Ahora (Madrid), 20 de diciembre de 1932
Pues bien, no, no le creo a usted cuando me dice que viene siguiendo mi obra desde hace tiempo, no se lo creo. Usted, por lo que veo, sólo conoce de mí frases sueltas —muchas de ellas falsamente atribuídasme— mal citadas, peor leídas y pésimamente interpretadas. Usted forma parte del mundo, en el sentido que los escritores ascéticos dan a esto de mundo; usted es un cacho de mundo, o si prefiere, un cacho de muchedumbre, y acaso no ignore aquella vieja sentencia “dei mundus vult decipi”, esto es: “el mundo quiere ser engañado”. Y quiere ser engañado porque del engaño, de la ilusión, vive. Puso Hegel como lema de su Lógica aquella sentencia de Sófocles que dice que “la verdad puede más que la razón”. Pero la vida puede más que la verdad y, por lo tanto, mucho más que la razón. O mejor, que hay razones de verdad, de cabeza, y hay razones de vida, de corazón. Recuerde lo de Pascal de que el corazón tiene razones —o sinrazones, que es igual— que la cabeza desconoce. Y lo decía, ¡pobre Pascal!, para sustentar la fe, que consiste, según nuestro Catecismo, en creer lo que no vimos. Y la razón consiste en creer lo que vemos, la realidad material presente. Y cuando usted me ve arremeter contra las razones de la vida del engaño, contra las ilusiones de mejoramiento y de progreso, se dice: “¡Otra le queda!” Usted, señor mío, no me conoce.
“¿A qué ha venido usted?” —me pregunta—. ¿Que a qué? Pues he venido, ante todo, a recordar a las almas dormidas —dormidas en el engaño vital— a que aviven el seso y despierten, contemplando cómo se pasa la vida... y lo demás. Y cómo “cualquier tiempo pasado es mejor”. Es y no fue, es mejor. Y es mejor porque pasó, pues mejora en pasando, en haciéndose histórico, en perdiendo la grosera realidad material —o materialidad real— presente, en perdiendo actualidad. Nuestro propio tiempo será mejor de aquí a un siglo, y será mejor por haber pasado. “Ningún dolor mayor que el acordarse del tiempo feliz en la miseria”, dejó dicho el Dante. Pero acaso sea mejor decir que no hay consuelo mayor que el de acordarse, que el de recordar, aunque sea la miseria. ¡Cuántas veces el libertado de la cárcel se consuela recordando las horas de su prisión! El recuerdo y no la esperanza es de consuelo. Y a hacer recordar, a hacer vivir en el recuerdo, en la historia, es a lo que he venido. ¡Qué extraña sensación me produce oír a los cuitados repetir que pasaron ya aquellos tiempos, que ya no volverán procedimientos de antiguo régimen, que ya no sirven tales procedimientos, que hemos entrado en una nueva vida y otras candorosas puerilidades progresistas de la misma laya!
Porque usted, señor mío, es un progresista. Se le conoce, entre otras cosas, en su ingenuidad desprevenida y en su incapacidad para comprender —o mejor, para con-sentir— el descontento radical de todo lo presente y mientras presente. Usted cree que lo de ahora es mejor, y yo, que será mejor cuando haya pasado. Y tan ingenuo como usted es el tradicionalista, que se imagina que lo de antaño fue mejor que esto de ahora. Pero, se lo repito, no fue mejor; lo es hoy, que no puede volver. A todo lo cual me parece que me dirá usted lo que me dijo uno de los suyos, como despertando de un sueño: “¡Pero usted es un pesimista!” Y yo, aunque a sabiendas de que no sabía él lo que es el pesimismo, le repliqué: “Bien; ¿y qué?” Porque con encasillarle a uno en un mote así: pesimista, extremista, anarquista, reaccionario, cavernícola, jacobino..., no se resuelve nada, entre racionales.
Lo que hay es que mientras se mantiene uno en la contemplación, en la teoría —teoría quiere decir, precisamente, contemplación—, las gentes se encogen de hombros, sin enterarse; pero cuando el contemplador, el teórico, el historiador aplica su teoría a la práctica y juzga con ello lo concreto que pasa y lo juzga como cosa pasajera, sin valor radical y permanente, se revuelven y se dicen: “Pero este hombre, ¿qué quiere?” O: “Pero... ¿pesimista? ¿Es que le va mal en la vida?” ¡Ay, señor mío, qué error! Los pesimistas radicales de veras no suelen ser aquellos a quienes les va mal en la vida. Tal vez al contrario. Le he oído a un hombre a quien se le tenía por afortunado hablar del empacho de buen éxito. Y hay aquello de Píndaro de que Tántalo no pudo digerir su dicha.
Claro está, señor mío, que no le cuento en esa ralea de imbéciles —o de resentidos, que es igual— que cuando tropiezan con un descontentadizo radical, ideal, fundamental —de raíz, de idea o teoría, de fondo— hablan de despecho. Y le inventan motivos al nivel de sus menguados resentimientos. Le suponen pequeñas ambiciones de orden pasajero. ¡Pobres hombres! Y está aún más claro que tampoco le cuento entre esos otros cuitados que nos reparten a los hombres entre distintos partidos, sectas, sindicatos, corporaciones y toda clase de clases y andan buscando al servicio del interés de cuál de éstas se pone el que se rinde al servicio de la verdad, de la terrible verdad, que puede más que la razón y que, al cabo, puede más que la vida. Cuando la vida se acaba; cuando llega la muerte. Porque si, como le dije, la vida puede más que la verdad mientras se vive, mientras se está pasando, y le hace creer al que pasa que está mejor, que progresa, que mejora, la verdad puede más que la vida cuando ésta, la vida, ha pasado y cuando, pasada, ya no es vida, sino historia —o leyenda—, cuando es muerte inmortal.
“¿Pero para qué traernos esas verdades?” —me dirá usted—. Pues para que no se duerman en la vida que pasa. Y en nuestro caso —en el nuestro, ¿eh?—, para que no caigan en la candorosa ingenuidad de creer que están renovando nada, que están revolviendo nada. ¿Revolución? ¡Vamos, hombre, lo que se reirán nuestros descendientes cuando lo de ahora, por ser pasado, se haga mejor, se convierta de vida en verdad, de actualidad en leyenda, y se enteren de que algunos de los nuestros creían estar haciendo una revolución! Porque ellos apenas verán diferencia entre una vuelta y otra vuelta, entre un régimen y otro. Cada uno a su tiempo.
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