Ahora (Madrid), 25 de abril de 1933
“En el seno de la paz verdadera y honda es donde sólo se comprende y justifica la guerra; es donde se hace sagrados votos de guerrear por la verdad, único consuelo eterno; es donde se propone reducir a santo trabajo la guerra. No fuera de ésta, sino dentro de ella, en su seno mismo, hay que buscar la paz; paz en la guerra misma.”
Así acaba la novela histórica Paz en la guerra que publiqué por primera vez hace ya treinta y seis años, en 1897, teniendo yo treinta y tres. Había trabajado en ella más de doce años, desde mis veinte lo menos, recogiendo todas las impresiones de la guena civil, de la última carlistada, que viví en mi niñez y primera mocedad, toda la tradición viva de ella que alentaba en nuestros hogares bilbaínos. Pasó al principio casi inadvertido ese libro, mi primogénito, después ha tenido nuevas ediciones y se ha publicado en folletín en El Liberal de Bilbao, merced a mi buen amigo Indalecio Prieto. Galdós fue uno de los pocos que en 1897 me dijo haberse interesado grandemente por él, lo que se me confirmó al leer su episodio nacional Luchana publicado después. Altamira primero y “Andrenio” después, se fijaron en él, pero no ha sido de gran favor en la parroquia de mis antiguos lectores. Y es curioso que esa mi obra, que habría de parecer tan local, tan exclusivamente española, me haya sido traducida al alemán.
Y si ahora la traigo aquí a colación es para que se vea, por el final que he trascrito, cómo desde que empecé a escribir para mi pueblo he seguido, en esto como en lo demás, una línea misma. No derecha en el sentido de línea recta, sino, como la vida, llena de vueltas y revueltas; una línea dialéctica. El pensamiento vivo está tejido de intimas contradicciones. Cuando trabajaba en esa visión de la España de mi niñez, aprendía alemán leyendo a Hegel y su fecundo sistema de contradicciones. Cuando apareció la novela pudo decir Altamira que latía en ella una cierta simpatía por la causa carlista. Como que no se puede ser liberal de otro modo; como que no cabe participar en una guerra civil sin sentir la justificación de los dos bandos en lucha; como que quien no sienta la Justicia de su adversario —por llevarlo dentro de sí— no puede sentir su propia Justicia.
¿Contradicciones? ¿Paradojas? Con ellas están tejidos los Evangelios, y no digamos las Epístolas de San Pablo, el formidable dialéctico, el hombre, como Job, de contradicción íntima. En él resucitó Cristo —a quien no conoció en carne— el Cristo que diciendo haber traído paz y repitiendo paz dijo: “No penséis que he venido para meter paz en la tierra; no he venido para meter paz, sino espada; porque he venido para hacer disensión del hombre contra su padre y de la hija contra su madre y de la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre los de su casa” (Mat. X. 34-36) y otra vez: “Fuego vine a meter en la tierra y ¿qué quiero si ya está encendido?” (Lucas, XII, 49.) Esta es la derecha y esta es la izquierda, el trágico y dialéctico y polémico juego de las contradicciones.
Si alguna vez me he excedido en mis ataques a los adversarios, como me ocurría en mi lucha contra la dictadura primo-riverana, es porque sentía mejor que ellos, que no la sentían bien, su justificación. Y a la vez sentía ¡claro! la de mi posición en contra de ellos. Y es como, llevando la guerra civil española dentro de mí, he podido sentir la paz como fundamento de la guerra y la guerra como fundamento de la paz.
No he podido nunca olvidar las palabras que en el cementerio de Mallona, de Bilbao —donde fue enterrado mi padre— pronuncio el ex-fraile y profesor krausista don Fernando de Castro, en su último sermón como sacerdote, ante la matrona marmórea que corona —dijo— a vencedores y vencidos. Y luego, ya de mozo mayor, vi en el despacho de don Nicolás Salmerón la pluma que el Ayuntamiento de Bilbao regaló a aquel sacerdote hecho laico. Ni puedo olvidar que fue el 2 de mayo de 1874 cuando, en mi Bilbao libertado, sentí el primer albor de conciencia civil y liberal, en plena guerra civil. Y sentí la paz. Y después, al trascurrir los años, que todas las piezas de mi conciencia se removían en paz de guerra. O en guerra de paz.
¿No has oído, lector, querer elogiar a alguien diciendo de él que es un hombre de una sola pieza? Y creen los que así dicen que es lo mismo que decir de él que es un hombre entero y verdadero, “nada menos que todo un hombre” Pues bien, ¡no! un hombre de una sola pieza no puede ser un hombre entero y verdadero, porque un hombre entero y verdadero se compone de muchas, de infinitas piezas. Un hombre de una sola pieza no es un hombre entero, si no un hombre partido, o mejor un hombre de partido, un pedazo de hombre. Un perfecto partidario es lo que llamamos un fanático. Cuando no un energúmeno, o sea un poseído, un endemoniado.
Y en cuanto a la guerra... El profesor Einstein se dirigió hace poco al profesor Freud —judíos ambos— con esta pregunta: “¿Hay algún camino para libertar a los hombres de la fatalidad de la guerra?” Y a esta pregunta del matemático de la relatividad respondió el psicólogo del psicoanálisis así: “Entiendo que no ha suscitado usted la pregunta como investigador de la naturaleza y físico, sino como filántropo… Y me di también cuenta de que no se me requiere que haga proposiciones prácticas, sino que haya de indicar cómo se presenta el problema de la prevención de la guerra a una consideración psicológica.” ¿De la prevención de la guerra? No, si no de su mejor utilización, de su mejor aprovechamiento —añadiría yo— ya que la guerra, y sobre todo la guerra civil, es, gracias a Dios, inevitable.
Con hombres de una sola pieza, con hombres partidos o de partidos, la guerra civil, la fecunda guerra civil, no puede asentarse en paz. Mejor la guerra de todos contra cada uno, de cada uno contra todos. Ni son los fanáticos, los energúmenos, los dogmáticos los que con más ardor y más constancia pelean.
Lo profundamente trágico es que en el fondo del carácter de fanatismo y energumenismo que a las veces toma la lucha política civil se descubre un caso de degeneración mental. Aquí, en España, como en el resto del mundo, asistimos a una epidemia neurótica de las masas. Es algo así como aquellas epidemias psíquicas de la Edad Medía que producían fenómenos como los de los convulsionarios de San Medardo. ¿Es que volvemos a otra Edad Media? Hay quien lo cree. Y aquí somos no pocos los que nos afligimos al ver cómo crece el número de los retrasados mentales, de los infantilizados. Acongoja el ánimo el asistir a ciertas reuniones de masa moceril. Nadie se entiende a sí mismo. Y es porque nadie discrepa de sí mismo. Y así no es dable hallar paz en la guerra misma.
Hago estas reflexiones con el temor de que no las entiendan, o mejor de que no las quieran entender, los cuitados, pero resuelto a repetirlas una y cien y mil veces. Llevo así treinta y seis años...
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