Ahora (Madrid), 14 de diciembre de 1932
Nuestro buen amigo —lo es de todos nosotros— el siempre Conde de Romanones ha publicado un libro sobre Espartero, el General del Pueblo, que tal reza su título. Es lo que se dice una semblanza, limpia, rápida, sencilla, y no un estudio crítico ni una biografía novelada de las de al uso actual. Espartero escapa al juicio crítico —hasta de un político—, pues, como dice con penetrante sentido histórico el Conde: “¿Qué importa que la crítica, después de analizarlos —a los hombres representativos, símbolos—, no encuentre en ellos nada de excepcional si su generación lo considera como el mejor, como el indispensable, como el salvador de la patria?” Así es, y la crítica luego puede muy poco contra esos hombres míticos y simbólicos. Así fueron Riego y Espartero: mitos y símbolos del castizo liberalismo español.
La perspicacia psicológica de Romanones, aguzada por su ejercicio del poder y de la política de partido, se detiene en ciertas particularidades de Espartero. Le extraña que la pasión del juego de azar tuviera raíces tan hondas en un temperamento “ecuánime y sereno y dueño siempre de sí mismo”. Pero el rigor con que aplicaba ciertos castigos, haciendo diezmar a un batallón franco; el asumir la responsabilidad de sentencias de muerte sin previo sumario, bastándole “su propio convencimiento” —por razones que el rey conoce—, y el caso de don Diego de León —su mayor torpeza política—, ¿qué son sino fruto de un espíritu de jugador de lance que se lía la manta a la cabeza para jugarlo todo a una carta?
Aguda es también la observación de que Espartero, el hijo del carpintero de carros de Granátula, el hombre del pueblo hecho luego duque y príncipe, “poseía la soberbia de los humildes que es la más tenaz de las soberbias”. ¿Soberbia? No, sino un ingenuo engreimiento que ni es propiamente vanidad. Basta leer las íntimas y candorosas cartas que el general dirigía a su mujer, doña Jacinta de Martínez Sicilia, que fue su dueña y que le hizo arraigar en Logroño. Durante la campaña de 1835 y 1836 no hace sino decirle que en cuanto se separaba de su división dejaba ésta de ser invicta; que el extranjero “sentirá el que se quede de cuartel”; que goza “de favor en el extranjero”; que... “los ingleses, locos conmigo”; que se consideraba invencible e inmortal a la cabeza de sus húsares... Y todo ello diciendo a su Chiquita —así llamaba a su mujer— a cada paso que deseaba acabase todo aquello “para reunirme contigo y no separarnos más”, y lo repite como estribillo conyugal. O “sin ti no quiero habitar en este mundo”. En carta a su “querida Chiquita” de 9 de noviembre de 1840, al final de su Regencia, después de decirle: “yo soy la bandera española, y a ella se unirán todos los españoles”, agrega que confía en consolidar el trono de Isabel y “que aún me ha de conservar Dios algunos años de vida para emplearla en plantar árboles en la Fombera y mejorar a Logroño como un simple ciudadano”. Y aquella entrañada carta, antes de Luchana, desde Castro Urdiales, en que le dice: “Mi movimiento sobre Bilbao es temerario y antimilitar; pero hay que sacrificarlo todo en estas circunstancias aunque puede perecer el Ejército. Si después de salvar Bilbao lo dejo, lo volverán a bloquear; si levanto la guarnición, ¡qué dirían los patriotas! Terrible esta situación de un general en jefe de guerras civiles. ¡Ay mi jardín, mi jardín!” Y en esto se le fue el alma toda, una alma humanísima.
Por esto cuando Prim, en mayo de 1870, le ofreció la corona de España, el viejo soldado —tenía ya setenta y siete años—, el del “cúmplase la voluntad nacional”, no la rehúsa por creerse él “la bandera española”, indigno de “tan elevado cargo”, sino porque: “mis muchos años y mi poca salud no me permitirían su buen desempeño”. Y “¡ay mi jardín, mi jardín!”, se diría. Que no vale por él una corona. Y el hombre —¡ y tan hombre !— con su Chiquita y su jardín acató a don Amadeo, y luego, a la República, y después, a Alfonso XII y “¡cúmplase la voluntad nacional!”
Al fin, a sus ochenta y seis años, “el 8 de enero de 1879 se extinguió sin protesta ni agonía, sometiéndose a la voluntad divina, como siempre se había conformado con la nacional”. Así acaba Romanones el libro. Y así acabó aquel ingenuo patriota, candoroso liberal y marido modelo, soñando al acabar, en su última infancia, con el jardín de la primera, con el Paraíso Terrenal. “¡ Ay mi jardín, mi jardín!”
Algo dice el Conde de los amoríos de Espartero —amor no tuvo más que el de su Chiquita—, de su rivalidad con Bolívar por uno de ellos y hasta de cómo fue la reina María Cristina durante muchos años su verdadero ídolo y a la que hasta le dedicó un soneto que revela “la sencillez de su espíritu” y su ningún sentido poético. “Por eso cabe sospechar, sin dejarse llevar de la malicia —escribe el biógrafo—, si en aquella devoción latía un escondido sentimiento amoroso. Casos como éste no son insólitos; muchas veces tales fervores pasan inadvertidos de las personas a quienes se rinden.” Sí; ya corre por ahí, al propósito, algo relativo a don Segismundo Moret y otra Regente. ¿Pero amor? ¿Amor de Espartero? A su Chiquita, a la de su jardín. Y esto, que era el alma radical de su alma, le libró de pretender ser dictador, rey, emperador, tirano acaso. En aquel ¡ay! a su jardín se le fue toda el alma de manchego casero y quijotesco, todo aquello por lo que su generación le consideró como salvador de la patria. El “¡cúmplase la voluntad nacional!” es otra cara de su: “¡ay mi jardín, mi jardín!” Y así murió, como su paisano Don Quijote, aquel General del Pueblo que llenó un tercio de nuestro siglo XIX y fue el símbolo del liberalismo español. Tuvo en Logroño su Dulcinea, recatada y casera.
Tal fue el hombre, el hombre de Luchana y de Vergara, el Regente del Reino, el que rehusó la corona de España, el hombre de su mujer, el hombre de su jardín, el hombre de la nación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario