Ahora (Madrid), 25 de enero de 1933
Al abrirse este año de 1933 fuime desde la abierta ciudad de Palencia, la de los antiguos campos góticos, a la villa de Palenzuela. Que es, en nombre, a aquélla como Valenzuela, Sorihuela, Segoviela, Venezuela, etc., son a Valencia, Soria, Segovia y Venecia. Palenzuela trepa un teso escueto desde las riberas del Arlanza, vestidas de sobrio verdor. Se une el Arlanza con el Arlanzón, que baja de Burgos; luego, aunados en Magaz, con el Pisuerga; luego, en Dueñas, con el Carrión, que baja de Palencia; luego, cerca de Valladolid. con el Duero, y luego... la mar. A la mar a que van los ríos susurrando romances del Cid, coplas de Jorge Manrique, endechas de comuneros. Y en tanto Palenzuela sigue arruinándose. Sólo mil almas —las que lo sean— le quedan de las ocho o diez mil que la leyenda lugareña dice que tuvo. El ferrocarril primero, que cuando no une, aísla; la filoxera después la despoblaron de aquellos hidalgüelos hacendados, cuyos blasones quedan en sillerías de fachadas que se derrumban. Callejas combadas, con verdaderas cárcavas urbanas en sus muros, roídas por siglos. Boquean las ruinas en silencio, pues ni se oye el estertor de su agonía. Castilla, en escombros, que dijo Senador. Sobre raigones de la antigua muralla, la casona en que vivió el Sr. Orense, marqués de Albaida, republicano federal que presidió las Cortes de la otra República, la de 1873, que ni llegó a añoja.
¿Y por dentro? En unos soportales sostenidos por pies derechos muy torcidos —troncos sin descortezar—, unos lugareños nos miraban con descuido. Entramos en un hogar de posada: el del maestro. ¿Hogar? Allí no hay fogón como en tierras de Dehesas ganaderas, donde llamea y chisporrotea en el lar la encina o el roble; allí, la “gloria” —“trébede” y “estufa” en otras partes—, que calienta sin llama ni luz la estancia, y el humo se va bajo el suelo. Sobre estas glorias se echa un tute o un tresillo, haciendo tiempo para matarlo, o se comenta la eterna guerra civil de los pueblos. ¿Qué es eso de que las luchas políticas han envenenado la vida de las villas, las aldeas y las alquerías? No; las pasiones populares son las que han envenenado las luchas políticas. Las partidas, los bandos engendradores del caciquismo —no por éste engendrados— se reparten ahora entre los distintos partidos nominales del reciente régimen republicano. ¿Maniobras políticas? Palenzuela fue uno de los centros de las últimas maniobras militares, caricatura de batallas. ¿Y no es todo caricatura? Que a las veces sangra.
Al volver a Palencia columbramos la gigantesca figura del Cristo del Otero —obra de Victorio Macho—, que da cara a la ciudad, a su catedral; yergue a medias sus brazos, en ademán de esperar para acoger, y en tomo de él, el páramo, blanco entonces de escarcha. Allí, en aquellos campos, en aquella nava, que susurran con Manrique el “avive el seso y despierte”, se entierra el grano que, si no muere bajo tierra no resucita —dice el Evangelio— sobre ella. ¿Y las almas? Soñemos, alma, soñemos. Suerte que el sueño es vida, que si no...
En este año de 1933, la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, la que fue aquí popula del Reino, se propone celebrar el decimonono centenario de la muerte y resurrección del Cristo, según el cómputo tradicional legendario. Los que van descarriados y perdidos entre cábalas político-eclesiásticas habrán de recogerse a meditar en el terrible misterio de la fe en la resurrección de la carne, la vida perdurable y la comunión de los santos. ¿Y esos labriegos que por toda España sueñan la redención de la tierra? Pensemos en otras ruinas, en otras cárcavas y en otras boqueadas de silencio espiritual.
Hace unos años esta misma mano de uno trazó renglones medidos de un funeral al Cristo yacente de Santa Clara, en la iglesia de la Cruz, de Palencia, a aquel que: “No hay nada más eterno que la muerte; todo se acaba —dice a nuestras penas—: no es ni sueño la vida; todo no es más que tierra; todo nо es sino nada, nada, nada; ¡hedionda nada que el soñarla apesta!” Y luego que las pobres franciscas del convento “cunan la muerte del terrible Cristo, que no despertará sobre la tierra, porque él, el Cristo de mi tierra, es sólo tierra, tierra, tierra, tierra..., cuajarones de sangre que no fluye, tierra, tierra, tierra, tierra...” Y ahora, a la seguida de los años, al ver el erguido Cristo del Otero palentino por sobre el Cristo yacente y escondido de Santa Clara, pienso si no será la tierra que ha vuelto a hacerse Cristo y que es la tierra de los campos la que va a resucitar. Y a resucitar la fe en la redención de la tierra. Fe en la redención vale más que la redención misma, ya que ésta es sombra, y aquélla, la fe, su sustancia. ¿No se redimen acaso, gracias a la mar, el Arlanzón, el Arlanza, el Pisuerga, el Carrión y el Duero, ríos que son nuestras vidas?
Esta tierra les era a los labriegos, a los campesinos todos, una tierra de destierro —“los desterrados hijos de Eva”, rezaban en la Salve— y a su vez de entierro. Todos desterrados y todos enterrados en ella. Y ahora muchos de ellos empiezan a soñar en la redención —resurrección— de la tierra. Con otros sueños apocalípticos, milenarios, cabalísticos de una nueva sociedad.
Junto y frente al “¡viva Cristo rey!”, santo y seña de las beatas paradas, empieza a oírse un “¡viva la tierra pública!” o libre, la tierra res publica. Y si Jesús, cuando las turbas hambrientas quisieron proclamarle rey, se esquivó de ellas en huida al monte, y sólo al irse a morir muerte de cruz le proclamó rey el pretor romano que mandó le crucificaran, ¿quién sabe si la tierra, ella misma y por sí misma, no se esquivará de que la hagan pública? No por manejos de hombres, no por lucha de clases, no por leyes político-sociales, sino que por economía natural, anterior y superior a legislaciones civiles humanas, a albedríos de ciudadanos de la ciudad de Henoc, fundación de Caín el fratricida; por naturaleza.
A una religión parece venir a sustituir otra. O mejor, la antigua, la terrenal, la de siempre, la que recalzaba y mantenía la cristiana en el alma terrestre del pueblo pagano, el paganismo, la religión del pago, del terruño. Los campesinos, siempre paganos. La otra vida no la soñaron sobre el cielo que llueve, sino bajo la tierra, enterrados y desterrados. Por lo demás, eso de “la vida es sueño” es cosa de príncipes como Segismundo y de poetas de ciudad.
El pueblo de los campos, la paganería, azuzado por vendaval —“vent d'aval”, viento de abajo, de tierra—, espera redención soterraña. ¡Séale la tierra leve!
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