Ahora (Madrid), 11 de abril de 1933
“¡Estamos haciendo la revolución!” o “¡Tenemos que acabar la obra revolucionaria!” O aquella tan socorrida, típica y tópica metáfora del cabalgar. Hay quien cree que hace galopar a su corcel —o lo que sea— entre ladridos; que lleva a su cabalgadura cuando es esta la que le lleva. Y va desbocada, que el pobre y torpe jinete no sabe manejar ni las riendas ni las espuelas.
Es como cuando se decía: “Nosotros, los que hemos traído la república...” Y la república —tengo que repetirlo una vez más— no la trajimos nosotros si no que ella nos trajo. O mejor nos la trajeron los otros, los no republicanos. Y así ahora esa revolución no la están haciendo los que dicen hacerla, si no que ella, la revolución, les hace a ellos y sobre todo les deshace. Porque ahora les está deshaciendo.
En el libro del portugués Fidelino de Figueiredo Las dos Españas que con buen acuerdo ha hecho publicar, traducido al castellano, el Instituto de Estudios Portugueses de la Universidad de Santiago de Compostela —libro del que he de dar aquí mismo más amplia noticia— se dice: “Y España, país de violencia, por segunda vez mudó su régimen político, incruentamente, por vía legal. Pero la innata necesidad de un sello de violencia, que crease una conciencia de vencedores y una situación de vencidos, satisficiéronla los conventos, las iglesias y sus tesoros artísticos vandálicamente destruidos por un formidable auto de fe.” ¡Muy bien! Pero, ¿es que con el artículo 26 de nuestra Constitución de papel se contiene o se encauza esa innata necesidad de violencia? ¿Es que el Parlamento es u n embalse? El agua de avenida le desbordará; y los irreflexivos legisladores, jinetes de caballos desbocados, irán a derrumbarse en cascada, legisladores convertidos en revolucionarios a la fuerza, a su pesar, y arrastrados po r la corriente. Y luego, con el agua al cuello, ahogándose en el torbellino, gritarán en las últimas boqueadas: “¡Estamos haciendo la revolución!” ¿Y después? La otra.
¡La necesidad de crearse una conciencia de vencedores! Necesidad que llevará a los incendiarios a quemar un día esa Constitución de papel y con ella los artículos 26 y 46. ¡Y cómo arderán! Para luego ponerse los ya concientes vencedores a defender el desorden establecido.
¿Habrá que recordar aquella doctrina marxista del determinismo histórico, de que son las cosas y no los hombres los que producen el movimiento histórico, de que el capitalismo terminaría en el colectivismo quiéranlo o no los hombres, sin ellos o contra ellos, como con ellos? ¿La concepción catastrófica de la lucha de clases, de la guerra civil económica? Concepción que empiezan a rechazar no pocos sedicentes socialistas que se han puesto a pensar mejor la historia. Ahora que los impenitentes liberales espiritualistas, los que creen que la historia es el reino —¡perdón! la república— de la libertad, estiman que el hombre es la primera y principal de las cosas, o sea causas; creen que los hombres hacen la historia y hacen las cosas. Y esta doctrina que unos llaman humanismo, otros la llaman individualismo, y otros personalismo. Y aun hay otra, y es la de los que sentimos que la historia es el pensamiento de Dios en la tierra de los hombres. A lo que los otros llaman delirios místicos si es que no frivolidades.
Realidad y personalidad. Realidad de “res”, cosa, y personalidad de persona, hombre. Hallándose el que esto escribe desterrado en Fuerteventura, recibió consejo de uno de los dirigentes —si es que algo dirigen— del marxismo ortodoxo español diciéndole que respecto a la dictadura primo-riberana, había que plegarse a la realidad. Y él, el dirigente, bien que se plegaba. Y hube de contestarle que pues yo creo en el poder del hombre sobre las cosas, de la personalidad sobre la realidad, me había llevado mi personalidad española al destierro dejándoles aquí la triste realidad. Y vi al fin el triunfo de la personalidad colectiva española sobre la realidad dictatorial. Y recuerdo esto ahora que otra realidad dictatorial —de eso que llaman derecha o de lo que llaman izquierda, qué más da?— se cierne sobre nosotros. Y es la revolución esa que no la hacen, sino la sufren los hombres. Y no digo las personas porque no se puede llamar personas, individuos concientes de su personalidad, a los que incendian, pistolean, atracan, vociferan y motinean. Masas en el sentido físico de una masa de agua.
Y luego el que cree cabalgar. Como aquel que arrebatado por un huracán en un balandro se ponía a soplar la vela creyendo que así contribuía al huracán. Y después, al ir apuntando el alba, encendía una cerilla para ver salir el sol. ¡Toda una persona! Y tomaba por ladridos los embates de las olas contra el quebradizo casco del pobre balandro.
“¡Estamos haciendo la revolución!” ¿Cuál? ¿La del artículo “h”, o “x”, o “n” de la Constitución? ¿La de la reforma agraria? ¿La de la ley de congregaciones? ¿La de otra ley cualquiera de papel? No, la revolución es la otra; la revolución es la de los agentes ciegos y sordos de un instinto colectivo, la de la “innata necesidad de un sello de violencia”, la de los que quieren crearse “una conciencia de vencedores” ya que carecen de conciencia alguna. La voluntad de poder que dijo Nietzsche, y que en las muchedumbres es voluntad de destrucción. Y luego esos mismos, fuerzas ciegas, se volverán contra lo que ahora se les antoja erigir. De la misma muchedumbre que grita: “¡abajo el fascio!” saldrán los fajistas. Vendrá la resaca, vendrá el golpe de retroceso. Es ley de mecánica social como lo es de mecánica física.
¿Y quién se salvará de esa mecánica, de ese determinismo de la realidad? El que tenga fe en el espíritu, en la personalidad, en la libertad. Como los revolucionarios a su pesar y a la fuerza, también él se verá arrastrado en el torbellino. Los revolucionarios a la fuerza, por que no supieron retirarse del poder —poder aparente— al ver que desde él no podían encauzar el torbellino y luego, ya en éste, ¿qué van a hacer? Pero el que tenga fe en el espíritu, es decir, en la libertad, aunque perezca también ahogándose en el torbellino, podrá sentir, en sus últimas boqueadas, que salva en la historia su alma, que salva su responsabilidad moral, que salva su conciencia. Su aparente derrota será su victoria.
Y luego. Dios dirá.
Con la plena libertad de opinión y de expresión que concedemos a nuestros colaboradores, don Miguel de Unamuno, en el artículo preinserto, expone un estado de conciencia que no comparte este periódico. Ni antes, ni ahora, ni mañana, estas diferencias de criterio entre los que estampan su firma al pie de los artículos que aparecen en nuestras columnas y el pensamiento de la Redacción nos privará de concederles —muy honrados con ello— el espacio que les tenemos reservado.
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