sábado, 30 de septiembre de 2017

En la calle: sarta sin cuerda

Ahora (Madrid), 1 de abril de 1933

¡Cómo pesa!;Cómo pesa el tiempo según pasa, pisoteándonos a tierra! ¡Tiempo de bochorno espiritual, sobre todo en la calle! En la calle, sin verdura ni rocío. ¡Temperatura de temporal! ¡Temple de tempestad! ¡Temporal!, ¡tempestad! es lo que da el tiempo que pasa pisoteándonos. Lo eterno da calma. Pobre Nietzsche, el de la vuelta eterna, que no logró calma. Y menos mal que murió sin saber que se moría, libre de la razón.

Y esos niños que juegan en la calle al pelotón mientras el tiempo nos pesa, ¿se percatan de nuestras pesadumbres? ¿Se les quedan nuestras miradas en el alma? ¡Mejor que no! Porque siente uno aquí, en la calle, algo así como la sensación de una telaraña invisible e intangible, formada de un tejido de miradas de odio, de envidia, de desdén, de desprecio. Y también de lujuria. Y a lo peor le mira a uno uno de esos niños como quien recuerda haber visto su retrato en los papeles públicos. ¡Pobres niños! ¡Pobres moscas de esa fatídica telaraña espiritual!

¿Organizar las impresiones callejeras? ¡Imposible! No se eslabonan; se apelotonan las ideas —impresiones— y se apeguñan y se destrozan. No hay reposo ni sosiego para ordenarlas según se atropellan. Hay que verter el fichero de los apuntes. Y, además, ¿organizar ideas? ¿Para qué? Acaso las políticas —si es que son ideas—, para la propaganda. ¡Hacer declaraciones! ¡Dar programas! Pero las verdaderas ideas se asientan y se organizan como el grano en mano de los medidores: a golpecitos. O a golpes. A golpes secos se asientan y cuajan en sistema —o programa— las ideas. Y se quedan muertas.

¿Objetividad? ¿Qué es eso? Un tópico parlamentarlo, o sea, vacuidad. ¡Objetividad! Ni una cámara oscura de fotógrafo, y eso que no tiene alma. Para dar impresiones objetivas hay que tener alma de cántaro o de cañón: vacía. Espíritu objetivo es el de un anti-profeta. Profeta no es adivino, no es vaticinador, no es “calendariero” —esto es: el que hace en los almanaques el juicio del año venidero, de su tempero—, no es el que dice lo que pasará mañana o pasado mañana, o el año o el siglo que vendrá, sino el que declara lo que está pasando hoy por dentro —mejor, lo que está quedando— y lo que pasó —o mejor, quedó— ayer; todo lo que los demás, si lo saben, se lo callan. Y los profetas del pasado suelen ser los más profetas. ¿Y por qué los demás se callan lo que ellos proclaman o profetizan? De ordinario, por no pasar por pesimistas. Pero... el peor pesimista, el pésimo, es el que de nada ni de nadie habla mal porque de todos y de todo piensa mal.

Al fin esos niños del pelotón son verdaderos niños, aunque vayan, ¡lástima!, para mozalbetes. Pero, ¿y esas juventudes? Juventud del partido H, N o X... (Aquí una etiqueta programática cualquiera.) ¿Juventud? ¿Mocerío? ¿Pero de dónde sacarán tantos mozos de partido que vayan para hombres públicos? Si es que la indisciplina —divino tesoro de la Juventud— no se lo estorba. “Oy, Dios, qué cosas!” —murmura una viejecita al cruzarse con una de esas manifestaciones de mozalbetes que van matraqueando un grito cualquiera callejero, ¡qué más da cuál! Y no hay cosa ninguna; no son más que voces, sones de asonada. Ni de motín siquiera —menos de revolución—, si no de asonada.

Y luego... las últimas noticias del día: de Inglaterra, de los Estados Unidos, de Francia, de Alemania, de Austria, de Italia... Y el fajo... y el anti-fajo. La que está fajada es nuestra alma comunal. ¿Y el cáncer? “Pero usted no fuma ni bebe...” Pero vivo. Y, sobre todo, quería referirme al otro cáncer, al cáncer espiritual, a esa verruga, o taladro ideal, que crece hacia dentro y nos desgarra el alma.

En esto: “¡Por Dios, caballero, que no tengo pan para mis hijos!” ¿Y por qué se me viene a las mientes al oírlo eso de que en italiano y en griego actual se le llame al mazapán “pan de España”? ¡Se le amargó la almendra! La facha del pordiosero era congojosa. “Si sigue así —pensé— pronto producirá una vacante... ¿Pero vacante de qué? De pordiosero, de menesteroso, de parado..., ¡claro! Y no faltará quien la consuma o la ocupe. ¡Consumir una vacante!”

¿Y aquello del artículo 46 de la Constitución de esta República de “trabajadores de todas clases”? ¿Aquello de que “la República asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna”? ¿Qué es “una existencia digna”? Otro truco o tópico constitucional. “Trabajadores de todas clases”..., “la guerra como instrumento de política nacional”..., “existencia digna”... Sí, como lo del “salario justo” de la tan asendereada Encíclica de León XIII, o “la Universidad es un centro de alta cultura”, o..., o..., o… Todo ello bueno para “bourrer le crâne”, que dirían en Francia, y aquí, “tupir la mollera”; o para “épater le bourgeois”; en nuestro caso, dejar turulato al obrero “con-s-ciente”. (Ojo, señor regente; aquí hace falta la s esa porque se trata de “consciencia” —con s—, que es más solemne que la vulgar conciencia.)

Y ahora, ¿por qué se me viene a las mientes la imagen de un rebaño —no manada— de lobos frente a una oveja que los contiene? Pero, ¡ay!, los mastines... Los mastines rabiosos son para con las ovejas peores que los lobos hambrientos. Y suele suceder que los rabadanes, en un ataque de irresponsabilidad, azuzan a los mastines contra las ovejas para acarrarlas y acorralarlas, en defensa del rebaño.

Mas... ¡basta!, ¡basta! Esto de cerner sueños por la calle en medio de torbellinos de temporal del espíritu... ¿Espíritu? A soñar a casa, a la cama...

¡Otra vez en саsа! “Abuelito, ¿por qué no cae el cielo a la calle?” Y recordé lo que escribí antaño: “Después que lento el sol tomó ya tierra / y sube al cielo el páramo...” El campo, al ponerse el sol, sube al cielo; ¿pero la calle? ¡A la cama, pues, a dormir sin soñar! ¡No sea que en el sueño se me abran las puertas de las tinieblas soterrañas —“portae inferim”— y me atrapen el alma y me la arrastren por la atarjea de la calle!... ¡A dormir! Mañana será el mismo día...

viernes, 29 de septiembre de 2017

El hombre interior

Ahora (Madrid), 28 de marzo de 1933

Sumo y sigo, señores míos: “¿Pero por qué —vienen a decirme aunque con otras palabras— te complaces en hurgar en todos esos sentimientos oscuros, vagos e irracionales, trágicos de la vida que dirías, y hablarnos de engaitamientos, desesperanzas, engaños, ánimas en pena y todo su cortejo? ¿Por qué no animarnos a vivir alegres y confiados en el presente y a hacer de nuestra España una República contenta en que vivamos sin atormentamos?” Y por aquí siguen. Son los de la emoción republicana, la vibración republicana, el fervor republicano, la conciencia republicana y lo demás. Son los hombres de fuera, exteriores, tan exteriores como los de la lealtad monárquica, y cuidado si lo eran éstos. Uno de estos republicanos sin más, a secas —o en seco—, un republicano mero y orondo, me decía: “¿Qué quiere usted esperar de un Gobierno en que un ministro —¡y socialista!— confiese en público que estima una desgracia el no tener el fe religiosa, y otro se declara cristiano sin dogmas ni milagros? Así no se va a ninguna parte.” Le molesta el hombre interior.

El hombre interior. O acaso mejor el hombre de dentro: “eso anthropos”. Y pongo la expresión griega no por pedantería, sino para que los cuitados y los menguados puedan decir con más razón que no se me entiende. Es expresión del apóstol Pablo en su epístola a los Efesios (III, 16). Es decir, un “ad-efesio”. Y el hombre interior —mejor acaso: íntimo— que ando buscando, cual nuevo Diógenes, no es el de la calle —el consabido hombre de la calle— ni el de su casa, si no el de a sus solas. El hombre de la calle o de la ciudad, el ciudadano, propiamente el elector, el de partido, es el político, de “polis”, ciudad; pero el otro, el interior, el de a sus solas, es el individuo del mundo —“cosmos”—, es el cósmico. Es el universal. El universal y el individual a la vez, el entero y no de partido.

A las veces se logra llegar a este hombre sustancial y no con lo que se le dice ni con el tono y acento —si es por escrito, estilo— con que se le dice, si no con el timbre. Es el timbre de la voz con que se conmueve y se convence. Sin que falte timbre escrito. Es el timbre lo que atrae a unos y rechaza a otros. Es el timbre el que repudian los que no quieren verse a sí mismos a solas, los que se sienten perdidos fuera del rebaño, los que no se atreven a enfrentarse con su individualidad íntima, los cuitados y menguados hombres de masa.

Hay quienes parecen haberse creído que con eso de declarar que la República española no tiene religión del Estado —que no es lo mismo, hay que volver a repetirlo, que religión de Estado— va a desaparecer de la vida pública, comunal, no digo ya la religión, si no la religiosidad, la inquietud religiosa del pueblo español, de la nación española y que vamos a contentamos los españoles con esa superficialísima y archifrívola superchería de las formas de gobierno, de los regímenes políticos y lo que de ello se derive.

El liberalismo, el humanismo liberal hijo del Renacimiento y de la Reforma protestante, llegó a ser una especie de religión civil y nacional —lo ha sentido bien Croce— como llegó a serlo el tradicionalismo —lo de monárquico es accidental y baladí y profano— y el socialismo, y aun más el comunismo, y el anarquismo; ¿pero el republicanismo?, ¿el republicanismo mero y mondo?, ¿qué es eso? Abogacía a lo más. Y electorería. Hay, si no se quiere hablar de religión, una filosofía liberal, y tradicionalista, y socialista, y anarquista, ¿pero republicana? No la conozco. Democrática, se me dirá. Pero esto es otra cosa, pues democracia y república ni se igualan ni se excluyen.

Y viniendo a lo de ahora y de aquí, qué quieren ustedes señores míos, que me entretenga y les entretenga disertando de si este partido o el otro, de si nuestros sedicentes republicanos o si los que se confiesan socialistas, de si la crisis, de si va a salir éste o entrar el otro, de si a la derecha o a la izquierda, de si en las próximas elecciones... ¡Uf! Nada de eso toca al porvenir y a la continuidad íntimas de España.

Si vieran ustedes, señores míos, lo que me molesta cuando algún periodista extranjero viene a pedirme vaticinios sobre el porvenir político de España y preguntarme si creo o no posible una restauración monárquica o la implantación de una dictadura fajista o de una dictadura soviética. O le despacho con cajas destempladas o le coloco cuatro vaguedades baratas o algún camelo. Como hace pocos días en que le dije a uno de estos periodistas que en España empiezan a esbozarse dos grandes partidos políticos de tumo, el de los funcionarios y el de los parados. O sea el de los ocupantes y el de los aspirantes. Lo cual no es ningún camelo, me parece... Y no he encontrado más que uno de esos corresponsales que me preguntase por cosas de más sustancia y de más intimidad. Y se comprende, pues que era un calvinista preocupado con la labor que lleva desde Suiza Carlos Barth. En cambio los periodistas extranjeros católicos no parecen interesarse por el problema religioso, si no por el político. Para ellos, como para los ateos de la Acción Francesa, la Iglesia Católica Romana no es más que una potencia política cuyo reino es de este mundo. Y así es, en verdad. Como que en toda la propaganda católica actual en España no se oye si no a hombres exteriores, por lo general de timbre metálico de voz. Tan raro encontrar entre ellos hombres interiores y cósmicos, como aquellos “pioneers”, linaje de los padres peregrinos del Mayflower que en sus luchas políticas en Norte América mejían esquirlas de la Biblia con briznas de la selva virgen.

No hay que hacer de la religión política, se dice. Pero cabe y se debe hacer de la política religión. ¿Porqué se llama, si no, al copartidario correligionario? Y en todo caso hay que buscar al hombre de dentro, al hombre íntimo, preocupado de su destino individual, del sentido eterno de su vida y que no puede satisfacerse con esa actividad externa de funcionario o de parado, de ocupante o de aspirante.

No se concibe bien que llegue a ser buen conductor de pueblos o buen forjador de naciones quien no se haya nunca preocupado del principio primero —valga la aparente repetición— y del fin último de las cosas todas, de su primer porqué y de su último para qué, y aunque sea para llegar a negarlos. Un político podrá ser creyente o incrédulo, agnóstico, dogmático o escéptico; lo que no puede ser es indiferente. Puede decir todo menos esto: “eso no me importa”.

Y ahora sumaré y seguiré con mi tema, señores míos.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Periódicos andantes

Ahora (Madrid), 23 de marzo de 1933

Este comentador que os dice ahora esto no lee a diario desde hace tiempo más que un periódico extranjero, que es un diario griego, de Atenas, el órgano de Eleuterio Venizelos. El diario se llama Eleutheron Berna —pronunciado “Elefceron Vima”—, que quiere decir: “Tribuna libre”. Y esta tribuna libre —“eleutheron”— es la tribuna principal de los partidarios de Eleuterio Venizelos, caudillo de los liberales. Y escribe en ella a diario un cronista que se firma Fortunio. y que es quien más le suministra a este comentador lectura en romaico o griego moderno. Y no pocas sugestiones y hasta algún giro de frase le debo.

En el número del día 8 de este mes de marzo el cotidiano Fortunio de la “Tribuna libre” de Atenas publicaba un artículo titulado Diarios, que aunque no contenga sino observaciones muy obvias y al alcance de cualquiera, merecen registrarse por la forma en que están expresadas, en un neogriego sencillo y claro. Voy, pues, a traducirlo en parte y comentarlo brevemente.

“Al griego moderno puede faltarle todo: el pan, la comida, el agua, el cigarro, hasta la entrada de favor para el teatro; pero hay una cosa que no puede faltarte, y es el periódico. Y cómo ha de faltarle, si es todo su pensamiento, todo su saber, toda su literatura y su vida toda. Tiene todo esto más barato que en cualquier otro pueblo de la tierra, no más que por un dracma. El griego es un periódico andante. Con él piensa, con él se forma, con él satisface su curiosidad, con él colma su interés artístico y, por último, de él saca no sólo las más elevadas doctrinan morales, sino hasta sus babuchas y sus calzas. ¡Cómo va a faltarle! Su cabeza es un artículo de fondo; su corazón, un folletín; sus sensaciones, el cotidiano desnudo fotográfico de las estrellas cinematográficas. Va al café con ese bagaje. Y empieza la discusión a base de los periódicos; cada uno el suyo. Cada cual se irrita con todos los otros, los insulta, exceptuando siempre aquel que lee. Así los insultan a todos y a todos los exceptúan antes de irse a sus casas a comer la sopa. ¿Cómo vivirían, os pregunto, sin ellos? El ayuno más trágico que puede uno imponerle a un griego es que le falte el periódico. Conozco hombres que se pusieron como locos anteayer a la mañana, que no tuvieron periódicos...”

Leyendo esto me acordé de aquel famosísimo pasaje —que tantas veces he comentado— de los Hechos de los Apóstoles, en que al ir a narramos el discurso de Pablo ante el Areópago se nos dice (cap. XVII, v. 21) que “entonces todos los atenienses y los huéspedes extranjeros no entendían en otra cosa si no en oír o decir alguna cosa nueva”; lo que no impidió el que cuando el Apóstol les habló de la resurrección de los muertos se hurtaron y le decían: “Ya te oiremos de eso otra vez.” Porque ello no era novedad. Y no sólo no querrían oír de resurrección de muertos, mas ni de muertes. ¡Es tan peligroso resucitar el recuerdo de ciertas muertes! Y ese pasaje de los Hechos de los Apóstoles está en relación con otro, de muchos siglos antes, en que en la Odisea se dice que los dioses traman y cumplen la destrucción de los mortales para que los venideros puedan tener argumento de canto, que es la expresión del sentimiento estético de la vida. ¡El eterno griego! ¡Tener qué contar y qué comentar! Pero el griego de hoy —el romaico o romio— va al café, según Fortunio, a discutir, a irritarse y a insultar armado de su periódico. “Insulta —dice— a todos los otros, exceptuando a aquel que lee.” Y esto, la verdad, lo ponemos en duda. Suponemos más bien que muchos insultarán al que leen a diario, y aún más, que lo leerán para insultarlo. Pues no ha de ser el griego moderno muy diferente del español actual, y aquí conocemos muchos que leen el periódico que más les irrite con sus apreciaciones. Y es que necesitan irritarse.

“El griego quiere —dice más adelante Fortunio— los relatos escritos, impresos con grandes letras, debajo de títulos enormes, como trenes de carbón, dramáticos, emocionantes...” Y aquí da algunos ejemplos. Pero eso no le ocurre sólo al griego moderno. Y lo más de la perversión de la verdad en la Prensa no proviene de intereses bastardos, si no de sensacionalismos. “Asi impresos —prosigue el cronista helénico—, los relatos toman un aire de realidad. Es una curiosa psicología: reventamos de mentiras y las tragamos muy a menudo a sabiendas. Cuántas veces no he oído junto a mí esta frase: ¡Venga el diario y leamos sus mentiras!” Y agrega luego Fortunio que hay otros para quienes el relato impreso es la última palabra de la verdad; observación trilladísima, pero muy discutible. Y acaba diciendo que si se busca la realidad, a la media hora tiene uno la cabeza como una olla de grillos y busca aspirina.

Bien se le alcanza a este comentador que las observaciones del cronista de Atenas son de las más corrientes; pero le ha retenido la atención la manera de presentarlas, y aun cuando no sea ella demasiado original. Y ha visto en ellas el reflejo de la especial democracia ática, que no parece haber cambiado desde que Aristófanes la puso en solfa en sus inmortales comedias políticas y desde que, mucho después, el autor de los Hechos de los Apóstoles escribió su caracterización de ella. Sólo que aquella democracia ática, la que describió el gran comediógrafo en su obra Las Nubes, sátira contra Sócrates, el que andaba azuzando y hostigando la inquieta curiosidad de sus paisanos, acabó por condenar a muerte al heroico partero, que así, partero, se llamó él. Y es que a muchos les resultó abortador y no pocos temieron perder la razón con sus abortamientos. Y siglos después persiguieron a Saulo de Tarso, al Apóstol Pablo, que se dedicó también a azuzarlos, hostigarlos y hurgarlos en las entrañas. Y es que las disquisiciones socráticas del Fedón platónico y las disquisiciones paulinianas de la Epístola a los Romanos no son apropósito para cimentar en firme suelo la opinión publica de los periódicos andantes, de los ciudadanos políticos.

¿Opinión pública? ¿Y qué es ello? ¿Es que a los diarios se les puede llamar órganos de la opinión? Y, por otra parte, ¿qué necesita más el pueblo, que le informen o que le remezan y sacudan el espíritu? ¿Y qué diferencia va de opinión pública a espíritu público?

Y hétenos aquí que se nos atraviesa otro anfibológico concepto cual es el de la objetividad. “Voy a hacer un relato objetivo” —oímos— y otras frases por el estilo. Pero esto de la objetividad, como lo de la convicción y lo de la conciencia —la conciencia mental, no la moral, la que se opone a la inconciencia y no a la mala conciencia o mala fe— son algo que merece un examen algo más detenido. Como lo de la verdad oficial. Por hoy no quería, si no apuntando unas observaciones del Fortunio ático, indicar la suerte que corrieron Sócrates y San Pablo entre periódicos andantes que vivían de discutir y alterar en la plaza pública, como hoy en los cafés, pero que se detenían ante los problemas esenciales de la vida.

Y conste, antes de cerrar este comentario, que no menciono con desdén a los cafés, pues el café ha sido, y sigue siendo, la verdadera Universidad Popular española, y que en él ha vivido el eterno ingenio español, dejando, dígase lo que se diga, una tradición oral que es la base de nuestra cultura.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Las ánimas en pena

Ahora (Madrid), 18 de marzo de 1933

Uno de esos extranjeros que acuden ahora, casi siempre sin la debida preparación, a nuestra actual España a investigar lo que llaman el caso español —puesto, ¡ay!, de moda— me preguntaba si es que se observa aquí alguna reacción espiritualista. No supe bien qué responderle. Primero, porque reacción supone acción, y no sé a qué acción anti-espiritualista o materialista podría referirse. Y segundo, porque no le entendí bien lo de espiritualismo. Aunque me pareció sobrentender que no quería decir precisamente reacción religiosa católica, ni siquiera cristiana, ni aun deísta, sino ese vago sentimiento a que por ahí fuera, sobre todo en Francia, se le ha solido dar el nombre de espiritualismo. Que no es exactamente lo mismo que idealismo. Idea y espíritu son dos cosas.

Pensé luego que lo que se suele llamar, mejor o peor, el realismo religioso español, en íntimo enlace con nuestro tan mentado individualismo, es algo que es muy difícil discernir si es materialismo o es espiritualismo, como no sea ambas cosas, la fe oscura—el anhelo más bien—de un espíritu material. El anhelo de la resurrección de la carne y la vida perdurable, sea lo que fuere de Dios. Anhelo que se refleja en España, sobre todo en ciertas regiones, en el culto a las ánimas, a las benditas ánimas, a los espíritus de nuestros muertos, que vagan a las veces por el aire de la noche en estantigua o en santa compaña. Y en lo que creen —o quieren creer, que es igual— hasta no pocos ateos profesionales.

Recordé luego, al oír a ese extranjero a la caza de nuestro caso, que muchas veces se le ha llamado espiritualismo al espiritismo, al de Alan Kardec y al de los médiums y veladores danzantes, espiritismo que ha tenido, y aun sigue teniendo, en nuestra España mucho más arraigo y extensión de lo que creen los distraídos, y al que ha seguido la teosofía. Y entonces caí en la cuenta de que las maravillas —y las maravillas (mirabilia) son milagros (miracula)— de la física moderna resucitan, sin que las gentes se den al pronto cabal cuenta de ello, una especie de fe en las ánimas, en las almas desencarnadas de nuestros muertos y aun de los ausentes.

¿Es que cuando uno oye por radio la voz, la misma voz, de un ausente que se halla a muchísimas leguas de distancia, no ha de sentir, subconcientemente, que el alma del que habla se halla allí fuera de su cuerpo? O al oír en un gramófono la voz querida de un querido difunto, ¿no ha de sentir, sépalo o no, queriéndolo o sin quererlo, la presencia espiritual, inmaterial, pero real, del alma desencarnada del ánima, que se reveló una vez en aquellas palabras conservadas por milagro físico? Y recuerdo haber oído contar a un amigo la impresión que le causó en casa de los huérfanos de un su amigo ya muerto ver a éstos, a los hijos, proyectar en un cine casero una película en que aparecía su difunto padre moviéndose, accionando, sonriendo como lo hizo en vida. ¿No es natural —y sobrenatural a la vez— que aquellos niños sintieran la presencia real del ánima de su padre? Por donde se viene a colegir que estos fenómenos artificiales —del arte de la física— producen efectos naturales en el espíritu análogos a los que se buscaba producir con la taumaturgia espiritista. La física moderna, al inmaterializar en cierto modo la materia dinamizándola, ha espiritualizado nuestros oscuros sentimientos. Y esto sin tener que acudir a las complicadas teorías, muy por sobre la comprensión del vulgo, de la física matemática moderna. Sólo aquello que en maravillas —milagros— de aplicación técnica llega al vulgo, basta para despertarle su fe, dormida, pero no muerta, en las ánimas, a que los antiguos llamaron manes.

Y a la vez, este nuevo espiritismo —espiritualismo si se quiere—, por lo común subconciente, suscita el sentimiento de la individualidad y del individualismo, de este eterno individualismo cuya decadencia pregonan pobres individuos que no saben verlo ni en sí mismos ni en los demás. Más de una vez he oído a algún carbonero del marxismo —quiero decir a alguno que profesa el credo marxista con fe implícita o de carbonero, disciplinaria, y sin conocerlo— repetir, por boca de carbonero, que el llamado materialismo histórico no es el materialismo filosófico, el que niega la existencia del alma que puede desencarnar y reencarnar, aunque se profese ambos o uno de ellos sólo. Y así es. Y a la par ese materialismo histórico ha conducido a una nueva religión, que podríamos llamar espiritista, ¿Pues qué es, más que un médium —y un icono consagrado—, el cadáver maquillado de Lenin? Y a la vez se refugian en el comunismo los pobres individuos, espíritus individuales, las pobres ánimas encarnadas que tratan de salvar su individualidad en la masa, que tratan de perpetuarla en la comunidad. Y no es un disparate ideológico ni mucho menos, no lo es, el que se hable de comunismo libertario o anarquista, ya que en la comunidad buscan los individuos asegurar y perpetuar su personalidad individual.

“¡La resurrección de los muertos y la vida perdurable!”, que decía nuestro tradicional espiritualismo realista y a lo material, el del culto a las ánimas. A las de los antepasados ya muertos, pero también a las de los venideros, de los por nacer, pues hay un culto a la posteridad. Y en este culto que empieza a florecer en las masas, que, como las de los primeros cristianos, creen el próximo advenimiento, ya que no del Reino de Dios, de la República del Hombre, ¿no habrá, acaso, el oscuro presentimiento de resucitar en esos venideros, en esos por nacer, y resucitar en ellos con presencia conciente y real y perdurar luego? Ciego ha de ser el que, en lo más íntimo de las oscuras creencias, de la fe casi mística de los individuos personales que componen estas muchedumbres esperanzadas en un nuevo milenio, no vea la misma raigambre, exactamente la misma, que mantuvo y alimentó la rica floración del espiritualismo realista —y casi materialista— popular español de antaño, y ello aunque esos individuos se crean ateos. Y luego, la dogmática, la canónica, la liturgia y hasta la clerecía laicas. Y el mismo horror instintivo al escepticismo, a la dialéctica, al libre examen y, sobre todo, a lo que llaman pesimismo, especialísimamente anatematizado en la Rusia soviética.

¡Pobres y nobles ánimas de incrédulos creyentes! ¡Pobres ánimas en pena! ¡Pobres ánimas, que no logran apagar la revolución íntima, la de las conciencias individuales; que no logran acallarla con las asonadas de masa! ¡Pobres almas, que sufren, sin saberlo ni quererlo de ordinario, la terrible lucha entre la idea y el espíritu, entre el credo y el anhelo! Y... todo el que se proponga hacer la dicha —la emancipación— del pueblo, proletario o no, tiene el deber de engañarle, sin que importe que se lo confiese así, pues el pueblo —de ánimas en pena—creerá en el engaño y no en la confesión de éste. Mundus vult decipi, el mundo quiere ser engañado.

martes, 26 de septiembre de 2017

Prosa en román paladino

Ahora (Madrid), 14 de marzo de 1933

Alguna vez se me ha preguntado el porqué de que cuando cito versos en estos mis Comentarios lo hago poniéndolos en línea seguida, como la prosa, y sin más que un pequeño guión entre verso y verso. Y debería ponerlos sin esos guioncitos*, sobre todo si son versos libres —esto es, sin consonantes ni asonantes— que en poco o nada se distinguen de la prosa ritmoide. Y ello para que se aprenda a leerlos, es decir, a decirlos y no a recitarlos y menos a declamarlos acompasadamente. Es el modo de darse cuenta de la íntima armonía, del ritmo del lenguaje que lo es de pensamiento y por lo tanto de sentimiento.

Aprender a leer es aprender a hablar y aprender a hablarse. El que acierte a enseñar a hablar, a que el oyente se hable a sí mismo de manera que se oiga y entienda bien, acierta a enseñar a pensar, a que el lector aprenda a dialogar consigo mismo —que es aprendizaje de dialéctica— y enseña a sentir, a sentirse. Que se siente con el ritmo y tono y tenor del lenguaje y hay que educar así al sentimiento para que no recaiga en resentimiento.

“Quiero fer una prosa en román paladino” —empezaba Berceo uno de sus poemas, en verso, ¡claro está! O en prosa rítmica, y en su caso aconsonantada. Prosa con número, que se decía antaño. Lo que da duración e intensidad. Una cantidad que es calidad, una forma que es fondo, un continente que es contenido. Y así se libra de esclerosis a la idea. Pues que el fondo de ésta está en su forma; su verdadero hondón es su sobrehaz. Lo que lijeramente suele motejarse de superficialidad es no pocas veces fundamentalidad.

Y en cuanto al pensar al día, acaso al momento, es, cuando de veras se piensa, obra de duración. Lo que se hace de un respiro, de una respiración, es lo verdaderamente inspirado; lo cotidiano es lo secular, lo de momento es lo eterno, cuando se halla la forma y se la recibe. Hay que escribir no para salir del paso si no para entrar en la queda. Mas esto puede y suele ser muchas veces obra de improvisación. Y más en España, tierra de improvisadores. Cabe escribir periódicamente, en periodista —analista a diarista según el período— para siempre, como dijo Tucídides que escribía su Historia de la guerra del Peloponeso. ¡Para siempre!

Mas el escribir para siempre no supone que se remolonee y como que se encarnice uno en escribir. No es buen consejo aquel de Horacio de guardar mucho tiempo un borrador, y sacarlo de vez en vez para pulirlo y repulirlo y tener que borrar las trazas del pulimento. Es lo que hacía, entre otros, Flaubert y así resulta que lo más vivo, lo más inspirado, lo más duradero y en el más hondo sentido lo más acabado de su obra sea su correspondencia escrita a vuela pluma como suele decirse. ¡Y qué vuelo! Vuelo de alas sin lima. Y es que en ella Flaubert habla, corazón a corazón y seso a seso —y también mano a mano— habla con la pluma con un hombre —o mujer— de corazón y de seso, de carne, sangre y hueso, y no con un público, habla a un lector, a un hombre. Y viniendo a nuestra España ahí tenemos a Santa Teresa que propiamente hablaba con la pluma —y pluma de ave, no de acero— de corazón a corazón también. ¡Genial improvisadora! Y cuando durante la guerra de secesión de los Estados Unidos de la América del Norte se fue a celebrar aquel gran funeral de Gettysburg, se le indicó a Abraham Lincoln, presidente de la República entonces, que debía decir unas palabras y en el tren mismo, en un papel, improvisó con lápiz un breve discurso —no pasa de diez minutos su lectura— que durará cuanto dure la lengua inglesa, duro y trasparente como un diamante, y de una excelsa religiosidad civil. O civilidad religiosa. Un discurso que les canta en las entrañas a todos los americanos.

No he de volver, amigo lector, a comentar —lo hice en un libro— el discurso de Don Quijote a los cabreros con que les llenó de lumbre el corazón, y no por los conceptos si no por la música de estos, cabreros que habían oído cantar el Credo latino litúrgico. Y más arriba, mucho más arriba, la autoridad del Cristo no provino de dogmas que decretara —dogma quiere decir decreto— si no de verbo vivo encarnado en metáforas, parábolas y paradojas que tanto abundan en los Evangelios donde no se encuentra un sólo silogismo. Lo que no quiere decir que no quepa hondura de armonía y de duración en razonamientos conceptuales dialécticos como los de San Pablo en sus Epístolas. Epístolas, esto es cartas, escritas —mejor dictadas, pues él, flaco de vista, las dictaba— al volar de la caña.

Ve aquí porqué, lector, los que comentamos periódicamente los sucesos del día pero buscando en ellos los hechos, en lo que sucede y pasa lo que se hace y queda; los que debemos aspirar no a salir del paso si no a entrar en la queda y a dejar dicho algo para siempre hemos de cuidar ante todo y sobre todo lo que se llama forma y es el verdadero fondo. Acabar un discurso con un ritual —ahora se usa poco, afortunadamente— “he dicho” es acabarlo con una vaciedad, pero otra cosa sería acabarlo con un “queda dicho”. “He dicho”, yo, ¿qué importancia tiene? En cambio “queda dicho” él, el discurso, queda la obra y a poder ser para siempre, esto es todo. Y al escribir hay que hacerlo para que quede escrito. “¡Lo que he escrito escrito queda!” dijo Pilatos y así es y no sólo fue. Y ojalá, lector, te quede este comentario en la memoria.

* En esta edición, sustituimos en estos casos los guiones por las tradicionales / .

lunes, 25 de septiembre de 2017

Consumo y limosna

La Rioja (Logroño), 13 de marzo de 1933

He recibido una especie de circular en que se dice que hay en España “aproximadamente doscientas mil familias que viven de la industria de sombreros que a pasos agigantados van sumiéndose en la miseria.” Después de exponer la crisis de esa industria, la de las fábricas de cintería exclusiva para sombreros, las de badana, las de cajas de cartón para embalajes, las de cortadurías de pelo de conejo y liebres, etc., se acaba en la circular por recomendar el uso del sombrero. Del que yo, por mi parte, apenas uso. En la circular hay este párrafo: “Si es funcionario del Estado no ignora que éste nutre sus ingresos con las aportaciones de las actividades del país, y que si éstas mueren, el Estado empobrece y las consecuencias recaerán en sus servidores.

Así, como apenas uso sombrero, no uso corbata, no fumo ni he fumado nunca— y no bebo vino, estoy esperando circulares invitándome a usar corbata para que prospere la industria de corbatería, a fumar, para que la Tabacalera rinda ingresos al Estado y puedan vivir las cigarreras, y otra a que beba para ayudar a la industria vitivinícola. Aunque a este último respecto me comprometo a consumir en uva fresca o en pasa, la parte que me corresponda de la producción vitícola española.

Después he asistido a una reunión de escritores y editores para ver el modo de promover la lectura de libros de toda especie con el objeto de que puedan sostenerse mejor autores, editores, impresores y libreros.

Y aquí se nos presenta la permanente cuestión de la relación entre la producción y el consumo, y si la crisis es crisis de producción, debida al exceso de ésta, o es crisis de consumo, debida a la restricción de éste. Todo se reduce a si se ha de producir para responder al consumo o se ha de consumir para responder a la producción. A una producción presa de un terrible engranaje Ford. A una producción que se ve forzada a crear necesidades. Y que más de una vez ha llevado a buscarse mercados a cañonazos, obligando a pobres pueblos sencillos y sobrios a crearse necesidades para satisfacer a los que se dedican a satisfacerlas. A obligarle, por ejemplo, a que gaste reloj aquel a quien maldito lo que le importa la hora que es.

Relacionado con esto, y sobre todo después de la Gran Guerra, se está predicando contra el ahorro y propugnando la mayor extensión posible del consumo y sólo para que se ocupen los que hayan de subvenir con su producción o con su servicio a ese consumo. Que es otra forma de lo de dar trabajo a los parados, aunque no haya necesidad de ese trabajo. Y así cesa el ahorro de controlar la producción, controlando el consumo.

El paro de esos millones de parados que hay en todo el mundo se debe —esto lo saben todos— a que con el progreso técnico se subviene el consumo con el trabajo de muchos menos número de trabajadores, y así aumenta el que Carlos Marx llamó el ejército de reserva del proletariado.

Dar trabajo. ¿Y si no le hay? Sí, es consabido, que vayan unos obreros desencanchando unas calles para que luego las vuelvan a encanchar y queden así peor que estaban; mas, entre tanto, esos obreros, que no pedían limosna sino trabajo, hayan cobrado sus jornales por rendir un trabajo perfectamente inútil si es que no pernicioso. O que se me obligue a comprar dos o más sombreros cada año, con su cinta y su badana, de piel de conejo o de liebre, aunque no me lo ponga ni una sola vez. O que se me obligue a comprar un libro que no he de leer y a condición de que no lo preste a otro sino que lo almacene en mi librería o lo deshaga para hacer de sus hojas cualquier otro servicio que el de leerlos. Valdría más, francamente, que se nos impusiera a todos los que ganamos salario o tenemos alguna renta, un impuesto para con él sostener a los que hayan quedado parados porque se consumen menos sombreros, menos cigarros, menos vino y menos libros. Que el ejército activo de los productores que basta a satisfacer con sus productos o con sus servicios las necesidades del consumo libre y natural esté sometido a una contribución para sostener al consabido ejército de reserva. Que es, en rigor, lo que pasa. Mucho mejor tener que pagar esa contribución —por fuerte que sea— que es de estricta justicia, que tener que someterse a un consumo forzado que pronto degenera en vicio.

En el fondo, es la vieja cuestión de la limosna. “¡Yo no pido limosna, pido trabajo!”, dice un parado; pero, sabiendo que el trabajo que se le habría de dar no sería sino un pretexto para dar una limosna. Y ello procede del sentido que ha tomado la limosna, como algo de gracia y no de justicia. Por lo cual se explica uno —yo al menos me lo explico muy bien— que haya quien diga: “Prefiero hurtar a no pedir limosna.” Ya que el pedir limosna suele ser muchas veces un modo disfrazado de hurto, y, si se quiere, de estafa. El pordiosero suele ser un chantajista. Toma el nombre de Dios para hacer chantaje.

Esta terrible crisis no debe concluir sometiendo el consumo a la producción, destruyendo el ahorro, embruteciéndonos —así, embruteciéndonos— en una triste civilización en que el utensilio no es la proyección del hombre, sino éste del utensilio, en que la máquina se adueña del obrero y le hace su esclavo como en aquel agorero libro de Butler: Erewhon. Lo moral y lo económico —y desde luego lo político— es predicar hoy a las gentes sobriedad y parquedad y espíritu de ahorro,  y si no sienten necesidad ni apetencia de usar sombrero, de fumar, de beber vino o de leer libros, que tengan que contribuir con su ahorro a que vivan vida decente los que se queden sin trabajo por merma de la producción de esos artículos. ¿Que esto sería una limosna? En el viejo sentido corriente no, no y no.

Y de hecho es lo que empieza a suceder. Cuando he dicho que esta sedicente república de trabajadores de todas clases está en camino de hacerse una república de funcionarios, no he querido decir otra cosa. Los sin trabajo acaban por hacer funcionarios de todas clases. Y esto es mejor que pretender que consumamos aquello cuyo consumo no nos apetece y acaso nos daña.

domingo, 24 de septiembre de 2017

La Cibeles en Carnaval

Ahora (Madrid), 4 de marzo de 1933

“Todo el año es Carnaval”, decía Larra, el suicida, hace un siglo, en revolución —o guerra civil, que es igual— española. Todo el siglo ha sido carnaval y sigue siéndolo, podríamos añadir. ¿Y es que lo que se suele llamar revolución, sarta de motines y de pesadas bromas legislativas y ejecutivas, no es también algo carnavalesco? Dícese otras veces que el carnaval, sobre todo el callejero, el del consabido hombre de la calle, agoniza y es porque le devora el otro carnaval. En ambos un holgorio forzado, de disfraz, pirueta y tunantería, o sea pedigüeñería. Y ahora serpentinas de papel en uno y en otro. Y el imaginarse que por romper, siquiera en apariencia, la continuidad cotidiana de la costumbre con una pequeña y periódica revolucionzuela se intensifica la vida pública y se la renueva. En tanto los actores, los revolucionarios, con sus máscaras se aburren soberanamente de jugar a la soberanía popular. Y al cabo en uno y otro carnaval llega el miércoles de ceniza, se quedan por el suelo, entre polvo o fango, no hojarasca ni flores marchitas —nada de batallas de flores— sino papelitos más o menos constitucionales y escurriduras del paso de las comparsas, y acuérdase el hombre de su casa de que es polvo, y a poco que llueva o se desangre, fango.

En todo lo cual íbamos pensando al dar a la salida —o entrada— del coso carnavalesco del Madrid de hoy. Recoletos y el paseo de la Castellana, con Su Serenidad Cibeles, Madre de los Dioses mayores, que se alza, sentada en su carro, sobre un pequeño estanque en que se refleja. La Cibeles, Eulogio Florentino Sanz en aquella su Epístola a Pedro que escribió en Berlín— era en el ocaso ya del romanticismo—decía lo de que: “Lejos de mi Madrid, la villa y corte, / ni de ella falto yo porque esté lejos, / ni hay piedra allí que no me importe; / pues sueña con la patria a los reflejos / de su distante sol, el desterrado / como en su niñez sueñan los viejos. / Ver quisiera un momento, y a tu lado / cual por ese aire azul nuestra Cibeles / en carroza triunfal rompe hacia el Prado...” ¡El aire azul de Madrid!

Mirábamos romper no hacia el Prado como antaño si no hacia el centro de Madrid, hacia la Puerta del Sol a esa serenísima matrona marmórea arrebozada en aire azul y soleado. De su carroza con sus ruedas solares, hacen como que tiran dos leones antropomórficos distraídos, que como si se vieran desdeñosamente y con una mueca carnavalesca ¿Estarían desdeñando al carnaval del año y al del siglo? De seguro que a aquellos otros leones, estos de bronce, que no uncidos a carro —ni al del Estado— hacen guardia, apoyándose en unas bombas, en la escalinata del Congreso de los Diputados de la nación. Más de carnaval los de bronce que los de mármol. La frente marmórea de Su Serenidad Cibeles, coronada, brilla al aire azul de Madrid. Y nos habla de sosiego y de cotidianidad. Yendo encarados a la Madre de los Dioses, por el palacio de Buenavista —hoy Ministerio del Ejército— le hace fondo a la mítica matrona la Puerta de Alcalá, siempre abierta al aire azul; allá, a la distancia, el Apolo y el Neptuno y villa adentro el Ministerio de Hacienda, cinco monumentos de sosiego, de ponderación, de ritmo sereno. Y luego, en torno, todas esas nuevas termiteras de traza babilónica o... neoyorquina, esos edificios carnavalescos que se retuercen en contorsiones barrocas o se estiran en tiesuras cúbicas. Son dos épocas. ¿Dos revoluciones? No; la Cibeles, el Neptuno, la Puerta de Alcalá, el Ministerio de Hacienda no nos hablan de revolución, como no sea la íntima, la entrañada, la silenciosa, sin ruido de comparsas ni de tunas, que simboliza Rousseau y no Robespierre. La revolución individual. Y el mármol de esas mitológicas estatuas es italiano y nos habla de Italia —de la Italia napolitana de Carlos III— en esta tierra de granito y de arenisca. (Arenisca es arisca.) Y de madera de imaginería que luego se pinta y se enmascara.

Como el poeta Eulogio Florentino Sanz, el hombre de las calles de Madrid, poeta también, ve a cada paso y la ve aun sin mirarla, a Su Serenidad Cibeles rompiendo el aire azul y recojiéndolo, y cuajándolo en blancura marmórea y esa visión le va calando en el hondón del ánimo y serenándoselo. Va unida a sus oscuras sensaciones cotidianas; va entretejida con sus afectos de costumbre; es parte de la continuidad de su espíritu que no hay carnaval ni revolución que puedan quebrarla. ¿Literatura? Al hombre de la calle, al verdadero hombre de la verdadera calle, esas visiones mitológicas, mejor o peor traducidas, le llenan, sin que él de ello se dé cuenta, de literatura la mollera. Le dicen más que la retórica jacobina de los mítines. ¡Dice tanto al sol el mármol!

Recordamos haber oído hace unos años de un pobre hombre de la calle que se echó a ese estanque y trepó a la carroza de Su Serenidad, sin miedo a los leones, para ir a abrazarla. ¿Embriaguez? Quién sabe... ¿Y embriagado, de qué? Más embriagado —y de peor tósigo— el que últimamente, cuando lo de la quema revolucionaria de los conventos, le rompió una mano a esa misma Cibeles. El pobrete quería romper la mano que lleva las riendas de la historia cotidiana, de la cotidianidad, de la costumbre, la que enfrena a los leones del instinto salvaje, la que guía la serenidad. En aquel estallido carnavalesco que fue lo de las quemas aquellas, cuando unos aburridos chicos —que no hombres— de la calle se disfrazaron de pobres diablos revolucionarios, hubo quien sintió toda la tontería —peor que barbarie— del acto. Disfrazados de pobres diablos revolucionarios se decían: “Y bien, esto de la república, de la revolución, ¿qué viene a ser?” Y como los otros se estaban tan tranquilos, como no parecían temer nada, había que sacarlos de sí, provocarlos, amedrentarlos. Y poco después los que empezaron por querer hacerse temibles, a fuerza de pretender amedrentar acabaron amedrentándose a sí mismos y de aquí a ver en torno peligros y acechanzas y a atemorizar con su temor. Y entonces se dijo: “¡Hay que hacer de veras la revolución que pide el pueblo!” Y a ver si se enteraban de lo que pedía el pueblo callado. Y la tan sonada revolución callejera se estancó en el Parlamento, revolución parlamentaria y papelera, de papel de serpentinas, de debates de carnaval, mascarada y tunos. Y nada de batallas de flores ni de frutos.

Su Serenidad Cibeles, Madre de los Dioses, sabe que no hay que temer a las tempestades del estanque que se tiende a sus pies, bajo su carroza; sabe lo que es la costumbre cotidiana; sabe que sobre el alma del hombre de la calle resbala la retórica jacobina como sobre ella el agua de la lluvia cuando el cielo se nubla y el aire se pone pardo. Y sabe que este maravilloso aire azul de Madrid le llena a su pueblo el ánimo de airosidad y de azulez. Pueblo airoso y azul, color de cielo, no negro, ni rojo, ni blanco, ni gualdo, ni menos morado; pueblo que ni se enmascara ni carnavalea. Y que se conserva sereno, airoso y azul de cielo mientras pasa la comparsa.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Libertad y justicia

Ahora (Madrid), 28 de febrero de 1933

Otra vez. El artículo 1.° de la actual Constitución... ¿vigente? ¡No! sino yacente, dice con una noble candidez que “España es una República democrática de trabajadores de todas clases que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia.” Primero se redactó en seco “de trabajadores”, sin lo de las clases, mas eso pareció a algunos que se tomaría fuera de España como declaración de una especie de bolchevismo, aunque la verdad es que ello no declara nada ni pasa de ser una expresión de las que llaman platónicas los que maldita la idea que de Platón tienen. En rigor eso no es nada ni concreto ni claro. Pero luego se le agregó lo de “de todas clases”, con lo que se quedó más en el aire todavía. No se sabe si somos trabajadores de todas las llamadas clases sociales o de toda clase de trabajos. Y, por otra parte, ni nadie que sepamos ha definido, en política se entiende, lo que es trabajador ni lo que es trabajo. En física, sí. Pero en ese ingenuo artículo parece tener esa categoría algo de metafísico o, si se quiere, metapolítico. Como no sea de místico.

Un pragmatista norteamericano —no sé si fue el mismo William James— decía que si alguien afirmaba su fe en que hay habitantes en Saturno, le preguntaría qué es lo que hacía o qué es lo que dejaba de hacer en virtud de esa fe, que no haría o no dejaría de hacer de no tenerla, y que si contestaba que nada, le replicaría que eso no es creer cosa alguna. Y así podemos decir que de esa solemne declaración de que los que formamos la República Española somos trabajadores de todas clases nada pragmático se deduce, pues no se sabe que nadie haya pensado en negar la ciudadanía española a los que él estime que no son trabajadores ni a nadie se le ha ocurrido clasificarnos.

Pero es que cuando se entra en un régimen que nadie sabe a ciencia cierta lo que va a ser, cuando no hay, como no había aquí al reunirse las Constituyentes, una ideología republicana bien definida, concreta y clara, hay que acudir a esos tópicos sonoros y hasta se suele caer en lo que podríamos llamar la mística republicana, melliza de la monárquica. Y se cae en la logomaquia de la consustancialidad, de la accidentalidad, de la integralidad, de lo soberanía y otras así. Y con ese fervor místico se forjan una porción de fórmulas que llevan a credos dogmáticos sin verdadero contenido doctrinal. Fórmulas buenas acaso para campañas electorales en las que en general ni el que habla sabe bien lo que dice ni el que oye sabe bien lo que oye, sino que se trata de caldear los ánimos con fuego pero sin luz. Calefacción eléctrica —electrizar al auditorio— a oscuras.

Y luego no es el Credo el que hace la Iglesia, como no es el programa el que hace el partido, sino que es la Iglesia la que hace el Credo —y lo deshace— y es el partido el que hace y deshace el programa. Y se pone la disciplina por encima de la fe. Y esto suele ser porque no es tal fe.

Sabemos que se nos dirá que este modo de hacer crítica, de dialectizar —que es dialogar— de jugar con las ideas —que es el más noble, el más fecundo y el más humano, más bien divino, de los juegos— procede de anarquía mental. Pero los que tenemos mentalidad herética —en el primitivo y originario sentido de este término— nos vemos, gracias a ello, libres de llegar a contraer la ideosclerosis que es una terrible enfermedad mental. Sin que las ideas del ideosclerótico —por otro nombre jacobino— sean por eso ni más fijas, ni más claras, ni más ricas que las ideas fluidas, movedizas y evolutivas del herético fundamental.

Los dogmas ideoscleróticos podrán servir para organizar o disciplinar —mejor, para aborregar— masas, pero no sirven para dirigir hombres. Los hombres que forman una masa, y hasta lo más macizos de esos hombres, se rebelan contra la dogmática cuando se sienten hombres y no cachos de muchedumbre. Y un pueblo, un verdadero pueblo, se hace de hombres y no de masas.

Y ahora unas palabras respecto a lo del régimen de Libertad y de Justicia.

Cuando se proclama que no hay libertad fuera del Estado se está muy cerca de ir a caer en un régimen de no libertad o de incesantes excepciones y restricciones a ella. Y en cuanto a la justicia, vamos oyendo repetir y cada vez con más frecuencia aquella sentencia —sentencia de muerte para la libertad— atribuida a Goethe de que es preferible la injusticia al desorden, reservándose —¡claro está!— el definir el orden los que adoptan esa sentencia. Y bien sabido es lo que se entiende por orden en esta nuestra época de Internacional policíaca —la más terrible de las Internacionales— y en que casi todos los pueblos van yendo a caer o en fajismo o en el sovietismo —que no es igual que comunismo— y que son en rigor una sola y misma cosa. Y por eso se dice que el viejo —el eterno— concepto de libertad, el rousseauniano, el del liberalismo, está en decadencia. Lo cual, por otra parte, equivale a decir que está en decadencia el sentido de la Justicia. Con eso de la eficacia... Es el triunfo de Maquiavelo. O, como diría Croce, el triunfo de la economía —en el sentido crociano— sobre la ética. “Salus populi suprema lex esto”. Y se arroga el definir lo que sea la salud —la salvación mejor— del pueblo una Convención de ideoscleróticos. Recordemos aquello de la gran Revolución, la francesa de fines del XVIII, que vivió dominada por el terror, soñando enemigos en todas partes, forjando fantasmas.

Y luego lo de la “revolución” y la “renovación” y “cosas mandadas ya recojer” y “viejo estilo”, y “procedimientos que pasaron” y otras candideces por el estilo —que no es estilo, ni viejo ni nuevo— de la de los “de todas clases”. Mas en fin, no es malo, para consuelo, empeñarse en creer que estamos inaugurando una nueva era. Hay que creer en algo.

Mientras tanto los herejes, los de la Libertad y la Justicia, los que preferimos la anarquía mental a la ideosclerosis y ponemos la ética sobre la economía esperamos... en la esperanza.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Cuño al canto

Ahora (Madrid), 23 de febrero de 1933

Querido amigo Marañón: Leída su Réplica al filo o canto* que desde aquí —el 15-II— dirigió usted a mi comentario Envés, revés y canto, a usted dirigido —el 8-II—, siento la necesidad de comentarla. Y un poco de sesgo, o sea de canto. Usted supone que el canto no tiene cuño, siguiéndome en esto, pues yo afirmé en mi comentario que “éste, el canto o filo, no suele tener cuño”. Pero un amigo me ha sacado de mi error mostrándome, con un caso concreto, que hay cantos con cuño. Ni sospechaba yo que pudiese ofrecer tantas sugestiones —ahora, sugerencias— la numismática con que solaza su ocio Víctor Manuel III, este pobre Saboya, rey holgazán rendido al Duce. Y precisamente de numismática y de Saboya se trata.

Ese buen amigo me ha hecho notar, en efecto, que en el canto de los duros de nuestro Amadeo I viene acuñado esto: “Justicia y Libertad”. En la cara de las piezas de plata —“ley, 900 milésimas; 40 piezas en kilog.”, como en ellas reza— de 1871 está la efigie, de perfil, de Amadeo I, rey de España, y en el escudo de ésta, la cruz. Y si aquélla es cara, la del rey de Prim y de los liberales que hicieron la revolución, la Gloriosa, de 1868, su revés sí que es cruz, pues cruz hay en él. En los duros borbónicos posteriores, los de Alfonso XII y Alfonso XIII, hay a la vuelta, al revés de las caras de estos Borbones, un escudo de España, pero sin cruz bien visible alguna; y en el centro de él figura una flor de lis. Mientras que en el escudo de España de las monedas de Amadeo, el Saboya, en el centro, entre los blasones de Castilla, León, Aragón-Cataluña, Navarra y Granada, figura una cruz, la cruz del blasón de Saboya.

Fue, pues, en las monedas de aquel a quien se le motejaba por entonces, en 1871, de hijo del carcelero del Papa, en las que aparecerá la cruz. Para que luego, corriendo los años, el sucesor de Pío IX —“prisionero de sí mismo”, que le dijo Carducci—, Pío XI, se conchabara con el nieto del carcelero, con Víctor Manuel III —tercero el Duce—, y se dejara dorar la cárcel —o jaula—, fajistizar —y a la vez fajar— a la Iglesia Romana sin catolizar, esto es, universalizar, al fajismo mediante el triste Concordato de Letrán de febrero de 1929. Concordato más suicida para la Iglesia Romana que pudo serlo el Concilio del Vaticano, el que se siguió al Syllabus, el de la infalibilidad papal. En este Concilio se rompió con el liberalismo, se le declaró la guerra santa, y en el Concordato de Letrán se ha sellado la alianza con el antiliberalismo, con el nacionalismo, con el fajismo, o sea con el anti-universalismo, con el anti-catolicismo. Los haces, los fajos lictorios —del italiano fascio viene nuestro “fajo”— han sustituido a las cruces. La Iglesia se ha rendido al Estado imperial romano. Y pagano.

¡Qué preñada de sentido está en el canto de los duros de aquel breve rey caballero y constitucional del liberalismo español de hace sesenta y dos años y qué bien hace con la cruz central del escudo de España aquella leyenda liberal de “Justicia y Libertad”! Nada de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, pues la Justicia abarca a estas dos últimas y aúna la Libertad, que es de justicia y no de gracia. Los otros decían: “Dios, Patria y Rey”. Pero la cruz del centro del escudo estaba por Dios, y la Justicia y la Libertad son Patria y son Ley, que es la que debe reinar. Por cierto que la Dictadura de 1923, de que usted, amigo Marañón, y yo fuimos víctimas —víctimas de sus leyes excepcionales, que no son leyes—, quiso, en inspiración fajista, menguadamente nacionalista —no nacional—, anti-universal, o sea anticatólica, adoptar un lema en que figurase ante todo la Patria, y no atreviéndose a anteponerla a Dios, cambió el lema tradicionalista, sustituyéndole por este otro: “Patria, Religión y Monarquía”. Puso la Patria por encima de la religión por no atreverse a sobreponerla a Dios, y en vez de Rey puso Monarquía, que es término abstracto y anfibológico, como el de República. Es que la Dictadura aquella maldito el fervor realista que sentía, aunque hubiese sido el instrumento de que tuvo que valerse la realeza para su merecido suicidio. Y tal vez creyera aquel Dictador que poner a Dios sobre la Patria es cosa de anarquismo, pues así lo creen otros.

¡“Justicia y Libertad”! Este fue el lema de la dinastía liberal, a la que trajo a España aquel romántico Prim con los suyos, con los liberales, y éste fue luego el lema de los republicanos liberales de la primera República española. Y ha pasado a ésta, pues en el artículo 1.° de su Constitución se dice “que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia”. ¡Lástima que vaya precedido de algo que sigo estimando que es una vaciedad! Uno de los mayores prohombres de aquella primera República española, procedente del amadeísmo, llamó La Justicia al órgano periódico que fundó, y en que colaboré alguna vez. Y nos solía hablar no de eficacia, sino de justicia. Y de justicia así, sin adjetivo; no de justicia republicana ni de justicia revolucionaria, sino de justicia pura y simple, de justicia sustantiva, sin adjetivos y sin excepciones. Sin excepciones, amigo Marañón, sin leyes excepcionales. Cuya mayor injusticia suele estar, más que en otra cosa, en la tontería con que se aplican. Que al tonto rigor tiene que seguir la tonta clemencia. Pero ya sabe usted, mi buen amigo, aquello que tanto repetí yo antaño, lo de Guillen de Castro: “Procure siempre acertarla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defenderla y no enmendarla.” Enmendar algo es flaqueza de los que acatan consejos.

Usted, amigo mío, parece creer en una renovación de fondo, en que hemos entrado en una nueva era. Pues yo le diré lo que aquel sastre remendón a quien, viéndole zurcir viejos retazos, le preguntó un transeúnte: “Maestro, ¿qué hay de nuevo?” Y el remendón contestó: “¿De nuevo?, ¡ni el hilo!” ¡Ni el hilo, querido Marañón, ni el hilo! No crea usted en camelos.

“La libertad nuestra, de la cual, en efecto, no volveremos ni usted ni yo a gozar.” Así me dice usted, querido amigo. Pero, ¿está seguro de ello? Pues yo, el escéptico, el pesimista, el anarquista, si usted quiere —no me duelen motes—, yo, que creo en la Justicia, creo en la Libertad. Y en cuanto a la mía, tengo que creer en ella, pues que la gozo. Gocé de ella en el destierro aquel y sigo de ella gozando. Y sirviendo con ella a mi patria en el servicio que la debo, y es el de proclamar la verdad frente a todos los embelecos programáticos. Y... ¡Dios sobre todo!



* Réplica al filo o canto

Ahora (Madrid), 15 de febrero de 1933.

Para don Miguel de Unamuno.

Permítame, querido don Miguel, una breve réplica a sus palabras admirables, publicadas en estas mismas columnas, acerca del canto o filo, el revés y el envés. Una réplica un tanto retrasada, porque vivo como un forzado, remando día y noche en galeras donde mi voluntad está presa. Pero no es nunca tarde para que, al fin, como un modesto Eriximaco, conteste a sus razones socráticas.

Yo estoy siempre dispuesto a dejarme convencer por cuanto usted dice, aun en esas ocasiones en que su actitud inesperada encrespa la mía de ciudadano de conducta sencilla y nada intelectual, aunque muchos me incluyan en el gremio, tan excelso como peligroso, de los intelectuales. A veces siento a contrapelo las cosas que usted escribe o pronuncia, y aunque no pienso en la cicuta, a que usted noblemente aspira, no dejo de encontrar, al pronto, algo justificado ese brebaje, amargo pero inofensivo, de simple acíbar, que quieren hacerle beber sus contradictores —hoy los de esta acera, ayer los de la de enfrente—, sorprendidos por el filo de sus razones.
Yo me contengo siempre, y me alegro después de haberme contenido, porque acabo indefectiblemente dándole la razón o, por lo menos, comprendiendo que tiene usted derecho a no tenerla. Pero eso del filo o canto de las ideas y su preferencia a la cara o cruz no me deja del todo tranquilo.

Toda mi vida es una pura duda sobre cuál será el anverso o el reverso de las cosas, y sobre si, después de averiguado, se debe preferir la cara o la cruz. La solución de usted es quedarse con el canto. Pero pienso que el canto no es, en realidad, casi nada: ambigüedad, cruz para la cara y cara para la cruz. Por el canto no se conoce nunca lo legítimo de lo falso, y apenas el oro del cobre, aun siendo verdadero. Con el canto se puede hender, tajar: pero no se trata de eso, sino de convertir un instrumento duro en un valor representativo y humano, el que da el cuño, ajeno a la materia bruta. El canto o filo que usted aconseja es como la espada, y ahora quisiéramos suprimirlas y cambiarlas por razones; no siempre, es cierto, verdaderas. En la misma moneda, el dinero de metal se sustituye por el de papel, pura representación, que puede también ser falso, pero que ya no tiene canto, ni lo tendrá jamás, en el sentido contundente.

¿Para qué el filo? Es preferible seguir buscando la verdad por el lado ancho, el que no sirve para tajar, sino para dudar. Que es, después de todo, a lo que usted nos ha enseñado: a dudar de cuanto hay, para no dejar de creer en nada, porque la fe de los que no dudan, el viento se la lleva, y ahora es tiempo de huracanes. Y en nada se nota el aire de tempestad como en esa duda inesperada y trágica, que nos tiene sobrecogidos, acerca de las cosas en que creíamos con mayor firmeza: como la libertad, por ejemplo. La libertad nuestra, de la cual, en efecto, no volveremos ni usted ni yo a gozar. Usted me arguye que seguirá defendiéndola y que se ríe de los que han perdido su fe en ella. Pero esto ¿qué es, sino seguridad en un cuño que usted cree legítimo y que tal vez no lo sea? Usted mismo añade, y con razón, que los cuños se borran o se cambian, y el que ahora se está borrando más aprisa es ese de nuestra libertad. La última que queda en el mundo es, a pesar de cuanto se dice, la de la España de ahora.

Algo que no es libertad ni juridicidad, sino disciplina arbitraria, y, a la larga, juridicidad nueva y libertad futura, se va extendiendo por las sociedades humanas. Y sólo las acuñadas así son las que resisten cuando todo cae a su alrededor. Eso mismo lo veremos aquí, y ya no veremos otra cosa, aunque construido sobre otros moldes y regido por hombres muy distintos de lo que se imaginan los eternos despistados. Contra esto, que se impone como una fatalidad cósmica, no hay canto o filo que valga. El problema está en saber, si puede saberse, si esto es el envés o el revés de la verdad. He aquí mi duda y mi tortura y la de muchos como yo. Pero también la raíz de nuestra fe, porque sólo se cree en aquello que nos interesa en lo profundo de las entrañas.

Esta duda universal, que ningún filo puede tajar, es la forma más honda de la revolución que usted, don Miguel, y también otros, niegan a todas horas. Ustedes, los del filo, siguen creyendo, a pesar de sus lecciones de duda, en sus ilusiones de siempre, y así no se enteran de que la tierra que pisamos hoy es ya distinta de la de ayer. Y usted, querido don Miguel, es quien más ha contribuido aquí en España, a removerla a fuerza del equívoco grandioso de su vida intachable, a fuerza de enseñarnos a buscar la verdad en el revés de nuestra fe, para acabar blandiendo una fe de filo, sin cuño, para no dudar, como la fe de los simples. Que acaso sea, como dijo quien decía las verdades eternas, la mejor de todas.

Y aquí terminan mis razones de aspirante a Eriximaco, aquel médico de arte y no de ciencia, que podía hablar con Sócrates y que tal vez curaba mejor que nosotros los de los laboratorios y la bioquímica. Y usted siga socarrándonos en las entendederas, con la certeza de que por mucho que nos irrite no pediremos su muerte a los tiranos —los de ahora son, además, usted lo sabe, tiranos de mentirijillas—, sino a Dios, y para usted, una vida centenaria y colmada de venturas.

Gregorio Marañón.

jueves, 21 de septiembre de 2017

El pecado de liberalismo

Ahora (Madrid), 17 de febrero de 1933

“¿Pero cómo —le decía yo a un conocido—se apunta usted ahora para católico, cuando sé que no cree usted ni en la divinidad de Cristo, ni en su resurrección de entre los muertos, ni en la de la carne y la vida perdurable, ni apenas en Dios?” “Es que ahora —me contestó— no se trata de eso, que son cavilaciones escolásticas que a pocos, como a usted, les importan; de lo que ahora se trata es de defender la libertad, la de conciencia, la de enseñanza, la de cultos; la libertad y la justicia.” “Muy bien —le repliqué—; mas para eso basta confesarse liberal, nada menos y nada más que liberal.”

Si fue, en efecto, un gravísimo mal para la Iglesia católica española el que cuando estando unida —mejor, sometida— al Estado, cuando aquella alianza del Altar y el Trono —tan funesta para el uno como para el otro— hubiera habido espíritus menguados que se fingieran creyentes y hasta comulgasen no más que para asegurarse en ciertos cargos, empieza a serle hoy otro mal gravísimo el que haya quienes por oposición liberal al Estado, por individualismo, se proclamen católicos sin sentirse tales y teniendo conciencia de que no lo son. Cuando unidos Estado e Iglesia se declaraban creyentes católicos los que eran incrédulos, sumisos al Estado hoy, ya separados aquéllos, decláranse católicos los adversarios, por oposición política, del actual Estado constitucional, y estas adhesiones políticas, no religiosas, a la Iglesia le son a ésta tan mortales como, en otro orden, esas conversiones literarias a lo Huysmans o a lo Papini. “La mística no es un género literario”, le decía yo antaño al gran don Marcelino. Ni se debe sostener el Credo del Catecismo por casticismo.

“El liberalismo es pecado", proclamó hacia 1884 don Félix Sardá y Salvany, presbítero, ¡y la que se armó! Ese aforismo lo hizo bandera la Compañía de Jesús. Y luego... Si la ley hace, según San Pablo, el pecado, bien puede decirse, retrucando, en legítima dialéctica pauliniana, el argumento que el pecado hace la ley. El pecado de liberalismo hizo la ley de libertad, que es la ley de justicia. Pero ahora a eso que se llama masa —¡y tan masa!— quieren hacerle creer que con libertad no hay defensa. ¿Defensa de qué?

“Fuera de la Iglesia no hay salvación”, se proclamaba, y ante esta enormidad, las almas libres, las de los liberales, las de los individualistas, las de los auténticamente herejes, huían de la Iglesia, y los que de ellos creían en algún Dios iban a encararse con Él a solas. “Fuera del Estado no hay libertad”, se proclama hoy, y esos mismos liberales tienen que huir del Estado, tienen que sentirse menoscabados en él. “El Estado lo es todo”, se gritaba hace poco en nuestras Cortes, y ante ese grito, todos los buenos liberales, todos los buenos individualistas —y por esto los buenos socialistas, aunque cualquier atolondrado tome esto a paradoja— se sienten fuera de ese Estado. Y sienten que la dogmática de la Constitución del Estado es tan inhumana —así, inhumana— como la dogmática del Catecismo de la Iglesia. ¿Religión del Estado? ¡No; religión del Estado, no! ¿Pero religión de Estado? Tampoco. Religión de Estado son fajismo y comunismo. No, ni la infalibilidad del Papa ni la de la masa. Cuando se oía, en una u otra versión, “la Iglesia lo es todo”, los liberales acudían contra la Iglesia y trataban de erigir un Estado libre —liberal—, y cuando se oye que el Estado lo es todo, esos mismos liberales deben acudir contra ese Estado totalitario y ayudar a que se erijan Iglesias libres, confesiones liberales. Es deber de humanidad.

¿Va a ser aquí libre la Iglesia? Ojalá. Pero ella no parece acertar en la defensa de su libertad. Ha repetido tanto lo de: “el que no está conmigo, contra mí está”, que de sí mismo dijo el Cristo (Mateo, ХП, 30), que ha olvidado lo otro de: “el que no esté contra nosotros, por nosotros está” (Marcos, IX, 40), del mismo Cristo, y la enorme diferencia que va del “contra mí” al “por nosotros”. Si la Iglesia católica española se percatara de esta diferencia, si se diese cuenta de que su salud está en el liberalismo, sentiría hondos remordimientos de aquella desatentada campaña jesuítica —y como jesuítica, suicida— con el lema de: “el liberalismo es pecado”. Y vendría a caer en la cuenta de que en ese pecado, que es el pecado de laicismo, de genuino laicismo religioso, está el porvenir de la misión que mientras tenga que durar, le está por la historia encomendada.

¿Laicismo? ¿Qué es esto que tanto cimbelean los jacobinos confusionarlos? “Laos” es pueblo, y “laicos”, popular. Pero si la clerecía no es el pueblo, tampoco lo es, sin más, la burocracia del Estado. El Estado no es, en efecto, el pueblo, ni lo oficial es lo popular. La enseñanza oficial, burocrática, de Estado, no es sólo por ello, y por buena que sea, laica, popular. Y esto aunque se proclame neutral, inconfesional, agnóstica, lo cual, a la larga, es en práctica imposible. Más laica, más popular es la enseñanza de una confesión cualquiera —cualquiera, ¿eh?— de una parte del pueblo que una comunidad de éste quiere que se les dé a sus hijos. “No —me decía un energúmeno—; nada de imponer, fíjese, de imponer a los hijos una enseñanza que luego han de dársela otros padres... espirituales; la enseñanza ha de ser gratuita, obligatoria e impuesta por el Estado.” “Por el vuestro —hube de replicarle— y por otros padres... intelectuales; por clérigos de Estado, no de Iglesia; por funcionarios civiles, no eclesiásticos. Eso no es tampoco laicismo.” Y no lo es. “No está demostrado científicamente que haya Dios” —prosiguió; y cuando pronuncia “ciencia” y “científico” se enjuaga antes la boca con esas palabras para él huecas—. Y hube de contestarle: “En efecto, no está demostrado, a mi entender, que haya Dios, ni ello es cosa de ciencia; pero tampoco está demostrado que no le haya.” Y como caí en la inocentada de querer desarrollarle el criterio dialéctico, anti-dogmatico, escéptico, investigativo, el pobre hombre me volvió la espalda mormojeando: “¡Bah! ¡Acomodos!” Y añadió el muy majadero no sé qué sandez en moda.

¡Pobres liberales del pecado! Los aborregados de un dogma y del otro, del eclesiástico y del estatal, los que temen a la libertad, los que no aciertan a vivir en la sociedad íntima, en la comunidad consuetudinaria, ni canónica, ni constitucional, en el pueblo formado por individuos que no se matriculan en partidos, nos declaran que la libertad del liberalismo se acabó ya. De ese glorioso liberalismo, santo pecado de humanidad, de ese liberalismo que fue la religión del humanismo, de la humana cultura. Cultura que no tiene que ver con la del famoso “Kulturkampf” en que tropezó Blamarck. Y sigue siéndolo, a pesar de todo lo demás.

Y dejemos lo peor, lo de los padres... naturales que sólo buscan que se les apruebe a los hijos, como sea, por la Iglesia o por el Estado. Para luego... el destinillo.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

La enfermedad de Flaubert

Ahora (Madrid), 14 de febrero de 1933

Sí, tiene usted razón, amigo mío, tiene usted mucha razón; es una terrible enfermedad. Y de la que no sabe uno cómo defenderse. La padeció aquel intelectual —modelo de intelectuales— que fue Gustavo Flaubert, el gran solitario, el inmortal creador del no menos inmortal M. Homais. (Y, entre paréntesis, ¿en qué partido se matricularía hoy este formidable... librepensador?) Y en un pasaje de su inacabada obra Bouvard y Pecuchet aludió Flaubert a esa terrible enfermedad cuando escribió que esos sus dos monigotes —¡y tan suyos!— contrajeron la lamentable —“pitoyable”— facultad de descubrir la mentecatez humana y no poder tolerarla. De todos los dolores del entendimiento, pues éste suele dolernos —¡y qué dolores los suyos!—, éste es el más insoportable. Más que el de la duda, más que el de no lograr la comprensión de algo. ¿Aunque no será, en el fondo, que el que sufre de esa enfermedad flaubertiana es porque no comprende la mentecatez, su verdadera razón de ser? ¿No es acaso falta de caridad, de amor al prójimo, de humanidad en fin? ¿No es inhumano que le duela a uno más una mentecatada, una simpleza que se le diga —una pregunta inepta, por ejemplo, que se le dirija—, que no una mala pasada que se le juegue?

Las veces, amigo mío, que me he detenido ante aquellas palabras de Jesús en su sermón de la montaña cuando dice: “Cualquiera que dijere a su hermano raca (un nadie) será culpado en concejo, y el que dijere: ¡fatuo!, será culpado de infierno del fuego.” No el que le llame bandido, o ladrón, o mentiroso, o traidor, o..., sino el que le llame mentecato, memo, bobo. No el que ponga en duda la sanidad de su conciencia moral o su buena fe y su lealtad, sino el que ponga en duda la entereza de su entendimiento, la sanidad de su seso. Terrible pasaje evangélico, ¿no es así?

Y luego empieza uno a pensar si eso de no descubrir más que las mentecatadas, las necedades de los prójimos no provendrá de una enfermedad de nuestra visión. No ver apenas más que eso... no ver... No ver, es decir: “invidere”, envidiar. Porque envidiar es no ver. ¿Y cómo se va a envidiar al mentecato?, me dirá usted, mi buen amigo. En una ocasión le decía yo a Maurois, el autor de la penetrantísima biografía de lord Byron, que acaso éste, el autor del formidable misterio Caín, fue un singular envidioso. Envidió a los que no le envidiaban; les envidió el que vivieran libres de envidia, que es otra terrible enfermedad del entendimiento. Y luego de haberle dicho eso a Maurois, no hace aún mucho, releyendo a Quevedo en la excelente edición de Astrana Marín, me encontré con esto de aquel gran calador de nuestro morbo nacional: “El hombre o ha de ser invidioso o invidiado, y los más son invidiados e invidiosos, y al que no fuere invidioso cuando no tenga otra cosa que le invidien le invidiarán el no serlo.” ¡Qué hondo! “Mira, ese que va ahí es... Fulano, el célebre...”, le decía un hombre de la calle a otro, y éste le contestó: “¿Y a mí qué?” Y como el Fulano aquel lo oyera sintió envidia de aquel hombre de la calle a quien no se le daba nada de él ni acaso le conocía. Esta envidia sentía lord Byron, esta envidia sentía acaso Gustavo Flaubert —¿no envidiaría a su Homais, que todo lo tenía resuelto con ramplonerías jacobinas?—, esta envidia sintió acaso nuestro Quevedo. Y hay otro sentimiento monstruoso —esto va usted a tomármelo a colmo de paradoja—, y es el que podríamos llamar de la autoenvidia, la de aquellos al parecer orgullosos que se pasan la vida envidiándose a sí mismos, no pudiéndose ver a sí mismos. Y este es acaso el infierno del fuego con que Jesús amenazaba al que llame mentecato a su hermano. ¡El amor propio!, sí, ¡el amor propio! Pero, ¿y el aborrecimiento propio? ¿Cuántos hay que se sonríen de los envenados tiros que se les dirigen porque ven que no ven los otros lo peor, lo más envenenado y venoso que guardan en sí?

Y en otro respecto recuerdo que yendo una vez con uno de los hombres más inteligentes y mejores que he conocido, como al pasar junto a un carnero le dijese “mírele la cabeza, la sesera, y mírele lo otro: el... sexo; aquélla no le sirve más que para topar, es el animal más estúpido que conozco, pero, en cambio, es capaz de cubrir en una noche no sé a cuántas ovejas...” Y mi amigo me respondió: “Quién fuera carnero... por lo uno y por lo otro.” Claro está que esto era un decir en aquel hombre, de altísima inteligencia y de ordenada conducta, pero… Y no quiero ahora repetirle aquella tan conocida anécdota de la conversación entre Emilio Castelar y José Luis Alvareda sobre que, según aquél, el donjuanear atrofia el seso, y según éste, el estudio atrofia lo otro. Sesera y sexera, si quiere usted.

Y después de todo esto vuelvo a lo de la terrible enfermedad que se le desarrolló a los pobres monigotes de Flaubert, o, mejor, a este mismo, pues ellos, Bouvard y Pecuchet, sí que eran mentecatos. Tanto, en su género, como Mr. Flomais en el suyo. ¡Qué tormento, amigo mío, qué tormento! ¡Este sí que es tormento. Si San Pablo exclamaba: “Miserable hombre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Sí, de no entender más que mentecatez, ramplonería, vulgaridad, frivolidad, muerte en fin.

Como mirándole a usted, amigo mío, con mis ojos sanos, libres de enfermedad, le veo sano, sé que no me preguntará en qué casilla meto a Flaubert, si lo tengo por derecha, de izquierda o de centro, si por creyente o por incrédulo, si por progresista o reaccionario. Sé que conoce usted a nuestro Flaubert —¿y cómo no?—, sé que recuerda aquel final de sus Tentaciones de San Antonio cuando el pobre trágico anacoreta quiere comer tierra, hacerse tierra y dice hallarse harto de la estupidez del Sol, “la bêtise du Soleil”. ¡Estupidez del Sol! Porque si es un acto de estupidez llamarle estúpido a un siglo, como a un río o a una montaña, no lo es ya llamarle al Sol. Y acaso la estupidez del Sol que a través de su San Antonio sentía Flaubert consista en que alumbra cuanto mira, y así no le ve las sombras. ¡Y él las tiene! ¿Pero es eso estupidez o qué?

¡Pobre Flaubert! ¡Pobre Sol!

martes, 19 de septiembre de 2017

Envés, revés y canto

Ahora (Madrid), 8 de febrero de 1933

A Gregorio Marañón.

Prosigamos, insistiendo, nuestra labor socrática. Y perdónesenos la petulancia, si es que la hay; pero los que hemos cargado a nuestra cuenta el gobernar la opinión pública desde fuera del Poder —ya que desde fuera de él se gobierna, y acaso mejor— hemos contraído responsabilidades. Y una de las mayores, la de hacer que la gente reflexione y no se entregue a supuestas revoluciones sin sondearlas con animo escudriñador.

En el capítulo XVI, epílogo a su obra Amiel, un estudio sobre la timidez, Marañón dice: “Porque como en otro lugar he dicho, una de las eficacias maravillosas del pensamiento está en que las gentes que no piensan nada por sí solas, pensando al revés de los que ya han pensado, se creen también en posesión de ideas originales. Y en ocasiones aciertan. Porque las ideas tienen una cara y un reverso, y es difícil averiguar —a veces hasta después de mucho tiempo— en cual de los dos está el cuño legítimo.” Detengámonos en esto un poco.

Primero: que nadie piensa nada por sí solo. El pensamiento, aun el del mayor solitario, es colectivo, es comunal. Hasta el cartujo encerrado en su celda se lleva a ella, para pensar, a su pueblo. Se lo lleva, ante todo, en el lenguaje con que piensa. Y así se llega a la verdad, que es aquello en que concordamos todos. ¿Todos, eh? Todos y no la mayoría. Y todos no en número, sino en calidad; la humanidad entera —“tota” y no “omnis”—. Entera, que por eso enterarse es llegar a la verdad humana.

Segundo: que pensando al revés de los que ya han pensado, se creen también en posesión de ideas originales. “Y en ocasiones aciertan”, añade Marañón. Y yo, que casi siempre. Porque, ¿qué es eso de originalidad? Las ideas más originales que he recibido es cuando alguien me ha devuelto, me ha rebotado, asimilada y transformada por él, alguna idea que le di yo. Por eso pudo decir Walt Whitman a los jóvenes que sus mejores cosas, las de él, de Whitman, las habían de decir ellos, los que le siguieran. Sólo que ni éstas ni las otras eran ni de Whitman ni de sus seguidores. Lo nuevo, lo original, es la expresión. Y ésta es, en el más hondo sentido espiritual, todo. El que acierta a expresar en expresión definitiva lo que muchos oscuramente piensan, ése es el que por primera vez lo ha pensado de veras. Y por eso los más grandes pensadores son los expresadores definitivos. ¿Vulgarizar? Vulgarizar es algo más definitivo que descubrir. Por algo a América se le llama así, América, y no Colombia; y es que fue Américo Vespucio y no Cristóbal Colón quien la dio a conocer, expresándola, al vulgo de Europa. Desgraciado el país donde los vulgarizadores —los buenos vulgarizadores— sean ahogados por los investigadores. No quiero decir, ¡claro!, los investigacionistas, que son otra cosa inferior. Los grandes investigadores investigacionistas han sido grandes vulgarizadores. Y los grandes vulgarizadores son grandes descubridores, descubridores de expresión. ¿Ideas nuevas? Apenas hay sino expresiones nuevas.

Tercero: que “las ideas tienen una cara y un reverso, y es difícil averiguar —a veces hasta después de mucho tiempo— en cuál de los dos está el cuño legítimo”. ¿El cuño legítimo? ¿Es que, en nuestros duros, la efigie de “Amadeo I, rey de España”; la de “Alfonso XII, por la G. de Dios rey constitucional de España", o la de Alfonso XIII, en una u otra fórmula rey, es cuño más legítimo que el escudo de España misma? ¿Y cuál es el revés y cuál el envés? ¿Cuál la cara y cuál el reverso? Porque hay envés y hay revés, hay cara y hay cruz; pero hay también canto, hay también filo. Y éste, el canto o filo, no suele tener cuño.

Recuerdo ahora aquello que decía un psicólogo, y es que materialistas y espiritualistas reñían por el color de un escudo de que cada uno no miraba más que un lado. Así, derechistas e izquierdistas, según ellos se llaman, por llamarse de algún modo. Su visión es de plano y no suelen desplazarse. Es como mirar a la luna, que siendo esférica, se nos aparece un disco, y cuyo misterio consiste en que nos da siempre la misma cara. ¿Anverso o reverso?

¡Visión de pleno! De donde ha venido lo de derecha e izquierda y centro. Porque en la penetración —no basta la vista sólo—, en la masa, en el volumen, en la profundización de una idea, hay que llegar a las entrañas, que no están ni a la derecha, ni a la izquierda, ni en el centro. ¡Largura, anchura y hondura! Y holgura —razón de tiempo—, como ya otras veces tengo expuesto. Pero como en esta miserable contienda de sectas, partidos, escuelas, gremios y clientelas no se puede hacer que los contendientes se detengan, tomando huelgo, a zahondar en la pieza, a escudriñarle los adentros, a probar si el oro o la plata, o siquiera el cobre, son de ley, sino que se atienen al cuño, ¿qué nos queda a los investigadores, a los vulgarizadores de su verdadero valor? Pues nos queda dar sobre los contendientes, para separarlos bien, de canto, de filo. Y el canto, el filo, al que no hay que confundir con la hoja, no está propiamente entre el envés y el revés, entre la cara y la cruz.

“No le entiendo” —suelen decir los que se atienen al cuño, que es su santo y seña. Así le decían a Sócrates el preguntón: “no te entendemos”. Y él, Sócrates, insistiendo socarronamente —su ironía era socarronería—, les iba socarrando las entendederas hasta llevarles a que se diesen cuenta de que ellos no se entendían a sí mismos. Hasta que logró irritarlos de tal modo, que ellos, los gobernantes desde el Poder, le condenaron a muerte. Y para esta condena se unirían todos, los unos y los otros.

Hay que dar de filo, de canto, amigo Marañón, sin dejarse blandear por los de un cuño ni por los del otro. Porque, además, los cuños, ¡ay!, se borran o se cambian. Y se borran más cuanto más corre la pieza. Y menos mal si no cambia también la ley del metal. ¿Que dicen no entenderle a uno? ¡Otra les queda! “Ya no volveremos a gozar la libertad del liberalismo” —me decía usted, buen amigo. Sí, ya sé que dicen que esa libertad pasó... de moda. Pero me moriré defendiéndola. Y riéndome de los que creen que vivir a la moda es el mejor modo de vivir. Tenemos, amigo, que conservar la enteridad del entendimiento, la integridad de la inteligencia. Y que cuando pase esto, cuando pase esta moda, se pueda decir que alguien, mientras se iban por la contienda, por el roce, borrando los cuños, guardó la ley del metal.

lunes, 18 de septiembre de 2017

Engaitamientos

Ahora (Madrid), 1 de febrero de 1933

Hay tradicionalistas, enamorados más bien del anochecer que de la noche, que se están componiendo tonadillas para zarrabete. ¿Que qué es éste? Un instrumento músico popular casi desaparecido. Llamábasele también gaita zamorana y zanfonía —sobre todo en Galicia—; en francés, melle; en inglés, hurdygurdy; en italiano, ghironda ribeca, y en alemán, Bettlerleier y Bauerleier, que vale por lira de mendigos o lira de aldeanos. Hace poco leíamos en un escritor húngaro cómo encontró por primera vez el zarrabete en el corral de un sombrío edificio de los arrabales de Budapest, donde lo tocaba un viejo húngaro que lo llevó del campo perdido. Y es que es un instrumento ya casi fósil, o como diría uno de estos intelectuales sindicalistas que todo lo trabucan, feudal. Tiene lengüetas de teclado, como el acordeón; cuerdas, como el violín; manubrio, como el organillo, y no es ni acordeón, ni violín, ni organillo. Una especie de ornitorrinco. Recuerdo haberle visto, de mocete, en mi nativa tierra vasca; pero no cómo sonaba ni si sonaba. Lo vi más que lo oí, me parece, porque mi memoria auditiva cede a la visual. Quiero recordar que lo llevaba y tañía uno de aquellos aldeanos anteriores a la boina, de los de “chano” o de montera arratiana. ¡Dulces remembranzas de mocedad!

Pero esas tonadillas tradicionalistas de gaita zamorana, si se ejecutaran ahora en ésta, en zarrabete, habría de ser para tener que verterlas en seguida a gramófono o gramola o para tener que derramarlas por radio. Y de zanfonía restaurada, ¡claro! Vamos, una tradición futurizada. Como una bombilla eléctrica disfrazada de lámpara de aceite, lámpara del santuario, que ardía ante el Santísimo de la adoración nocturna. Una Liduvina de Schiedam, resucitada a su vida de martirio conventual, no podría pedir, como pidió en sus tiempos —¡feudales!—, derretirse para alimentar esa lumbrecilla; la humilde santita holandesa tenía una almita de luciérnaga, no de estrella, y menos de cine.

Y la letra de las tonadillas habría que traducirla al siglo XX. Porque hay que traducir la tradición. No ya sólo a Prudencio o a San Isidoro, sino que hasta se ha llegado a intentar traducir el Cantar del mío Cid. El lenguaje, vocal o instrumental, es un hábito, y por más que se diga que el hábito no hace al monje —¡vaya si le hace!—, lo seguro es que el monje se hace al hábito. Y el lenguaje, por tanto. “¡Este argumento, como prueba, es en latín!”, solía decir, en su clase de Deusto, el padre Ocaña, S. J., y tenía razón el buen jesuita. Hay argumentos escolásticos que traducidos al vulgar se descomponen. Como cualquier doctrina, pasada de la lengua en que nació, cambia. La mayor diablura de Lutero fue verter San Pablo en el dialecto —lengua conversacional— de los aldeanos de Sajonia, pues de ahí salió lo de la justificación por la fe y el siervo albedrío y el libre examen. Y luego aquí fray Luis de León anduvo a vueltas con la Inquisición, por empeñarse en romancear quejumbres de marranos.

¡Porque anda por estos mundos cada lírico del tradicionalismo, tratando de engaitar a las gentes a la buena de Dios, y con gaita zamorana! Gentes que acaso han oído, si es que no han tocado en la zanfonía, y aun en el rabel, la Marsellesa o el Himno de Riego al alzar de la misa. Y algún día tocarán la Internacional en la pipiritaña. ¿Líricos? Lo triste es que su lira no es ya lira, ni siquiera zarrabete, sino artilugio eléctrico-retórico que funciona por timbre e irradia con altavoz.

Pero, ¡ay!, ya no nos suenan, ya no nos suenan ni siquiera aquellas canturias que brizaron nuestros inocentes sueños infantiles. Aquello de “Pimpinito, pimpinito, / me fui por un caminito. / le encontré a una mujercita / toda vestida de blanco; / le dije: / Mujer cristiana, / ¿no ha visto a Jesús amado? / Sí, señora, ya le he visto; / por allí arriba ha pasado; / los perros de los judíos / por detrás le iban tirando...”. Y cuando ahora el lírico del altavoz nos habla de las cadenas y de los perros de los judíos, nuestra santísima niñez no responde. No responde a la zanfonia, a la gaita en disco con que se nos quiere engaitar.

¿Y del otro lado? ¡Ah, no; tampoco..., menos… Nos dice menos, mucho menos, la gramola revolucionaria. Ni nos consuela la flamante astronomía social, si es que no socialista. ¿Astronomía social? Qué estupendamente la cantó aquel desolado y desolador Leopardí en aquel su inmortal canto a la retama, la flor del desierto (La Ginestra), ¡Qué acentos le brotaron del corazón torturado cuando fijaba su vista en el estrellado firmamento, sintiendo que las nebulosas desconocen la de nuestro sol, que es nuestra Tierra grano de arena perdido en infinita playa! ¡Cómo se pronunciaba contra la naturaleza —“madre en el parto; en el querer, madrastra”— y pedía que en contra de ella se confederaran los hombres todos! ¡Cómo se burlaba de le magnifiche sorti e progressive! ¡Cómo contemplando que la “naturaleza, verde siempre, marcha por tan largo camino, que inmóvil nos parece”, aquel altísimo y hondísimo pensador y sentidor, no de izquierda, ni de derecha, ni de centro —que esto es vaciedades—, sino de entraña, aprendió frente al cielo estrellado a despreciar “el feo poder escondido que para común daño impera y la infinita vanidad del todo” —il brutto poter che, ascoso, a comun danno impera e l'infinita vanitá del tutto—. Lo que se decía “a sí mismo”: A se sfesso. “Que uno se diga eso a sí mismo, pase —se me dirá—; pero no debe decírselo a los demás.” Conozco el estribillo. Y sé que para las dos clases de líricos, los de la lira de pordioseros —que así, Bettlerleier, se le llamaba en Alemania a la zanfonia—, los tradicionalistas o reaccionarios, y la de los progresistas o revolucionarios; para las dos clases, la de la astronomía de Ptolomeo y la de la novísima astronomía, para los dos partidos, un Leopardi es el peor enemigo. Sobre todo, porque no saben en qué casilla del casillero ponerle. Y porque no trata de engaitar al pobre pueblo soberano ni con gaita zamorana ni con gramola futurista.

Porque sí, sí; mientras oímos al lírico de la tradición, sentimos pena por el pobre pueblo que le escucha boquiabierto; pero cuando luego nos ponemos a escuchar al lírico de la revolución, sentimos pena por el pobre pueblo que le oye pasmado, y que es el mismo pobre pueblo, el mismito. Mas, después de todo...

¿Qué va a hacer aquel a quien Dios le hizo gaitero, sino tocar una u otra gaita, y aquel a quien le hizo peliculero —fotogénico, ¿no es así?—, sino impresionar películas históricas?

domingo, 17 de septiembre de 2017

Eso no es revolución

Heraldo de Aragón (Zaragoza), enero de 1933

El número del 23 de noviembre último del diario Heraldo de Aragón, de Zaragoza, publicó un artículo de nuestro José Ortega y Gasset —sin más— acerca de la celebración del centenario de la Universidad de Granada. Y en ese artículo señala nuestro maestro de una manera irreprochable la posición, la posición espiritual, de aquellos a quienes se ha dado en llamarnos intelectuales. Después de asentar que la Universidad a partir del siglo XII se fue haciendo consustancial con Europa, afirma que aquélla “significó un principio diferente y originario, aparte cuando no frente al Estado”. Exacto. Y hasta no faltó quien le acusara de foco de anarquismo o cuando menos de indómito individualismo. En la Universidad nació la reforma. Añade Ortega: “Frente al poder político, que es la fuerza, y la Iglesia, que es el poder trascendente, la magia, la Universidad se alzó como genuino y exclusivo y auténtico poder espiritual; era la inteligencia como tal, exenta, nuda y por sí, que por vez primera en el planeta tenía la audacia de ser directamente y por decirlo así, en persona, una energía histórica.” ¡La inteligencia como institución! ¡Muy bien! Luego nos dice cómo entre soldados, mercaderes y frailería fueron los escolares que hoy llamamos estudiantes los que ponían “la alegría, la insolencia, el ingenio, la gracia y —¿por qué no decirlo?— la pedantería. Y este tropel de escolares iba a ser el que ganase la partida a los otros”. Y luego: “Esa partida ganada por los escolares al poder político se llama revolución y es claro que me refiero a la auténtica, porque no estoy dispuesto a llamar revolución a cualquier cosa.” ¡Requetebién y aquí estamos con él, con Ortega, los más de aquellos a quienes Primo de Rivera motejó de autointelectuales. No, no estamos dispuestos a llamar revolución a lo que se les antoje a los auto-revolucionarios.

“Ganaron la partida a los demás poderes —prosigue el maestro—, ¿pero la ganaron para siempre? He aquí que la resaca del recuerdo, como siempre acontece, nos arranca de la playa muerta, inofensiva, sin peligros, que es el pasado y nos arroja de nuevo a la mar del porvenir. En contacto con ella volvemos a sentirnos vivir, porque volvemos a sentirnos en peligro, y queramos o no tenemos que bracear para mantenernos a flote. La vida es permanente conciencia de naufragio y menester de natación.” Y al final del artículo se pregunta Ortega: “¿Y mañana?, ¿qué será mañana? ¿Los mismos, más, menos?” Es lo que me pregunto a diario. ¿Qué será mañana de la inteligencia? No de la intelectualidad, sino de la inteligencia. ¿Qué será de la civilización humana?

Porque me temo que esos auto-revolucionarios que vienen, con su disciplina de dictadura de masa a matar el hambre de los hombres, entontezcan a la humanidad. Entre la indigencia y la tontería me quedo con la indigencia. Y en cuanto disciplina, ¿habrá que repetir una vez más y hasta la saciedad que “disciplina” —discipulina— deriva de “discipulus” y éste de “discere”, aprender, y que el aprendizaje se recibe de la maestría ? Discípulo pide maestro y maestro no es caudillo de clase, de gremio, de clientela o de partido político, y menos hay maestría colectiva y de sufragio. ¿Qué es eso de una doctrina votada por sufragio? Y si se nos dice que por sufragio no se fijan doctrinas, sino tácticas, diremos que la táctica implica doctrina. Lo de acordar una táctica que invalide, siquiera temporal e interinamente, una doctrina, y a esto le llaman transigir, suele ser para beneficiarse de la posesión del poder público y no para otra cosa. Y la inteligencia, la verdadera inteligencia, la inteligencia conciente —conciente de sí misma, ¡claro!—, no entra en esas transigencias o transacciones. Y se deja excomulgar. Que es el sino de la inteligencia ser excomulgada.

¿De dónde han sacado algunos de esos auto-revolucionarios que les hemos defraudado algunos de los motejados de intelectuales? ¿Cuándo aceptamos la definición que de la revolución daban, o mejor, traducían, ellos? En algún caso, como en el del que esto escribe, ni siquiera debió su elección a esos auto-revolucionarios de dictadura, que el pueblo, el pueblo que le eligió representante, no lo hizo en obediencia a una disciplina espúrea. ¿Defraudarles? ¿Es que un hombre conciente de su inteligencia va a rendirse a eso que llaman disciplina de partido? ¿Es que un hombre conciente de su inteligencia va a resolverse a votar contra su conciencia como tantos partidarios lo hacen, y confesando luego que lo hacen? O peor acaso que votar contra conciencia, que es votar con inconciencia, sin saber lo que votan. Porque aquella fórmula de la fe implícita, la del carbonero, aquélla del Catecismo del P. Astete de: “eso no me lo preguntéis que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”, esto ha pasado de la religión católica a la política laica. También en ésta la fe implícita, la fe del carbonero, el método del entontecimiento. Y hasta el tercer grado de obediencia, la obediencia de juicio que establece Íñigo de Loyola y que lleva al cuarto voto. Cuarto voto que se establece en las disciplinas de partido. ¿Qué será mañana? —me pregunto con nuestro Ortega, con nuestro maestro—. ¿Qué será mañana?, ¿qué será mañana de la inteligencia? Y más concretamente: ¿Qué será mañana de la inteligencia española? De la inteligencia universal española, se entiende. O si se quiere de la inteligencia universitaria, dando a lo de universidad su más alto y espiritual sentido, no el de una institución oficial de Estado. ¿No se habla por ahí de Universidad popular? Como si no lo fueran todas las que lo sean de veras. ¿Y de dónde sino de las Universidades salieron los más de los mejores que guiaron al pueblo a su emancipación mental?

Cuando se habla de crisis, queriendo decir crisis económica, me pongo a pensar en la crisis mental. Cuando se habla de hambre pienso no en el hambre de saber, sino en el hambre de entenderse uno a sí mismo, en el hambre de conciencia. Y cuando oigo a algunos de esos pobres señoritos auto-revolucionarios a que se les dice extremistas no me inquieta el radicalismo extremado de sus... ¿doctrinas?, ¡pase!, sino que me apena la pavorosa confusión de sus llamémoslas ideas. ¡Cómo crepitan y estallan los terminachos! “¿Pero ha oído usted qué cosas han dicho?”, me decía un amigo al salir de una de esas conferencias de mitin. Y yo: “¿pero es que han dicho cosa alguna? Porque yo, por mi parte, no me he enterado”.

No, no, no estamos dispuestos a llamar revolución a cualquier cosa. Se llama en astronomía revolución a la marcha de los planetas en torno del sol y no se le llama revolución, que sepamos, a aquel reventar de aquel planeta que dejó entre los que viven asteroides y bólidos errantes. ¿Revolución de bólidos? No. Y menos desde que se va poniendo de moda, cuando uno señala una injusticia, manifiesta, innegable, un atropello injustificable y acaso peor: estúpido, que haya quien sin negarlo, sin atreverse a justificarlo conteste —conteste y no responda, que no es lo mismo— “¿qué quiere usted?, ¡es la revolución!” No, eso no es la revolución. Y lo peor de eso es que se está acostumbrando al pueblo a no juzgar, a no discurrir, a no pensar, que le está entonteciendo. Y el entontecimiento es la peor de las perversiones.