Ahora (Madrid), 3 de diciembre de 1932
En este número inicia su colaboración en AHORA don Miguel de Unamuno, “un gran español digno de admiración y merecedor de los más altos homenajes”, como lo llama el periódico donde hasta ayer mismo publicaba sus artículos el venerable maestro. Don Miguel de Unamuno, “intelectualmente invulnerable”, como lo juzgaba también ayer Manuel Bueno en ABC, hallará en las columnas de AHORA la tribuna de gran resonancia y libertad absoluta que su genio requiere. Los artículos de don Miguel de Unamuno, su pensamiento apasionado, se ajusten o no a nuestra manera de sentir y pensar, son para nosotros, y esperamos que lo sean también para nuestros lectores, la máxima fuerza creadora y sugeridora de las Letras españolas de este tiempo.
—Le he oído a usted —me dijo— que lo primero es dar cara a cara a la verdad. O, si se quiere, a la Esfinge devoradora...
—Cabal —le respondí— hay que hacerse a encararla, o darle rostro a rostro, a arrostrarla. ¡Arrostrar la verdad! ¡El supremo empeño!
—Pues bien —añadió—, esto de la República ha sido para mí otro mal necesario...
—¿Otro? Como casi todo lo más de la vida —acoté.
—Algo fatal e inevitable —continuó—. Y no la hemos traído nosotros, los que nos creemos republicanos, si no que ella nos ha traído en cuanto tales. Y apenas si empezamos a pensar lo que pueda llegar a ser. ¿Qué nos han dejado en junto estos tres últimos años? En los cimientos de la conciencia común, pública, quiero decir. ¿Y qué problemas, pero íntimos? Nos hemos arrimado a más estrecho toque con el cauce de la vida común de lo que se suele llamar sociabilidad. Hemos quitado la educación de nuestros hijos a las órdenes bien o mal llamadas religiosas, pero sin saber a ciencia cierta cómo substituirlas; hemos quitado muchas tierras a sus antiguos dueños para dárselas a campesinos que acaso ni puedan ni sepan ni, tal vez, quieran labrarlas... Pero, se lo reitero, ello era y es inevitable, y a ello estamos...
—No hay más remedio —le dije—, pues en esta que hemos denominado candorosa, o mejor, convencionalmente, República democrática de trabajadores de todas clases, nuestro principal cometido es el de trabajar. La vida es trabajo.
—¡Así fuera —me replicó— el trabajo vida! Y para trabajo, créamelo, don Miguel, no mayor ni mejor que el de arrostrar la verdad. Aquello era muy malo, pero ¿y esto? Mas no quiero sino repetir con usted lo de Carducci: “Mejor obrando olvidar, sin indagarlo, este enorme misterio del universo.” En nuestro caso particular, el misterio, enorme o no, del destino histórico de esta nuestra España, misterio que es el fundamento de mi religión nacional y civil y popular.
—¿Qué? ¿También usted —le dije sonriendo— místico del republicanismo?
—¡Jamás! —me replicó—. No he hablado del destino de la República, que es nombre común y aplicable a todas ellas, sino del destino de España, que es nombre propio, pues España es una y única.
—Pero hay quien habla —le dije— de Españas.
—Sí, hay politeístas —añadió. Y yo:
—Y panteístas. Y ateos.
—¡Fervor republicano! —murmuró—. ¡Justicia republicana! ¡Virtudes republicanas! ¡Cultura republicana! ¡Monsergas! Y luego la liturgia, que es peor que la mística esa. No daré ni un viva a la república, aun deseando que viva, mientras no se pueda dar también un viva al rey, a un rey cualquiera. ¿Y ha visto usted otra cosa, y es la niñería esa de ir esquivando la denominación por títulos nobiliarios y lo de hablar del ex conde, ex marqués o ex duque? ¿Qué más nos da que conserven sus apodos, motes, alias o pseudónimos si eso no les sirve para nada, ni les da derecho a nada y ni es siquiera sortilegio? ¡Chinchorrerías!
—Sí, ya sé —le dije— que tampoco entra usted con la nueva bandera, la republicana.
—Cabal —me respondió—. Y recuerdo cómo nuestro común amigo Guerra Junqueiro, uno de los que más contribuyeron a la caída de la dinastía brigantina portuguesa, defendió la conservación de la bandera nacional y popular, ya que no monárquica. Por tradicionalismo poético. Y yo, por mi parte, no me hago a ésta, a la tricolor. Con un tercer color impuro, mestizo...
—Usted —le dije—, acaso de cambiarla, votaría por una de los siete colores del arco iris...
—Pero fundidos, federados en uno, que es el blanco —me replicó—. Una bandera blanca y en blanco, de paz y de porvenir. Aunque la mía... formada de infra-rojo y ultra-violeta, colores invisibles...
—Que propiamente no lo son —le objeté—, pues que no son colores para el ojo humano, fisiológicos...
—¡Pues por eso! —exclamó—. ¡Símbolos y emblemas invisibles! Y acabar con toda liturgia supersticiosa. Mas todo esto nos ha alejado de nuestro propósito. ¿De qué hablábamos?
—Se desahogaba usted, amigo —le dije—, de sus íntimos desengaños...
Y él:
—Desengaños, no, pues nunca me engañé. Nunca esperé del tiempo más de lo que él nos puede dar; nunca esperé que lo que los ingenuos llaman revolución nos cambiara substancialmente de estofa y de trama del alma colectiva; nunca creí en agüeros de ciertas renovaciones. Y por esto, porque siento la continuidad del destino histórico, me atengo y conformo a lo que vayamos consiguiendo. Y como soy de los que creen que hay que hacer de la necesidad virtud, me someto a los males necesarios y trato de sacar algún bien de ellos, mas sin dejarme engañar ni desengañar. Y vea usted, mi buen amigo, por qué me hace sonreír el engreimiento místico-litúrgico de todos los niños que están contemplando los zapatitos nuevos que les ha traído el nuevo régimen. ¡Cuánto echo de menos la sobriedad mental! ¿Concentración de izquierdas? No, si no “concretación” de ellas; y sepamos qué es eso de izquierda. ¡Lo que me encocora la vibrante declamación jacobina! Vibrante, ¿no se dice así? Es otro terminacho de moda y sin modo. Conformémonos, sin vibrar, con lo inevitable, y... ¡a trabajar! Que así es la vida...
—De modo que para usted… —le atajé.
—Para mí —añadió atajándome a su vez— cuando se me llega uno de esos entrevistadores extranjeros con su surtido de vacías preguntas estereotipadas, de encuesta, de cómo hemos cambiado y de cómo sentido el cambio, me siento molesto, como si se nos tomase por cuines o ranas o galápagos de fisiólogo, peor que por chiquillos en juego. Esta nuestra España es para ellos un caso, porque el caso es que la eterna y universal España, la de los colores invisibles, fuera de liturgia, no les dice a ellos nada. Con tal de que a nosotros, los españoles, nos diga al oído del corazón algo...
Me callé al oírle esto.
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