sábado, 2 de septiembre de 2017

Sobre el tópico del caciquismo

El Norte de Castilla (Valladolid), octubre de 1932

Cuando se pone uno en contacto con lo que se llama estrictamente la vida política, es decir, la de los partidos políticos, o sea la de los políticos que podríamos volver a llamar profesionales. Candidatos a concejales, a diputados provinciales o a Cortes, aspirantes a cargos públicos, entonces es cuando se pierde la noción del sentido que pueden tener ciertas palabras de uso corriente en la vida civil pública. Tales son derecha o izquierda, progreso y reacción, revolución y desde luego republicano y monárquico. Hoy ya no sabemos a punto cierto lo que puedan significar republicanismo y monarquismo, aunque sepamos poco más o menos ―más bien menos que más― lo que signifiquen república y monarquía. Que tampoco esto está muy claro. Mas por hoy me voy a ocupar un poco, en otro término, de nuestra jerga ―que no es otra cosa― política profesionalista, cuyo sentido ha acabado por desvanecérseme. Este es: caciquismo.

¿Qué quiere decir caciquismo, y qué cacique? Nunca lo he sabido muy bien, pero ahora peor que nunca. Fue Joaquín Costa el que a base de experiencias políticas personales ―de fracasos― le dio nuevo vuelo a ese tópico. Para él el cacique era acaso Camo. Y cuando hizo desde el Ateneo de Madrid aquella en un tiempo, famosa información sobre oligarquía y caciquismo, a que concurrimos más de una veintena de políticos de oficio y de otros que éramos publicistas, fuimos dos, doña Emilia Pardo Bazán y yo, los que tratamos de explicar, o sea de justificar, la necesidad del llamado caciquismo y de cómo es la organización verdaderamente popular ―democrática― de un pueblo que no quiere, seguramente que por no poderlo, vacar al cuidado de su propio Gobierno y administración. De un pueblo que delega el manejo de sus intereses comunes porque no tiene ni el tiempo ni el conocimiento suficientes para ocuparse en ello.

Y tan profundamente está el público convencido de esto que se ha llegado a aquella distinción entre caciques buenos y caciques malos. Y son muchos, muchísimos, los que creen que ciertos pueblos cuando no tienen cacique lo buscan o lo inventan y le fuerzan a serlo al primer desgraciado con quien topan. Y en muchas partes se hacen caciques ―o mejor, los hacen― aquellos que son los únicos que sienten interés y gusto por la cosa pública. ¿Que es para lucrarse con ello? No siempre, ni mucho menos, pues no pocas veces el llamado caciquismo les arruina. ¿Que es afán de mando? Muchas veces de apariencia de mando.

“Al español no le interesa tanto mandar como aparentar que manda, no tanto presidir como ocupar el sillón presidencial.” Así me decía hace años un sacerdote irlandés, que residió mucho tiempo en Salamanca, y que hoy es arzobispo en Filipinas. Y así es. Más que codicia o ambición les lleva a muchos a hacer de caciques la vanidad. A tal punto que ahora eso de que se multa al alcalde que, con su vara, va a presidir una procesión eclesiástica, ha de restar no pocas vocaciones a la Alcaldía, pues hay quien no aspira a ésta si no para presidir la procesión.

En eso de que los caciques de los pueblos rurales sean los usureros. los mangoneadores, los que van a explotar a los demás, entra por mucho la leyenda, aunque en ello haya un cogollito de verdad. Y es una leyenda forjada por el otro equipo de caciques, por el otro turno, por los que aspiran a suceder y sustituir a los vigentes, que casi todos los que se distinguen por sus campañas verbales contra el cacique, suelen ser los que aspiran a otro caciquismo.

En general en los tan mal conocidos pueblos rurales hay un núcleo de hombres que son los que manejan la cosa pública y la manejan por ser los más activos, los más duchos, los más avisados, y otro núcleo rival que forma la oposición y que trata de suplantarlos, y luego una masa informe, con mucho, la mayoría, que no se sienten capaces de esto que se llama auto-gobierno. Y creer que esta masa puede llegar a gobernarse por medio de representantes que no sean unos u otros caciques, es desconocer la naturaleza humana. Es una de las más cándidas falacias de lo que se llama democracia. La cual fracasa mucho más que el liberalismo.

Ahora se da en el tópico de declamar que el caciquismo es monárquico, que los tildados o motejados de caciques, los supuestos mangoneadores de las aldeas, son monárquicos. Pues bien, en general los hombres rurales que manejan los municipios, ni fueron ni son monárquicos, como tampoco son ni serán republicanos. Esto de monarquismo y republicanismo no es para ellos, mentes realistas y sencillas ―verdaderamente objetivas―, nada que tenga sentido. Se arriman al que manda, sea quien fuere. Si cayó la monarquía fue porque toda esa parte de la población no quería decir nada, como si llega a caer la República será porque tampoco ésta les diga nada. Su concepción de la cosa pública es algo más honda que la superficialísima que se cela debajo de ese cómodo dilema de monarquía o República. Esos hombres de la naturaleza rural no se dejan conmover por el singular misticismo cívico y laico de los monárquicos o de los republicanos de partido político. Los tópicos de éstos ―de unos y de otros― les dejan fríos. Verdad que la política no es sino electorería.

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