martes, 26 de septiembre de 2017

Prosa en román paladino

Ahora (Madrid), 14 de marzo de 1933

Alguna vez se me ha preguntado el porqué de que cuando cito versos en estos mis Comentarios lo hago poniéndolos en línea seguida, como la prosa, y sin más que un pequeño guión entre verso y verso. Y debería ponerlos sin esos guioncitos*, sobre todo si son versos libres —esto es, sin consonantes ni asonantes— que en poco o nada se distinguen de la prosa ritmoide. Y ello para que se aprenda a leerlos, es decir, a decirlos y no a recitarlos y menos a declamarlos acompasadamente. Es el modo de darse cuenta de la íntima armonía, del ritmo del lenguaje que lo es de pensamiento y por lo tanto de sentimiento.

Aprender a leer es aprender a hablar y aprender a hablarse. El que acierte a enseñar a hablar, a que el oyente se hable a sí mismo de manera que se oiga y entienda bien, acierta a enseñar a pensar, a que el lector aprenda a dialogar consigo mismo —que es aprendizaje de dialéctica— y enseña a sentir, a sentirse. Que se siente con el ritmo y tono y tenor del lenguaje y hay que educar así al sentimiento para que no recaiga en resentimiento.

“Quiero fer una prosa en román paladino” —empezaba Berceo uno de sus poemas, en verso, ¡claro está! O en prosa rítmica, y en su caso aconsonantada. Prosa con número, que se decía antaño. Lo que da duración e intensidad. Una cantidad que es calidad, una forma que es fondo, un continente que es contenido. Y así se libra de esclerosis a la idea. Pues que el fondo de ésta está en su forma; su verdadero hondón es su sobrehaz. Lo que lijeramente suele motejarse de superficialidad es no pocas veces fundamentalidad.

Y en cuanto al pensar al día, acaso al momento, es, cuando de veras se piensa, obra de duración. Lo que se hace de un respiro, de una respiración, es lo verdaderamente inspirado; lo cotidiano es lo secular, lo de momento es lo eterno, cuando se halla la forma y se la recibe. Hay que escribir no para salir del paso si no para entrar en la queda. Mas esto puede y suele ser muchas veces obra de improvisación. Y más en España, tierra de improvisadores. Cabe escribir periódicamente, en periodista —analista a diarista según el período— para siempre, como dijo Tucídides que escribía su Historia de la guerra del Peloponeso. ¡Para siempre!

Mas el escribir para siempre no supone que se remolonee y como que se encarnice uno en escribir. No es buen consejo aquel de Horacio de guardar mucho tiempo un borrador, y sacarlo de vez en vez para pulirlo y repulirlo y tener que borrar las trazas del pulimento. Es lo que hacía, entre otros, Flaubert y así resulta que lo más vivo, lo más inspirado, lo más duradero y en el más hondo sentido lo más acabado de su obra sea su correspondencia escrita a vuela pluma como suele decirse. ¡Y qué vuelo! Vuelo de alas sin lima. Y es que en ella Flaubert habla, corazón a corazón y seso a seso —y también mano a mano— habla con la pluma con un hombre —o mujer— de corazón y de seso, de carne, sangre y hueso, y no con un público, habla a un lector, a un hombre. Y viniendo a nuestra España ahí tenemos a Santa Teresa que propiamente hablaba con la pluma —y pluma de ave, no de acero— de corazón a corazón también. ¡Genial improvisadora! Y cuando durante la guerra de secesión de los Estados Unidos de la América del Norte se fue a celebrar aquel gran funeral de Gettysburg, se le indicó a Abraham Lincoln, presidente de la República entonces, que debía decir unas palabras y en el tren mismo, en un papel, improvisó con lápiz un breve discurso —no pasa de diez minutos su lectura— que durará cuanto dure la lengua inglesa, duro y trasparente como un diamante, y de una excelsa religiosidad civil. O civilidad religiosa. Un discurso que les canta en las entrañas a todos los americanos.

No he de volver, amigo lector, a comentar —lo hice en un libro— el discurso de Don Quijote a los cabreros con que les llenó de lumbre el corazón, y no por los conceptos si no por la música de estos, cabreros que habían oído cantar el Credo latino litúrgico. Y más arriba, mucho más arriba, la autoridad del Cristo no provino de dogmas que decretara —dogma quiere decir decreto— si no de verbo vivo encarnado en metáforas, parábolas y paradojas que tanto abundan en los Evangelios donde no se encuentra un sólo silogismo. Lo que no quiere decir que no quepa hondura de armonía y de duración en razonamientos conceptuales dialécticos como los de San Pablo en sus Epístolas. Epístolas, esto es cartas, escritas —mejor dictadas, pues él, flaco de vista, las dictaba— al volar de la caña.

Ve aquí porqué, lector, los que comentamos periódicamente los sucesos del día pero buscando en ellos los hechos, en lo que sucede y pasa lo que se hace y queda; los que debemos aspirar no a salir del paso si no a entrar en la queda y a dejar dicho algo para siempre hemos de cuidar ante todo y sobre todo lo que se llama forma y es el verdadero fondo. Acabar un discurso con un ritual —ahora se usa poco, afortunadamente— “he dicho” es acabarlo con una vaciedad, pero otra cosa sería acabarlo con un “queda dicho”. “He dicho”, yo, ¿qué importancia tiene? En cambio “queda dicho” él, el discurso, queda la obra y a poder ser para siempre, esto es todo. Y al escribir hay que hacerlo para que quede escrito. “¡Lo que he escrito escrito queda!” dijo Pilatos y así es y no sólo fue. Y ojalá, lector, te quede este comentario en la memoria.

* En esta edición, sustituimos en estos casos los guiones por las tradicionales / .

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