Ahora (Madrid), 20 de mayo de 1933
En días en que se oye repetir con ansia: “¿y qué vendrá después? porque a esto no se le ve salida”, y se oye hablar de salto en las tinieblas como si fuera mejor un desliz en el vacío, en tales días no es raro que se dirijan a uno que, con la ayuda de Dios, haga a las veces de su profeta, en el primitivo y originario sentido de la palabra, pretendiendo que responda como profeta en el otro sentido, en el pervertido y vulgar, como uno que predice el porvenir. Porque “profeta” en su sentido originario no quiso decir el que prevé lo venidero sino el que pone a la vista de todos lo que en todos ellos está oculto, lo que no se atreven a sacar a la luz o no lo conocen bien aun llevándolo dentro de sí. Y por esto cuando en días de ansiedad e incertidumbre respecto al porvenir se le pregunta a uno: “¿qué es lo que va a pasar?” la respuesta debe ser sonsacarle lo que dentro del preguntante pasa.
Sentado lo cual pasamos a comentar una frase corriente en España que representa el horror a la historia, el horror al porvenir. Esta frase es: “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. “Más vale... vale...” Es decir, un juicio de valor. El miedo a lo por conocer, el miedo a lo desconocido. Y no pocas veces el miedo a lo inconocible, el miedo al destino. ¿Qué es lo que vendrá? ¿Qué es lo que sustituirá a esto? ¿O quienes sustituirán a estos? ¿Dónde están los hombres del porvenir?
Remontémonos, lector, al llamado pecado original, a la legendaria caída de nuestros míticos primeros padres, Adán y Eva, en el Paraíso, a la tentación de la serpiente que les hízo probar del fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal. Del mal, de lo malo que les fue luego conocido. Caída de que en el orden simbólico arranca el progreso. Antes de ella y viviendo del árbol de la vida vivían vida de inocencia, es decir, de inconciencia, vivían en un presente eterno. Y claro que todo esto es símbolo. No se avinieron a lo bueno conocido y quisieron probar de lo malo por conocer. No temieron lanzarse al porvenir oscuro, a valerse por sí mismos, a ser como dioses que se dice que les dijo la serpiente tentadora.
Y ahora, esbozado así el símbolo del progreso, del proceso histórico, de la historia en cuanto movimiento, vengamos a los que se figuran que no interrumpir, sino desviar un proceso revolucionario —lo que así a las veces con sobrada lijereza se llama—, sacarlo de su curso es ir a lo terrible desconocido. ¿Sacarlo de su curso? No hay progreso posible sin regresos eventuales; no hay proceso sin retrocesos; no hay curso sin recursos. Recursos, lo que Juan Bautista Vico, el gran filósofo de la historia, llamó “ricorsi”, los inevitables, los fecundos retrocesos. ¿Pues qué, es posible acaso hacer una revolución —o lo que a los arrastrados por la corriente del destino se les antoja tal—, sin contar con la voluntad inconciente —tal vez “noluntad”— de los hombres revueltos y aun de las cosas que también tienen su voluntad? ¿Quién es el loco que pretende conocer la voluntad de un pueblo por un acto, una votación, v. gr., ejercido en ambiente de inconciencia colectiva? ¿Es que se puede forzar ni a la naturaleza ni al espíritu, ni a la tierra ni a la fe? Los que votaron lo por conocer, no contentos con lo malo conocido, volverán a votar contra el presente, malo o bueno, y en favor del porvenir desconocido. Y puede en algún caso suceder que lo por conocer sea lo por reconocer, un recurso, siquiera parcial, al pasado, un volver, un retornar si no a lo malo conocido del pasado, siquiera al pasado mal conocido. Que lo mal conocido no es precisamente lo malo conocido. ¿En lo malo conocido del pasado no habría algo mal conocido? “Sin duda —se nos dirá— como en lo malo conocido del presente.” Cabal. Tampoco al presente lo reconocemos bien. ¿Pero qué revolucionarios son esos, los de “esto no tiene salida”, que no sienten que cualquier curso revolucionario no se salva sino por recursos y que el conocimiento de un acto no viene sino después de éste? “No era lo que esperábamos” —se oye decir—. Y la verdad es que no se esperaba ninguna cosa, que se quería cambiar de postura, pero sin idea de la venidera. No había programa.
Después del acto se fue haciendo conciencia, después de él se dijo el pueblo: “¿y esto que se nos ha venido a las manos qué es? ¿qué se hace con ello?” Todo eso de las promesas que se le hicieron al pueblo es pura habladuría. El pueblo estaba descontento, sin contenido y no prestó oídos más que a su descontento. Carecía de conciencia civil. ¿Y ahora? ¿La tiene ahora? La quiere tener después del experimento. La quiere tener y la dialéctica histórica exige que el pueblo vuelva a hablar, en silencio de sufragio, ya que demasiado ha parlado el Parlamento que se atiene a un acto que pasó.
Y vuelven los cuitados a preguntar: “¿y qué saldrá de ello?” Hay que ser profeta en el verdadero y originario sentido, no en el vulgar, y decir: “salga lo que saliere”. Con actos así se va haciendo la conciencia. ¡Y qué más da!
Y está visto que sólo los pesimistas sabemos entregarnos sin reservas al torrente de la historia, que sólo los pesimistas —los tenidos por tales— sabemos no desesperar del porvenir, acaso porque no esperamos de él más que la prolongación del presente eterno, el curso, con sus recursos, de la historia.
¿Juegos de palabras? ¡Gracias a Dios! Es el lenguaje el que piensa en nosotros; es la palabra. Pensar como español es pensar en español, es hacer que el romance español, sacando sus entrañas, piense en nosotros. Y esta gimnasia verbal, esta ascética de lengua, nos ayuda a comprender cosas, de puro sabidas, olvidadas, cosas que se deja pasar cuando uno no las fija en fórmulas entrañadas. Eso que se llama revolución, por llamarla de algún modo, se ha hecho siempre tanto o más que con hechos con palabras y no hay revolución honda que haya podido llevarse a cabo sin una revolución del lenguaje. ¿Nuevo estilo? Mejor sería decir “nuevo lenguaje”. ¿Y qué nuevo lenguaje nos ha traído esto que se nos vino a las manos? ¿Qué renovación del lenguaje del otro régimen? ¿Es que las palabras ahora en curso de moda política quieren decir algo claro y preciso para los que las usan? Cuando en el curso de los años llegue la ocasión de que un futuro historiador que sea a la vez un filólogo estudie nuestra actual Constitución de la República Española se asombrará de su carácter babélico, de la fatídica imprecisión de muchos de sus términos, de sus monstruosas ambigüedades y vaguedades, y sobre todo de sus contrasentidos, y, lo que es peor, de sus numerosas faltas de sentido. Como brotada de un acto en grande parte inconciente. Ahora que para este mal caben “recursos”. Y esto lo siente el pueblo.
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