Ahora (Madrid), 8 de diciembre de 1932
Este octosílabo inaugural del Quijote —le sigue, en inciso, un endecasílabo de los dichos de gaita gallega y que briza un olvido involuntario—, esta entrada en el último sueño del alma imperial española, volvió a reconfortarme el ánimo cuando el sábado 19 de noviembre leí en el semanario Estampa una información titulada “La novia de Don Quijote”, aunque más bien se trataba de una supuesta novia de Cervantes, y es igual. La firma Pedro Arenas, que refiere una su visita al Toboso, en que se nos aparecen tobosinas y tobosinos tocados de la creadora ensoñación quijotesca-cervantina.
Porque es el caso que al informador le hablaron de la casa de Doña Dulcinea, mostrándole la llave y la ventana por donde hablaba con Cervantes, y la calle del desafío de éste con otro pretendiente de su novia, y el convento en que ésta profesó de religiosa cuando no se le dejó casar con quien quería. Por donde se ve que Don Quijote dejó en su tierra nativa las semillas de la generosa pasión que le hizo enfrascarse en la lectura de los libros de caballerías. Y luego el informador se entrevistó con don Jaime de Pantoja, ex-alcalde del Toboso y “cervantista muy letrado” y... “—¿Pero Dulcinea ha existido? —exclamamos deslumbrados por esta fe. —Es un hecho indudable —dice el señor Pantoja. Y comienza a explicar sus investigaciones…”
Como vemos se trata no de aquella Aldonza Lorenzo de quien anduvo enamorado el Ingenioso Hidalgo, sino de otra, pero el “hecho indudable” es que existe, pues hay quienes en ella creen. Que para la fe no es cuestión si un poder espiritual, histórico, existió, sino si existe. Cuando el apóstol Pablo, camino de Damasco, oyó, caído en accidente, lo de: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, sintió que existía, entonces, el Cristo. La historia no es lo que materialmente pasó, sino lo que los mortales sonaron que pasaba y así nos lo han transmitido y nosotros seguimos soñando y diciendo que pasó. O mejor dicho, la historia no es el sueño que pasa, sino el que queda, porque no pasa en el tiempo material, sino en el otro. ¡Honda frase la de: “no tuve tiempo material” que, por trastorno de la de: “no tuve materialmente —es decir: en absoluto— tiempo”, nos ha dado una expresión tan fuertemente expresiva del materialismo histórico!
Don Quijote y Sancho son hombres de carne y sangre y huesos espirituales, históricos, inmateriales, gracias a Cervantes, y éste lo es, histórico, inmaterial, inmortal gracias a ellos. Y si Cervantes existió es porque existe, como a su vez Don Quijote, pues que existe, existió ni más ni menos, ni de otro modo, que su Cervantes. ¿Y doña Dulcinea, la de los tobosinos de hoy, la del señor Pantoja? “Es un hecho indudable” —dice éste—. Sí, como todo mito. Y Don Quijote y Sancho, y el Dómine Cabra, y Segismundo, y Don Álvaro y Don Juan Tenorio, son mitos, como lo son Cervantes y Quevedo y Calderón y el duque de Rivas y Zorrilla, y ni más ni menos. De la literatura nacional —y la historia no es ni más ni menos que literatura— surge una mitología, y de ésta una religión. Y hay que tener fe, pues bien se dice que gana una batalla el que hace creer que la ha ganado. Y hace creerlo si él lo cree.
Hace poco pasábamos, camino de Elda, al ir a festejar a otro mito nacional, a Castelar, cerca del Toboso, y nos apeamos en una que llaman la Venta de Don Quijote. Y nos resultó no una restauración, sino una invención resurgida, donde cabe soñar a Cervantes cara a cara de Don Quijote y departiendo con él; ambos tan míticos, tan históricos, tan existentes. El buen vino manchego, generoso y claro, que allí nos sirvieron, enseñará a los que lo beban —soy aguado— a soñar y no a dormir. Ahora los tobosinos parece que empiezan a soñar, gracias al señor Pantoja, a doña Dulcinea del Toboso. ¿Pero… investigaciones? No, que no, ¡nada de ellas! No las hizo Don Quijote acerca de la existencia de Amadís de Gaula, porque la sentía en sí mismo. Atengámonos a la mitología.
En la Biblioteca Cervantina del Toboso hay libros con dedicatorias autógrafas de Mussolini, Hindenburg, Mac Donald, Masaryk... —tipos que van para mitos— ofrendas a la mítica, típica y mística Dulcinea, que resurge en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no podremos ya olvidarnos. De la Mancha ésa, claro horizonte toda ella, cama de ensueños, entre viñedos, bajo la limpia bóveda azul del aire, o ya bajo dosel de nubes en que el viento riza trazados mitológicos celestes que el Sol, al ponerse, enciende para que soñemos otros mundos.
A hacer, pues, mitología y a tener el “descarado heroísmo de afirmar que —como dejó dicho Eça de Queiroz al final de La Reliquia— batiendo en la Tierra con pie fuerte o pálidamente elevando los ojos al Cielo, crea, a través de la universal ilusión, Ciencias y Religiones”. Y a dejarnos de eruditas investigaciones, que por lo general no sirven sino para rehusar y derrocar. Durante su reciente visita a nuestra actual España republicana, monsieur Herriot, investigador también, le recordaba a nuestro ministro de Estado, como éste lo contó en las Cortes, aquel terrible “capricho” de Goya, de un cadáver que sale de la huesa con una esquela en que trae escrito, como empresa, el fruto de su investigación de ultratumba, y es: “¡Nada!” La más castiza y entrañada palabra española, con su pareja: gana. Y que lo sabía Goya tan bien como su paisano —¡ qué dos tipos y qué dos mitos!— Miguel de Molinos, el que nos aconseja anonadarnos y despegarnos hasta de Dios.
A sacar de la nada —que es crear— mitología, y más ahora, que estamos creando el mito de la República española democrática de trabajadores de todas clases. Que ya vendrá a caer la historia de ésta, algún siglo futuro —¡ es fatal !—, bajo manos y ojos desocupados de investigadores eruditos y rompesueños que hayan de probar que la tal república no existió en este entonces remoto pasado y ahora actual presente. O por lo menos que de haber existido fue enteramente distinta y acaso contraria a como nos la figuramos los que ahora estamos soñándola. ¡Quién sabe...! ¡Esos eruditos...! Pero mientras tanto, “soñemos, alma, soñemos”, que es así como existe el sueño. Y no habrá investigadores en siglos futuros que puedan borrar la mitología inmortal. Y que Dulcinea, la del Toboso, nos acorra y nos dé verdad, pero la de veras, la del ensueño avivador, la de verdad de veras, la de la idealidad; no la realidad hastiosa de la investigación.
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