Ahora (Madrid), 18 de marzo de 1933
Uno de esos extranjeros que acuden ahora, casi siempre sin la debida preparación, a nuestra actual España a investigar lo que llaman el caso español —puesto, ¡ay!, de moda— me preguntaba si es que se observa aquí alguna reacción espiritualista. No supe bien qué responderle. Primero, porque reacción supone acción, y no sé a qué acción anti-espiritualista o materialista podría referirse. Y segundo, porque no le entendí bien lo de espiritualismo. Aunque me pareció sobrentender que no quería decir precisamente reacción religiosa católica, ni siquiera cristiana, ni aun deísta, sino ese vago sentimiento a que por ahí fuera, sobre todo en Francia, se le ha solido dar el nombre de espiritualismo. Que no es exactamente lo mismo que idealismo. Idea y espíritu son dos cosas.
Pensé luego que lo que se suele llamar, mejor o peor, el realismo religioso español, en íntimo enlace con nuestro tan mentado individualismo, es algo que es muy difícil discernir si es materialismo o es espiritualismo, como no sea ambas cosas, la fe oscura—el anhelo más bien—de un espíritu material. El anhelo de la resurrección de la carne y la vida perdurable, sea lo que fuere de Dios. Anhelo que se refleja en España, sobre todo en ciertas regiones, en el culto a las ánimas, a las benditas ánimas, a los espíritus de nuestros muertos, que vagan a las veces por el aire de la noche en estantigua o en santa compaña. Y en lo que creen —o quieren creer, que es igual— hasta no pocos ateos profesionales.
Recordé luego, al oír a ese extranjero a la caza de nuestro caso, que muchas veces se le ha llamado espiritualismo al espiritismo, al de Alan Kardec y al de los médiums y veladores danzantes, espiritismo que ha tenido, y aun sigue teniendo, en nuestra España mucho más arraigo y extensión de lo que creen los distraídos, y al que ha seguido la teosofía. Y entonces caí en la cuenta de que las maravillas —y las maravillas (mirabilia) son milagros (miracula)— de la física moderna resucitan, sin que las gentes se den al pronto cabal cuenta de ello, una especie de fe en las ánimas, en las almas desencarnadas de nuestros muertos y aun de los ausentes.
¿Es que cuando uno oye por radio la voz, la misma voz, de un ausente que se halla a muchísimas leguas de distancia, no ha de sentir, subconcientemente, que el alma del que habla se halla allí fuera de su cuerpo? O al oír en un gramófono la voz querida de un querido difunto, ¿no ha de sentir, sépalo o no, queriéndolo o sin quererlo, la presencia espiritual, inmaterial, pero real, del alma desencarnada del ánima, que se reveló una vez en aquellas palabras conservadas por milagro físico? Y recuerdo haber oído contar a un amigo la impresión que le causó en casa de los huérfanos de un su amigo ya muerto ver a éstos, a los hijos, proyectar en un cine casero una película en que aparecía su difunto padre moviéndose, accionando, sonriendo como lo hizo en vida. ¿No es natural —y sobrenatural a la vez— que aquellos niños sintieran la presencia real del ánima de su padre? Por donde se viene a colegir que estos fenómenos artificiales —del arte de la física— producen efectos naturales en el espíritu análogos a los que se buscaba producir con la taumaturgia espiritista. La física moderna, al inmaterializar en cierto modo la materia dinamizándola, ha espiritualizado nuestros oscuros sentimientos. Y esto sin tener que acudir a las complicadas teorías, muy por sobre la comprensión del vulgo, de la física matemática moderna. Sólo aquello que en maravillas —milagros— de aplicación técnica llega al vulgo, basta para despertarle su fe, dormida, pero no muerta, en las ánimas, a que los antiguos llamaron manes.
Y a la vez, este nuevo espiritismo —espiritualismo si se quiere—, por lo común subconciente, suscita el sentimiento de la individualidad y del individualismo, de este eterno individualismo cuya decadencia pregonan pobres individuos que no saben verlo ni en sí mismos ni en los demás. Más de una vez he oído a algún carbonero del marxismo —quiero decir a alguno que profesa el credo marxista con fe implícita o de carbonero, disciplinaria, y sin conocerlo— repetir, por boca de carbonero, que el llamado materialismo histórico no es el materialismo filosófico, el que niega la existencia del alma que puede desencarnar y reencarnar, aunque se profese ambos o uno de ellos sólo. Y así es. Y a la par ese materialismo histórico ha conducido a una nueva religión, que podríamos llamar espiritista, ¿Pues qué es, más que un médium —y un icono consagrado—, el cadáver maquillado de Lenin? Y a la vez se refugian en el comunismo los pobres individuos, espíritus individuales, las pobres ánimas encarnadas que tratan de salvar su individualidad en la masa, que tratan de perpetuarla en la comunidad. Y no es un disparate ideológico ni mucho menos, no lo es, el que se hable de comunismo libertario o anarquista, ya que en la comunidad buscan los individuos asegurar y perpetuar su personalidad individual.
“¡La resurrección de los muertos y la vida perdurable!”, que decía nuestro tradicional espiritualismo realista y a lo material, el del culto a las ánimas. A las de los antepasados ya muertos, pero también a las de los venideros, de los por nacer, pues hay un culto a la posteridad. Y en este culto que empieza a florecer en las masas, que, como las de los primeros cristianos, creen el próximo advenimiento, ya que no del Reino de Dios, de la República del Hombre, ¿no habrá, acaso, el oscuro presentimiento de resucitar en esos venideros, en esos por nacer, y resucitar en ellos con presencia conciente y real y perdurar luego? Ciego ha de ser el que, en lo más íntimo de las oscuras creencias, de la fe casi mística de los individuos personales que componen estas muchedumbres esperanzadas en un nuevo milenio, no vea la misma raigambre, exactamente la misma, que mantuvo y alimentó la rica floración del espiritualismo realista —y casi materialista— popular español de antaño, y ello aunque esos individuos se crean ateos. Y luego, la dogmática, la canónica, la liturgia y hasta la clerecía laicas. Y el mismo horror instintivo al escepticismo, a la dialéctica, al libre examen y, sobre todo, a lo que llaman pesimismo, especialísimamente anatematizado en la Rusia soviética.
¡Pobres y nobles ánimas de incrédulos creyentes! ¡Pobres ánimas en pena! ¡Pobres ánimas, que no logran apagar la revolución íntima, la de las conciencias individuales; que no logran acallarla con las asonadas de masa! ¡Pobres almas, que sufren, sin saberlo ni quererlo de ordinario, la terrible lucha entre la idea y el espíritu, entre el credo y el anhelo! Y... todo el que se proponga hacer la dicha —la emancipación— del pueblo, proletario o no, tiene el deber de engañarle, sin que importe que se lo confiese así, pues el pueblo —de ánimas en pena—creerá en el engaño y no en la confesión de éste. Mundus vult decipi, el mundo quiere ser engañado.
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