Ahora (Madrid), 31 de mayo de 1933
En el Diccionario manual e ilustrado de la Lengua Española que en el año 1927 publicó la Real Academia Española —perdón, en el ex-año y la ex-Real— se define así el prestigio: “Prestigio, m. Fascinación que se atribuye a la magia o es causada por medio de un sortilegio. || Engaño, ilusión o apariencia con que los prestigiadores emboban y embaucan al pueblo || Ascendiente, influencia, autoridad.” Las dos primeras acepciones son las originarias, las hereditarias, las latinas; “praestigiae” en latín eran ilusiones, figuras fantásticas como las que fingen las nubes; “praestigium” era chartatanismo, impostura. ¿Cómo es que ha prevalecido, sobre todo en la jerga política, la última acepción, la bastarda? ¿Es acaso porque la autoridad no es en los más de los casos más que engaño, ilusión y apariencia y sus apoderados prestigiadores si es que no prestidigitadores?
¡Política de prestigio! Cuando oímos esto viénesenos a las mientes una frase muy en boga cuando era un mozo el que esto os dice, y era: “¿Qué dirán a esto las naciones extranjeras?” Unas veces como reproche y otras como gallardía, pues aún se recordaba la autoridad —¿engaño?— que en Europa adquirió nuestra Constitución de 1812 —que hasta fue copiada— cuando corrió a toda ella nuestra palabra “liberalismo”. Que aquí, en España, tuvo origen. Autoridad que no creemos llegue a alcanzar la actual Constitución y eso que se elaboraba y amasaba bajo el prestigio del: “¿qué dirán las naciones extranjeras?”
Claro está que el fervor renovador o revolucionario cuando trata de prestigiar una medida de gobierno y presentarla en todo su valor al examen de las naciones extranjeras se encuentra a menudo con las malas artes del sabio Frestón. Del que dijo Don Quijote después que le miraron el aposento de sus libros, previo escrutinio de ellos: “... es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, por que sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece y le tengo de vencer, sin que él no pueda estorbar y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede...” Y en nuestro caso —aunque poco quijotesco— no se trata de un solo Frestón, si no de toda una legión de Frestones. Que son los consabidos elementos extraños, esas aves negras que anidan en la noche del gobierno y que no cesan de urdir y tramar confabulaciones e intrigas. Que suelen ser otros tantos prestigios, no pocas veces nebulosos. Es decir, figuras de nubes que dependen del viento que corra.
Y por otra parte un estadista que se respete no puede adoptar una actitud que merezca el aplauso de su Frestón, de su enemigo, porque se desprestigiaría. Don Quijote lo haría, pero Don Quijote no es político. Don Quijote cree en aquello que dice: “Del enemigo el consejo”, pero un gobernante de prestigio, genial, no puede admitir consejos de nadie, y menos que de nadie, del enemigo. Y Frestón que lo sabe se conduce diabólicamente. ¿Cómo? Ya lo explicaremos otra vez.
Ahora que acude a nuestra España legión de corresponsales extranjeros, visitantes, turistas y curiosos, entre los cuales no suele faltar algún Frestón con su ojeriza, con frecuencia se encuentra uno de parte de ellos con preguntaa a las que no se sabe cómo responder adecuadamente. ¿Es tan difícil traducírselas? Y no nos referimos a la traducción literal, lingüística, si no a la otra, a la más honda. El caso de que venga a enterarse de nuestras cosas un publicista extranjero que no sepa español —y no es raro el caso— es ciertamente lamentable, pero aun cuando lo sepa suele ocurrir que hay que traducirle a categorías políticas, sociales, culturales de su pais y esto no es fácil. ¿Es que son traducibles, por ejemplo, las etiquetas de los partidos políticos? Y aun sonando casi igual.
Y esto me trae como de la mano en esta divagación sobre el prestigio al caso de quien para prestigiar a su patria, o mejor, para prestigiarse a sí mismo —para engañarse— escribe en su propia lengua para ser traducido, en vista de la traducción. ¡Qué tristes efectos produce ello! ¡Qué triste cosa la que podríamos llamar literatura internacional! Pues lo internacional no es precisamente lo universal. No ya lo nacional, si no lo regional, y aun lo local se eleva a universal sin pasar por internacionalidad. Y en rigor nada hay más universal que lo más profundamente individual. Tal, por ejemplo, en su orden, el Kempis. Y cabe decir, en otro respecto, que mal se extiende a universalidad un autor o una obra cuando no ha llenado antes su propia patria, la de su lengua, desbordando de ella. Sin que valgan los casos en que un autor y su obra vuelvan a su patria prestigiados en el extranjero. Y cuenta que caben traducciones hasta en música y en pintura.
Producir para ser traducido, sacrificando a ello, a la anhelada traducción, lo más íntimo, lo intraductible acaso, he aquí algo que da prestigio, sí, pero en el sentido originario y primitivo de este vocablo. Da prestigio, pero no autoridad, sino engaño de autoridad. Y esto tanto más que en el arte y en la literatura, en la política. En la política de prestigio.
¡La de movimientos políticos y sociales que se trata de traducir ahora al español, acaso para que luego los retraduzcan, los viertan a sus orígenes! Y se queden en un lenguaje internacional —no universal— llámesele de derecha o de izquierda o de centro. Cuestión de prestigiar y de prestigiarse, de engañar y de engañarse.
Mas después de todo ¿ no será la obra de la historia —de la cultura si queréis— crear un prestigio, un engaño, que nos permita alimentarnos de ilusiones y de apariencias y embobar y embaucar con ellas al pueblo según la definición de la en 1927 Real Academia Española? Seis años han pasado desde entonces y el prefijo ex- ha borrado a los ojos de los cuitados no pocas cosas. ¿Y si desde entonces, desde 1927, el prestigio no se habrá convertido en ex-prestigio? ¿En ex-engaño, en desengaño? Y puestos a hurgar en estos agoreros juegos de palabras, ¿no será el desengaño un desprestigio?
¿Desprestigio de qué? ¿Del régimen? Y cuenta que esta denominación de régimen (r.) es común a república (r.) y a reino (r.) que el régimen puede ser republicano o monárquico y aun mixto o mestizo. Y que a los llamados gubernamentales se les podría llamar regimentales. Pequeñeces, en fin, para enfervorizar a los sencillos. Mientras llega lo inevitable, en todos los tiempos, países y regímenes, revisión, el inevitable “recurso”. El llamado progreso va en espiral.
¡Cuántas veces lo he dicho ya y lo vengo repitiendo, que el mundo, que el pueblo quiere ser engañado, quiere ser prestigiado, quiere ser embobado y embaucado! Y que hay que aprender a mirar a la verdad cara a cara.
Mas ¡basta otra vez!
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