Ahora (Madrid), 21 de abril de 1933
¡Primavera en la calle! En la calle callejera —no es perogrullada— y ciudadana. Porque hay calles de aldeas, de lugarejos. Ahora que en éstos suelen aislarse del campo. Y en las grandes ciudades, en cambio, o en sus arrabales —¡esos fatídicos arrabales de ciudad!— se siente la necesidad de meter en ellas el campo, pero enjaulado y domesticado. ¡Esos tristes arbolillos callejeros y esas pequeñas plazoletas de verdor alquilado! Y sentir en el otoño rodar las hojas secas sobre el asfalto del arroyo o las losas de las aceras. En ese suelo que parece hecho adrede para que el ciudadano no pise frescura.
Aquí, en esta calle de Zurbano en que escribo esto, se alinean al borde de las aceras unos pobres arbolillos prisioneros entre cemento y piedra. Viven una vida raquítica, miserable, merced a amputaciones, a podas. Su escasa copa responde a la escasez de su raigambre. Sólo en alguna plazoleta, sobre césped, se ve algún árbol que nos regala la vista con floración rosada. ¡Pero estos pobres arbolitos! ¡Estas mustias acacias! Y de noche ni les cabe soñar a la luz natural de la luna o de la estrellada, sino que los focos de luz eléctrica, artificial, les envenenan la respiración nocturna.
El cuerpo es cárcel del alma, se nos enseña en el Fedón platónico. Y se echa uno a soñar si estos arbolitos encarcelados en la calle son cárceles de almas. Y ya al hilo del sueño se remonta, o más bien se derrumba uno hasta aquella terrible soñación dantesca de ánimas condenadas que vegetan en el infierno en troncos de árboles. ¡Hombres árboles!
En el segundo Evangelio —el según Marcos— y en su capítulo VIII, versillos 22 a 26, se nos dice que llegado Jesús a Betsaida “le traen un ciego y le ruegan que le toque, y tomándole de la mano al ciego le sacó fuera de la aldea y escupiéndole en los ojos y sobreponiéndole las manos le preguntó: ¿Ves algo? Y levantando la vista, dijo: Veo a los hombres, que como árboles los veo paseándose. De nuevo le puso las manos sobre sus ojos y miró y se repuso y contempló todo a lo lejos y claro. Y le envió a su casa diciéndole: No entres en la aldea.”
¿De dónde esa impresión del ciego curado al cobrar vista? Y no decimos al recobrarla, pues no es de creer que a un ciego de nación, que jamás había visto antes, se le ocurriese comparar a los hombres vistos con árboles que se pasean. ¡Y qué hondo sentimiento, después de todo, en esto de ver en los hombres que se mueven de un lado a otro árboles que se pasean! Árboles desarraigados, árboles sin raíces. Así los hombres de la calle, los hombres alineados, enjaulados, domesticados, desarraigados de la tierra mullida y verde.
¡Y qué árboles! No de fruto y apenas si de flor... A lo sumo, de flor de acacia y de esmirriadas bayas, pámpanos que les llaman en ciudades callejeras. Ni un hombre-olivo, o un hombre-naranjo, o un hombre-ciruelo. Y menos un hombre-roble, o un hombre-encina, o un hombre-haya. El hombre roblizo, robusto, no medra ni se goza entre calles. Necesita raíces, y si cegó, luego que cobra vista y ve a lo lejos y claro, el Señor le dice: “No entres en la aldea.” Y menos en la ciudad. Que se quede en el campo, entre árboles arraigados que tienden al sol y a la luna y a las estrellas sus copas. Y éstos saben lo que es primavera del alma y primavera de la vida.
El hombre-encina da en primavera su flor, su candela, que se esconde en el follaje prieto y da en otoño bellotas como aquellas con que regalaron a Don Quijote los cabreros y que le soltaron la lengua en maravillosa oración. ¿Qué es eso de: “si le sacuden da bellotas”? No; esos de quienes se dice esto, si se les sacude no dan nada. Esas pobres criaturas, sobre todo las del sentido común callejero, no sueltan ni desatinos, si no algo peor, vaciedades. Sueltan lugares comunes —no propios—, sueltan tópicos, sueltan sentencias de santo y seña. Son los que dicen que tal o cual doctrina está mandada recoger o pasó de moda o es antigualla. ¡Soltar bellotas! ¡Pues ahí es nada! Y cuando el hombro-encina se rinde a tierra, aun con su leña se calientan muchos en el invierno. Y hay más. Y es que tiene su corazón melodioso, como la encina lo tiene. Pues del llamado corazón de la encina, de aquel duro y de color encendido cogollo, hacen los pastores dulzainas y chirimías. Que así da la encina sombra, bellotas, leña para calentarse y corazón de tañir tonadas, y la encina no es árbol callejero, no es árbol ciudadano. “¡No entres en la ciudad!”, se le ha dicho a la encina.
¡Primavera en el campo! ¡Ay, pero con otra sombra, con otra bellota, con otra leña que no las de la vieja encina! Y con otros corazones, no ya melodiosos. Árboles humanos campesinos, sacudidos por vendaval. ¿Qué dan?
¡Árboles que se pasean! ¿Serían tales aquellos cabreros que regalaron a Don Quijote y le oyeron profetizar de la edad de oro? Fue una oración comunista la del Caballero de la Fe. Y se la oyeron cabreros, no carboneros. Y a los nietos de aquellos cabreros quijotizados si hoy se les sacude, ¿qué darán? ¿Y qué tocan en la dulzaina? ¿Es que ha resucitado entre las encinas la oración de Don Quijote? ¿Es que sus corazones salmodian el apocalipsis de la edad de oro? Voz que viene de vuelta del silencio, cargada de un pasado preñado de porvenir.
¡Primavera en la calle!, ¡primavera callejera! ¡Qué cosas le corren a uno por el alma, por el lecho del alma, por su cauce, cuando contempla correr el agua por el arroyo de la calle y cuando ve a las mangas del riego municipal abrevando a esos tristes arbolitos inválidos de juventud avejentada!
¡Primavera en la calle! Y menos mal que le incita a uno a soñar en la primavera del campo, del monte, del bosque y a olvidarse del hombre de la calle y de todas sus callejerías. ¿Puede nadie imaginarse un mitin de encinas, de robles o de hayas o siquiera de pinos? A lo sumo, de acacias.
¡Lector, sal al campo! Y que se te abran los ojos como al ciego de Betsaida merced a la saliva del Cristo. Para ver lejos y claro.
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