones del Comité de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones un caso ocurrido hace unos años —y en un café de aquí, de Madrid— con un hombre cultísimo, extraordinario lector, y que había viajado mucho instruyéndose. Y es que al preguntarle si escribía o hablaba en público —no era profesor— o hacía algo más que animar su tertulia de café, y al negarlo, como alguno le dijese: “¿entonces usted no produce nada?”, replicó vivamente: “produzco consumo”. Al enterarse de esta tan significativa anécdota no faltaron algunos del número de los tontos —que según la Sagrada Escritura es infinito— que exclamaran, creyendo que yo lo había inventado: “¡Bah, otra paradoja!” y alguno la llamó “humorada”, pero las más de las personas enteradas se dieron perfecta cuenta de su valor. Porque el que consume, eso que llamamos cultura por ejemplo, lo produce tanto como el que llamamos productor de ella. Y es más difícil aprender a escuchar y a leer que a hablar y a escribir. A tal punto que de los más de los escritores no saben leer lo que se nota cuando escriben sobre lo que se ha leído. Todo lo cual es de clavo pasado y que por esto se olvida de puro sabido.
La superioridad de un individuo y de un pueblo consiste más en lo que consume y en cómo lo consume que en lo que produce y en cómo lo produce. Y aún más, cómo se divierte más que en cómo trabaja. La honda cultura de un pueblo se conoce sobre todo en sus diversiones, en sus juegos.
Ha habido últimamente en el mundo civilizado —y aunque esto es noción corriente hay que repetirlo de continuo— una desproporción, un desencaje, entre la producción y el consumo. Se ha estado consumiendo para mantener una producción tiránica —el hombre esclavo de la máquina y del mecanismo industrial— en vez de producir para el consumo natural y sano. Y lo mismo en el orden intelectual. Y hasta en el de las diversiones, ¿pues no se observa ello en el cine? ¿Y en la industria literaria? ¿Es que hay tiempo ni sosiego de espíritu para leer sanamente, digiriendo lo que se lee, y paladeándolo, cuanto se escribe? Cuando mis compañeros de letras, repitiendo la famosa pregunta de Larra, de hace un siglo, si no se lee porque no se escribe o no se escribe por no se lee, se me quejan del escaso o ningún resultado que obtienen de sus producciones literarias, les digo siempre que es que no dan tiempo a los lectores a que puedan leer y que no saben enseñarles a leer. No cada lector está en disposición de dedicar cierto tiempo a aprender el dialecto individual de cada escritor, cuando éste lo tiene. Y es locura aspirar a lograr en breve tiempo popularidad.
Pero hay para el productor literario directo u original —en el sentido de originario— un daño mayor y es el del intermediario, el del que podríamos llamar vulgarizador, intérprete o traductor. Que, como en toda otra industria hay en la literatura, y en lo artístico, y en general en la de la cultura, en cuanto industria, que lo es también, además del productor y el consumidor que se aúnan y hasta confunden, pues el que produce consumo y el que consume produce —y produce consumiendo— hay además de esos dos, otro agente y es el distribuidor, el administrador, el repartidor, o sea el intermediario. Y así como los altos precios a que tiene que pagar el consumidor de géneros materiales que consume se deben a la multitud de intermediarios, de detallistas, de revendedores, que se interponen entre él y el productor, a punto de que no baja el precio de compra aunque baje el coste de producción, una cosa parecida ocurre en procesos de producción intelectual.
Es indudable, por ejemplo, que hoy en España hay un exceso de producción de periódicos, lo que hace súmamente difícil su diferenciación. Los que padecen de la enfermedad —que lo es— de tener que leer cinco o seis o más periódicos al día, se quejan de que todos vienen a decir poco más o menos lo mismo. Ni puede ser de otro modo. Para enterarse de los sucesos bastará con uno bien hecho, y en cuanto a los comentarlos y juicios ¿en qué se diferencian? Y llega esa cosa terrible a que le obliga al intermediario, al revendedor, la naturaleza misma del oficio que no vocación, sino fatalidad económica le forzó a adoptar y es la de tener que —así “tener que”— acosar al productor más o menos originario para sonsacarle algo. De cada diez juicios, sentencias, comentarios o dichos que el lector lea por ahí que se atribuyen, le puedo asegurar que la mitad son pura invención del revendedor y de los otros cinco, tres por lo menos están desfigurados. Sólo que no caigo en la tentación de rectificarlos. Dejo correr lo que se me atribuye, por contrario que sea a mi sentir, y sólo respondo de lo que firmo. Y tampoco de las ·traducciones o interpretaciones que se hacen de ello.
¿Y cómo defenderse cuando le llegan a uno a querer sonsacarle algo y sin pecar de grosero? Pues si uno se calla le interpretan el silencio. Y si habla ciernen lo que dice. Queda un recurso acaso y es dejar sin respuesta las preguntas y responder a lo que no se le pregunta a uno, según el socorrido método llamado Olendorf. Pero ni este sirve.
La causa principal de este lamentable hecho que está perturbando la sana correspondencia entre la producción y el consumo cultural es la triste tendencia de la masa semi-culta, del vulgo instruido, atacado de pereza mental, a clasificar a los escritores, a los publicistas, a los pensadores y a los sentidores. La terrible tendencia a querer ponerles etiquetas, a lo que llaman saber a que atenerse respecto a ellos. Ese pobre vulgo no quiere que le hagan sentir si no que le den sentido. ¡La de preguntas y consultas que recibo como si yo fuese una Enciclopedia y hasta un Diccionario!
Claro está que hay otra masa de lectores, más verdaderamente pueblo, otra masa que aunque acaso menos instruida no es vulgo, que se entrega ingenuamente a la lectura, que sabe leer aunque no siempre comprenda bien lo que lee, que sabe producir consumo. Es el público que ha comparado tantas veces a aquellos cabreros —cultísimos cabreros analfabetos— que oyeron a Don Quijote su discurso de la edad de oro y le regalaron por él, a aquellos cultísimos cabreros analfabetos que no estaban alistados en ningún partido político o social, que no se preocuparon de si el Caballero de la Triste Figura era de derecha o de izquierda, de si era burgués o proletario, individualista o colectivista, y que no acudieron luego a Sancho a que les explicara lo que había querido decir su amo. Y el que quiera saber más que lea en mi Vida de Don Quijote y Sancho lo que al respecto dije.
Quedemos, pues, en que hay que aprender a producir consumo, a escuchar, a leer, a divertirse y, por doloroso que ello en cierto sentido resulte, a prescindir todo lo posible de intermediarios, revendedores, detallistas, intérpretes y traductores.
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