miércoles, 20 de septiembre de 2017

La enfermedad de Flaubert

Ahora (Madrid), 14 de febrero de 1933

Sí, tiene usted razón, amigo mío, tiene usted mucha razón; es una terrible enfermedad. Y de la que no sabe uno cómo defenderse. La padeció aquel intelectual —modelo de intelectuales— que fue Gustavo Flaubert, el gran solitario, el inmortal creador del no menos inmortal M. Homais. (Y, entre paréntesis, ¿en qué partido se matricularía hoy este formidable... librepensador?) Y en un pasaje de su inacabada obra Bouvard y Pecuchet aludió Flaubert a esa terrible enfermedad cuando escribió que esos sus dos monigotes —¡y tan suyos!— contrajeron la lamentable —“pitoyable”— facultad de descubrir la mentecatez humana y no poder tolerarla. De todos los dolores del entendimiento, pues éste suele dolernos —¡y qué dolores los suyos!—, éste es el más insoportable. Más que el de la duda, más que el de no lograr la comprensión de algo. ¿Aunque no será, en el fondo, que el que sufre de esa enfermedad flaubertiana es porque no comprende la mentecatez, su verdadera razón de ser? ¿No es acaso falta de caridad, de amor al prójimo, de humanidad en fin? ¿No es inhumano que le duela a uno más una mentecatada, una simpleza que se le diga —una pregunta inepta, por ejemplo, que se le dirija—, que no una mala pasada que se le juegue?

Las veces, amigo mío, que me he detenido ante aquellas palabras de Jesús en su sermón de la montaña cuando dice: “Cualquiera que dijere a su hermano raca (un nadie) será culpado en concejo, y el que dijere: ¡fatuo!, será culpado de infierno del fuego.” No el que le llame bandido, o ladrón, o mentiroso, o traidor, o..., sino el que le llame mentecato, memo, bobo. No el que ponga en duda la sanidad de su conciencia moral o su buena fe y su lealtad, sino el que ponga en duda la entereza de su entendimiento, la sanidad de su seso. Terrible pasaje evangélico, ¿no es así?

Y luego empieza uno a pensar si eso de no descubrir más que las mentecatadas, las necedades de los prójimos no provendrá de una enfermedad de nuestra visión. No ver apenas más que eso... no ver... No ver, es decir: “invidere”, envidiar. Porque envidiar es no ver. ¿Y cómo se va a envidiar al mentecato?, me dirá usted, mi buen amigo. En una ocasión le decía yo a Maurois, el autor de la penetrantísima biografía de lord Byron, que acaso éste, el autor del formidable misterio Caín, fue un singular envidioso. Envidió a los que no le envidiaban; les envidió el que vivieran libres de envidia, que es otra terrible enfermedad del entendimiento. Y luego de haberle dicho eso a Maurois, no hace aún mucho, releyendo a Quevedo en la excelente edición de Astrana Marín, me encontré con esto de aquel gran calador de nuestro morbo nacional: “El hombre o ha de ser invidioso o invidiado, y los más son invidiados e invidiosos, y al que no fuere invidioso cuando no tenga otra cosa que le invidien le invidiarán el no serlo.” ¡Qué hondo! “Mira, ese que va ahí es... Fulano, el célebre...”, le decía un hombre de la calle a otro, y éste le contestó: “¿Y a mí qué?” Y como el Fulano aquel lo oyera sintió envidia de aquel hombre de la calle a quien no se le daba nada de él ni acaso le conocía. Esta envidia sentía lord Byron, esta envidia sentía acaso Gustavo Flaubert —¿no envidiaría a su Homais, que todo lo tenía resuelto con ramplonerías jacobinas?—, esta envidia sintió acaso nuestro Quevedo. Y hay otro sentimiento monstruoso —esto va usted a tomármelo a colmo de paradoja—, y es el que podríamos llamar de la autoenvidia, la de aquellos al parecer orgullosos que se pasan la vida envidiándose a sí mismos, no pudiéndose ver a sí mismos. Y este es acaso el infierno del fuego con que Jesús amenazaba al que llame mentecato a su hermano. ¡El amor propio!, sí, ¡el amor propio! Pero, ¿y el aborrecimiento propio? ¿Cuántos hay que se sonríen de los envenados tiros que se les dirigen porque ven que no ven los otros lo peor, lo más envenenado y venoso que guardan en sí?

Y en otro respecto recuerdo que yendo una vez con uno de los hombres más inteligentes y mejores que he conocido, como al pasar junto a un carnero le dijese “mírele la cabeza, la sesera, y mírele lo otro: el... sexo; aquélla no le sirve más que para topar, es el animal más estúpido que conozco, pero, en cambio, es capaz de cubrir en una noche no sé a cuántas ovejas...” Y mi amigo me respondió: “Quién fuera carnero... por lo uno y por lo otro.” Claro está que esto era un decir en aquel hombre, de altísima inteligencia y de ordenada conducta, pero… Y no quiero ahora repetirle aquella tan conocida anécdota de la conversación entre Emilio Castelar y José Luis Alvareda sobre que, según aquél, el donjuanear atrofia el seso, y según éste, el estudio atrofia lo otro. Sesera y sexera, si quiere usted.

Y después de todo esto vuelvo a lo de la terrible enfermedad que se le desarrolló a los pobres monigotes de Flaubert, o, mejor, a este mismo, pues ellos, Bouvard y Pecuchet, sí que eran mentecatos. Tanto, en su género, como Mr. Flomais en el suyo. ¡Qué tormento, amigo mío, qué tormento! ¡Este sí que es tormento. Si San Pablo exclamaba: “Miserable hombre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Sí, de no entender más que mentecatez, ramplonería, vulgaridad, frivolidad, muerte en fin.

Como mirándole a usted, amigo mío, con mis ojos sanos, libres de enfermedad, le veo sano, sé que no me preguntará en qué casilla meto a Flaubert, si lo tengo por derecha, de izquierda o de centro, si por creyente o por incrédulo, si por progresista o reaccionario. Sé que conoce usted a nuestro Flaubert —¿y cómo no?—, sé que recuerda aquel final de sus Tentaciones de San Antonio cuando el pobre trágico anacoreta quiere comer tierra, hacerse tierra y dice hallarse harto de la estupidez del Sol, “la bêtise du Soleil”. ¡Estupidez del Sol! Porque si es un acto de estupidez llamarle estúpido a un siglo, como a un río o a una montaña, no lo es ya llamarle al Sol. Y acaso la estupidez del Sol que a través de su San Antonio sentía Flaubert consista en que alumbra cuanto mira, y así no le ve las sombras. ¡Y él las tiene! ¿Pero es eso estupidez o qué?

¡Pobre Flaubert! ¡Pobre Sol!

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