La Rioja (Logroño), 13 de marzo de 1933
He recibido una especie de circular en que se dice que hay en España “aproximadamente doscientas mil familias que viven de la industria de sombreros que a pasos agigantados van sumiéndose en la miseria.” Después de exponer la crisis de esa industria, la de las fábricas de cintería exclusiva para sombreros, las de badana, las de cajas de cartón para embalajes, las de cortadurías de pelo de conejo y liebres, etc., se acaba en la circular por recomendar el uso del sombrero. Del que yo, por mi parte, apenas uso. En la circular hay este párrafo: “Si es funcionario del Estado no ignora que éste nutre sus ingresos con las aportaciones de las actividades del país, y que si éstas mueren, el Estado empobrece y las consecuencias recaerán en sus servidores.
Así, como apenas uso sombrero, no uso corbata, no fumo ni he fumado nunca— y no bebo vino, estoy esperando circulares invitándome a usar corbata para que prospere la industria de corbatería, a fumar, para que la Tabacalera rinda ingresos al Estado y puedan vivir las cigarreras, y otra a que beba para ayudar a la industria vitivinícola. Aunque a este último respecto me comprometo a consumir en uva fresca o en pasa, la parte que me corresponda de la producción vitícola española.
Después he asistido a una reunión de escritores y editores para ver el modo de promover la lectura de libros de toda especie con el objeto de que puedan sostenerse mejor autores, editores, impresores y libreros.
Y aquí se nos presenta la permanente cuestión de la relación entre la producción y el consumo, y si la crisis es crisis de producción, debida al exceso de ésta, o es crisis de consumo, debida a la restricción de éste. Todo se reduce a si se ha de producir para responder al consumo o se ha de consumir para responder a la producción. A una producción presa de un terrible engranaje Ford. A una producción que se ve forzada a crear necesidades. Y que más de una vez ha llevado a buscarse mercados a cañonazos, obligando a pobres pueblos sencillos y sobrios a crearse necesidades para satisfacer a los que se dedican a satisfacerlas. A obligarle, por ejemplo, a que gaste reloj aquel a quien maldito lo que le importa la hora que es.
Relacionado con esto, y sobre todo después de la Gran Guerra, se está predicando contra el ahorro y propugnando la mayor extensión posible del consumo y sólo para que se ocupen los que hayan de subvenir con su producción o con su servicio a ese consumo. Que es otra forma de lo de dar trabajo a los parados, aunque no haya necesidad de ese trabajo. Y así cesa el ahorro de controlar la producción, controlando el consumo.
El paro de esos millones de parados que hay en todo el mundo se debe —esto lo saben todos— a que con el progreso técnico se subviene el consumo con el trabajo de muchos menos número de trabajadores, y así aumenta el que Carlos Marx llamó el ejército de reserva del proletariado.
Dar trabajo. ¿Y si no le hay? Sí, es consabido, que vayan unos obreros desencanchando unas calles para que luego las vuelvan a encanchar y queden así peor que estaban; mas, entre tanto, esos obreros, que no pedían limosna sino trabajo, hayan cobrado sus jornales por rendir un trabajo perfectamente inútil si es que no pernicioso. O que se me obligue a comprar dos o más sombreros cada año, con su cinta y su badana, de piel de conejo o de liebre, aunque no me lo ponga ni una sola vez. O que se me obligue a comprar un libro que no he de leer y a condición de que no lo preste a otro sino que lo almacene en mi librería o lo deshaga para hacer de sus hojas cualquier otro servicio que el de leerlos. Valdría más, francamente, que se nos impusiera a todos los que ganamos salario o tenemos alguna renta, un impuesto para con él sostener a los que hayan quedado parados porque se consumen menos sombreros, menos cigarros, menos vino y menos libros. Que el ejército activo de los productores que basta a satisfacer con sus productos o con sus servicios las necesidades del consumo libre y natural esté sometido a una contribución para sostener al consabido ejército de reserva. Que es, en rigor, lo que pasa. Mucho mejor tener que pagar esa contribución —por fuerte que sea— que es de estricta justicia, que tener que someterse a un consumo forzado que pronto degenera en vicio.
En el fondo, es la vieja cuestión de la limosna. “¡Yo no pido limosna, pido trabajo!”, dice un parado; pero, sabiendo que el trabajo que se le habría de dar no sería sino un pretexto para dar una limosna. Y ello procede del sentido que ha tomado la limosna, como algo de gracia y no de justicia. Por lo cual se explica uno —yo al menos me lo explico muy bien— que haya quien diga: “Prefiero hurtar a no pedir limosna.” Ya que el pedir limosna suele ser muchas veces un modo disfrazado de hurto, y, si se quiere, de estafa. El pordiosero suele ser un chantajista. Toma el nombre de Dios para hacer chantaje.
Esta terrible crisis no debe concluir sometiendo el consumo a la producción, destruyendo el ahorro, embruteciéndonos —así, embruteciéndonos— en una triste civilización en que el utensilio no es la proyección del hombre, sino éste del utensilio, en que la máquina se adueña del obrero y le hace su esclavo como en aquel agorero libro de Butler: Erewhon. Lo moral y lo económico —y desde luego lo político— es predicar hoy a las gentes sobriedad y parquedad y espíritu de ahorro, y si no sienten necesidad ni apetencia de usar sombrero, de fumar, de beber vino o de leer libros, que tengan que contribuir con su ahorro a que vivan vida decente los que se queden sin trabajo por merma de la producción de esos artículos. ¿Que esto sería una limosna? En el viejo sentido corriente no, no y no.
Y de hecho es lo que empieza a suceder. Cuando he dicho que esta sedicente república de trabajadores de todas clases está en camino de hacerse una república de funcionarios, no he querido decir otra cosa. Los sin trabajo acaban por hacer funcionarios de todas clases. Y esto es mejor que pretender que consumamos aquello cuyo consumo no nos apetece y acaso nos daña.
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