Ahora (Madrid), 23 de febrero de 1933
Querido amigo Marañón: Leída su Réplica al filo o canto* que desde aquí —el 15-II— dirigió usted a mi comentario Envés, revés y canto, a usted dirigido —el 8-II—, siento la necesidad de comentarla. Y un poco de sesgo, o sea de canto. Usted supone que el canto no tiene cuño, siguiéndome en esto, pues yo afirmé en mi comentario que “éste, el canto o filo, no suele tener cuño”. Pero un amigo me ha sacado de mi error mostrándome, con un caso concreto, que hay cantos con cuño. Ni sospechaba yo que pudiese ofrecer tantas sugestiones —ahora, sugerencias— la numismática con que solaza su ocio Víctor Manuel III, este pobre Saboya, rey holgazán rendido al Duce. Y precisamente de numismática y de Saboya se trata.
Ese buen amigo me ha hecho notar, en efecto, que en el canto de los duros de nuestro Amadeo I viene acuñado esto: “Justicia y Libertad”. En la cara de las piezas de plata —“ley, 900 milésimas; 40 piezas en kilog.”, como en ellas reza— de 1871 está la efigie, de perfil, de Amadeo I, rey de España, y en el escudo de ésta, la cruz. Y si aquélla es cara, la del rey de Prim y de los liberales que hicieron la revolución, la Gloriosa, de 1868, su revés sí que es cruz, pues cruz hay en él. En los duros borbónicos posteriores, los de Alfonso XII y Alfonso XIII, hay a la vuelta, al revés de las caras de estos Borbones, un escudo de España, pero sin cruz bien visible alguna; y en el centro de él figura una flor de lis. Mientras que en el escudo de España de las monedas de Amadeo, el Saboya, en el centro, entre los blasones de Castilla, León, Aragón-Cataluña, Navarra y Granada, figura una cruz, la cruz del blasón de Saboya.
Fue, pues, en las monedas de aquel a quien se le motejaba por entonces, en 1871, de hijo del carcelero del Papa, en las que aparecerá la cruz. Para que luego, corriendo los años, el sucesor de Pío IX —“prisionero de sí mismo”, que le dijo Carducci—, Pío XI, se conchabara con el nieto del carcelero, con Víctor Manuel III —tercero el Duce—, y se dejara dorar la cárcel —o jaula—, fajistizar —y a la vez fajar— a la Iglesia Romana sin catolizar, esto es, universalizar, al fajismo mediante el triste Concordato de Letrán de febrero de 1929. Concordato más suicida para la Iglesia Romana que pudo serlo el Concilio del Vaticano, el que se siguió al Syllabus, el de la infalibilidad papal. En este Concilio se rompió con el liberalismo, se le declaró la guerra santa, y en el Concordato de Letrán se ha sellado la alianza con el antiliberalismo, con el nacionalismo, con el fajismo, o sea con el anti-universalismo, con el anti-catolicismo. Los haces, los fajos lictorios —del italiano fascio viene nuestro “fajo”— han sustituido a las cruces. La Iglesia se ha rendido al Estado imperial romano. Y pagano.
¡Qué preñada de sentido está en el canto de los duros de aquel breve rey caballero y constitucional del liberalismo español de hace sesenta y dos años y qué bien hace con la cruz central del escudo de España aquella leyenda liberal de “Justicia y Libertad”! Nada de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, pues la Justicia abarca a estas dos últimas y aúna la Libertad, que es de justicia y no de gracia. Los otros decían: “Dios, Patria y Rey”. Pero la cruz del centro del escudo estaba por Dios, y la Justicia y la Libertad son Patria y son Ley, que es la que debe reinar. Por cierto que la Dictadura de 1923, de que usted, amigo Marañón, y yo fuimos víctimas —víctimas de sus leyes excepcionales, que no son leyes—, quiso, en inspiración fajista, menguadamente nacionalista —no nacional—, anti-universal, o sea anticatólica, adoptar un lema en que figurase ante todo la Patria, y no atreviéndose a anteponerla a Dios, cambió el lema tradicionalista, sustituyéndole por este otro: “Patria, Religión y Monarquía”. Puso la Patria por encima de la religión por no atreverse a sobreponerla a Dios, y en vez de Rey puso Monarquía, que es término abstracto y anfibológico, como el de República. Es que la Dictadura aquella maldito el fervor realista que sentía, aunque hubiese sido el instrumento de que tuvo que valerse la realeza para su merecido suicidio. Y tal vez creyera aquel Dictador que poner a Dios sobre la Patria es cosa de anarquismo, pues así lo creen otros.
¡“Justicia y Libertad”! Este fue el lema de la dinastía liberal, a la que trajo a España aquel romántico Prim con los suyos, con los liberales, y éste fue luego el lema de los republicanos liberales de la primera República española. Y ha pasado a ésta, pues en el artículo 1.° de su Constitución se dice “que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia”. ¡Lástima que vaya precedido de algo que sigo estimando que es una vaciedad! Uno de los mayores prohombres de aquella primera República española, procedente del amadeísmo, llamó La Justicia al órgano periódico que fundó, y en que colaboré alguna vez. Y nos solía hablar no de eficacia, sino de justicia. Y de justicia así, sin adjetivo; no de justicia republicana ni de justicia revolucionaria, sino de justicia pura y simple, de justicia sustantiva, sin adjetivos y sin excepciones. Sin excepciones, amigo Marañón, sin leyes excepcionales. Cuya mayor injusticia suele estar, más que en otra cosa, en la tontería con que se aplican. Que al tonto rigor tiene que seguir la tonta clemencia. Pero ya sabe usted, mi buen amigo, aquello que tanto repetí yo antaño, lo de Guillen de Castro: “Procure siempre acertarla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defenderla y no enmendarla.” Enmendar algo es flaqueza de los que acatan consejos.
Usted, amigo mío, parece creer en una renovación de fondo, en que hemos entrado en una nueva era. Pues yo le diré lo que aquel sastre remendón a quien, viéndole zurcir viejos retazos, le preguntó un transeúnte: “Maestro, ¿qué hay de nuevo?” Y el remendón contestó: “¿De nuevo?, ¡ni el hilo!” ¡Ni el hilo, querido Marañón, ni el hilo! No crea usted en camelos.
“La libertad nuestra, de la cual, en efecto, no volveremos ni usted ni yo a gozar.” Así me dice usted, querido amigo. Pero, ¿está seguro de ello? Pues yo, el escéptico, el pesimista, el anarquista, si usted quiere —no me duelen motes—, yo, que creo en la Justicia, creo en la Libertad. Y en cuanto a la mía, tengo que creer en ella, pues que la gozo. Gocé de ella en el destierro aquel y sigo de ella gozando. Y sirviendo con ella a mi patria en el servicio que la debo, y es el de proclamar la verdad frente a todos los embelecos programáticos. Y... ¡Dios sobre todo!
* Réplica al filo o canto
Ahora (Madrid), 15 de febrero de 1933.
Permítame, querido don Miguel, una breve réplica a sus palabras admirables, publicadas en estas mismas columnas, acerca del canto o filo, el revés y el envés. Una réplica un tanto retrasada, porque vivo como un forzado, remando día y noche en galeras donde mi voluntad está presa. Pero no es nunca tarde para que, al fin, como un modesto Eriximaco, conteste a sus razones socráticas.
Yo estoy siempre dispuesto a dejarme convencer por cuanto usted dice, aun en esas ocasiones en que su actitud inesperada encrespa la mía de ciudadano de conducta sencilla y nada intelectual, aunque muchos me incluyan en el gremio, tan excelso como peligroso, de los intelectuales. A veces siento a contrapelo las cosas que usted escribe o pronuncia, y aunque no pienso en la cicuta, a que usted noblemente aspira, no dejo de encontrar, al pronto, algo justificado ese brebaje, amargo pero inofensivo, de simple acíbar, que quieren hacerle beber sus contradictores —hoy los de esta acera, ayer los de la de enfrente—, sorprendidos por el filo de sus razones.
Yo me contengo siempre, y me alegro después de haberme contenido, porque acabo indefectiblemente dándole la razón o, por lo menos, comprendiendo que tiene usted derecho a no tenerla. Pero eso del filo o canto de las ideas y su preferencia a la cara o cruz no me deja del todo tranquilo.
Toda mi vida es una pura duda sobre cuál será el anverso o el reverso de las cosas, y sobre si, después de averiguado, se debe preferir la cara o la cruz. La solución de usted es quedarse con el canto. Pero pienso que el canto no es, en realidad, casi nada: ambigüedad, cruz para la cara y cara para la cruz. Por el canto no se conoce nunca lo legítimo de lo falso, y apenas el oro del cobre, aun siendo verdadero. Con el canto se puede hender, tajar: pero no se trata de eso, sino de convertir un instrumento duro en un valor representativo y humano, el que da el cuño, ajeno a la materia bruta. El canto o filo que usted aconseja es como la espada, y ahora quisiéramos suprimirlas y cambiarlas por razones; no siempre, es cierto, verdaderas. En la misma moneda, el dinero de metal se sustituye por el de papel, pura representación, que puede también ser falso, pero que ya no tiene canto, ni lo tendrá jamás, en el sentido contundente.
¿Para qué el filo? Es preferible seguir buscando la verdad por el lado ancho, el que no sirve para tajar, sino para dudar. Que es, después de todo, a lo que usted nos ha enseñado: a dudar de cuanto hay, para no dejar de creer en nada, porque la fe de los que no dudan, el viento se la lleva, y ahora es tiempo de huracanes. Y en nada se nota el aire de tempestad como en esa duda inesperada y trágica, que nos tiene sobrecogidos, acerca de las cosas en que creíamos con mayor firmeza: como la libertad, por ejemplo. La libertad nuestra, de la cual, en efecto, no volveremos ni usted ni yo a gozar. Usted me arguye que seguirá defendiéndola y que se ríe de los que han perdido su fe en ella. Pero esto ¿qué es, sino seguridad en un cuño que usted cree legítimo y que tal vez no lo sea? Usted mismo añade, y con razón, que los cuños se borran o se cambian, y el que ahora se está borrando más aprisa es ese de nuestra libertad. La última que queda en el mundo es, a pesar de cuanto se dice, la de la España de ahora.
Algo que no es libertad ni juridicidad, sino disciplina arbitraria, y, a la larga, juridicidad nueva y libertad futura, se va extendiendo por las sociedades humanas. Y sólo las acuñadas así son las que resisten cuando todo cae a su alrededor. Eso mismo lo veremos aquí, y ya no veremos otra cosa, aunque construido sobre otros moldes y regido por hombres muy distintos de lo que se imaginan los eternos despistados. Contra esto, que se impone como una fatalidad cósmica, no hay canto o filo que valga. El problema está en saber, si puede saberse, si esto es el envés o el revés de la verdad. He aquí mi duda y mi tortura y la de muchos como yo. Pero también la raíz de nuestra fe, porque sólo se cree en aquello que nos interesa en lo profundo de las entrañas.
Esta duda universal, que ningún filo puede tajar, es la forma más honda de la revolución que usted, don Miguel, y también otros, niegan a todas horas. Ustedes, los del filo, siguen creyendo, a pesar de sus lecciones de duda, en sus ilusiones de siempre, y así no se enteran de que la tierra que pisamos hoy es ya distinta de la de ayer. Y usted, querido don Miguel, es quien más ha contribuido aquí en España, a removerla a fuerza del equívoco grandioso de su vida intachable, a fuerza de enseñarnos a buscar la verdad en el revés de nuestra fe, para acabar blandiendo una fe de filo, sin cuño, para no dudar, como la fe de los simples. Que acaso sea, como dijo quien decía las verdades eternas, la mejor de todas.
Y aquí terminan mis razones de aspirante a Eriximaco, aquel médico de arte y no de ciencia, que podía hablar con Sócrates y que tal vez curaba mejor que nosotros los de los laboratorios y la bioquímica. Y usted siga socarrándonos en las entendederas, con la certeza de que por mucho que nos irrite no pediremos su muerte a los tiranos —los de ahora son, además, usted lo sabe, tiranos de mentirijillas—, sino a Dios, y para usted, una vida centenaria y colmada de venturas.
Gregorio Marañón.
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