Ahora (Madrid), 1 de febrero de 1933
Hay tradicionalistas, enamorados más bien del anochecer que de la noche, que se están componiendo tonadillas para zarrabete. ¿Que qué es éste? Un instrumento músico popular casi desaparecido. Llamábasele también gaita zamorana y zanfonía —sobre todo en Galicia—; en francés, melle; en inglés, hurdygurdy; en italiano, ghironda ribeca, y en alemán, Bettlerleier y Bauerleier, que vale por lira de mendigos o lira de aldeanos. Hace poco leíamos en un escritor húngaro cómo encontró por primera vez el zarrabete en el corral de un sombrío edificio de los arrabales de Budapest, donde lo tocaba un viejo húngaro que lo llevó del campo perdido. Y es que es un instrumento ya casi fósil, o como diría uno de estos intelectuales sindicalistas que todo lo trabucan, feudal. Tiene lengüetas de teclado, como el acordeón; cuerdas, como el violín; manubrio, como el organillo, y no es ni acordeón, ni violín, ni organillo. Una especie de ornitorrinco. Recuerdo haberle visto, de mocete, en mi nativa tierra vasca; pero no cómo sonaba ni si sonaba. Lo vi más que lo oí, me parece, porque mi memoria auditiva cede a la visual. Quiero recordar que lo llevaba y tañía uno de aquellos aldeanos anteriores a la boina, de los de “chano” o de montera arratiana. ¡Dulces remembranzas de mocedad!
Pero esas tonadillas tradicionalistas de gaita zamorana, si se ejecutaran ahora en ésta, en zarrabete, habría de ser para tener que verterlas en seguida a gramófono o gramola o para tener que derramarlas por radio. Y de zanfonía restaurada, ¡claro! Vamos, una tradición futurizada. Como una bombilla eléctrica disfrazada de lámpara de aceite, lámpara del santuario, que ardía ante el Santísimo de la adoración nocturna. Una Liduvina de Schiedam, resucitada a su vida de martirio conventual, no podría pedir, como pidió en sus tiempos —¡feudales!—, derretirse para alimentar esa lumbrecilla; la humilde santita holandesa tenía una almita de luciérnaga, no de estrella, y menos de cine.
Y la letra de las tonadillas habría que traducirla al siglo XX. Porque hay que traducir la tradición. No ya sólo a Prudencio o a San Isidoro, sino que hasta se ha llegado a intentar traducir el Cantar del mío Cid. El lenguaje, vocal o instrumental, es un hábito, y por más que se diga que el hábito no hace al monje —¡vaya si le hace!—, lo seguro es que el monje se hace al hábito. Y el lenguaje, por tanto. “¡Este argumento, como prueba, es en latín!”, solía decir, en su clase de Deusto, el padre Ocaña, S. J., y tenía razón el buen jesuita. Hay argumentos escolásticos que traducidos al vulgar se descomponen. Como cualquier doctrina, pasada de la lengua en que nació, cambia. La mayor diablura de Lutero fue verter San Pablo en el dialecto —lengua conversacional— de los aldeanos de Sajonia, pues de ahí salió lo de la justificación por la fe y el siervo albedrío y el libre examen. Y luego aquí fray Luis de León anduvo a vueltas con la Inquisición, por empeñarse en romancear quejumbres de marranos.
¡Porque anda por estos mundos cada lírico del tradicionalismo, tratando de engaitar a las gentes a la buena de Dios, y con gaita zamorana! Gentes que acaso han oído, si es que no han tocado en la zanfonía, y aun en el rabel, la Marsellesa o el Himno de Riego al alzar de la misa. Y algún día tocarán la Internacional en la pipiritaña. ¿Líricos? Lo triste es que su lira no es ya lira, ni siquiera zarrabete, sino artilugio eléctrico-retórico que funciona por timbre e irradia con altavoz.
Pero, ¡ay!, ya no nos suenan, ya no nos suenan ni siquiera aquellas canturias que brizaron nuestros inocentes sueños infantiles. Aquello de “Pimpinito, pimpinito, / me fui por un caminito. / le encontré a una mujercita / toda vestida de blanco; / le dije: / Mujer cristiana, / ¿no ha visto a Jesús amado? / Sí, señora, ya le he visto; / por allí arriba ha pasado; / los perros de los judíos / por detrás le iban tirando...”. Y cuando ahora el lírico del altavoz nos habla de las cadenas y de los perros de los judíos, nuestra santísima niñez no responde. No responde a la zanfonia, a la gaita en disco con que se nos quiere engaitar.
¿Y del otro lado? ¡Ah, no; tampoco..., menos… Nos dice menos, mucho menos, la gramola revolucionaria. Ni nos consuela la flamante astronomía social, si es que no socialista. ¿Astronomía social? Qué estupendamente la cantó aquel desolado y desolador Leopardí en aquel su inmortal canto a la retama, la flor del desierto (La Ginestra), ¡Qué acentos le brotaron del corazón torturado cuando fijaba su vista en el estrellado firmamento, sintiendo que las nebulosas desconocen la de nuestro sol, que es nuestra Tierra grano de arena perdido en infinita playa! ¡Cómo se pronunciaba contra la naturaleza —“madre en el parto; en el querer, madrastra”— y pedía que en contra de ella se confederaran los hombres todos! ¡Cómo se burlaba de le magnifiche sorti e progressive! ¡Cómo contemplando que la “naturaleza, verde siempre, marcha por tan largo camino, que inmóvil nos parece”, aquel altísimo y hondísimo pensador y sentidor, no de izquierda, ni de derecha, ni de centro —que esto es vaciedades—, sino de entraña, aprendió frente al cielo estrellado a despreciar “el feo poder escondido que para común daño impera y la infinita vanidad del todo” —il brutto poter che, ascoso, a comun danno impera e l'infinita vanitá del tutto—. Lo que se decía “a sí mismo”: A se sfesso. “Que uno se diga eso a sí mismo, pase —se me dirá—; pero no debe decírselo a los demás.” Conozco el estribillo. Y sé que para las dos clases de líricos, los de la lira de pordioseros —que así, Bettlerleier, se le llamaba en Alemania a la zanfonia—, los tradicionalistas o reaccionarios, y la de los progresistas o revolucionarios; para las dos clases, la de la astronomía de Ptolomeo y la de la novísima astronomía, para los dos partidos, un Leopardi es el peor enemigo. Sobre todo, porque no saben en qué casilla del casillero ponerle. Y porque no trata de engaitar al pobre pueblo soberano ni con gaita zamorana ni con gramola futurista.
Porque sí, sí; mientras oímos al lírico de la tradición, sentimos pena por el pobre pueblo que le escucha boquiabierto; pero cuando luego nos ponemos a escuchar al lírico de la revolución, sentimos pena por el pobre pueblo que le oye pasmado, y que es el mismo pobre pueblo, el mismito. Mas, después de todo...
¿Qué va a hacer aquel a quien Dios le hizo gaitero, sino tocar una u otra gaita, y aquel a quien le hizo peliculero —fotogénico, ¿no es así?—, sino impresionar películas históricas?
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