Heraldo de Aragón (Zaragoza), enero de 1933
El número del 23 de noviembre último del diario Heraldo de Aragón, de Zaragoza, publicó un artículo de nuestro José Ortega y Gasset —sin más— acerca de la celebración del centenario de la Universidad de Granada. Y en ese artículo señala nuestro maestro de una manera irreprochable la posición, la posición espiritual, de aquellos a quienes se ha dado en llamarnos intelectuales. Después de asentar que la Universidad a partir del siglo XII se fue haciendo consustancial con Europa, afirma que aquélla “significó un principio diferente y originario, aparte cuando no frente al Estado”. Exacto. Y hasta no faltó quien le acusara de foco de anarquismo o cuando menos de indómito individualismo. En la Universidad nació la reforma. Añade Ortega: “Frente al poder político, que es la fuerza, y la Iglesia, que es el poder trascendente, la magia, la Universidad se alzó como genuino y exclusivo y auténtico poder espiritual; era la inteligencia como tal, exenta, nuda y por sí, que por vez primera en el planeta tenía la audacia de ser directamente y por decirlo así, en persona, una energía histórica.” ¡La inteligencia como institución! ¡Muy bien! Luego nos dice cómo entre soldados, mercaderes y frailería fueron los escolares que hoy llamamos estudiantes los que ponían “la alegría, la insolencia, el ingenio, la gracia y —¿por qué no decirlo?— la pedantería. Y este tropel de escolares iba a ser el que ganase la partida a los otros”. Y luego: “Esa partida ganada por los escolares al poder político se llama revolución y es claro que me refiero a la auténtica, porque no estoy dispuesto a llamar revolución a cualquier cosa.” ¡Requetebién y aquí estamos con él, con Ortega, los más de aquellos a quienes Primo de Rivera motejó de autointelectuales. No, no estamos dispuestos a llamar revolución a lo que se les antoje a los auto-revolucionarios.
“Ganaron la partida a los demás poderes —prosigue el maestro—, ¿pero la ganaron para siempre? He aquí que la resaca del recuerdo, como siempre acontece, nos arranca de la playa muerta, inofensiva, sin peligros, que es el pasado y nos arroja de nuevo a la mar del porvenir. En contacto con ella volvemos a sentirnos vivir, porque volvemos a sentirnos en peligro, y queramos o no tenemos que bracear para mantenernos a flote. La vida es permanente conciencia de naufragio y menester de natación.” Y al final del artículo se pregunta Ortega: “¿Y mañana?, ¿qué será mañana? ¿Los mismos, más, menos?” Es lo que me pregunto a diario. ¿Qué será mañana de la inteligencia? No de la intelectualidad, sino de la inteligencia. ¿Qué será de la civilización humana?
Porque me temo que esos auto-revolucionarios que vienen, con su disciplina de dictadura de masa a matar el hambre de los hombres, entontezcan a la humanidad. Entre la indigencia y la tontería me quedo con la indigencia. Y en cuanto disciplina, ¿habrá que repetir una vez más y hasta la saciedad que “disciplina” —discipulina— deriva de “discipulus” y éste de “discere”, aprender, y que el aprendizaje se recibe de la maestría ? Discípulo pide maestro y maestro no es caudillo de clase, de gremio, de clientela o de partido político, y menos hay maestría colectiva y de sufragio. ¿Qué es eso de una doctrina votada por sufragio? Y si se nos dice que por sufragio no se fijan doctrinas, sino tácticas, diremos que la táctica implica doctrina. Lo de acordar una táctica que invalide, siquiera temporal e interinamente, una doctrina, y a esto le llaman transigir, suele ser para beneficiarse de la posesión del poder público y no para otra cosa. Y la inteligencia, la verdadera inteligencia, la inteligencia conciente —conciente de sí misma, ¡claro!—, no entra en esas transigencias o transacciones. Y se deja excomulgar. Que es el sino de la inteligencia ser excomulgada.
¿De dónde han sacado algunos de esos auto-revolucionarios que les hemos defraudado algunos de los motejados de intelectuales? ¿Cuándo aceptamos la definición que de la revolución daban, o mejor, traducían, ellos? En algún caso, como en el del que esto escribe, ni siquiera debió su elección a esos auto-revolucionarios de dictadura, que el pueblo, el pueblo que le eligió representante, no lo hizo en obediencia a una disciplina espúrea. ¿Defraudarles? ¿Es que un hombre conciente de su inteligencia va a rendirse a eso que llaman disciplina de partido? ¿Es que un hombre conciente de su inteligencia va a resolverse a votar contra su conciencia como tantos partidarios lo hacen, y confesando luego que lo hacen? O peor acaso que votar contra conciencia, que es votar con inconciencia, sin saber lo que votan. Porque aquella fórmula de la fe implícita, la del carbonero, aquélla del Catecismo del P. Astete de: “eso no me lo preguntéis que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”, esto ha pasado de la religión católica a la política laica. También en ésta la fe implícita, la fe del carbonero, el método del entontecimiento. Y hasta el tercer grado de obediencia, la obediencia de juicio que establece Íñigo de Loyola y que lleva al cuarto voto. Cuarto voto que se establece en las disciplinas de partido. ¿Qué será mañana? —me pregunto con nuestro Ortega, con nuestro maestro—. ¿Qué será mañana?, ¿qué será mañana de la inteligencia? Y más concretamente: ¿Qué será mañana de la inteligencia española? De la inteligencia universal española, se entiende. O si se quiere de la inteligencia universitaria, dando a lo de universidad su más alto y espiritual sentido, no el de una institución oficial de Estado. ¿No se habla por ahí de Universidad popular? Como si no lo fueran todas las que lo sean de veras. ¿Y de dónde sino de las Universidades salieron los más de los mejores que guiaron al pueblo a su emancipación mental?
Cuando se habla de crisis, queriendo decir crisis económica, me pongo a pensar en la crisis mental. Cuando se habla de hambre pienso no en el hambre de saber, sino en el hambre de entenderse uno a sí mismo, en el hambre de conciencia. Y cuando oigo a algunos de esos pobres señoritos auto-revolucionarios a que se les dice extremistas no me inquieta el radicalismo extremado de sus... ¿doctrinas?, ¡pase!, sino que me apena la pavorosa confusión de sus llamémoslas ideas. ¡Cómo crepitan y estallan los terminachos! “¿Pero ha oído usted qué cosas han dicho?”, me decía un amigo al salir de una de esas conferencias de mitin. Y yo: “¿pero es que han dicho cosa alguna? Porque yo, por mi parte, no me he enterado”.
No, no, no estamos dispuestos a llamar revolución a cualquier cosa. Se llama en astronomía revolución a la marcha de los planetas en torno del sol y no se le llama revolución, que sepamos, a aquel reventar de aquel planeta que dejó entre los que viven asteroides y bólidos errantes. ¿Revolución de bólidos? No. Y menos desde que se va poniendo de moda, cuando uno señala una injusticia, manifiesta, innegable, un atropello injustificable y acaso peor: estúpido, que haya quien sin negarlo, sin atreverse a justificarlo conteste —conteste y no responda, que no es lo mismo— “¿qué quiere usted?, ¡es la revolución!” No, eso no es la revolución. Y lo peor de eso es que se está acostumbrando al pueblo a no juzgar, a no discurrir, a no pensar, que le está entonteciendo. Y el entontecimiento es la peor de las perversiones.
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