Ahora (Madrid), 20 de junio de 1933
Huir de la Capital del Estado, de la gran Ciudad urbana, de la ex Corte de España y, sobre todo, de su Cámara —con sus camarillas—, reñidero de partidos y facciones; huir de sus pasillos tragicómicos. Partidos que se agitan fuera de los cuidados de los pueblos de la nación. Uno se llama agrario; agrario y no campesino. Alguna vez hemos oído allí hablar del agro. Culteranismo puro. ¡El campo! ¡La tierra! ¡La tierra de pan llevar! Y huir de la ex Corte y, sobre todo, de su Cámara, para refugiarse en la vieja ciudad campesina, aldeana, noblemente aldeana, con sus torres del color dorado del trigo, trigueña, ceñida de eras donde huele a tamo en época del cernimiento —crisis— de las parvas.
En el camino de la huida, rodeado de verdura, bastidores del campo, cerrando el horizonte montañas sosegadas que dicen paz. Llegó el atardecer; iba a ponerse el sol. De una nube negra bajaba, y al verlo mi nietecito exclamó: “Mira: esa nube saca la lengua.” Una lengua que parecía ensangrentada. ¿Habría, acaso, lamido sangre? ¿Iba, acaso, a lamerla? Era lengua de sangre y de fuego, de sangre de fuego y de fuego de sangre. Quema la sangre y sangra el fuego.
Y huyendo de luchas —de luchas inciviles—, ir tal vez a caer en campo de otras luchas más inciviles aún. ¿Lucha de clases? De clases no, sino de profesiones, de cábilas, de cantones, de clientelas. ¿Clasismo? Clasismo no, sino cantonalismo. Otro cantonalismo que aquel de 1873, pero tan destructor. Por una parte, la vieja lucha entre Caín, el labrador, y Abel, el ganadero; pero por otra parte, la lucha entre labradores y labriegos, colonos y jornaleros, entre pequeños de España. ¿Qué es eso de la grandeza? ¿Qué es eso del señorío de los grandes? La lucha no está ya ahí, sino entre sembradores y segadores. El que ara, el que siembra, ama la tierra; el que sólo siega la mies, y por jornal, la aborrece. No quiere tierra; ¿para qué?; quiere jornal. Y por muy dentro de su ánimo, quiere arruinar al labrador. Es el resentimiento del siervo.
Cuando alguna vez se les ha dicho: “¡Entrad en la finca, segad la mies y lleváosla!”, no lo han querido. Saben muy bien que no podrían sacarle el valor del jornal que no les puede dar el labrador. ¿Qué saben ellos de vender y de comprar? Los pobres labriegos saben llevar a cabo las operaciones mecánicas, arar como los bueyes o las mulas; pero qué es lo que conviene cultivar, cuándo, dónde y cómo se adquieren las primeras materias, y cuándo, dónde y cómo se vende el producto, de esto apenas saben nada. Y viven bajo una tradición engañosa de una engañosa riqueza de la tierra. Imagínanse que son injusticias de economía política lo que son fatalidades de economía natural. A las veces protestan contra el hecho de que se deje inculto lo que en rigor es incultivable. Y que si se empeña alguien en cultivarlo sólo logrará depreciar el valor medio de todo lo demás.
Y luego se habla —se habla— de reparto. Se les habla de él. Pero, ¿es que saben lo que quieren repartirse? ¿Es la tierra? ¿Es su producto, sin tener que producirlo ellos mismos? El bueno de Joaquín Costa, espíritu hondamente tradicionalista, estudió el colectivismo agrario de la antigua España. Pero, ¿es que ellos se sienten colectivistas? ¿Cómo y por qué acabaron las tierras comunales ? ¿No fueron acaso los pueblos mismos, reacios a formarse en comunidades, los que acabaron con ellas? ¿No se las repartieron entre los vecinos y luego cada uno vendió en cuanto pudo su porción? Muchos de esos ya hoy míticos latifundios, ¿se constituyeron por donaciones regias o por abandono de las comunidades populares? Se repite lo de Plinio de que los latifundios perdieron a Italia; pero habría que ver si le perdieron los latifundios o si éstos no fueron una consecuencia de una perdición que obedeció a otras causas. Porque las nociones de causa y de efecto, en el sentido mecánico, en la concepción materialista de la historia, son extremadamente falaces. Y Dios sabe si hoy no vamos acercándonos en esto de la economía rural, como en otras cosas, a una nueva Edad Media. Y luego lo que llamó Marx el ejército de reserva del proletariado, que le hay en el campesino, y tantas rosas más.
¿Revolución? Sin duda; pero no la que creen estar haciendo los políticos, sino la que se hace ella sola y sufren los pueblos. No la que creen dirigir desde la Cámara de la ex Corte los técnicos de la revolución, pedantes de socialismo —o lo que sea— agrario los más de ellos, que sin estadísticas, sin informaciones, persiguen quimeras. ¿Hay, por ejemplo, nada más disparatado que confiscar tierras de la llamada grandeza sin tener un concepto justo y claro de lo que la grandeza sea? “¡Es la revolución!”, dicen. Sí; también fue —dicen— la revolución aquello de la quema de las iglesias y los conventos. Y así se está quemando a España, como si las cenizas pudiesen servir luego de abono. Es una economía, sin duda.
Y recordaba al ver ponerse el sol, lengua de fuego, sobre esta tierra sufrida de Castilla los años en que recorríamos estos campos predicando la revolución agraria y creyendo despertar el sentimiento de colectividad, de comunidad. Y ahora sentimos que lo que se despierta es el sentimiento de cantonalismo, de anarquismo. Y recordaba aquella campaña cuando desapareció un municipio entero, cuando las vacas y las ovejas se comieron a los hombres —según la ya típica expresión—, para venir ahora a comprender que cuando no son las reses las que echan, las que obligan a emigrar a los hombres —Abel, el pastor, arroja a Caín el labrador—, son los hombres los que se devoran los unos a los otros. Y a esto, a que los hombres se devoren los unos a los otros, es a lo que llamamos revolución.
La lengua de fuego se puso en la tierra castellana.
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